4. Traslado

Se hace ligera la carga que se sabe llevar bien.

OVIDIO

Muy a su pesar, su madre, su Katy, se empeñó en «ayudarlo» en el traslado de sus cosas. Lucas no deseaba darle la oportunidad de iniciar una nueva batalla, así que la montó en la furgoneta de la empresa del marido de su amiga Martina, entre Aitor, el chico de reparto, y él mismo. Ella entorpeció lo que pudo la carga y descarga dando instrucciones contradictorias y sometiéndolos a una prueba de paciencia.

Todo el mundo conocía a la madre de Lucas por el nombre de Katy. Desde que podía recordar, la veía sentada en la mesa del comedor escribiendo tarjetas y firmándolas con un arabesco con aquella i griega en su nombre. Su madre siempre había querido parecerse a Grace Kelly, de hecho, se peinaba igual que ella. Había sido un ídolo a imitar. Quizás por eso se añadió una y griega. Pero la realidad inconfesable e incuestionable era que el clima de Bilbao no era como el de Mónaco, las ondas del pelo no quedaban igual; no era americana, y su marido no se apellidaba Grimaldi, sino Urrutia.

Se llamaba Catilina, y no Catalina como sus amigos suponían. Su padre, el sueco, enamorado de los discursos de Cicerón, quiso hacerle esa faena a su ilegítima hija. Katy varió la realidad y se lanzó a la vida con aquella y griega, su aire de nórdica, el deseo de un palacio al borde del mar con mayordomo y un vestidor donde albergar su pasión por los zapatos.

Su marido, el padre de Lucas e Íñigo, se enamoró de ella ignorando que aquella rubia natural con cara de ángel había imaginado su destino muy diferente al que ambos trazarían. Todo estaba preparado para que la contienda se desencadenara. De hecho, a Lucas le había costado mucho entender y aceptar aquella necesidad de hacerse daño que ambos poseían. Sus padres eran dos candidatos en plena lucha electoral con sus hijos como votantes perplejos ante la autodestrucción. Podía recordar días en los que tenían fuerzas extras para desgastar su tiempo recorriendo la colección de agravios que poseían; cada vez más numerosos, más elaborados, más corrosivos. Se deseaban como dos púgiles. Con una imposibilidad manifiesta de separarse de aquel cautivo y perverso lazo.

Los dos hermanos se refugiaban en su habitación, abrían el atlas y recorrían con el dedo los continentes, recitando las capitales, los ríos y las cordilleras de los países a los que viajarían cuando pudieran escapar. Lo hacían en voz alta para apagar las voces de sus padres. No tuvieron que esperar mucho. El abuelo Olaf los reclamaba en verano, luego la Universidad de Estocolmo para Lucas y París para Íñigo.

Podía recordar a su madre frente a la ventana, soñando con un viejo pretendiente al que rechazó por los ojos moros de su padre. Imaginando que venía a rescatarla para hacerla su reina de la mañana a la noche, pues el enamorado en cuestión era propietario de una fábrica de laminados que cotizaba en bolsa.

El padre, Ricardo, que era moreno, meridional y al que le importaba un pimiento el destino, salía de casa, herido a medias, para dejarse acompañar fuera del ambiente malsano. Buscaba otras rubias, más teñidas y más dulces, que al besarlas no supieran a rencor y a impotencia, pero volvía a cenar para escuchar el telediario y airear el perfume barato que desataba de nuevo la contienda. Se había calzado la armadura y, empuñando las espadas, se entregó a aquella batalla aceptada, una guerra que duró hasta que un infarto lo derribó a los sesenta y seis años, justo cuando acababa de jubilarse, mandándolo a descansar al otro mundo.

Katy siguió peleando como si hubiera adquirido una adicción, pero sin él. Sin atreverse a confesar cuánto lo echaba de menos. Se peleó con la aseguradora para que le pagara la prima completa por el deceso, se peleó con sus amigas, sus hijos, con el padre sueco y con todo lo que se puso por delante de su rabia.

Cuando Lucas volvió a Bilbao quiso creer que la soledad la había hecho mejor y que en ocasiones parecía dejarse vencer por la ternura tras el inevitable forcejeo. Katy tenía ochenta años. El primer mes no estuvo mal. Pasaba muchas horas en la clínica y apenas se veían. Iba a dormir, a cambiarse de ropa, a comer los fines de semana, pero enseguida ella volvió a ser ella, a reclamar derechos y él, su hijo, a perder los suyos.

