6. Las células anómalas

La ignorancia es la noche de la mente: pero una noche sin luna y sin estrellas.

CONFUCIO

La madrugada del sábado veintisiete de octubre habían cambiado la hora. El adelanto del reloj imprimió en el aire un cierto desconcierto; parecía que la luz no acababa de llegar. El lunes, cuando el sonido del despertador rompió el sueño profundo de Lucas, sintió que le habían robado algo. Al levantar la persiana le sorprendió la oscuridad. Un día lluvioso y denso se avecinaba envuelto en malos presagios.

Bajo la ducha, intentó que el agua le devolviera la vitalidad y ligereza acostumbradas, pero no lo consiguió. Llevaba toda la semana durmiendo mal, instalado en una inconsciente vigilia a causa del llanto de la mujer del otro lado del tabique. Se dormía inquieto por aquel desconocido dolor sobre el que no podía impartir un diagnóstico. ¿Cómo abstraerse de aquella angustia? ¿Qué hacer? El cansancio se le acumulaba en los músculos. Después de su traslado, había abandonado su disciplina de ejercicio. Eso le producía un desasosiego permanente. No había salido a correr en toda la semana y el malestar muscular iba conquistándolo.

Puso la cafetera en marcha y comió algo de fruta. Encendió su iPhone y dejó que entraran correos y mensajes. La tecnología le permitía mantenerse en contacto con aquellos profesionales de su especialidad envueltos en los mismos proyectos. El doctor Hans Mankelle, su amigo y compañero en el Karolinska de Estocolmo, trabajaba ahora en el Presbyterian Hospital de Nueva York. Tenían distintas especialidades. Hans era investigador en el campo de la neurobiología celular. Se habían acostumbrado a hacerse consultas y a mantenerse en una continua y tranquila comunicación.

Leyó el mensaje que firmaba su amigo.

He aceptado la ponencia del congreso de Barcelona. Te agradezco tu recomendación y la posibilidad de pasar unos días juntos. Elaine me acompañará. Hace tiempo que le prometí unos días en París. Es un buen momento. He enviado a tu correo las fechas y lugares por los que me veré obligado —gustosamente— a pasar.

Hans

Comprobó su agenda. El congreso al que Hans hacía referencia era a primeros de diciembre. Revisó el calendario. No había jornadas festivas para la enfermedad, pero respetarlas era intentar mantener lo cotidiano dando la espalda a lo inesperado. Hacía tiempo que no se tomaba unos días ociosos y el cansancio le recordó que era algo necesario.

El traslado de Madrid a Bilbao, la nueva sociedad, la adaptación a la clínica, los proyectos que le envolvían, su escasa vida social… Quizás fuera posible ir a su refugio en el Valle de Arán, permitirse subir a la montaña, deslizarse por la nieve, leer frente a la chimenea, sumergirse en aquello que tanto le gustaba… Tomó una decisión. Alquilaría un coche y conduciendo con tranquilidad pasaría unos días en el Valle, iría a Barcelona al congreso, y de paso visitaría a Helena.

Apenas tenía ropa limpia. Chasqueó la lengua con incomodidad. Eligió una vieja camisa rosa con rayitas blancas y recordó quién se la había comprado. Volvió a sus pensamientos. Tenía que hablar con Argi, su enfermera, para que se ocupara de la agenda y ofrecerle a su amigo Hans la posibilidad de que visitara el Valle. Posó su mirada más allá de la ventana. El mar se había borrado en un confuso y brumoso horizonte. El viento soplaba haciendo ruido de silbato. Mientras se tomaba una taza de café contemplando la media luz, una lluvia gruesa golpeó los cristales. El día no levantaría. No podía utilizar la moto. Cogió su Barbour, su gorra y se dirigió a la cercana estación de metro: Bidezabal.

El convoy estaba en el andén. Tuvo que correr para no perderlo. En el interior del vagón hacía calor. Encontró un hueco en una esquina y se acomodó mirando el paisaje que emergía perezosamente iluminado. Casi todo el recorrido de Getxo a Bilbao era exterior. Le conquistaba aquel paisaje a lo largo de la ría que dejaba mostrar las heridas apenas cicatrizadas de una historia industrial, naviera, que había ido desapareciendo bajo el impulso de los cambios sociales y tecnológicos.

