Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
JORGE LUIS BORGES
Me entregaron, procedente del hospital, un sobre amarillo, grande, de esos en los que te meten las pólizas de seguros o los documentos en los juzgados. Debieron habérmelo entregado con la bolsita de tus cosas, pero al parecer se había traspapelado. No sé exactamente quién me lo dio o qué día llegó a mí, pero me recuerdo a mí misma autómata, metiéndolo en uno de los cajones de la mesa de tu despacho tras comprobar el contenido: unos papeles ensangrentados donde apenas era visible la escritura.
Aquel patrimonio, sagrado e intocable, quedó en el cajón esperándote como yo. Tardé en entrar en aquella estancia casi un mes. Era tu templo. El sanctasanctórum de un escritor. Tu ordenador apagado. Ese cerebro creativo que no acababas de compartir más que con los personajes de tus novelas.
En ese momento creo que no aceptaba tu muerte. Ni tan siquiera me había quitado el anillo o me había puesto el tuyo como hacen algunas viudas. Ya no duermo en el lado de la cama donde acostumbraba a dormir. Ahora, ocupo la parte hundida por el peso de tu cuerpo. Me amoldo a la huella de tu geografía, coloco una almohada delante y me abrazo a ella con esperanza de niña. Como ya no tengo tu olor, viajo por mi laberinto de recuerdos con tu colonia. Me echo unas gotitas en el dorso de la mano izquierda y de vez en cuando, como si fuera un tic, me llevo la mano a la nariz. Lo hago por las noches y a veces consigo un rastro de tu presencia, que me adormece en una vida a la que no tengo acceso despierta. Pero sigo sin sentarme frente a tu ordenador.
Rescaté tus objetos de aquel cajón un día de julio. Uno de esos días luminosos y cálidos en los que apetece derrumbarse en la arena después del trabajo. Recuerdo que habíamos pasado un rato en la playa por la tarde. Me duché y le di un beso a mi niño, que se iba a una de las abundantes verbenas de verano.
—Ten cuidado, cariño —le dije.
Me había quedado un miedo residual. Un alien que aparecía cuando veía una moto, o alguien pasaba a toda velocidad a mi lado. Las odiaba. La realidad se volvía una amenaza cuando se tumbaban en una curva rozando el asfalto. Tenía que cerrar los ojos e ignorar aquel cuchillo afilado del temor de que aquel desafío acabara en tragedia. Si había sucedido, lo que había sucedido una vez podía volver a suceder. Se puede dar un manotazo a algo tangible, pero a un pensamiento es difícil. Pensar que te habías ido era durísimo, pero luego pensaba en Gustavo, en Carmen, en Isabel…
Iba al psiquiatra dos días por semana porque, según los míos, «no levantaba cabeza» y porque yo no quería vivir hipotecada. El primer mes lloré a setenta euros los tres cuartos de hora. Un llanto carísimo. El segundo mes, balbuceé, fui y vine perdida por las pastillas. El tercero recuperé el habla, dejé las pastillas y abrí aquel maldito cajón.
Todos tenemos un cajón donde se meten las cosas que creemos que debemos guardar. La fragilidad de nuestra vida nos hace guardar talismanes, objetos que no sabemos en qué lugar encajan, recuerdos que pasados los años no sabes ni por qué ni cómo se te ocurrió guardarlos. Así nos va. ¡Expertos en coleccionar cosas inútiles y tan carentes de lo que de verdad importa!
En todas las cocinas de este país hay un cajón, una sopera, un jarrón donde conviven pinzas de la ropa, un mechero, una pieza metálica de origen desconocido, el pegamento ya seco e inservible, un vale caducado… Ese lugar donde terminan las cosas inútiles e imprescindibles. En tu despacho hay un cajón de esos. Cuando lo abrí contemplé aquel pequeño bazar. Mecheros, un paquete de cigarrillos, un muñequito, entradas de un concierto de Miguel Poveda, cuatro o cinco pen-drives, caramelos, papel de liar, tus libretitas… Mil objetos más y aquella bolsita con los restos de tu vida.