Íñigo, su hermano, la odiaba y amaba desde la Bretaña francesa. Decía que a su madre le iba la marcha y que no acababa de cogerle el punto al amor. Era cocinero o chef Cordon Bleu. Su hermano era feliz en su restaurante. Una casa de piedra con tejado de pizarra en la Côte d’armor, cerca de la abadía de Beauport. Tenía una familia que rebosaba bienestar, una mujer que sonreía cuando lo miraba y cuatro hijas rubias como su abuela, regordetas y alborotadamente deliciosas. Lo echaba de menos y siempre que podía se escapaba a su casa antigua con calor de chimenea. Íñigo había nacido con el manual del saber vivir debajo del brazo. Parecía entender las cosas difíciles de la vida; las sencillas.

Katy insistía en que cocinaba mejor que su hijo, y añadía que lo que los diferenciaba eran esos nombres tan bien pronunciados al otro lado de los Pirineos. Que Luis XV había dejado el legado de la pomposidad, pero que ella ponía más sustancia en sus platos. A su manera competía cocinando todos los días. Era fuerte, aunque, bien a su pesar, en ocasiones se despistaba, se volvía frágil y Lucas sentía ganas de envolverla en sus brazos.

Para comunicarle que había encontrado un apartamento (ella lo tomaría como un abandono incomprensible), Martina le había aconsejado tacto. Lucas pensó que lo mejor era llevarla a comer un menú degustación en un afamado restaurante, sabiendo que el lugar elegido mitigaría las ganas de pelea que, sin duda, iba a levantarle la noticia. Comer con una estrella Michelin era muy valorado en su familia, en su tierra, en su historia. Todo lo que se hacía comiendo alrededor de una mesa estaba bendecido.

Su úlcera de estómago no lo había dejado en paz. Había ingerido todos los antiácidos que encontraba. Aun así se acomodó a la liturgia, hizo la reserva —no había problema de mesas, pero a ella le gustaba ser esperada— y siguió con el protocolo en el interior del restaurante: permaneció en pie contemplando cómo tomaba asiento, mientras su madre se acomodaba aquel traje vaporoso y levemente decadente que se ponía para las ocasiones especiales. Se quedó esperando delante de su plato, viendo cómo el uniformado camarero intentaba calzar el culo de su madre justo en el centro de la silla. No olvidó decirle al maître que la señora probaría el vino. Contempló cómo asentía después de humedecerse parsimoniosamente los labios, la observó con esa perplejidad que le suscitaban sus movimientos de reina madre… Katy era magnífica en realidad y su madre, en ocasiones, también.

—Mamá, te he traído aquí para celebrar algo…

Lo dijo una vez que estuvieron sentados, conquistada ella por el entorno.

—No me digas que te has echado otra novia… —Parecía haber recobrado el interés por su vida, pero fueron escasos segundos—. Eres como tu padre… —prosiguió—. Vuelves locas a las mujeres, pero al final todas te abandonan, te despluman como a un pollo. Y te advierto, por si no te has dado cuenta, que no eres ningún niño. Eres guapo, más que tu padre si me apuras, porque te pareces a mí, pero no abuses… Tu trabajo te va a matar. —Hizo uno de esos mohínes que hacía ella—. Curarás a muchos, pero tú…, tantas horas… y sin hijos… Tu hermano, al final, ha sabido hacer las cosas. Egoísta, eso sí, pero cuatro chicas y una mujer tonta que le baila el agua. Ese sí ha sido listo.

Lucas ignoró su constructivo discurso y siguió adelante sin desfallecer, concediéndole la tregua que iba a necesitar cuando le diera la noticia.

—He encontrado un apartamento que se adapta muy bien a mis necesidades y a mi presupuesto. —Tomó un sorbo de aquel excelente ribera del Duero—. En unos días haré el traslado de mis cosas. He estado en Ikea viendo muebles y, más o menos, ya he echado un ojo a lo indispensable. Martina va a echarme una mano. —Lucas cogió la de su madre—. Ya no te molestaré más, míralo por ese lado; recuperarás tu independencia.