La realidad que había en el interior del vagón no le interesaba, sin embargo, le llamó la atención una mujer que miraba absorta el paisaje frente a él. Tenía un corte de pelo audaz, unos ojos profundos color caramelo y rastros de algún naufragio. Llevaba en el cuello un pañuelo floreado. Lucas pensó que padecería alguna dolencia de garganta que le ponía aquel velo en los ojos, aquella pegajosa tristeza. Sin embargo, no podía dejar de mirarla. Había algo familiar en la mujer, pero no acertaba a saber qué. Lucas poseía una extraordinaria memoria fotográfica. Ella clavó sus ojos en él al sentirse observada. Pillado in fraganti, le sonrió. Envuelta en su pañuelo, mantuvo la mirada unos instantes, quizás con algo de recelo. No insistió en aquella inusual curiosidad y volvió sus ojos hacia la ventana. Pero ¿quién era aquella mujer? ¿De qué la conocía? Pensó en la infancia, quizás alguien que volvía camuflado por esas mutaciones del tiempo y la memoria. En el bolsillo de su chaqueta el móvil vibró sacándolo de sus pensamientos. Miró la pantalla.

Recuerda que hemos quedado para comer juntos. ¡Puntual, por favor!

Martina

Tecleó con agilidad la respuesta a su amiga.

No tengo transporte. En metro. Trae tu coche. ¿Me recoges a las 2?

El metro se deslizaba apenas sin ruido. La siguiente estación era la suya. Volvió a buscar con la mirada a la chica del pañuelo, pero había desaparecido. En su lugar, un hombre maduro dibujaba palabras con sus labios. No emitía sonido, solo gestos. A Lucas se le hizo la luz. No era la chica quien le resultaba familiar, era el pañuelo que ella llevaba alrededor de su cuello. Su memoria fotográfica lo llevó al momento en que lo recogía del suelo y lo anudaba en el pasamanos de la escalera, el día que Nieves le había mostrado el apartamento por primera vez. El convoy frenó y Lucas se dispuso a seguir su camino.

En el exterior seguía oscuro y la lluvia era una cortina impertinente. Lucas caminó trotando, bajó los aleros y marquesinas hasta la clínica.

El doctor Arturo Echevarria, director médico de aquel establecimiento vanguardista, había sido alumno de Lucas Denvurg en el hospital Virgen del Mar en Madrid. Compartían disciplinas y se identificaban en la manera de afrontar la curación de un paciente desde la aplicación de unas terapias individualizadas. Arturo se había decantado por la gestión sanitaria. Su facilidad para entablar relaciones y contagiar su entusiasmo hacía de él un candidato perfecto para intercambiar proyectos y presupuestos con políticos y empresarios.

La biomedicina y la biotecnología eran campos que abrían horizontes nuevos en el mundo de la medicina. La clínica podía convertirse en un centro de referencia en el específico tratamiento de la leucemia. Los futuros médicos tenían la oportunidad de vivir la biología celular desde la realidad de un paciente afectado por cualquier desequilibrio en su sistema inmunitario. Arturo le había ofrecido colaboración en la sociedad tres años atrás, cuando la idea se empezaba a gestar.

—La investigación biocientífica ya no es el futuro, es el presente. Seremos un centro de referencia para la curación del cáncer. Estamos en contacto con los laboratorios que apuestan en nuestro campo. ¿Quieres volver a Bilbao como socio director médico de investigaciones?

—¿Me estás sugiriendo que deje el hospital Virgen del Mar, la universidad, por esa ciudad de la que un día salí corriendo?

—Piénsalo bien… Te ofrezco participar financieramente en el proyecto al que has dedicado tu vida profesional. La medicina social va a cambiar mucho. Vamos hacia la privatización. Si queremos apuntalar lo social, habrá que hacerlo de otra manera, a lo nórdico. Tú sabes de eso. Hay algo que se desmorona, Lucas. Ya no nos sirven las gestiones anteriores. Nos hemos equivocado, financiera y estratégicamente.

