Nada perturba tanto la vida humana como la ignorancia del bien y el mal.
CICERÓN
Cuando era una niña de seis o siete años y estaba en esa cumbre de fe en la fantasía, al abuelo Antonio se le ocurrió morirse el día cinco de enero, la víspera de Reyes, el día más mágico de la infancia.
Mis padres, prisioneros de agonías, no tuvieron tiempo de atender los zapatos de nuestra inaplazable ilusión. Naturalmente, por aquel entonces, no sabía qué era exactamente la muerte, aunque tenía algunas pistas porque una nube negra, repleta de susurros y lágrimas, se paseaba por el pasillo de la casa de mis abuelos. De cualquier manera, ni en mis peores pesadillas hubiera podido imaginar que aquellos tres señores que vestían de dorado, con coronas, capas de armiño y venían de Oriente una noche al año para hacerme saber lo que era desear podrían dejar de acudir a aquella mágica cita por esa causa; la muerte.
Mi padre nos reunió a mi hermana y a mí con su bondad natural para prevenirnos de aquel contratiempo, contándonos que como estábamos tristes y ocupados con el abuelo, sus majestades, que eran educadísimos, habían pospuesto la entrega de regalos para después del funeral. Creo que no pensó que en el imaginario de su hija María, es decir, en el mío, la muerte iba a imponerse poderosa por encima incluso del poder infinito de la magia. Yo lo acepté —qué remedio me quedaba— como se aceptan esas fatalidades de la vida que se presienten de niña y que se aprende a aceptar de la misma manera que uno se traga un sapo: muy mal.
Mi corazón, todavía sin herir, se negaba a someterse a aquellas extrañas reglas; si uno está expuesto a ese milagro no hay nada que pueda detenerlo… Era mi lógica aplastante e infantil. Cuando comprobé que los Magos de Oriente, aquellos que representaban el máximo poder del orbe, no podían llegar a su destino a causa de la muerte, tuve una idea de lo que luego vendría; la consciencia de la noción de impotencia.
Pero en aquel tiempo también había ángeles, cortes celestiales, hadas madrinas, magos merlines y además yo tenía un ángel de la guarda que, estaba segura, me esperaba en el rellano de la escalera.
Alberto, mi vecino, vivía en la puerta de al lado. Aquel niño que crecía al mismo tiempo que yo vino por la mañana de aquel seis de enero a enseñarme sus regalos y le conté que mis reyes estaban aún de camino. Le expliqué que la magia tenía sus manías y lo embarullé con esos argumentos que siempre tuve para convencerme de que el abismo no es tan grande como parece. Él me miró con sus ojos azules, redondos, casi míos, salió corriendo hacia su casa y volvió estrechando un objeto.
—Toma… —Me puso en las manos un libro, Los Cinco, de Enid Blyton—. El rey Melchor, que es mi rey, lo ha dejado en el zapato para ti. Para que te entretengas mientras llegan.
—¿En serio? —pregunté asombrada.
—Sí, en serio. Había un cartelito con tu nombre, pero lo he tirado.
—¿Lo has tirado? —Me pareció imposible que lo hubiera hecho.
—Sí, por el váter…, en trocitos.
—… Y… ¿has tirado de la cadena? —Era difícil aceptar aquel desastre.
Tenía dos años más que yo y una vida mucho menos fantástica que la mía. Pero muchos recursos para hacerme feliz. Que Alberto hubiera tirado irremisiblemente aquel documento mágico me pareció una barbaridad. Hubiera dado mis ojos por tener un testimonio gráfico del puño y letra del rey Melchor. Quizás a causa de aquella anécdota arrastro el amor a los libros, a los patrimonios de las bibliotecas y a Alberto.
Éramos niños, íbamos y veníamos juntos del colegio, nos mandaban a recados, construíamos nuestro mundo sentados en las escaleras del portal, intercambiábamos sin miedo pequeños secretos, descargábamos culpas jugando a los cromos escondidos tras el ficus para que los otros niños no lo llamaran mariquita.
Mi vecino fue el primero que pasó su brazo por mi hombro y me atrajo hacia él prometiéndome esa eternidad en el nido del amor tan fácil de prometer y tan difícil de cumplir. Fue el primero que me besó con torpeza los labios, el primero que me hizo sentir ese férreo cobijo que se siente en el alma cuando alguien te quiere y te necesita, y no es ni tu padre, ni tu madre, ni tu hermana, ni tiene razones lógicas para hacerlo. Lo llamábamos amor y lo era, pero ambos sospechábamos que el amor, además de lo que teníamos, era otra cosa, aunque cuando puso aquel libro en mis manos, aquel día, te juro que lo amé con esa eternidad que otorgan los amores de la infancia, dejando suspendida en el aire esa dulzura que se reencuentra en los viejos amigos. Ahora llego a casa sola. No estás tú, Baltasar. Mi ángel de la guarda es funcionario de la infancia y se ha ido de mi vida, a otra realidad, sin que pudiera advertirle que me hubiera gustado hacerle un contrato a perpetuidad. Y Alberto, mi querido amigo, encontró lo que buscaba en París.
