Ningún lugar en la vida es más triste que una cama vacía.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Cuando una se va de viaje por largo tiempo es preciso hacer con mucho cuidado la maleta, ser previsora, no llevar cosas de más ni de menos.
Yo acostumbro a hacer muy mal mis maletas. Al cerrar la puerta suele asaltarme la sensación, casi la certeza, de que olvido algo esencial. Con tus recuerdos me pasa lo mismo. Tengo que elegirlos muy bien. Encolarlos a las paredes de mi alma, taladrar mi cerebro, guardar bajo llave la forma de tu boca, poner rejas a la manera de mirarme cuando me deseabas. Cuando me hablan de ti me da por pensar que un día no alcanzaré a guardarte del todo y entonces me entran ganas de llorar. Soy la fontana de Trevi. Anita Ekberg podría caminar por mis estanques de lágrimas.
Pero el llanto, lo mismo que la tristeza, tiene sus caminos. Sin querer he construido una especie de cañerías cuyo flujo corto cuando trabajo, cuando estoy con la gente, cuando voy al cine, o cuando le pido a Alicia, mi panadera, el pan de siete cereales. Desvío la pena. Construyo estanques.
Hace unas cuantas noches —que es cuando dejo que las cañerías destilen su caudal de pena—, mientras daba esas vueltas que doy por la casa cuando no puedo dormir, me decidí a entrar de nuevo a tu despacho. Allí, sentada frente a la pantalla del ordenador con mi corazón palpitando como si de un momento a otro fueras a poner tus manos sobre mis hombros, me puse a enredar entre tus cosas… Abrí algunos documentos. Leía tus frases como de puntillas. Me paseé por tus pequeñas creaciones sin terminar, como quien hojea una revista de decoración, hasta que me entró una congoja horrorosa. Tus palabras estaban habitadas. Entre la a y la z te paseabas con tu jersey viejo y tus dudas. No me sentí capaz de comprender lo que deseaba y volví a la cama con la cañería de mis lágrimas rota. Lloré, me abracé a la almohada con ganas de fundirme en mi desdicha… y entonces, al otro lado del tabique, sonaron unos golpecitos.
Enmudecí. Igual que si hubiera entrado en clase un temido profesor. Como una niña. Me tragué el hipo, la pena, los mocos y todo. Me abracé al vicio de imaginarte a mi lado. No desterré ese miedo que a veces he sentido…, que el dolor me mandara al otro lado de este mundo, al balcón desde donde se mira sin ver. Creí posible estar perdiendo la cabeza porque me pareció que alguien me susurraba. Lo atribuí a esta enajenación que espero sea transitoria. Luego, me metí en el jardín de esa fe ciega de viuda sin consuelo. Me dije que los golpecitos eran una señal tuya, que estabas allí para decirme algo. Instantes después accedí a mi consciencia, me di cuenta de que tenía vecinos, que había visto cómo unos operarios subían una lavadora, y que la casa de Alberto estaba habitada por alguien que no era él.
¿Quién me escucha llorar?
Ahora cuando entro en casa lo hago de puntillas. Me siento vigilada. La secuencia se ha repetido, Baltasar. Inevitablemente e irremediablemente.
Lloro. Al otro lado aparece ese ritmo que me recuerda una existencia que no me abandona. El sonido no es como cuando tienes la música muy alta y un vecino golpea y hace ruido para manifestar que estás molestando o invadiendo su sueño. No. Tienen una cadencia similar a un viejo telegrama. Toques suaves, confortantes, amparan. Confieso que naufrago entre la vergüenza y la curiosidad, entre pasar de todo y llamar a la puerta para decirles:
—Ustedes perdonen, soy una viuda afligida. Viví un amor maravilloso con mi Baltasar, y el muy cabrón se mató con su moto llevándose mi alegría, casi mi cordura, y desde luego mi sueño… Tienen que conocer mi historia, de hecho, yo también quiero conocerla.
Cuando, de una manera casi predecible, en una cena y al saber que eras escritor, había alguien que te advertía con énfasis:
—Tienes que conocer mi historia…, es de novela.
Una sombra de incomodidad pasaba por tus ojos. Generalmente, quien lo decía se refería a que había tenido que ir saltando obstáculos o enfrentándose a las adversidades sin armadura. A ti, eso te traía sin cuidado. Lo que te interesaba no eran las palabras que un hombre decía en una habitación, sino lo que contaba el tiempo a su alrededor. El murmullo de los objetos, la certeza de sus gestos, o el aire asfixiado de aquella estancia que mantenía el pasado y presenciaba el camino hacia un futuro desdeñado de antemano. Y añadías:
—El hombre que ha permanecido callado casi toda la cena, ha arqueado las cejas en cuatro ocasiones, se le han humedecido los ojos en dos, ha rehuido mi mirada un par de veces y se ha aburrido escuchando a la que creía tener una vida de novela. Llevaba un reloj que posiblemente habrá heredado de un padre admirado por su tenacidad, tenía la correa desgastada y la carcasa era de oro. Ese me interesaba.