La dama se descompuso momentáneamente, pero, como había previsto, el elegante restaurante le protegió de una escena. Cuando se recuperó —unos instantes después—, se llevó la copa a los labios y le pegó un buen trago al vino tinto. Luego sonrió sin convicción y se dirigió a su hijo:

—No me habías dicho nada. Tú sabes que estás en tu casa, los dos estamos solos. La casa es grande —volvió a beber—, incluso demasiado grande. Yo solo te pedía un poco de compañía.

—Recuerda que te hablé de que mi situación en casa era provisional. —Lucas ignoró el teléfono que vibraba en el bolsillo de su pantalón—. Lo de la compañía…, tienes razón, pero ya sabes cómo es mi vida. Tengo muchos años, mamá. No voy a llevar a una chica a tu casa, así no puedo echarme novia… —bromeó.

Hizo un gesto a su madre y miró la pantalla del móvil. Su paciente, Mario, lo había llamado. Se contuvo y le tecleó un mensaje: lo llamaría más tarde si no era urgente. Al otro lado su madre, con cara de pocos amigos, retomó el hilo.

—Yo no voy a estar aquí eternamente. Los hombres tenéis que estar recogidos. No servís para estar solos. Hacéis tonterías. Pero… la próxima vez, elige mejor a tu mujer, cariño.

La dejó hablar. Dejó que pusiera sobre el impoluto mantel aquel monólogo sobado del que tiraba cuando quería ganar un pulso.

Mario Villanueva le contestó un minuto después. No era importante. Lo vería el lunes.

Les sirvieron el primer plato-aperitivo, una crema de guisantes al aroma de no sé qué. Dos centilitros de un líquido verde muy agradable que su madre miró, evaluando el contenido, sonriendo sin ganas y que se tragó como si fuera una copa de orujo. Estaba muy triste y ambos lo sabían, pero tomaron los nueve platos-aperitivos con educación, represión y sabiendo que ninguno de los dos había hecho las cosas del todo bien, pero que no iban a cargar con más culpa de la que ya llevaban encima.

Cuando estuvieron en el apartamento y el panorama de cajas de cartón arrumbadas contra las paredes resultaba desolador, Aitor, el transportista, se despidió. Lucas le agradeció su paciencia soltándole una buena propina por el traslado. El chico había mostrado una gran resistencia frente a las pequeñas adversidades.

Su madre permanecía como un islote —vestía un elegante abrigo cámel muy de Bilbao— en mitad de la estancia. Lo miraba ir y venir. Gesticulaba mostrando perplejidad, hastío… Lucas perdió la paciencia, se puso en jarras como lo hacía ella tantas veces y, algo sobrepasado, le pidió que se fuera a su casa, que le agradecía la compañía, pero que el montaje era cosa de hombres. La mujer no se avino a razones, argumentando que era incapaz de abandonar a un hijo moderadamente inútil en medio de aquel desaguisado. Había decidido colaborar activamente.

Su misión, básicamente, fue ponerse en medio de los cortos y afanosos trayectos, aconsejándole, por no decir ordenándole, dónde debían ir las patas de la mesa que tenía en la mano y, sobre todo y por encima de todo, aprovechando que el Pisuerga pasaba por Valladolid, llamarlo tonto, idiota, atontado, inocente, ingenuo, manirroto, lerdo y albardado (insulto nada despreciable y muy local dada su relación gastronómica) por haber dejado en manos de su exmujer todo lo que poseía.

—¡Ya ves! Con los muebles que tenías en la casa de Madrid…, estar aquí con estas baratijas… Por muy suecos que sean… ¡Es que no se entiende! ¡Me llevan los demonios cuando lo pienso!

Hizo hincapié, con particular aflicción, en una caja de plata que por lo visto alguien le había regalado el día de su boda.

—Era una caja preciosa. Estaba hecha a mano, una obra de arte. Te la mandó un primo mío lejano que vive en Alabama… ¿Alabama? Espera, déjame pensar… No, creo que es San Diego… ¿Dónde está San Diego, Lucas? —preguntaba a su hijo.

—En California, mamá, pero no tengo ni idea de qué caja me hablas ni conozco a ese primo tuyo.