Siempre viví en esta casa. Bueno, no exactamente, pero mis primeros recuerdos arrancan aquí, en Getxo. Mi infancia fue buena, dulce, sin sobresaltos. Un padre muy padre, que achuchaba bien, jugaba conmigo enseñándome a hacer crucigramas y a amar las palabras. Una madre muy madre, que nos preparaba meriendas de pan y chocolate, fabricaba sorpresas y nos daba muchos besos antes de dormir aunque guardara en su mirada un temor persistente a la vida. Una hermana bastante hermana, dos años mayor, un poco mandona y que siempre estuvo a mi lado: Beatriz. Luego estaba el resto de la familia. Esos satélites que giran en torno a uno con más o menos luz, con más o menos acierto y con ese extraño gravitar que tiene la sangre y la misteriosa genética de los afectos. Ese puñado de seres que forman la tribu de tu vida, que se presentan en los momentos felices para acompañarte y en los tristes para disimular la desolación de la soledad. La familia. Ese mapa que pone en mayúsculas los recuerdos de la infancia, que estrangula la libertad y que siempre tiene una manta cálida para la siesta.
El colegio de las teresianas, las pipas en el pretil del astillero, la playa de Arrigunaga con sus puestas de sol que nos quitaban el aliento, el helado de avellana de Aberasturi, la plaza de Indautxu y los primos. Rincones, sabores, fugaces destellos.
Mi padre, ese señor de las fotografías que tengo en el pasillo y al que dices que me parezco, trabajaba en «el banco». Así, con minúsculas y con artículo delante porque «el banco» era solo uno, el que había nacido aquí, en Bilbao, no necesitaba un nombre. Hacía crucigramas por las tardes. Nos preguntaba significados que corríamos a descifrar y nos enseñaba a hablar «como si supiésemos mucho». Acurrucarme en él, notar su respiración, el olor de su chaleco de lana mientras resolvía sus sopas de letras y el sueño que venía envuelto en una paz de niña sin miedo…
El padre, el que soñaba inmortal y necesario para sostener el tejado que nos abrigaba, el que le dibujaba en el rostro una sonrisa a mi madre cuando la miraba, murió de un infarto durante el verano de 1980. Yo tenía dieciséis años. Tiempo atrás, con la muerte del abuelo había aprendido que aquella definitiva ausencia era capaz de robar hasta la magia, pero fue entonces cuando sentí el zarpazo de sus garras, las huellas de sus heridas.
La vida de luto no debiera ser para los niños, ni para los adolescentes. Las penas y las lágrimas que habitan los lugares donde uno fue feliz se envenenan para siempre cuando no se acepta o no se comprende la muerte. Los corazones tiernos no saben cobijar esos abismos que dejan una sensación de inestabilidad complicada de olvidar. Mi madre, aunque no era niña, se quedó perdida, al parecer, más que nosotras. Lloró todas las esquinas de nuestra casa. Perdió la sonrisa. Y la tristeza se pegó a las paredes, a los silencios, y hasta a las alegrías, más o menos como a mí me ha pasado con tu muerte.
Sus hermanas trataron de orientarla como pudieron. Le prestaron sus maridos, sus vidas, sus hábitos. Ahora pienso en aquellos momentos y siento lo lejos que estaba de comprenderla. Isabel también me presta a Pablo, su marido, a sus gemelas, o Beatriz a mis sobrinas. Pero un préstamo siempre es y será un préstamo. No es una propiedad y, además, la precariedad que padecíamos entonces (a pesar de «el banco») era un grillete que apretaba la garganta y no permitía la dicha. Con una economía saneada las penas, como muy bien dicen los refranes, son más llevaderas.
La casa que había sido un refugio cálido y dulce se volvió pensión, casi cárcel. Mi hermana Beatriz, mayor que yo, escapó pronto. Estudió magisterio, como no podía ser de otra manera, y se fue a vivir cerca de su destino. Yo también quería escapar, pero siempre tuve esa responsabilidad moral con los míos, esa lealtad que te hace viajar como con el freno de mano echado.