El aire de mi vida está lleno de ti. Has marcado el territorio de nuestra vida. El café Garai no es solo el café Garai, es el lugar donde nos encontrábamos y el sanguis coffe, no es un sitio donde se merienda bien, sino que es el lugar de Bilbao donde íbamos a tomarnos tu bocado favorito. La estatua del parque que te miraba me mira ahora a mí. El callejón donde aparcabas tu moto, la esquina en la que te escondías para asustarme…, tus escritos, tus poemas, tus mentiras, tus recuerdos que ahora son solo míos…
Nos casamos a los tres meses de conocernos, pero lo habíamos decidido mucho antes, cuatro días después de habernos encontrado. En el juzgado, un día cualquiera, casi a hurtadillas, como si supiéramos que alguien iba a censurarnos aquel definitivo movimiento. Te habías puesto tu chaqueta de escritor y una pajarita maravillosa que compraste en la tienda de Julio Alegría. Yo me había comprado un vestido del que Isabel, arrugando un poco el morro, dijo que era de princesa. Tú preferiste verme como un hada madrina. En realidad, cuando miro horrorizada la foto pienso que era una cursilería que todavía está en el armario. Un arrebato de volantes y encajes a caballo entre Ibiza y una debutante de la Universidad de Maryland de esas que aparecen en las películas de sobremesa. Un pastel de chantillí. El vestido de una trastornada que vuela montada en la nube del amor.
Porque iba en una nube. Sin cabeza. Si la hubiera tenido, no me hubiera casado contigo. Pero insististe. Querías ponerme el anillo en el dedo, decirme que me amarías hasta que la muerte nos separara. Y yo lo que quería era pegarme a ti el tiempo que tuviera ganas. Así que accedí, aunque las bodas me espantan. Con una tuve suficiente. Estaba fascinada, se me caía la baba y tenía ganas de hacer el amor contigo a todas horas.
Gustavo, Isabel, Alberto —que había venido de París para el evento—, Pablo, Beatriz, Eduardo y las gemelas de Isabel con sus gorritos de lana fueron unos testigos perplejos y casi obligados a montarse en la carroza de nuestras quimeras. Tú no tenías familia directa a la que presentar y a la que poder llevar a la ceremonia. Tampoco pusiste interés en llamar para comunicarles la noticia a esos tíos tuyos circunspectos y lejanos. Y cuando insistí en la búsqueda de tu gente querida, aplazaste mis intenciones, me dijiste que tus amigos andaban repartidos por el mundo, diseminados, y que se necesitaba tiempo para reunirlos. Te presenté a la mía ese mismo día, te subiste a una silla, en el café Iruña y dijiste.
—Hola a todos, soy Baltasar, el hombre al que María ha robado el corazón hasta que deje de latir. ¡Quiero compartir mi felicidad con vosotros, porque la felicidad hay que compartirla siempre!
Hasta que tu corazón dejara de latir…
Nos fuimos a Cádiz, a una casa que alquilaba cerca de Tarifa una compañera de trabajo, en una playa donde fuera de temporada solo había surfistas, gaviotas y cuatro raros de esos con los que da gusto compartir vacaciones. En aquel entonces el dinero no nos sobraba. Cuando volvimos, unas semanas después me empeñé en conocer tu mundo. Sabía tan poco de ti…
Me llevaste a la casa de Uztarriz, en Navarra, me paseaste por aquel bosque que estallaba en colores. Era un otoño con vientos suaves y calores tibios. Allí, me pareciste otro. Tu entusiasmo se volvió más dulce, más llevadero. Enredado en pensamientos, proyectos, en ansiedades, aquel lugar te relajaba. La naturaleza te apaciguaba. Solo pensabas en los nogales, los arándanos, los ritmos del bosque. Querías hacer pacharán, mermelada de moras, eras primitivo, casi simple y poseías una oculta felicidad que nunca supe por qué rechazabas.
En la enorme cama de roble de tus padres me enseñaste el único álbum de fotos que poseías de tu infancia. Pasaste las páginas en silencio, muy lentamente. Y de pronto, te detuviste en una. La señalabas con el índice y dabas golpecitos sobre ella, la mirada fijada, pegada a aquel bodegón inanimado, queriendo arrancar a contar algo. Yo la miraba tratando de llegar a donde a ti te costaba: un señor de bigotes que parecía que se había tragado el Escorial con Felipe II incluido, una señora vestida de oscuro con un cuello de bordados, tan triste que en su huida parecía haberse escapado del tiempo y estaba detenida en algún lugar lejos de este mundo, llevaba una niña dormida en sus brazos y sujetaba aquel sueño como un autoestopista que lleva un cartel con el nombre de su destino. A los pies de la pareja había un chiquillo con el flequillo mal cortado y una sonrisa que era una ventana por donde el sol entraba a raudales.
Te reconocí de inmediato. Eras el único que poseía luz, el único al que no daba un poco de «yu-yu» mirar. No me extrañó saber que estaban muertos. Quizás lo estaban antes de matarse.
Por fin arrancaste a hablar. Yo deslizaba mi pie por tus piernas, me enredaba en ellas con esa urgente necesidad que siempre tuve de sentir tu piel, de tocarte cuando sufrías. Necesitaba que me sintieras a tu lado para que saliera aquella voz temerosa y me lo contaras todo. Para que no olvidaras que no estabas del todo solo. Para recordarte que quería acompañarte en esta vida.