Durante nuestros primeros años en común supe enseguida que en nuestra pareja alguien debía quedarse de centinela con los pies en la tierra. Pero también comprendí que debía respetar tus cajones, en sentido figurado. Yo era ese alguien que iría a buscarte a los cielos para que no se te enfriara la sopa, era quien residía en la costa de la existencia para que no zozobráramos los dos. Tu musa. Tu diamante, como tú me llamabas. Sabía mi papel porque el amor es generoso y los artistas necesitáis intendencia. Que os cojan de la mano cuando las nubes de vuestros monstruos oscurecen el amanecer. Que sintáis que no estáis perdidos cuando entráis en la selva de vuestra voluntad. Os manejáis mal con la vida pequeña, con esa que llevamos todos destejiendo los calendarios, haciendo listas de lo que vamos a comprar, a comer, a celebrar. A vosotros eso os parece una frontera y sentís que la cotidianeidad os hace trampas, sucumbís bajo el peso de una nimia gestión. A cambio, me llevabas en las alas de tu unicornio, con la música de tu risa, el exceso de tus ternuras, las urgencias de tus pasiones y esa especie de noria que eran los días contigo. Yo sabía dónde estaba la frontera de tu nombre.
Sigo siendo tu mantenimiento.
No había dado de baja nada que te perteneciera. Ni tu número de teléfono, ni tus tarjetas de crédito, ni el carné del Atleti, ni la Travel, ni nada. Una carta a tu nombre era un regalo, y me daba igual que fuera de Carrefour o del banco, a mí me parecía que si se dirigían a ti todavía tenía posibilidades de no olvidarte. Pero aquel papel era algo inadmisible.
Con mucho cuidado lo fui desdoblando para que no se rompiera. La sangre había borrado casi por completo la escritura, pero era evidente que se trataba de una carta manuscrita. Volví a doblarla y la guardé en otro cajón. Al hacerlo vi tu móvil.
Yo, como sabes, navegaba por el Nilo de mi pena. Mi amor había muerto y no había manera de adaptarme a la vida sin él. El tiempo, sin dudar, vendría a recomponerme, pero mientras tanto tenía derecho a mi duelo, largo, muy largo o larguísimo. Así que volví a encender tu móvil, a teclear tu contraseña, a activarlo por si a los dioses les diera la gana de hacer un milagro. Y les dio.
Escuché los pitidos, uno tras otro. Habías recibido un montón de llamadas. Calculé mentalmente cuánto tiempo había estado el teléfono en el cajón. Me latía el corazón. Quienquiera que hubiera llamado ignoraba que habías muerto. Pero con más curiosidad que otra cosa me dispuse a escuchar, presintiendo que me conmovería de nuevo con las voces que se dirigían a ti, creyendo que los escuchabas, que podías responder… Fue un momento de esos en los que algo dentro de ti se rompe y no sabes muy bien cuál es la pieza que ha sufrido la rotura. Allí estaba aquella voz…
Volví a escuchar tu contestador, una, dos, tres y hasta cuatro veces cada uno de los mensajes. Hice cruces, eliminé, comprendí, me enfurecí y finalmente…
Veintidós llamadas de la misma y no identificada voz.
Diez en las que solo decía tu nombre.
Siete en las que pronunciaba palabras que he asociado con el título de tu novela, La tristeza de la alondra.
Doce en las que mezclaba ambas cosas.
Pensar y reflexionar son dos cosas distintas. Si pienso en ti, me dejo arrastrar impulsada por el motor de mis emociones, montada en ese Ferrari que es mi nostalgia. Reflexionar es poner el equipaje en el capó y conducir hacia un destino en el que la memoria es la que marca la pauta del recorrido. Después de escuchar aquella voz extraña, perdida, sin una identidad temporal, que pronunciaba tu nombre, dejándolo caer, arrastrándolo, cantándolo como un premio de lotería, pensé en ti y me hundí; luego reflexioné… Imaginé a una fan fascinada y con la cabeza perdida. Era lo más probable, pero había frases que perforaban hasta la más sólida de mis dudas.
Lo cierto, Baltasar, es que aquel día, tras zambullirme en tu teléfono, en aquella carta empapada en tu sangre, en mi vida sin ti, me quedó un campo minado, un horizonte con grietas, una traición en el aire y un veneno en el corazón para el que aún no he encontrado antídoto.
El miedo, Baltasar, es una madreselva olorosa que trepa y trepa hasta la puerta de la sorpresa convirtiéndola en pensamiento. He ido transportando ese miedo, día a día, mes a mes…
Las llamadas siguen llegando a tu teléfono, del que no me desprendo. No tienen horario, secuencia ninguna. Ella, tu alondra, no sabe que has muerto y te espera. No puedo decirle a Isabel que he perdido aquella sonrisa de la que se enamoraban mis amigos, que ya no dejo mi pelo castaño desordenarse porque me lo he cortado, que mis ojos color caramelo de menta han dejado de ser brillantes, que no canto imitando a María Callas porque no puedo sacarme esa voz de mi cabeza.
¿Quién es tu alondra, Baltasar?