—Es una tentación…

—Tenemos un presupuesto digno que lo sostiene y la firme voluntad de llevarlo a cabo. Esta tierra se ha hecho con riesgo empresarial. Hemos sabido apostar desde el hierro hasta hoy. Hemos vencido muchos obstáculos. Tenemos los factores para ponernos a nivel internacional y queremos hacer las cosas bien.

—Es tentador, te lo repito, pero necesitaría saber más.

—Tendrás toda la información que necesites. Contar contigo sería un privilegio. Tu trayectoria, tu profesionalidad… Se vive muy bien aquí, Lucas, y tú lo sabes. Es nuestro mejor secreto.

—Yo ya no pertenezco a ningún lugar, Arturo. A fuerza de mover el culo de sitio encuentro casi todas las sillas cómodas.

—¿Te has casado?

—Sí, y también… demasiadas horas trabajando.

—Pero tu familia…

—Mi madre es mayor —lo interrumpió para no tener que informar de su vida emocional—, vive en Bilbao, mi hermano en Francia, mis amigos repartidos por todo el mundo… Si quieres seducirme, hazlo por el lado profesional.

La leucemia era su objetivo. Aquella tropa anómala de células sanguíneas que invadían la vida del organismo y que eran incapaces de llevar a cabo las funciones que les estaban asignadas eran sus amigas íntimas. Como el resto de las células sanguíneas, ellas circulaban por todo el organismo, pero según donde se instalaran, los síntomas variaban. El primer lugar en que solían hacerlo era la médula ósea, impidiendo una normal producción de glóbulos rojos, plaquetas y leucocitos sanos, pero a veces actuaban muy caprichosamente y entonces las horas del día le parecían pocas para cercarlas y conocer su comportamiento.

Mario Villanueva estaba en ese romance celular y podía ser fatal. Para él, revertir el proceso se había vuelto un desafío. La clínica Las Ardillas quería apostar por la ciencia y la experimentación. Las redes de investigación, los bancos de compatibilidades de médula para los trasplantes y la comunicación de información eran la clave del éxito.

Lucas aceptó la oferta un tiempo después. Para que tomara la decisión fue necesario que sucedieran cosas, que se desgastaran algunas esperanzas, que el tiempo le hiciera sentir que un cambio de aires renovaría su compromiso profesional. Ahora, absolutamente sumergido en el proyecto, se sentía cómodo y satisfecho.

Había conocido a Helena, su exmujer, tras años de soltería salpicada de relaciones sin relevancia. Era una decoradora de interiores que había llegado a su vida con sus piernas largas, su pasión de enredadera sin colegios de monjas, su determinación, su fortuna, su eterno olor a perfume caro y su desidia. Él creyó con estúpida inocencia que su geografía podía amoldarse a la suya. Que podía ser esa mujer que instalaba en la vida del hombre volcado en su trabajo los hábitos, las maneras, los itinerarios adecuados, con la fuerza de un pegamento. Intuía que podría residir en aquella tierra de nadie, con sus aficiones, y aquel sexo sin problemas. Había llegado como caída de la Quinta Avenida y le pareció la mujer perfecta. Podría acompañarlo en sus viajes, hablaba idiomas, tenía su propio patrimonio, había sido educada en Inglaterra, era respetuosa a la manera anglosajona.

Se casaron. Como ella quiso. A los cuatro meses de conocerse. En el Club de Polo, con su madre decorada con un tocado que parecía el mismísimo Guggenheim, con su hermano escoltado por su harén de rubias mujeres, con la crema y nata de la sociedad financiera, la gauche divine madrileña. Lo hicieron en régimen de separación de bienes y con un Rolex de oro como regalo de pedida. El padre de Helena estaba feliz de que su niña hubiera encontrado un hombre que se dedicaba a salvar vidas. Le regaló a su niña una casa en La Moraleja con un jardín, piscina y habitaciones para los niños que vendrían. Pero Helena no tenía intención de tener hijos.