—Yo hui de esto…
Tenías la garganta atascada, los ojos anegados de lágrimas. Yo me moría por saber, tenía ganas de gritar y hacer añicos aquella historia que te hacía tanto daño. Esperé. Hice como si aquel dolor no me tocara. Te cogí la mano.
Son esos momentos los que añoro con la certeza de que no se repetirán. Esos momentos de intimidad mágica donde un hombre y una mujer abren la cárcel de sus miedos para que la ternura construya la solidez de una vida al abrigo del amor.
—De esto…
Repetías.
—De esto.
Necesitaste un tiempo. Sonarte la nariz, darme unos besos, acariciarme, moverte haciendo crujir el somier de aquella cama, colocar las almohadas, hacerme recolocar y volver con tu dedo índice sobre la foto.
—No puedes imaginar lo difícil que era conseguir ser feliz en esta casa, al lado de ellos… Tuve que construir mi propio mundo. —Levantaste la mirada de aquella foto y me miraste a mí—. Tengo que agradecérselo. En realidad, ellos me hicieron escritor. Me empujaron a vivir soñando y anhelando un horizonte que no estuviera repleto de infelicidad. Vivíamos sin placer, administrando una precaria alegría, con tanto silencio que tenía que imaginarme las palabras que no se atrevían a pronunciar. Prisioneros de su historia, de su miedo, de su recelo de todo… —Suspiraste—. Aquel dolor permanente, aquella dificultad para sentir, expresar, vivir… Yo no la poseía.
Fueron trocitos, migajas de pan que caen sobre el camino de mi curiosidad. Suficientes para comprender la profundidad de lo que decías. Y te amé aún más. Te quise dar todo lo que poseía: la seducción que para ti era tan importante, mi sonrisa, hacerte sentir que eras mi rey, envolverte en mi ternura para que pudieras volar tranquilo, darte el relleno de mi tarta. Mi mundo ibas a ser tú, te regalaba mi infancia, las palabras, esos tesoros que mi padre ponía en nuestro joyero. Broches para las solapas de mis chaquetas. Ornamentos. Complementos para que la vida me regalara unos ojos cómplices: los tuyos.
Me contaste que tu padre era un hombre hosco y trabajador, poco sociable y muy religioso, que tu madre, más dulce, intentaba robar a aquella vida vigilada lo que podía, pero que no consiguió secuestrar demasiado. Que tu hermana era una niña llorona que falleció en el accidente de tráfico en el que murieron tus padres. Que quedaste a cargo de un tío tuyo y que te metieron interno en los maristas de Pamplona. Que tu tío te compró un piso en esa ciudad para que cuando salieras tuvieras un hogar. Que echaste sobre tu vida esas sábanas que se echaban antes sobre los muebles en las casas que no se iban a usar en un tiempo.
A los veinte años te fuiste a Madrid. Querías ser libre, periodista e historiador por ese orden. Tuviste, como los universitarios de aquella época, tu actividad política, pero no terminaste periodismo, ni tampoco tienes la licenciatura de Historia que Daniela, tu agente, se empeñó en poner en tus reseñas biográficas.
Y te pusiste a escribir. Primero poemas, después vino el relato y por último la novela. Ganaste unos cuantos concursos mientras trabajabas en cualquier cosa que te permitiera perseguir tu sueño. Pasaste por la Escuela de Letras cuando estaba en su inicio. Allí conociste a alguien ligado a una editorial casi clandestina que te ofreció escribir novelas románticas bajo un pseudónimo. Soltaste una gran carcajada al contarme que te hacías llamar André Bolaire y que el oficio estaba bien remunerado. Después te fuiste a Roma, conociste a Bárbara, tu primera mujer. Te casaste con ella y volviste a Madrid. No me diste muchos detalles, ni sonreíste cuando te pregunté por Italia. Dibujaste en el aire uno de tus molinetes con las manos y seguiste contándome que te divorciaste, que te paseaste un rato y después caíste por aquí y Pablo te invitó a cenar para que yo apareciera en tu vida.
Lo contabas así. De carrerilla. Como si quisieras hacerme saber que habías corrido una carrera y describieras los puntos de avituallamiento. Te lo escuché relatar unas cuantas veces y cuando alguien te detenía con una pregunta, tú levantabas la mano y seguías hablando haciendo un gesto de espera, deteniendo la impaciencia de quien quería saber algo fuera de aquel guion. Pero tú, Baltasar, y yo lo supe cuando los días, los meses y los años iban cayendo, tú tenías una gran destreza para enterrar lo que no querías recordar, para obviar en tus relatos lo que no querías comunicar. Parecías sincero y yo nunca creí que hubiera valles desconocidos hasta unos años antes de tu muerte, justo en el momento en que descubrí tu aventura con aquella poeta. Ahí, comencé a desarrollar algo parecido a una rendija por la que se me iba la ciega confianza que había tenido en ti. Ahora, me ahogo en dudas.