—Te he hablado de él. Era el pequeño de la tía Clara, la hermana de tu padre que se casó con un americano. Una caja maravillosa… Tú siempre has sido muy desapegado. Tu hermano, con lo que es, demuestra más los afectos. Tú desapareces cuando te interesa y con eso lo arreglas todo. Esa caja…

—No es más que una caja.

Aquel día, Lucas, como otros días, consiguió blindarse y, de paso, que la mala leche no lo aniquilara. Su madre era su madre, se decía mientras ponía el tornillo en su agujero sintiendo unas punzadas de dolor en el estómago. No había más que una y el faro de Finisterre no era nada a su lado. Su mundo se tambaleaba —si es que alguna vez estuvo en su sitio— y ella se agarraba en medio del vendaval a ese árbol que le plantaron en el jardín de su existencia. Sufría los zarandeos del amor y del desamor, de su final del camino, de la incertidumbre que suponía la certeza de que se acababa la vida y estaba desorientada. Pero su fortaleza y esa capacidad que tenía para reinventar la definición del instante lo dejaban perplejo.

Un instante —para su madre— era ese momento en el que él sacaba de la caja las piezas de la puñetera mesilla de Ikea y buscaba las preciosas y precisas instrucciones que solo un sueco podía haber diseñado. Ella daba su opinión antes de que su hijo hubiera abierto la bolsita de plástico, anteponiéndose al intento que hacía de comprender el croquis del montaje. Cuando se quiso dar cuenta, su madre tenía en la mano un trozo de madera y le ordenaba que lo pusiera justamente donde no había que ponerlo… Eso era un instante.

Un par de horas más tarde consiguió tener una cama, dos mesillas, un sofá, seis platos, seis vasos, unos cubiertos desparejados aportados por Katy, y una manta que no hubo manera de rechazar a pesar de haberle repetido unas cuantas veces que dormía con edredón desde hacía treinta años…

—Es una manta zamorana, esto quita el frío más peleón que existe.

—Tengo calefacción, un edredón sueco, y aquí no hace frío.

—¡Qué terco eres! Y las sábanas de Los Encajeros, ¿dónde están?

—No sé de qué me hablas.

—No hay lencería como la de Los Encajeros. Te encargué un par de juegos de sábanas de hilo, y las mandé bordar. Un tesoro.

Ella miró hacia las cajas de embalaje y Lucas vio un destello en sus ojos. Temió que quisiera abrirlas y buscar las sábanas, así que se adelantó a sus deseos.

—Me has ayudado mucho, pero creo que vamos a ir levantando el campamento. Te voy a acompañar a casa en un taxi, el traslado me ha dejado muerto.

—Yo estoy como una rosa.

Siempre ocupando los silencios con aquella cháchara demoledora. Lo vencía. Lo agotaba. Katy hablaba con ella misma, con los presentadores de televisión. Rellenaba el silencio y, si se le prestaba atención, uno podía llegar a sentirse como si todos los habitantes del planeta tuvieran una relación con ella. Su capacidad de enlazar los temas era verdaderamente increíble.

Después de dejarla en su casa volvió sobre sus pasos, con dos tuppers de pollo al chilindrón y una derrota de grandes proporciones. Subió las escaleras incorporando aquel recorrido a su cabeza. Sería su hogar, al menos durante el próximo año. Cuando se disponía a entrar, un perfume floral, que le recordó a los campos de lavanda de la Provenza, le vino al olfato. Lucas poseía una nariz privilegiada. Identificaba los olores y mantenía con ellos una especie de pacto de reconocimiento instintivo. Era un código secreto en el que se apoyaba inconscientemente y aquel perfume quedó albergado en su cerebro como algo dulce y hogareño.

Colocó unos viejos vademécums —que había arrastrado por todo el mundo— en la librería. Los había adquirido cuando vivió en su primer apartamento en Estocolmo, en Normalm, en la calle Vasagatan. Un distrito céntrico y populoso. Allí vivió con Ilse. Una mujer guapa y dulce. Provenía del sur de Suecia y trabajaba en la cafetería del hospital. Quería ser pintora. Los cuidados que le prodigaba, añadiendo un postre a su bandeja, una sonrisa más amplia, o su número de teléfono en la servilleta, lo habían conquistado. Vivieron un amor sin sobresaltos que duró unos años y en los que no hubo un compromiso por ninguna de las dos partes. Los fines de semana, cuando el tiempo era bueno, se acercaban a Norr Mälarstrand y comían en la playa contemplando las aguas de Riddarfjärden. Estocolmo era una ciudad acogedora, limpia y decidida a convertirse siempre en algo mejor. Vivir no resultaba la carrera desenfrenada que dejaba atrás, cuando volvía a España a ver a sus amigos.