Los primeros años no fueron malos. Lo acompañaba a sus viajes, visitaban galerías de arte, acudían a conciertos, respetaba su individualidad, sus eternas reuniones, su sacrosanta dedicación al trabajo y parecía no tener ningún interés en introducir nada que no estuviera en el programa de aquel matrimonio convencionalmente respetuoso. Tenía sus amigos, su tenis, su agenda. No se resentía, no lo echaba de menos, no lo necesitaba, le hacía la vida fácil y le gustaba el sexo. Lucas se empeñó en creer que en aquella calculada existencia de Helena había una puerta oculta que él iría descubriendo, que no había que forzar la entrada al mundo emocional.

Pero ella no tenía nada oculto. Un silencioso acoplamiento, el mantenimiento de la vida doméstica, el control del éxito profesional, la dosificación justa de la pasión, del egoísmo, del desinterés. Helena era la alta costura de una vida social a la medida de la placidez.

Lucas Urrutia Denvurg se acomodó a la situación. Siguió adelante con su vida, dando preferencia a su profesión y evitando mirar en la dirección que lo obligaría a realizar algún movimiento incómodo. Viajaba con frecuencia, sus jornadas laborales eran largas, y jugar al golf y compartir alguna cena los fines de semana no resultaba un gran problema. Su vida doméstica era opaca pero escasa y fácil. Una parte de él decidió que echaría olvido sobre aquella herida, sin mirar atrás ni repetir conocidas contiendas. Tenía bastante con lidiar con sus células anómalas.

Hasta que se cruzó una mujer que dio al traste con aquel respeto por lo establecido. Alguien que le reveló la intensidad del amor, la ruleta rusa de la pasión, la ausencia, la impotencia de desear desesperadamente a alguien, y comprender por qué el mundo se movía por el motor de aquella gran cilindrada del deseo. Se llamaba Aurelie, era francesa, vivía en el Valle de Arán. Era monitora de esquí, quería ser poeta y se encargaba de mantener en buen estado las casas de los que no podían atenderlas durante todo el año.

Ella había sido la razón por la que el doctor Denvurg no consideró la oferta que le hizo Arturo la primera vez que se encontraron. Ella fue la que desequilibró la balanza tres años más tarde. Fue la consciencia de su ausencia la que le ayudó a aceptar el traslado a Bilbao y su participación en la clínica. Había vuelto. Divorciado. Con su único amor eterno, el trabajo, y la sensación de que había dado la espalda a todo lo que le exponía a perder el control sobre sí mismo.

En su bolsillo el teléfono vibró de nuevo. Miró la pantalla. La alejó para enfocar sin conseguir descifrar el remitente. Se decidió a contestar sin saber quién era.

—Doctor Denvurg, dígame.

—¿Señor Urrutia? Soy Nieves, la agente de la propiedad, de la inmobiliaria. No sé si es buena hora, pero tengo aquí, sobre mi mesa, una nota que dice que me ha llamado… No sabía si era algo urgente…

—¡Ah, Nieves! —Necesitó unos segundos para ubicarse.

—¿Algún problema?

—No, en realidad… quería preguntarle si sabría usted de alguna persona para planchar…, en fin, las cosas de la casa… En realidad, sí tengo un problema. Necesito a alguien que se encargue del mantenimiento del apartamento.

—¡Ah, era eso! Sí, creo que puedo ayudarle…

—Perdone, Nieves, estoy entrando en la clínica… —Lucas vio al doctor Franco, que sujetaba la puerta de entrada esperándolo—. La llamaré mañana con más tranquilidad.

—Necesitaré saber cuántas horas la necesita, si va a darle llave o estará usted en casa… —La mujer de la inmobiliaria parecía no haberlo escuchado—. En fin, ya sabe usted, los pormenores. Voy a hablar con una chica y le preguntaré si tiene algún día disponible. Con un par de días se arreglará, ¿no?

—Sí, eso, un par de días. —Lucas hizo un gesto de agradecimiento a su colega y entró en el edificio—. Disculpe, Nieves, otra cosa… —le pareció oportuno informarse—, solo por curiosidad… ¿Sabe usted quién vive en el piso de al lado? Quisiera presentarme por si hubiera alguna incidencia.

—No se preocupe. El presidente de la comunidad tiene el número del propietario y el mío.