A veces íbamos a aquella casa. Mientras recogíamos castañas en los alrededores de la propiedad familiar, me hacías pequeñas confidencias. Cuando las asábamos en la chimenea, en las noches en que nos amábamos a la luz de las velas y hablábamos hasta el amanecer, eras sincero. Estabas bajo el influjo de tus antepasados y toda la moral católica, estoica, te influía.
—Esta cama es para tener hijos, Baltasar. Estamos profanando algo… —bromeaba yo.
—¿Quieres tener más hijos, María? —me preguntaste con una sombra de seriedad.
—Es una tentación. No sé si prefiero disfrutarte a ti. Y además ya tengo unos años…
—María, no quiero hijos, y Gustavo es un inesperado regalo. No soy un hombre generoso. Quiero dedicarme a escribir. Tú sabes que a un hijo hay que amarlo y yo no estoy en condiciones de dar lo que hay que dar.
¿Qué hubiera pasado si hubiéramos intentado tener un hijo? Estoy segura de que esa fatalidad que te envolvía hubiera cambiado. Disfrutabas con Gustavo, te veía feliz cuando la casa se llenaba de adolescentes, cuando la cocina olía a hogar. Veía como intentabas en ocasiones escapar de aquella felicidad. Te daba miedo necesitarla. Por eso huías, salpicabas de otras cotidianeidades tus días. Evitando la tentación se evita el peligro.
Pero la vida no puede evitarse. No puedes despedirla, como no se puede dejar de respirar. Esto es como esos días en el sur, cuando arrecia el poniente y el aire se para, se queda detenido, denso, achicharrado y te falta el aire y no puedes dejar de pensar eso: que te falta el aire. A mí me falta la vida. La echo de menos. Medio muerta, extrañamente extraña, me cruzo con el amor por la calle, en el metro, en el cine, en la música y pienso en ti. No puedo apartarme de mi obsesión de ver sus huellas. Estoy condenada a echarte de menos y eso me produce vértigo.
Escribirte me ayuda. Apuntalo mis recuerdos. Construyo un refugio para cuando mis neuronas no te encuentren, ni me devuelvan tu imagen. Mientras lo hago parece que me adentro en un palacio austrohúngaro sin guía. Un salón me conduce a otro, a otro y a otro. Pareciera que me acompañaran los murmullos del frufrú de los rasos de las princesas, los zapatitos y las pelucas tirabuzoneadas de aquel siglo… Hasta que me pierdo por los pasillos de mi existencia y me doy cuenta de que tengo que ir a la compra, que soy yo quien sueña y que vivo en medio de mi tiempo en una España que dormita bajo una nube negra e impredecible. Con telediarios que anuncian ruinas y sinvergüenzas que roban el futuro de nuestros jóvenes… Los recuerdos… Pienso en ese trozo de ti que era mío y también en el que no me pertenecía y ahora necesito que me entregues.
En el despacho están tus papeles, tu ordenador, tu correspondencia, tu trabajo. Hay notas tuyas por todas partes. Esos post-it que ibas poniendo por la vida para recordarte tu propia existencia:
Chejov (revisar)
Preguntar marca Champán (Marian)
Rué d’auteuil… (No sabemos el número)
Recoger zapatos negros
200 euros a Gonzalo
Tu agente, la boba de Daniela, me llama para decirme que es tiempo de sacar a la luz lo que dejaste escrito, que esa última novela debería ser publicada. Que tengo que abrir el correo, navegar por tus ríos. Quiere venir. Le doy largas.
Ahora, algunos días me siento en tu butaca. Me balanceo haciéndola girar, empujándola con mis pies como si estuviera en una atracción de feria. Paso los dedos por esa mesa que trajimos de la casa de Navarra, sólida, una madera llena de inquietantes surcos, la acaricio como una boba. Doy un par de suspiros y enciendo el ordenador. Me enfrento a esa pantalla que miraban tus ojos cuando escribías sin casi pestañear. Me olvido de que tengo que mirar tus carpetas, tus archivos, tu correo y voy directamente a esa novela que no tiene título, ni final. Tu último trabajo. El que quiere Daniela. No acabo de encontrar la concentración suficiente porque siempre hay un momento en que mi corazón se coloca bocabajo y me siento como si estuviera dentro de una lavadora; centrifugando mis emociones. Escogiendo alguna que no me parta por la mitad.
Pincho sobre un documento en propiedades y miro la fecha de las últimas líneas que escribiste: 23 de abril. Pudiera ser que ese día solo pusieras un acento, una coma, o cambiaras un «cuando» por un «por qué». Saberlo me haría feliz. Ya ves…, se me antoja importante saber si cerraste la puerta de un golpe, en qué pensabas cuando bajabas las escaleras…
Sigo con tu móvil estúpidamente encendido. Lo cargo y miro la pantallita iluminada. Espero. No ha sonado esta semana. Espero.