Pero unos años más tarde se interesó por un puesto en el departamento de hematología del hospital Virgen del Mar en Madrid. Cualquier profesional que proviniera del Karolinska, y al que lo acompañaran las numerosas publicaciones y actividades que acreditaban que Lucas era alguien, tenía muchas posibilidades de ser aceptado. Una parte de él quería volver.

A menudo, las ciudades, como los amores, ofrecían unos años de esplendor, lo acogían a uno mostrando lo mejor que poseían y el resto de la felicidad la provocaba esa ceguera que se aceptaba con gusto mientras se vivía lo que se deseaba vivir. Ilse no lo siguió. Él pensó que encontraría otro amor. Volver convertido en alguien con un destino le parecía mucho más de lo que iba a dejar atrás.

Era la época de los yuppies, de los amos del universo, de la primera generación del usar y tirar, del consumo aceptado, del «esto es lo que hay», del «lo tomas o lo dejas». Con unos honorarios más que interesantes, en una ciudad donde el disfrute ocupaba la primera línea, Lucas se zambulló en la vida social de Madrid con un entusiasmo nuevo. Compró trajes italianos, bebió sin sed, aprendió a comer sin hambre, a hacer el amor sin generosidad, y conoció aquella adictiva adrenalina que poseía el mundo de la noche madrileña. Tuvo su momento de inconsciencia. Le sirvió para olvidar todo cuanto tenía ganas de olvidar. Luego se reposó. Retomó el contacto con el Karolinska. Su antigua universidad participaba activamente en programas de intercambio y en proyectos de investigación.

Tres años después, a Lucas, los laboratorios farmacéuticos con los que trabajaba, le ofrecieron la posibilidad de seguir una línea de investigación en Berlín. Era un proyecto en que cinco profesionales de relevancia en su especialidad se reunían con el fin de ahondar en la búsqueda de una medicación que potenciara el sistema inmunológico tras la quimioterapia. Berlín era una oportunidad y la aprovechó. Dos años más tarde volvió a Madrid, al hospital Virgen del Mar, creyendo que terminaría sus días en la jefatura de aquel departamento de hematología. Pero no fue así. Ahora estaba poniendo sus viejos vademécums en un apartamento de Getxo. Había vuelto.

Abrió una botella de vino y se sentó a mirar el nuevo orden. Llamó a Martina para decirle que había montado los muebles y que Aitor había estado eficiente y puntual.

—Lucas, cariño, no había comprendido que ibas a comprar muebles; tengo el trastero lleno.

—Martina, no quiero trasteros, quiero Suecia, quiero minimalismo. Tú me dijiste que era un hombre Ikea.

—Era un decir…

—¿Comemos el jueves, o lo dejamos para el viernes y nos tomamos la tarde libre? —recondujo la conversación.

—Sí. Me apetece mucho echar una ojeada a lo que has hecho en el apartamento sin tus habituales decoradoras de interiores.

—Mi madre se ha encargado de corregir todas las latitudes de mis mesas, mesitas y objetos adicionales… ¡Una pesadilla!

—¡Es lo que tiene tener una Katy en la vida! Descansa, ya nos ocuparemos de las pequeñas cosas. Haz una lista, ¡ya sé que eres un inútil para estas cosas! Si fueras mi marido te mataba, pero como te quiero tanto… Te dejo… Hablando de maridos, no encuentra el abrelatas.

Situado en medio de su nuevo salón advirtió su tableta; estaba cargándose conectada a la red, y recordó que tenía que llamar a la compañía telefónica para la instalación del ADSL. En la cocina, el blanco de los muebles daba al entorno un ambiente aséptico. Quitó los cartones de embalaje de media docena de vasos, los aclaró y volvió a ponerlos en el armario. No tenía lavavajillas, debía localizar dónde estaba el supermercado más cercano. Al salir de la ducha, empapó el suelo del baño. Había olvidado las toallas y tuvo que arreglarse con una pequeña que su madre había aportado con previsión. El papel higiénico estaba a punto de terminarse… Martina tenía razón. Tenía que hacer una lista. Odiaba el mantenimiento casi tanto como pensar en aquellas minucias que hacían quebrar la gran empresa de la vida, por eso anotó en el iPhone que necesitaba que vinieran a poner orden, a plancharle las camisas. Quizás la diligente Nieves Basterra conocería a alguna persona que se dedicara al servicio doméstico.