—Era simplemente por cortesía…

—Ah, perdone, no le había comprendido. Sí, sí conozco a su vecina, María Noriega… Se quedó viuda hace unos meses del escritor ese…, no recuerdo el nombre… ¡Qué fastidio esta memoria! —Lucas se detuvo. No quería entrar en el ascensor y que la cobertura desapareciera y Nieves no terminara lo que iba a decirle—. Tiene nombre de rey… y el libro era algo de las tristes golondrinas.

—Quiere usted decir… La tristeza de la alondra… ¿Baltasar Mugaritz?

Lucas se trasladó de manera instantánea al escaparate de una librería cerca de su casa en Madrid. Le había llamado la atención el cartel de promoción y la torre de libros a la entrada del establecimiento.

—¡Ese! Pobre chica, imagino que sabrá que él se mató en un accidente hace unos meses. Salió en los periódicos. —¿Debía interrumpirla?, se preguntó Lucas—. Es encantadora, la he visto toda la vida, ya sabe que aquí nos conocemos todos.

Hay recuerdos fugitivos que parecen no encontrar su destino. Se pasean entre la historia de alguien sin dejar huella, pero sin desaparecer tampoco. Emergen al destapar un perfume o en el carraspeo de alguien que viste una chaqueta demasiado holgada como la de un abuelo. Recordaba aquella librería, y también la noticia de la muerte del escritor.

—Lo recuerdo —prosiguió—. Leí la noticia. —No era cierto, pero en ocasiones era mejor mostrar esa integración en la vida que a veces creía no poseer.

—Conseguiré el teléfono de su vecina, no se preocupe, y el de la chica de servicio. Le llamo mañana.

—Otra vez gracias.

—¿Está usted contento en el apartamento? Es tranquilo, ¿verdad?

—Sí, muy tranquilo. —Sobre todo eso, pensó Lucas; tranquilo.

Se metió en el ascensor y pulso el botón de la cuarta planta. Una enfermera le sonrió mostrando una hilera de dientes blancos y perfectos. María Noriega… Murmuró su nombre casi sin ser consciente de que estaba pronunciándolo. María Noriega…, su vecina.

El teléfono volvió a vibrar.

Te recojo en la salida de urgencias.

La gran Martina estaba empeñada en quererlo. Parecía imposible que hubieran conseguido fraguar una sólida y cómplice amistad, pero lo habían logrado. Lucas le reconocía todos los méritos. Se sabía poseedor de la inmensa fortuna de haber sido alojado en el corazón de aquella mujer valiente que se mantenía cerca siguiéndole la pista caminara por donde caminase.

La había conocido en el instituto y se habían hecho inseparables. Mientras él estaba en Suecia, ella había estudiado medicina en Pamplona y optado por la medicina forense. Se habían seguido la pista y era uno de los pocos vínculos que conservaba con su pasado. Martina sabía de la naturaleza de su irremediable dedicación al trabajo, comprendía su atadura a la naturaleza, su afición a los maratones y también aquella derrota que lo había devuelto a su norte.

Desde que estaba en Bilbao lo obligaba a compartir una comida una vez por semana. No admitía excusas. Bajo ningún concepto —le repetía— iba a colaborar en su tendencia a volcarse en el trabajo y olvidarse de él mismo. Decía, utilizando aquel característico sentido del humor suyo, que ella era capaz de arrancar auténticas confesiones a sus pacientes mientras trabajaba con ellos. Estaba casada desde hacía veinte años con un tío estupendo que dirigía una distribuidora de productos de hostelería y tenía dos hijos. Lucas la adoraba y la necesitaba. Porque tenía poder sobre él, tranquilizaba sus dudas y ponía la guinda sobre su aburrido pastel. Pero sobre todo… porque era casi la única constante de su vida.

—Buenos días, doctor. ¿Cómo estamos esta mañana de lluvia?

Argi entró en su despacho cuando él se estaba poniendo la bata.

—Buenos días, Argi. ¿Te importaría traerme un café de esos que te despiertan? No he dormido bien. Estoy pendiente de solucionar de una vez lo de mi servicio doméstico… La lluvia no me molesta, pero necesito una mujer que planche mis camisas. Ya has comprobado que necesito un departamento de mantenimiento.