Cuando te conocí ibas camino de ser escritor. Eras un creador que se conmocionaba intermitentemente, que perdía el norte y lo volvía a encontrar en unas marejadas ajenas al resto de los mortales. Estabas condenado a la búsqueda. Me atreví a amarte aun sabiéndolo. Atravesé esa delicada frontera de seguir siendo al lado de alguien como tú. Ganaba arriesgándome a tus abandonos y a tus ternuras, yéndome contigo a tu selva, a tu árbol desde el que la vida ofrecía una panorámica jamás soñada. Baltasar, mi buscador de adjetivos, mi funambulista adicto al vértigo de la belleza, mi amor sin remedio.
Hace algo más de ocho años Isabel me llamó para que fuera a cenar a su casa: iba a ir un escritor. Tú. Me pidió que no faltara y apostilló:
—Es de los que te gustan a ti.
El comentario me desganó. Me abrió la sospecha de si resultarías un intelectual engreído, sin habilidades sociales como tantos escritores. Pero, después de estar recogiendo camisetas de Gustavo del suelo y soltar juramentos como si se tratara de una letanía, decidí acudir a la cena.
Me presenté sin ponerme mona. ¿Lo recuerdas? Todo cómodo: zapato abotinado, calcetín gordo, un pantalón que no ceñía…
Isabel me esperaba en la puerta.
—María, podías haberte puesto un poco más mona, ¿no?
(Ella también se pone mona).
—¿Estoy mal? —respondí malhumorada.
—Te has vestido de bibliotecaria.
—Soy una bibliotecaria. —No quería que me alborotara la desgana que llevaba.
—Sí, pero de lunes a viernes.
—Hoy es viernes, vete al cuerno.
—Y tú, al salón; ya están todos, incluido el amigo del que te hablé. Sonríe un poquito, petarda…
Cuando decía que alguien era de mi estilo, yo sabía a qué se refería. A esos hombres con los que soñábamos y que nunca encontrábamos. Se refería a los puzles que componíamos con trocitos de actores de cine, de algún amigo, de la declaración de un poeta y de nuestras fantasías sexuales cuando nos habíamos tomado dos o tres riojas.
Las gemelas tenían dos años, ella estaba agotada y era feliz. La dejé en la cocina y entré en el salón. Allí estaba Pablo, encantador y educado, como siempre, y Ramón, el hermano de Isabel, con Nuria, su mujer; ese matrimonio convencional, aburrido y feliz con el que siempre se acababa hablando de hijos y arrepintiéndote de haberles dado la oportunidad. Y estabas tú.
Hay cosas en la vida que no hay más remedio que mirar. Tus ojos me parecieron tan imprevistos en aquel salón que a punto estuve de quedarme como una lela con la boca abierta hasta dejar caer la mandíbula al suelo. Me repuse, pero había advertido el calado profundo de aquel buque anhelante y anhelado.
Me plantaste dos besos agarrándome de los antebrazos, como mandando, eso también lo advertí. Estaba en esos momentos tan necesitada de que me agarraran con certeza que tus manos fueron como dos telegramas que dijeran: «Aquí-estoy-yo. Soy-un-hombre-de-verdad».
Vivía, en aquel momento, una de esas épocas en que el radar seductor parecía estar estropeado. Viejos amigos, alguna que otra locura para sentirme mujer de nuevo, un conato de pasión y vuelta a casa. Salir de noche, por aquel entonces, me parecía visitar las calderas de Pedro Botero. Pasearte por esa calle a la que llaman el Serengueti porque dicen que es la reserva de caza. Las barras repletas de insustanciales acodados con su copa hablando a gritos, mirando con lujuria de tercera división y diciendo tonterías. Elefantes en las riberas de los lagos de rioja, ribera del Duero y algún valdepeñas, leones perezosos, leopardos atentos a su pelaje y búfalos cafres bajo el efecto del aburrimiento y los vapores etílicos. Con aquellos hombres se hubiera podido organizar un congreso sobre la soledad escogida y el alcoholismo. Abandoné. Me dije a mí misma que era imposible que encontrara una alegría sensata para mi cuerpo. Volvía cansada, con la garganta destrozada del humo y la sensación de que encontrar un amor era como si te tocara el primer premio de la lotería de Navidad. No volví a salir «de copas». Me dediqué a comentar las noticias con la presentadora de la televisión y a hacer una mantelería de punto de cruz que todavía anda por aquí, inconclusa, por supuesto.
Me dijiste que te llamabas Baltasar.
—Baltasar… Te llamas como mi rey mago.