Soy licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Deusto. Me gusta decirlo porque a punto estuve de no serlo. Lo complicado cuando se inician los estudios, o los matrimonios, es que una no tiene demasiado definido el objetivo. Es fácil que en ese largo camino hacia el dominio, siempre frágil, de ti misma se te enreden los pies.
Para cuando terminé la carrera todo estaba nítido, pero habían pasado muchas cosas entre curso y curso. A veces se revolotea como una polilla alrededor de la luz para acabar en la oscuridad; yo revoloteo indecisa, pero la voluntad es mi aliada. Hice un máster en documentación y biblioteconomía porque tenía necesidad de organizar las palabras, las que me habían enseñado y las que a lo largo de mi vida han sido como ese caramelo que siempre está en algún lugar de nuestro bolso. Cuando me presenté a las oposiciones para trabajar en la Diputación de Vizcaya, concretamente en la biblioteca, fue por instinto. Conozco de memoria los ISBN que conducen a la torre que sube hacia la sabiduría, palabra a palabra. Mientras escribo, parece como si mirara desde un avión y viera esas luces que indican los límites de la pista… Mi vida y los libros. Mi vida y tú; escritor… Como si se hubiera cerrado el círculo y por fin hubiera dado con el destino soñado.
Se me escapa una sonrisa cuando evoco la época universitaria. Me recuerdo buscadora, una zahorí que husmeaba el aire en busca de mis aromas favoritos. Entrar allí fue hacer factible la esperanza de mis sueños. Algo que me iba a permitir residir cerca de las palabras de mi padre, lejos de la tristeza de mi madre tras su ausencia. Quería llegar a lo más alto de la docencia humanística, quería enseñar a comprender, y para eso la filosofía era el primer peldaño.
Allí conocí a Isabel. Me pegué a ella como un imán. Galopaba sobre la vida con sus peinados revolucionarios, su inasequible desaliento, su vocación de artista frustrada. Era la más alegre, la más arriesgada, la más generosa. Sabía más que yo, se atrevía a más cosas que yo, y había vivido mucho más desahogadamente que yo. Hicimos una pareja estupenda.
En el tercer año de carrera se me cruzó el hombre que me haría desorientarme y salir de la rampa por la que se trepaba a la torre. Es una historia que se repite cada vez menos y que me da cierto pudor contar… Brevemente es así: él quiso quererme, yo me dejé, me dio unos cuantos besos de tornillo que me supieron a gloria y le pedí más, él me dio más y a mí me pareció que aquello era lo más interesante de experimentar y, como quien no quiere la cosa, extravié mis sueños y mandé a mi Pepito Grillo de vacaciones. Él no tuvo la culpa. Siempre te dije que creo en aquello del cincuenta por ciento de responsabilidad. Además, la culpa es una salsa que se hace con muchos ingredientes. Hace falta un poco de ignorancia, despertar al ansiado placer, tener prisa por beberte la vida y, en mi caso, descubrir que el sexo, la ternura, o todo mezcladito, me gustaba tanto que podría nublarme la vista y hacerme bailar el horizonte.
Tú sabes bien que la pasión siempre ha sido ese billete de avión que me sacaba de mi residencia habitual para probar otros climas. Creo que el lugar más cálido que el ser humano puede encontrar está dentro de ese encuentro que se produce en un abrazo. Mendigaría por uno tuyo.
El resultado de aquellos descubrimientos lo conoces bien, es Gustavo, mi hijo, mi cordón umbilical con la voluntad. Cuando pronuncio su nombre suena a la sinfonía de la esperanza de mi vida. Saber que él está ahí, aunque esté en París, hace que sienta que su existencia es la máquina de vapor de mi tren, el pulso de mi corriente sanguínea.
Cuando supe que estaba embarazada de Fernando, al que no sabía si quería o era que simplemente había descubierto lo que significaba el roce de otra piel, me aterroricé. Sentí que mi barco iniciaba una inevitable deriva. Las mujeres entendemos casi genéticamente que cuando esperamos un bebé seremos dos para siempre. Fernando no era la causa de mi pensamiento plural. Yo imaginaba esa escalera que todos poseemos hacia nuestro destino y en la que una va subiendo peldaños a veces con cierta dificultad. Un hijo frenaba bruscamente el ascenso. Él, Fernando, dijo que lo mejor era casarnos. No dudó. Estaba imbuido de su responsabilidad de macho que conduce la manada. Era y sigue siendo un hombre cabal. Aburrido, predecible y, desde luego, cabal. Ese primer matrimonio, que me salió al paso sin buscarlo, hizo que odiara ir a las bodas y que me costara tanto entender por qué querías casarte conmigo.