Comprendo que no avanzaré hasta no enfrentarme a esas llamadas que alguien hace a tu teléfono. Sé que tengo que apagarlo y hacerme cargo del presente. Lo entiendo con mi parte racional. Pero lo que siento en realidad es algo muy parecido al miedo. Me paralizo y no acabo de atreverme a navegar entre tus últimos pasos. Revisar tus líneas… Me envuelve ese pálpito inexplicable, ese qué sé yo, ese no sé qué, que me advierte del peligro que corro adentrándome en ese mar. No estoy segura de mí, Baltasar. ¿No te das cuenta de que tendría que enfrentarme a mi verdad, a esa que no sé si es producto del dolor de tu pérdida, de mi imaginación o de tus pequeñas lealtades? Me planteo la posibilidad de que exista algo «incontrolado» que tendré que admitir; que aquella noche ibas a emprender un camino en compañía de alguien que no era yo.
A veces, creo que me respondes…
—María, mi amor, deja de ver fantasmas donde no hay, camina a mi lado, no te empeñes en adelantarte a la vida, no vas a llegar antes porque, entre otras cosas, ¡a saber dónde vamos!
Me lo decías muchas veces. Cuando irrumpía como una hidra envenenada con uno de esos miedos que me zarandeaba la voluntad en un santiamén. Cuando empezaba a imaginar que iba a pasar esto o aquello. Decías que las hipótesis me iban a asesinar. Que un día me dejarían sin aire. Tenías razón. No sé qué hacer con mi rabia porque tú no te has muerto. Te has matado tú solito. Esa jodida moto y tu inaplazable necesidad de ser eternamente joven.
A los cincuenta y tres años uno tiene edad de coche con aire acondicionado, compact disc, asientos ergonómicos y todos los airbags del mundo. Yo te lo decía. «Baltasar, cariño, me da miedo la moto». Pero a ti te gustaba sentir el viento en la cara, llevar chupa de cuero y adelantar a los Mercedes. La vida era para ti una apuesta permanente, a veces se ganaba y otras se perdía. La moto era esa libertad que tenías miedo a perder. Otro accesorio para detener la máquina del tiempo.
Siempre fuiste más terco que una mula. Me tenía que haber puesto en jarras en plan esposa tradicional y haberte lanzado un ultimátum «o la moto o yo». Pero no era nuestro estilo y, además, me temo que me hubieras contestado que la moto. A los que amamos la libertad nos pasan estas cosas. Caemos en los agujeros de nuestras redes.
Tu moto, el casco en la entrada con los guantes dentro, las llaves…
No quiero recordar ese veintitrés de abril y sin embargo mis pensamientos van y vuelven a aquel día como un camino aprendido de memoria.
Me encontraba a punto de salir hacia el metro. Era muy temprano y estaba todavía envuelta en la zozobra que me había roto la noche. Me sentía incómoda en aquella tristeza inmensa y decidí dar un paso adelante.
—¡Al demonio el orgullo! —me dije.
Volví sobre mis pasos. No podía irme sin verte, sin darte un beso. Fue una especie de presagio. Bajé a tu despacho para ver las huellas de tu noche. Por el cenicero supe que la madrugada te había envuelto en pesadillas. Que te balanceabas atravesando a saber qué catarata. Te compadecí, y por qué no decirlo, a mí misma también. No quería pensar que habíamos llegado al final del camino. Mi noche también había estado habitada por todos los fantasmas. Derrotada, bajo la sospecha de que el amor había perdido la batalla, sin saber hacia dónde ir y barruntando que había llegado la hora de plantearnos qué hacer con nuestra vida en común tan poco común.
Habías dormido en «tu» cama. En esa habitación que tenías en el piso de abajo junto a tu despacho y que utilizabas cuando escribías hasta muy tarde, cuando nos enfadábamos, o cuando roncabas como un tren de muchos vagones. Me senté en el borde. Te escuché respirar. La luz entraba a raudales por la ventana. Te busqué, Baltasar, porque la ternura y el amor no me dejaban apenas hueco para la dignidad. Sabía que estábamos encadenados. Te besé con suavidad, dibujando con mis labios la pena de mi noche sin ti, diciéndote que eras el amor de mi vida, que iría a buscarte a la caseta del Arenal donde ibas a estar firmando libros, te recordé que habíamos previsto comer con Iñaki y Carmen, pero que anularía la cita porque era mejor estar solos y hablar. Sabía que me escuchabas, que estabas despierto. Tenía un nudo en la garganta y también la esperanza de que todo volviera a su lugar. Necesitaba creer que habías reflexionado. Te repetí que te amaba pronunciando las palabras con esos susurros hechos a la medida, recorriendo la geografía de tu sueño, y cuando te lo dije por segunda vez, lenta y conscientemente, tu boca hizo una mueca extraña.
Cierro los ojos para verte. Recuerdo tu olor, tu ronroneo, tu brazo doblado sobre la cara tapándote los ojos para que no pudiera mirarte… Escondiendo una pena cuya textura ignoraba. Me recuerdo a mí misma pronunciando esas palabras que se dicen cuando no se sabe que es la última vez que estarás con alguien. Me oigo diciendo que necesitábamos hablar. Que aunque no lo creyeras entendía tus zozobras. Que tendrías que elegir. Que sentía que tocaba mis límites. Que a pesar del amor, había que replantearse las cosas… Vi cómo una lágrima se deslizaba por tu mejilla, te temblaron levemente los labios, me apretaste la mano con esa fuerza que no controlabas. La aguanté pensando que los nudillos iban a salírseme de la piel. No me hubiera importado. Creí que aquello era una declaración de amor en toda regla, un reconocimiento de culpa y quizás algo más.