—Eso no me extraña en absoluto… ¡Andas un poco corto de tiempo para ponerte a planchar! Tus pacientes, tus maratones… —Argi hizo un intencionado y teatral gesto.

Salpimentar la vida. Eso es lo que pretendía la enfermera, pero la cabeza de Lucas estaba lejos. Martina acostumbraba a advertirlo sobre aquellas pequeñas e inocentes sinceridades. Sonrió a su pesar recordando sus consejos.

—Lucas, tú levantas sospechas —le había dicho días atrás—. Eres un tío atractivo, un poco soso, pero no estás mal. Has estado de aquí para allá, envuelto en tu profesión, tus publicaciones, tus conferencias, tus exesposas y esas novias que se atribuyen a los que viven fuera de este matriarcado casto y púdico. Tienes morbo. No tratas a las mujeres como los hombres de aquí. Estás empapado en tu educación nórdica… No te sientas con los hombres, ni cantas después de beber… ¿Pillas el matiz?

—Martina, creo que no pillo el matiz…

—No, no tienes ni idea…, a ti los matices siempre te han traído a mal traer. Y la vida tiene muchos matices. Pero para hacerlo sencillo te diré que tú eres un hombre Ikea. No hace falta que te hagas el sueco porque ya eres medio, pero sigo con mi metáfora de Ikea. Tú vas, compras la cajonera que necesitas, la lamparita de quince euros que te da luz y punto. Aquí, en el País Vasco, el concepto Ikea es de implantación reciente. Todavía no lo tenemos incorporado. Aquí, la cajonera tiene que durarte toda la vida, pesa un quintal y por lo tanto no se puede mover a la ligera, los cambios de sitio desloman. ¿Comprendes?

—Pues la verdad es que no.

—Pues que con el amor pasa lo mismo que con los muebles. Te tienen que durar toda la vida. Hay que casarse y colocarlo en el lugar adecuado, porque como te he dicho pesa un quintal. En los cajones están los cuñados, la suegra, la hipoteca, la vajilla de la abuela… Los cambios son durísimos. Y tú no has parado de comprar cosas de usar y tirar.

—No sé exactamente qué me quieres decir.

—Necesitas a alguien que te abrace bien, Lucas. Ni tu madre ni yo contamos. De momento resultas interesante, pero se te puede pasar el arroz. Se perdona todo menos la libertad…

—Ya me gustaría, pero no te preocupes, me las apaño bien.

Martina tenía la costumbre de proseguir su discurso hasta que decidía que había terminado de hablar.

—Si un hombre de cincuenta años vive con su madre, se sospecha que algo raro sucede. Si ese mismo hombre se ha divorciado, la sospecha cambia; o no tiene un euro, o ella lo ha echado. Pero si ese hombre no se ha casado nunca y vive con su madre, entonces…, eso es una manzana envenenada. Mi consejo es que cuando te pregunten simplifiques la información. Tú dices que has estado viviendo fuera por motivos laborales y que por los mismos motivos has vuelto a Bilbao, estás divorciado y punto. Ni una palabra más. Les hablas de la regeneración molecular, que de eso no sabe nadie nada y se callarán.

Tenía razón. Ella tenía casi siempre razón.

Olvidó a Martina y se centró en el momento. Pidió a su enfermera que dejara ocho días libres a primeros de diciembre.

—Por fin te noto humano… Dalo por hecho, nueve días. Ya verás qué pronto olvidas lo del servicio doméstico.

Tenía toda la mañana ocupada. Consultas, la visita a la planta, los estudiantes, el laboratorio y la reunión que tendrían a las seis de la tarde. Fue a la máquina del pasillo y sacó un café largo. El cansancio le pisaba los talones.

Lucas terminó el día en la habitación diecisiete. Se había sentado junto a Mario Villanueva y habían hablado de «la vida» como solían hacerlo. Esa mañana fue el maratón de Florencia el que los acompañó.

—Es como correr por un museo. Lo he hecho veinte años seguidos. Este año no, ya me sentía muy cansado. A ella, a Alicia, la conocí allí hace cinco años. Esa ciudad es como ella, tan hermosa que te quita la respiración… Luego estuvimos en Lucca. —Mario tenía los ojos soñadores, pero le costaba hablar—. Me preocupa mi chica. Mis hijos no, ya están encaminados, pero ella… Cuando nos encontramos pensé que me había tocado la lotería. El amor, cuando uno se conoce un poco y encuentra un alma gemela, es como para estar gritando de alegría todo el día. —Lucas escuchaba embelesado.