Todavía quedaban cosas por ordenar, decidir qué recuerdos debían emerger a la superficie y cuáles mantener en aquellas cajas de mudanza. Afortunadamente, su exmujer se desembarazaba con diligencia de lo que no quería. Lucas no tenía ni la menor idea de lo que había en ellas. No había echado de menos nada material. Pero debía abrirlas, porque estaban en su salón y porque su madre se empeñaba en recordar supuestas posesiones. Estuvo tentado de bajarlas una a una al contenedor sin ni siquiera averiguar lo que había en su interior. Le producían fatiga, pena, y una cierta desidia. No necesitaba nada. Quizás cuando empezara a llover y vinieran aquellos días en los que uno se sentía extraño, abrir cajas del pasado podría renovar el aire del presente. O tal vez encontrara algo interesante. Su optimismo…

Optó por llamar a Nieves para solucionar su acuciante problema, pero encontró un alegre mensaje en el que decía que se había tomado unos días y que dejaran el recado. Lucas simplemente se identificó y dijo que la llamaría en otro momento.

Se metió en la cama. Le satisfizo el colchón, las sábanas, el color de la pared y el silencio. El sueño no tardó en llegar. Lo había convocado como lo solía hacer cuando se sentía algo amenazado. Tiraba, muy a su pesar, del recuerdo de Aurelie, la única mujer que no podía olvidar por mucho que lo intentara. Imaginaba que la esperaba entre las sábanas, claudicando en aquella disciplina que no era capaz de respetar. Sabía que no debía hacerlo, pero… El traslado había sido duro.

Comenzó visualizando entre las brumas de su memoria la forma que tenía de recorrer la casa antes de acostarse. Casi podía sentir su manera de colocar las cosas en su lugar, deslizándose descalza, con sus pies pequeños. La escuchaba canturrear mientras iba y venía. Trataba de traer hasta aquella habitación desconocida su recuerdo aspirando entre sus fantasías el aroma de aquel jabón de verbena que usaba y que quedaba impregnado en los pliegues de su piel, de aquella piel que él recorría olfateando como un sabueso. La vio, la contempló como hacía tiempo que no lo hacía, sus gestos al desnudarse dejando para el final de aquella liturgia sus diminutas bragas… Recorrió mentalmente con la yema de los dedos los huecos de sus caderas, su vientre dulce, acogedor. La sintió llegar, su fino vello erizado, el murmullo de su pelo, el cuello largo, los hombros redondos y aquel escote que oscilaba pleno y cálido hacia sus brazos. La recorrió entera hasta llegar a su sexo tupido, a su entrega, a su boca empeñada en buscar todos los secretos que pudiera esconderle. Todo lo que sabía Lucas del amor o de la ternura lo había aprendido en los brazos de Aurelie. Las fantasías lograron su propósito.

Lo despertó un sonido amortiguado que perforó su sueño. Estaba desorientado, no sabía qué hora era. Levantó los párpados y tras unos segundos de perplejidad fue consciente de que estaba en su recién estrenado apartamento, en su habitación y en su cama. Volvió a cerrar los ojos imaginando que su mundo onírico había creado alguna misteriosa inquietud por cuenta propia. Que posiblemente el cambio de espacio le había desbaratado aquella dulce paz de su sueño, deslizándose hacia murmullos desconocidos que no pertenecían a la realidad… Pero volvió a escuchar un rumor de desconsuelo. Era un llanto. Lastimero. Pertinaz. Desgarrador. Apenas audible pero poseedor de un timbre que penetraba en su cerebro como una aguja afilada.

Un gato. Los gatos maullaban de una manera increíble cuando copulaban. Luego pensó en un cachorro de perro al que acababan de destetar y emitía aquel lamento primitivo y descorazonador…

Como si se abriera una grieta esperanzadora en aquel gimoteo, llegó nítida hasta sus oídos la comprensión de dos palabras: «Dónde estás».