A los veinte años, sin haber aprendido ni tan siquiera a imaginar el futuro, el presente te atropella como un tren de mercancías. Me dejé llevar por ese pequeño defecto que arrastro que es creer que los demás tienen mucha más voluntad y poseen más puntería hacia el acierto. Creí que Fernando, con su consentimiento y su apellido compuesto, me salvaba la vida. El resto, ya lo sabes. Nos casamos. De blanco, con cien invitados y haciéndonos fotos para inmortalizar aquel desatino.
Cuando Gustavo vino al mundo estaba asustada y lo primero que pensé al tenerlo en mis brazos es que no sabría querer a aquel sonrosado pedacito de mí como parecía que se debía querer a un hijo. ¡Una estupidez que ninguna primeriza cuenta! Recuerdo ese pensamiento sofocando la habitación de la maternidad, robándome el aire, haciéndome sentir algo parecido a la angustia. Gustavo, mi tesoro, fue el penalti de mi vida. El gol que me hizo ganar el partido, la fuerza que necesitaba para neutralizar tanta decepción como me esperaba. Ahora lo sé. La vida de un hijo, o lo que se siente, se me antoja algo misterioso. Le di un padre a mi niño, y en eso acerté. En cuanto a mí misma… Me proporcioné un tortuoso camino hacia la infelicidad que duró casi diez años.
Ahora, Fernando de tiempo en tiempo me llama para preguntarme qué tal estoy. Me tiene incorporada en su vida rehecha, con otra mujer y dos niñas. Fue en 1994 cuando nos divorciamos, el mismo año que murió mi madre después de una larga enfermedad. Sabes que me cuesta hablar de aquel tiempo de hospedaje en el limbo de los justos, en la nada de la duda. Permíteme, mi amor, saltar hasta ese año en que me divorcié y aprobé la oposición. Había esperado a tener una independencia económica, a que nuestro hijo entendiera algo de lo que sucedía, a que mi madre se fuera sin más peso del que ya tenía. Me trasladé a esta casa, la de mi infancia.
Mi hermana Beatriz no la quería. Decía que le traía malos recuerdos, pero a mí me traía peores la mía, así que le di la parte proporcional de su olvido y me quedé aquí, empezando de nuevo, tirando algún tabique, despejando errores y aquellas tristezas que se habían pegado a las paredes. Tenía sensación de fracaso y unas enormes ganas de ventilar mi vida.
Poseía esa voluntad que siempre tuve y el convencimiento de que no era posible la vida si a una no la abrazaban de vez en cuando no como a un cojín, sino como a lo único que se puede abrazar. Baltasar, he estado a punto de olvidar lo que sentí entonces. Ahora, mientras escribo con estas permanentes ganas de llorar, mientras te cuento esta vida que ya conoces, mientras no relato lo que verdaderamente pienso, me conforta e inquieta recordar quien fui.
Quizás te escandalice saber que el único gran secreto que he logrado mantener en mi vida es que nunca supieras del todo lo frágil que me sentía frente a tu extraña fortaleza. No llevo bien que me mate tu ausencia y tengo que reconocer que te soñé antes de que llegaras, temiendo en muchas ocasiones que me faltara tu aliento.
Tras divorciarme de Fernando, me quedaron las ganas de conocer ese amor que debe tenerse una vez en la vida. La vertiginosa locura que tú y yo vivimos. Ese sentimiento que cocina recuerdos imborrables para cuando te falte la fe como me falta ahora. Sabía que me correspondía esa parte de felicidad. Apenas había pisado el umbral y tenía la certeza de que me quedaba mucha alfombra por recorrer. Alfombra roja de pasión y cine de amor. Por eso mi puerta quedó entreabierta para ti.
Y llegaste para irte. Me quedó pendiente hacerte saber que, si me faltabas, mi mundo se rompería en pedazos. No me diste tiempo a desgastar la pasión que nos hacía contar los minutos que no estábamos juntos. No pude conformarme, ni aburrirme, ni desear que te fueras cuatro días lejos para dormir sola como les sucede a casi todas las parejas del mundo. No desgasté las yemas de mis dedos acariciando tu piel, ese mapa que no me aprendí de memoria porque supuse que tendría tiempo de hacerlo.
Y ahora, después de este inventario… debo añadir que no me siento nada ni nadie, aunque todo el mundo esté empeñado en recordarme mis identidades.
Soy María Noriega, la madre de Gustavo, la exesposa de Fernando Beristaín y Rojas, y la viuda de Baltasar Mugaritz García, mi rey mago, mi segunda oportunidad, mi caos, el hombre de mi vida, mi gran historia llena de secretos y un escritor con alma que se estrelló en una carretera sin que pudiera decirle adiós.
¿A dónde fuiste y de dónde venías, Baltasar?