Era un hombre especialmente dotado para la conversación. Poseía claridad de pensamiento, agudeza y el disfrute de la vida empapaba sus expresiones contagiando un vitalismo a prueba de diagnósticos. Lucas no podía resistirse a pasar unos minutos por su habitación. Se hallaba en ese momento, en su primer ciclo de quimioterapia.

Como casi todos los que padecían cáncer, y más concretamente leucemia, no estaba exento de dudas. Se debatía entre creer que la ciencia y el comportamiento de su bioquímica eran infalibles o que existía realmente el hueco que dejaban el azar, los dioses, el amor de los demás y todo lo que podía torcer el fatal destino que en ocasiones llevaba la enfermedad en su mochila. Pero el doctor Denvurg había aprendido que la esperanza empujaba y fortalecía a la ciencia y que el sistema nervioso echaba sal y pimienta sobre el sistema inmunológico. La similitud con una carrera había sido inevitable.

—Céntrate en los metros siguientes. No mires a la meta… —alentaba a su paciente.

Tenía la certeza de que las emociones ejercían un papel determinante en el proceso de la leucemia, aunque aún no hubiera estudios científicos que lo ratificaran. El tiempo se encargaría de poner alma a la ciencia y ciencia al alma. De tiempo en tiempo surgía un paciente como Mario Villanueva. Poseedor de una consciencia lúcida y reparadora, con ganas de vivir, atento a los cambios de su organismo… Era el perfil del espejo en el que los médicos veían reflejada la imagen de lo desconocido. Seguir aprendiendo… Pero Mario tenía una sombra en sus pulmones.

—Aguantas bien la quimio, Mario. Estás en forma. Podrás irte a casa la semana que viene. Luego daremos un segundo periodo. El trasplante autólogo, de tus propias células, funciona en un determinado número de casos; si no, iremos a la reserva.

—¿Ya tienes los resultados definitivos de los donantes?

—Todavía no lo hemos decidido.

—Tú mandas. ¿Puedo preguntarte algo?

—Puedes.

—Si estuvieras en mi lugar… ¿te casarías con tu novia?

—Si tienes la fortuna de que te acepte… —bromeó.

—Me dijiste que estabas divorciado, pero no sé si tienes una relación… ¿La tienes?

—No. No tengo nada estable. Tengo una ex, algunas amigas, muy poco tiempo, y algo inusual: una vecina que llora por las noches y que es la única que me quita el sueño… —Lucas tuvo la certeza de que acababa de deslizar una profunda confesión—. Se ha quedado viuda, al parecer de uno de esos hombres con los que las damas sueñan.

A Lucas le pareció que debía apostillar su inexplicable confidencia.

—Consuélala… Tú eres bueno en eso y probablemente sea lo que más necesita. —Mario sonreía achicando los ojos, mirándolo con complicidad—. ¿Qué clase de vecina? ¿Mucha relación? La curiosidad me estimula, Lucas.

—Desconocida… Vivo en ese apartamento desde hace poco.

Lucas miró las manos de Mario. Era un hombre delgado, esbelto y elegante. Muy mediterráneo, poseía una de esas caras angulosas que parecen estar cinceladas por un escultor. Algo racial y noble bailaba en su sonrisa casi permanente.

—Mantenerme cerca del dolor de los otros ha sido como una especie de militancia. Estaba ahí, a su lado, sin entrar en el círculo de fuego… ¿Comprendes? —El doctor Denvurg asintió sin vacilar—. Ahora, aquí… En esta planta he aprendido que uno no está cerca si no está dentro. Nos engañamos, pero no cuela. Aquí, ya no cuela nada. Te he dicho lo de la boda porque… —se miró la cánula que había en su mano— no quiero hacerle la putada de dejarla de mala manera. No quiero dejarla fuera. Ella quiere casarse, pero dice que ahora, así no… Que ha soñado el momento y no es este… Ella es mi segunda oportunidad, mi milagro, la que me ha devuelto el lujo de viajar montado en una nube a esta edad en la que solo queda el transporte terrestre… Nunca soñé que pudiera tener la comunicación que tengo con esta mujer. Ella me hace mejor. —Ambos hombres se mantuvieron en silencio unos instantes—. Y aquí estamos ahora. Nos toca navegar en este mar en el que uno no sabe si la tormenta nos llevará a pique o a puerto…

—Metro a metro, Mario —dijo el médico.