Era la voz de una mujer. Se incorporó totalmente despierto y pegó la oreja al tabique. El sonido venía del otro lado… ¿Hacían el amor? ¿El precio del apartamento incluía una pareja masoquista? ¿Estaba siendo testigo quizás de una escena de malos tratos?

Notaba cómo su corazón cabalgaba como un purasangre a la espera de que se desencadenara la imaginada batalla al otro lado y tuviera que intervenir. Aguardaba en una alerta tensa. Y el sonido volvió como el murmullo de un río herido. Algo no encajaba.

Se revolvió inquieto. Cambió de posición. Volvió a poner los cinco sentidos en su tarea. No tardó en comprender que al otro lado, y probablemente pegado a la pared, alguien sollozaba con un escandaloso dolor.

El llanto era algo que Lucas no llevaba bien. Lo conocía. Lo tenía escalonado en esa jerarquía de la expresión del dolor. Existía el llanto de impotencia, esa rebeldía única. Estaba el del dolor físico al que uno no podía menos de entregarse para aliviar lo que no podía aliviarse, el llanto resignado de los que saben que da igual llorar o no, ese llanto que compatibiliza la atención con otras cosas y que sin embargo no cesa.

Escuchar una profunda y lastimera queja, sin saber con certeza el motivo, le desazonaba profundamente. Lucas no era un hombre que podía permanecer ajeno a esa expresión final de la tristeza. Aun sabiendo que redimía, aflojaba y despedía la pena, presenciarlo sin tomar partido y quedarse allí escuchando le hacía sentirse incómodo. Era uno de esos momentos extraños e inesperados en que no sabía qué hacer. Movió la mano en la oscuridad hasta dar con la lamparita que su madre se había empeñado en colocar en una de las mesillas. Cuando encontró el interruptor la habitación se iluminó y reveló su minimalismo.

Casi todas las batallas de sus relaciones emocionales las había perdido cuando las mujeres mostraban su desconsuelo, le recriminaban su falta de entrega y lloraban con aquellas lágrimas gruesas y sinceras como torrentes. En ese momento todo se volvía quieto, inerte, y se convertía en un hombre estúpido salvo por aquel sentimiento único que era la compasión.

La compasión permitía acercarse hasta el precipicio donde el otro se encontraba solo y a punto de saltar. Cerraba las heridas. Volvía generoso a quien la sentía y daba luz para entender lo que residía en lo más oscuro. El llanto la despertaba en muchos sentidos.

No le pareció adecuado vestirse, lavarse la cara y llamar a la puerta de su vecino para suplicarle encarecidamente que dejara de llorar. Decirle que la humedad de aquellas lágrimas parecía calar su tabique y hasta su vida. Eso no podía decirlo. Apagó la luz, dio un par de suspiros sabiendo que le sería difícil volver a conciliar el sueño y sintió no tener a mano unos tapones.

Sus pensamientos fueron a los rostros surcados de lágrimas de su vida, a las despedidas, a sus amores, a Ilse, a Helena y sobre todo a Aurelie… Al otro lado el llanto no cesaba.

Para distraer la angustia se levantó en busca de un vaso de agua. Al pasar por el salón tuvo la tentación de abrir una de aquellas cajas de la empalizada formada por los enseres de su pasado. Afortunadamente no cayó en ella.

Era una mujer. Una mujer que sufría… ¿Y si se encontraba mal y necesitaba ayuda? Volvió a recorrer el apartamento un par de veces como si buscara algo que le robara la atención; necesitaba pensar. Cuando intentaba reflexionar paseaba contando los pasos. Hacia el treinta y siete algo se abrió camino entre sus pensamientos.

Se colocó muy cerca del tabique que los separaba y dio unos golpecitos a la pared. Agudizó el oído. El llanto cesó. Suspiró aliviado. Se metió en la cama, cerró los ojos casi abrigando la esperanza de que su voz llegara al otro lado, y volvió a golpear la pared con suavidad, verbalizando el deseo que pugnaba por pronunciarse.

—No me llores, princesa, no me llores más, estoy aquí, si me necesitas, estoy aquí.

No volvió a oírse nada.

Lucas se durmió.