Parecías un leñador de película canadiense, de esas que ves después de comer un domingo desesperado. Eras ese modelo de hombre armario ropero de tres cuerpos que tanto se llevó en su día y que se ha encargado de desprestigiar el modelo filete de anchoa depilado con musculitos de tres al cuarto. Un Bruce Springsteen navarro y saludable.
Estuve toda la noche intentando disimular aquel cosquilleo devorador que sentía cuando te miraba. Pero mis ojos se pegaban una y otra vez a los tuyos. Se dice que el amor a primera vista no existe. Yo creo que sí. El amor te asalta. Te vuelves lela, pierdes el apetito y suspiras como un coche de segunda mano. Una trastornada delicia.
Totalmente ajeno a las normas de educación, me hablabas a mí, saltándote a los demás. Como un actor de teatro, impostando la voz, describías ese bosque interior que poseías, la frontera que había que atravesar para penetrar en él. Toda la pasión de tus pasiones iba destilándose gota a gota sobre la mesa de los comensales, que te mirábamos embobados. Me contaste que creías haber descubierto el volcán donde sobrevivía tu creación literaria. Estabas listo para saltar al vacío con esa audacia que da la revelación. Habías escrito un par de novelas que no habían alcanzado precisamente la gloria, malvivías con dignidad como todos los que se dedicaban al mundo de la cultura, nutriéndote de pasión y esperanza.
Para mí, un escritor era casi un dios, o al menos un profeta que me hablaba de cosas que aún no había descubierto y sobre las que pondría una definitiva luz para que yo las comprendiera. Mi admiración por aquellos que eran capaces de manejar las palabras, emparejarlas, montarlas como si fuera un Lego y hacer con ellas ciudades, amores, aventuras, odios, pasiones, era inmensa. Tanto que jamás habría tenido la osadía de pedirte que fueras un hombre convencional. Me importaba un pimiento tu situación. Me gustaba cómo te bebías la vida. Por eso te miré con reverencia, por eso estaba predispuesta a tomar lo mejor de ti y dejé mi lado práctico olvidado. Saqué a relucir toda mi seducción, esa audacia que te sale de las tripas y creo que te perdoné antes incluso de amarte.
Llevabas el pelo largo y uno de esos jerséis sindicalistas hechos por una madre, una novia, o en un país subdesarrollado. Eras originario de un pueblo navarro donde habías heredado la casa familiar. Según tu versión, eras el último de una estirpe destinada a extinguirse. No querías tener hijos, querías escribir la mejor historia de amor, esa que al leerla todo el mundo saliera a buscar a su media naranja. Habías viajado por todo el mundo y no se te había escapado ni uno de esos momentos irrepetibles que a los demás se nos escapaban como el agua entre los dedos.
A las dos de la mañana dije que me iba. Te ofreciste a acompañarme y acepté. Caminamos un rato. Yo esperaba que me tocaras; la mano, el hombro, que me retiraras el pelo de la cara, que dibujaras algo sobre mi frente. Necesitaba desesperadamente el contacto de tu piel. Pensaba que si te atrevías, mis resistencias de divorciada sin vida sexual se vendrían abajo. Porque hay en el tacto deseado el más profundo de los escalofríos, esa antesala precisa y preciosa que precede a la locura de perderte del todo en otro cuerpo.
Las palabras se te caían; habías bebido más de lo aconsejable. Yo me arrebujaba como una gata mostrándote mi necesidad, tirándote de la manga. Pero no captaste el mensaje. Ni me cogiste del brazo, porque estabas empeñado en regalarme la radiografía de tu vida y parloteabas zarandeando el aire con tus manos grandes en lugar de tocarme a mí, que era tu inevitable destino.
Llegamos frente al portal y nos estancamos, lo mismo que dos adolescentes. Mi Pepito Grillo me hablaba…
Este hombre bebe demasiado, no está muy centrado, habla mucho de sí mismo y está un poco perdido. María, deja de imaginar cosas, que no tienes tú la vida para enredarte con un escritor.
Le hice caso. Te besé en las mejillas en plan de «encantada de haberte conocido» y, sin decir palabra, entré en el portal y me despedí con la mano, pensando que había perdido mi tiempo con uno de esos hombres que no pueden levantar su vista del ombligo. No me volví. Era mi venganza por tu cobardía.
Pero supe que no podría olvidarte. Eso se sabe. Agarré tu mirada, la metí entre las sábanas e intenté desvelar tus secretos. Tenía rabia, un encallamiento frustrante de esos que te quitan el sueño. Finalmente me dormí cansada de sentir mi deseo.
Al día siguiente era sábado. Me levanté tarde. Hablé con Isabel.