Lucas sabía que su paciente no había hecho una pregunta banal cuando se refirió al posible matrimonio. Le había comentado su situación: un divorcio, una segunda relación con una mujer con la que se sentía muy feliz, los hijos mayores y aquellos proyectos que ahora había metido en el armario de las reservas. Su paciente le pedía certezas y él no podía dárselas, aunque tampoco quitárselas. Tarde o temprano casi todos los pacientes se dirigían sin ambages a su oncólogo para preguntarle si la lucha valía la pena. El cáncer se curaba, y cada día podían admitirlo con más rotundidad. Lucas sintió un pellizco en el estómago. Había unos antecedentes en el historial de Mario que le preocupaban enormemente.

En ese momento uno de los hijos entró en la habitación con un paquete de pastelería en la mano y Lucas aprovechó para irse.

La medicina y la economía iban a tener un anunciado divorcio. Los costes de los tratamientos iban a ser cuestionados. En aquel momento se estaban haciendo estudios individualizados de la expresión génica de cada paciente. Según los resultados. Mario tenía pocas posibilidades de curación por sí mismo y el trasplante era lo único que podía alterar su destino.

Una vez en su apartamento, se cambió de ropa y salió a correr.

No había conseguido tener un horario razonable desde hacía más de veinte años. Ni para correr, ni para vivir. Se lo habían pedido sus amigas, sus novias, su mujer y hasta él mismo, pero la realidad era que no había puesto empeño en alcanzar aquella meta. La única que se había interpuesto entre su profesión y su vida había sido Aurelie al convertirse en el único espejo que le había devuelto su propio reflejo. Pero, pese a que casi le cuesta su cordura, había acabado aceptando que ella nunca formó parte de su realidad.

Había anochecido, el aire estaba húmedo y algo desapacible, pero todavía no hacía frío. Enfiló hacia la playa y se prometió a sí mismo no mirar el reloj hasta que sintiera que sus músculos eran los de un deportista. Hizo un pacto con sus pensamientos, los disciplinó, acompasó la respiración comenzando a contar en sueco: Ett, tvä, tre, fyra, fem, sex, sju

Le llevó casi una hora sentirse dulcemente agotado. Cuando percibió que había pasado la frontera de la consciencia de su cuerpo volvió sobre sus pasos. Doce kilómetros de olvido le sentaban bien. Llegó a su edificio empapado en sudor y subió las escaleras lentamente soñando con una ducha prolongada.

Al pasar por delante de la puerta de su vecina experimentó un leve cosquilleo. María Noriega —pronunció el nombre en su imaginación—. Nombrar su existencia delante de su paciente había sido un acierto. Decir que tenía una vecina que lloraba le había dotado de algo esencial: realidad.

Su presencia al otro lado estaba unida a aquel deseo de mantener un cierto anonimato, de quedarse con la excitación de sus fantasías. Hacerla real, incorporarla a su vida con un nombre, un apellido, una historia, tenía su riesgo. La noche anterior, mientras ella gemía al otro lado, Lucas había sentido una poderosa atracción además de ternura y curiosidad. Se había sorprendido a sí mismo imaginándola y algo muy íntimo había quedado suspendido en el aire de la habitación después de que se comunicaran. Ahora, al llegar al rellano, sentía que estaba deseoso de que volviera a suceder, porque aquello se parecía a un cortejo, a un extraño y dulce cortejo.

Metió la llave en la cerradura y en ese momento la imagen de la mujer del metro, con su cuello enfundado en aquel pañuelo floreado, apareció con una nitidez que le cogió desprevenido. Sus ojos…, aquel naufragio…

¿Y si fuera ella?