Tu garganta tragaba aquella densa impotencia que te atravesaba. Esperé. Suspiré sin alivio. Lo hice para poder seguir respirando, atascada por aquella penitencia devastadora. Eras empecinado y conducías la rabia casi siempre mal, así que durante un instante creí que se trataba de eso.
Me fui, me fui porque debía trabajar, porque mis responsabilidades siempre han sido sagradas y porque, como tú bien sabes, no suelo perder toda la cabeza. Me fui sin poder, ni querer pensar en nada. Memorizando tus escondidos ojos, tratando de construir el día siguiente a ese día, sin saber que no lo habría. Saboreando ese destello de esperanza que me dieron tus lágrimas y tu apretón de manos.
Lo tenía todo hasta el día anterior a ese día: un hijo maravilloso, un amor, salud, un trabajo que me gustaba, un lugar que amaba y donde vivía, y el proyecto de aquella casa con jardín y muchos árboles que habíamos visto ya tres veces y que estábamos casi decididos a comprar. Tenía también las sombras, pero con esas no quería contar. Unas horas después, cuando me llamaron del hospital, no tenía nada, porque te llevaste, además de mis ganas de vivir, mi presente y mi futuro.
Recuerdo aquel frío inolvidable de tu cuerpo. Aquel sueño vacío y desgarrador. La quietud imposible de tus manos… Y el mundo, mi identidad, la vida, desapareciendo…
Trato de recordar con fidelidad. Si eso es posible. De pegarme a la verdad como si caminara arrimada a una pared con sombra en medio de un desierto. Los recuerdos son volátiles, caprichosos, y a veces están mal encolados, se descuelgan de las paredes de mis días como esos carteles medio vencidos por sí mismos. Recuerdo la noche anterior, el día anterior a ese envenenado para siempre veintitrés de abril.
Estabas nervioso desde hacía días, quizás semanas. Notaba tu inquietud, tus espesos silencios. Te enfadabas por cualquier cosa. Pasabas mucho tiempo en el ordenador, no te separabas del teléfono, lo mirabas, salías a deshoras. Yo temía, esperaba. «Quizás esté enfermo, decepcionado, incubando alguna historia», me decía a mí misma. «Probablemente se trate —me argumentaba tratando de apartar ese veneno que se colaba en mi imaginación— de esa insatisfacción que intermitentemente llama a su puerta».
Quería engañarme.
Después de ocho años contigo había aprendido a desplazarme con cautela alrededor de esas ausencias que padecías. Las más de las veces eran espacios creativos en los que todo te sobraba. Ya me había convencido de tu eterna capacidad para la desdicha y la felicidad en esos momentos. Sabía que estaba de más, pero que en cualquier momento me echarías de menos. Que irías y vendrías.
Mientras desayunábamos en silencio como lo hacíamos todos los domingos, me empeñé en revestir el aire de cotidianeidad. Leía el diario, más bien lo miraba, sosteniendo la angustia que me iba invadiendo cuando comprobaba por el rabillo del ojo que no parabas de mirarme. Sentía tus pensamientos, los traducía sin ni siquiera mirarte. Estabas evaluándome. Poniendo en un lado de la balanza mi amor, la dependencia de mi ternura, de mis cuidados, de mi respeto por ti y en otro lado estabas poniendo alguna pasión que se te había enredado entre las piernas. Querías decirme algo. Hacerme una confesión.
Lo supe, lo reconocí. El mismo tufo, el mismo silencio de cuatro años atrás. Y aquellos versos que venían a mi cabeza:
La prisa de tu tiempo me persiguió como un resignado centinela.
Me acosaron las latitudes que no supe encontrar en el mapa de tus ojos.
Me faltó el aire cuando tu memoria se empeñó en hacerme recordar.
Y se me rompió la voluntad que necesita el amor para no envejecer.
Mi amor, no digas a nadie que fui feliz contigo.
El día transcurrió, huidizo, amenazando tormenta, contigo volando sobre tus pensamientos. Te escondiste en el despacho toda la tarde. Escapaste de mi tutela. Yo me fui al vivero a comprar plantas, para no oír el volumen de tus blues desesperados. Compré unos bulbos de jacintos, unas begonias ya floridas y al volver seguían tronando los blues en el piso de abajo. Me refugié en el jardín.
Meter las manos en la tierra siempre logra sacar lo mejor de mí. Teníamos una preciosa primavera. Caldeada, en paz. Allí estuve hasta que el sol se escondió. No comimos. Éramos dos mundos aislados, el proyecto de esa pareja que vive sus días como si vivieran solos y comparten los jirones de soledad que le quedan al día. Eso me aterraba y tú lo sabías. Me aterraba llegar a quererte como quiere la costumbre que se quiera.