—¿Te ha gustado el escritor?
—Bueno… No estaba mal —le mentí.
—Monina, que estás hablando conmigo… No me vengas con esas. Te pillé un par de veces mirándolo como si se hubiera reencarnado tu Paul Newman. —Me volteó el corazón cuando me lo dijo—. ¿Qué pasó? ¿Te acompañó a casa? Pablo, en la cama, me dio la tabarra. Está arrepentido, dice que no es recomendable, que no es hombre para ti. Que este no sienta la cabeza ni en el trono de Luis XIV.
—No se atrevió con una funcionaria como yo. Me acompañó y me dio un par de besos. Dile que no se preocupe —la tranquilicé sin convicción.
—Ya sabía yo que era tu tipo…
Tras un buen rato pegadas al teléfono, salí a por la prensa y me fui a desayunar. Miraba los titulares, pasaba las páginas con lentitud, daba un traguito al café, un mordisco al bocadillo de jamón buscando los articulistas que me gustan. Era uno de esos momentos en los que una parece que colecciona felicidad, sin prisa. Gustavo estaba con su padre. Y aquello se parecía tanto a la dicha que te olvidé. Regresé a casa sin culpa de mi pereza. Llevaba el pan, los periódicos y cuatro marranadas de esas con las que me alimento cuando estoy sola y no tengo que cocinar para nadie. En el portal estabas tú.
Tus ojos no se podían remediar. Supe que volvías a desdecirte. A darme los abrazos que te habías guardado. Lo supe por aquella sonrisa que no podías borrar y por aquella ternura silenciosa y profunda con la que me acogiste y que me hizo perder los periódicos, el pan y la dignidad.
—¿Has vuelto? —te dije como una boba sorprendida.
—Estaba cansado de pensar en ti.
¿Dónde estás, mi amor? Pensar que tendré que vivir sin tu risa. Sentir que tendré que perdonarte. Saber que vendrán primaveras, veranos e inviernos sin ti. Sin ti cuando veo el cielo rosa, sin ti cuando llueve, sin ti cuando Gustavo me invita a París y no voy, sin ti cuando me pillo un dedo con la puerta, sin ti cuando el aire huele a salitre… Sin ti cuando me visto para nadie, sin ti cuando me desnudo para nadie también, sin ti para decirte que estoy sin ti.
Mi psiquiatra, un hombre inaprensible, escondido, freudiano, quiere alejarme de este dolor pegajoso y me temo que no acaba de aceptar que la pena es como una termita que devora la luz de la vida y te deja a oscuras, caminando a tientas y preguntándote si merece la pena vivir a ciegas, sin ver la vida. La pena te cuartea la voluntad hasta hacerla fosfatina. La pena de no tenerte, de tener que renunciar a ti para siempre jamás.
Después de haber sido la piel de tu piel, me muero un poco cuando siento que ya no veré amanecer el cielo de tus ojos, que estoy a la intemperie, desnuda, y sin un maldito pudor que me proteja. Eso no puedo decírselo a nadie. Eso se susurra cuando se hace el amor, cuando se pierde el oremus, la dignidad y la acrobacia. Eso se esconde a los otros. Forma parte del secreto de los amantes.
Ya no tengo nada que esconder porque parece que el mundo sin ti se ha quedado vacío. No sé qué hacer con esta identidad inconclusa que fui construyendo a la medida de nuestra existencia. Era como soy porque estabas tú. Torneaba mi vida imaginando un futuro a tu lado. Ahora, me entra frío por los lugares de mí que no ocupas. Me cuesta vivir. Creo que te llevaste mi voluntad escondida en el bolsillo de tu chamarra.
Y lo peor es que no consigo olvidar esa última jugada del destino.
Vivimos como si fuéramos inmortales. Con una certeza estúpida. Lo decía cuando evocaba al principio de este cuaderno, como si a este miércoles siguiera forzosamente un jueves, como si a este otoño siguiera un invierno. Como si tuviera perdón el aburrimiento, los besos que no damos, las caricias que reprimimos, las carcajadas que no soltamos… Pero ahí está el destino: terco, imprevisible y, lo que es peor, muy difícil de eludir.
La última noche a tu lado me obsesiona. Tenía tantos nudos que me va a llevar el resto de mi vida deshacerlos. Aquella cena con velas y miedos. Mi mano anhelando la tuya. Tus ojos huérfanos. Las palabras y los silencios, tan inútiles en esas alianzas que tejen la intuición y el deseo.
Tus últimas palabras:
—Mañana hablaremos.
Y no hubo un mañana.