Oscureció y no había señales de ti. Decidí agarrar el toro por los cuernos. Preparé una cena rica, muy rica, con una mesa bonita; un mantel de rayas nuevo, flores, velas y esos platos cuadrados que trajimos de Sevilla. Me di un baño. Me vestí para ti, me perfumé. Quería darte eso que necesitabas tanto; enraizarte en la paz de una vida que quizás no tuviera el jadeo que soñabas, pero sí la luz de la caricia. Lo que necesitabas tú, y lo que necesitaba yo; encontrar el amor, esa fortuna que ha de gastarse en compañía.
Casi logré arrancarte alguna sonrisa, cuando te sorprendió mi iniciativa. Pero vi, en las esquinas de tus ojos, que estabas asustado, temeroso, esquivo. Te bailaban las ganas de decirme algo.
—¿He olvidado alguna fecha relevante? —me preguntaste mirando la mesa.
Te tranquilicé diciendo que estábamos celebrando la víspera del día del Libro. El final de tu gira con tu novela y el principio de la que iba a venir. Bebimos. Recuerdo que contaste que había sido un 23 de abril cuando murió Cervantes, y otro 23 de abril cuando murió Shakespeare. Te relajaste. Me hablaste del final de tu novela, de las dudas en el tercer capítulo, de la posibilidad de incluir algo más de sexo, de lo bella que te estaba resultando tu protagonista. Y entonces una náusea de rabia que no pude aguantar subió a mi garganta y pregunté:
—¿Cómo es ella?
Era una pregunta trampa. Soy diestra en ironías. En sorprenderte con la guardia baja. Había aprendido a hacerlo porque en ocasiones era la única técnica que me quedaba para descubrir lo que escondías. Tú, Baltasar, no dabas puntada sin hilo. Suspiraste, te acabaste el vino que había en la copa, cerraste los ojos y dejaste pasar esos segundos de hierro que pesan y aplastan la vida de una pareja. Luego empezaste a frotarte la barba, haciendo ese ruido de lija seca que tanto odiaba, y sonreíste a medias, casi en una mueca.
—Te equivocas.
Sabía que había algo más encerrado en aquella tonta sonrisa que se te dibujó en la cara. Estuve a punto de gritar, de zarandearte, de perder las formas y con ello la razón. Me había costado mucho aceptar tu primera y confesada infidelidad. No la había olvidado. Esas cosas no se olvidan. La teoría es la teoría. El corazón no acepta temarios sobre el amor. Quedó siempre esa vía de agua que me ahogaba cuando menos lo esperaba. La cólera me sorprendía inesperada mientras saludabas a una colega o firmabas un libro. Lo entendía, sabía nadar, pero me ahogaba. Me discipliné para comprender lo que te había sucedido. Aquella locura transitoria que te entraba cuando creías que estabas perdiendo la vida en cosas tontas, que te quedaba poco tiempo, que tenías la imperiosa necesidad de volver a comportarte como si tuvieras que descubrir la vida, el amor, el sexo de nuevo. Aquella adolescencia que te atacaba como un virus alguna primavera.
Y ahora allí estaba la sospecha.
Me costó mucho seguir queriéndote con generosidad, sin venganzas primitivas. No soy nórdica, tranquila, sanguínea. Hay una napolitana que quiere agarrarte de los pelos y vapulearte. Pero me pediste perdón una y otra vez. Semana tras semana, mes tras mes, palabra a palabra. Me preparaste el camino con besos que crecían como niños abandonados. Estabas tan triste que ni recordabas haber sido feliz en otros brazos.
No quise saber quién había sido tu musa, tu poeta, tu puñetero rayo de luz. Pero sabía más de lo que quería saber. En un bolsillo de mi vida vivía agazapada una Sherlock Holmes infatigable. Supe que era una poetisa y que os habíais encontrado entre la magia de vuestro mundo. Esas asociaciones, seminarios, congresos de escritores. Me fui a París, regresé. Nunca quise volver a saber nada. Jubilé a mi investigadora privada y te exigí que si sucedía de nuevo me mintieras con destreza o te fueras para siempre. Guardé aquellas palabras sinceras de tu corazón como se guarda algo insustituible y precioso. Que te habías equivocado, que nada tenía que ver con lo que nosotros teníamos… Que a veces te confundías.
—Repito, te equivocas. —Tu voz interrumpió mis ponzoñosos recuerdos—. Y por lo tanto, no creo que deba contestarte a esa pregunta, María. No te refieres a la novela. Lo sé.
Te habías puesto serio de golpe.
—Te preguntaba por la protagonista de tu novela —mentí.
Lo dije aceptando la posibilidad de que mis pensamientos no fueran los acertados, comprendiendo que podía haberme despeñado por esas corrosivas dudas que me entraban cuando no podía acceder a ti. Lo dije, Baltasar, con unas ganas inmensas de equivocarme.
Encendiste un cigarrillo, echaste el humo al aire, lo envenenaste. Aquel aire que yo respiraba con dificultad porque se lo llevaba el miedo a que el hombre que adoraba mi corazón estuviera deshaciendo su solidez.
Me cogiste de la mano. Me pareció que tenías los ojos húmedos.
—María, sabes que a ti no puedo, ni quiero engañarte. Tú eres lo más valioso que tengo en esta vida. A veces, me siento obligado a protegerte de mí mismo porque mis deseos son capaces de dinamitar el camino por el que ambos marchamos. Soy un canalla…, vivo a veces a caballo entre tu corazón y mis mundos… y es verdad que tengo algo que contarte.
El abismo se hizo visible. La grieta que tenía en mi corazón cedió y el suelo se abrió bajo mis pies. Te interrumpí. Estaba furiosa, y tenía miedo. Me aterra esa gente que se empeña en ser sincera cuando no se lo pides y la que lo es cuando se lo has pedido queriendo equivocarte. No deseaba que pronunciaras una palabra. Te mandé callar con una violencia inesperada. Llegaba a la frontera de lo que no podría soportar y sin embargo, tú lo sabes, me acompañaba esa definitiva certeza; renunciar a ti era algo más que imposible. Ya lo había intentado. Sentí pánico, porque creía saber lo que me ibas a decir y no quería oírlo. Por eso te mandé callar y me fui al jardín. Tardé unos minutos en volver, había respirado y comprendido:
—Si quieres contarme algo, adelante. No me puedo negar a escucharte y probablemente sea lo mejor para los dos, pero…, Baltasar, piensa muy bien lo que vas a decirme —en ese momento pensaba en tu poeta—, te garantizo que esta vez no creo que pueda ser tan generosa como lo he sido, a pesar de desearlo con todas mis fuerzas. Medita tus palabras antes de pronunciarlas. También tú eres muy valioso para mí y no podré engañarte, pero mucho menos engañarme a mí misma —hablaba muy seriamente—. Tengo rabia dentro y no me gusta tenerla. Es un caballo desbocado que no controlo, me asusta sentirte ajeno a nuestro universo.
Me miraste con una intensidad casi lacerante. Había en tus ojos una mezcla de ternura y perplejidad, como si no entendieras o no pudieras entender del todo lo que estaba sucediendo. Sobre la mesa tiritaban las luces de las velas. Había restos de la cena sobre el mantel, los platos arrumbados en una esquina para hacer sitio a unos cuerpos que deseaban acercarse. Me envolví en la distancia, en una lejanía dura como el pedernal y que hacía poco creíble que estuviéramos protagonizando aquella escena tú y yo, que nos amábamos sin remedio. La vida rodaba a cámara lenta la decisión que probablemente cambiaría tu vida y la mía. Resoplaste, te pasaste la mano por el pelo una y otra vez, como cuando estabas nervioso, diste con la palma un golpe en la mesa, mostrando una furia digna, el comienzo de una batalla, y quizás la declaración de la guerra.
—Esto es absurdo. Nada de lo que te diga esta noche va a impedir que esa rabia que sientes envenene mis palabras. Tienes razón, María. Mañana hablaremos.
Fue lo peor que podías haber hecho.
Te separaste de mí. Soltaste mi mano y te fuiste a tu despacho. Me quedé allí sentada. Envuelta en las brumas densas que deja la incomunicación. Y luego vino una perniciosa manía que poseo de aplazar la rabia, de decirme a mí misma cosas aprendidas, como que el tiempo lo pone todo en su sitio, ese ya se verá, ese mañana será otro día…
Mientras recogía la mesa con la velocidad que impone la impotencia, oí tu voz ronca, enfadada. Hablabas con Daniela. Lo hacías en un tono demasiado elevado y estabas perdiendo el control. Cuando me acerqué al hueco de la escalera para que la conversación llegara mejor a mis oídos, debiste intuirme porque cerraste la puerta para que tu enfado no subiera al piso de arriba.
He repasado una y otra vez de manera obsesiva aquella escena. Lo he hecho cerrando los ojos, concentrada. Tratando de taponar un lugar impreciso por el que se me escapan esas emociones prohibidas, temerarias y temerosas que son la rabia, la impotencia y la ira que me entra cuando no puedo revertir el tiempo, cuando no consigo volver a aquel momento del todo, entera. ¿Por qué no te agarré y te obligué a confesar lo que tenías encerrado en tu corazón? ¿Qué era exactamente lo que te sucedía, mi amor?
Sí, Baltasar. Eso me abrasa. Me paraliza.
He recreado aquella noche como cuando reconstruyen la escena de un crimen en una película de Agatha Christie. Sé que me falta algo, que se me escapa algún detalle importante. Mi dolor o mi inconsciente me hacen trampas, me censuran, me nublan la vista. Lo sé, pero no acabo de comprender dónde está el agujero por el que se escapa esa esencial partícula de entendimiento que necesito.
«Mañana hablamos…», pero no llegamos a hablar. Nos enrocamos en nuestros sentimientos. Como tantas veces lo habíamos hecho.
Me fui a trabajar aquella mañana del 23 de abril. Te dije que te quería, que nos veríamos más tarde. Te dejé en la cama ocultándome tus maravillosos ojos, y tú debiste levantarte, tomar un café, poner una coma en tu nueva novela, montarte en la moto y enfilar hacia un destino absolutamente ignorado.
¿Qué debo hacer además de llorar por lo que no pudiste o no te permití decir?