2. Abandonar la casa de Katy

Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol.

MARTIN LUTHER KING

Estaba a punto de salir de la clínica cuando su enfermera le entregó los resultados de la analítica que había pedido. Necesitaba cerciorarse de algo y no podía aplazar su curiosidad profesional. Los flechazos existían. Desde el día en que Mario Villanueva había aparecido por su consulta, una especial energía había fluido entre ambos. El doctor Denvurg y aquel hombre vital al que su sistema inmunológico le estaba jugando una mala pasada estaban predestinados a encontrarse.

Normalmente acudían a él remitidos por su médico de cabecera, o recomendados por alguien, pero Mario había detectado que algo iba mal en su cuerpo. Lo había hecho precisamente porque lo conocía bien.

—Creo que tengo leucemia —le había dicho—. Un amigo mío la padeció hace tres años. Conozco los síntomas.

—La leucemia no hace ruido —le contestó el doctor Denvurg—. Sus síntomas pueden confundirse con cualquier leve enfermedad. Probablemente estés padeciendo algún virus —lo tranquilizó—. Haremos un análisis, pero déjame que te diga que podrías no estar en lo cierto.

Su paciente sonrió cabeceando.

—Nada me gustaría más, te lo aseguro. He venido a ti porque sé que entenderás mi lenguaje. Tú y yo coincidimos en el maratón de Nueva York en el año 2009. No me recuerdas, evidentemente. Tú estabas con los de Madrid y yo con tres de Bilbao.

—Siento no recordarlo… —A Lucas se le esponjó algo en su interior.

—Soy un hombre que acostumbro a moverme empujado por esos pálpitos que uno siente y que casi nadie está dispuesto a aceptar. Tengo el instinto de supervivencia como un reloj… Tú sabes que a veces los que corremos nos pasamos de vueltas. Tenemos un romance con el dolor y sus fronteras, pero… estoy débil, he perdido peso, me canso más de lo habitual, y tengo moratones en lugares que no recuerdo haberme golpeado. Sé que algo va mal…

Unos días después tuvo que llamarlo para confirmarle el diagnóstico. Estaban administrándole las primeras sesiones de quimioterapia.

Buscó a Argi, su mano derecha y enfermera supervisora de su planta. Recorrió las modernas instalaciones de la clínica. Algo lo detuvo al pasar por una de las habitaciones estériles dedicadas a los pacientes en espera de un trasplante. A través de la cristalera vio a una mujer sentada en una silla, con la mirada fija, concentrada en la figura de un hombre que dormitaba en la cama.

Lucas sintió la espesura de la escena y supuso que ella trataba de encontrar en su hombre a aquel otro que veinte años atrás la hizo descubrir que sus caricias eran capaces de transportarla al cielo. Sospechaba que en ese momento la mujer trataba de imaginarse viviendo sin él, sola, adelantándose a la tragedia para que no le doliera tanto, haciendo cuentas mentalmente… Vaciló. Miró su reloj. Finalmente entró en la habitación. La mujer se puso en pie rápidamente, impulsada por un inesperado resorte.

—Aunque no lo parezca, está en camino de curarse. —Lucas cogió las manos de la mujer entre las suyas—. Los resultados de la analítica han sido alentadores. Hay razones para apostar por la vida… Yo lo hago, y él también. Anímese, ya ha hecho lo más duro del camino.

Ella lo abrazó y él aceptó el gesto para huir después. En ese punto de su vida profesional conocía el número de intervenciones emocionales que podía soportar en una jornada sin que le afectaran al criterio y a su propio ánimo. Ese día tenía el cupo cubierto.

—Trate de descansar —le aconsejó mientras abandonaba la habitación.

Le quedaba tiempo para comer algo antes de acudir a su cita. Colgó la bata en el perchero y al salir encontró a Argi.

—Volveré sobre las seis. Me llevo el teléfono.

—Muy bien.

—He quedado con la de la inmobiliaria…

—Esta vez encontrarás lo que buscas. Ya verás.

Era uno de esos días de septiembre en los que las estaciones se funden y cuesta averiguar si la temperatura es un regalo del otoño o una despedida del verano.

Necesitaba tomar algo y tranquilizar su estómago. Su cuerpo era como un reloj. Si se retrasaba en ingerir su ración de hidratos de carbono, se ponía de un pésimo humor, perdiendo la paciencia y lo que era más peligroso, la educación. El cuerpo siempre expresaba lo que le sucedía. La bioquímica era precisa como un reloj suizo y casi todo el funcionamiento vital estaba subordinado a un comportamiento científico, se conociera o no. Lucas había aprendido a gobernarlo.

Cuando atravesaba la Gran Vía comenzó a canturrear interiormente. Al llegar a su destino, aparcar y quitarse el casco, cayó en la cuenta de que la melodía seguía acompañándolo. Era un tango. Volver.

Odiaba los tangos, los boleros, las coplas y todas aquellas canciones que se empeñaban en hacerse eco de las desesperaciones o los fracasos amorosos. Pero aquel jodido estribillo se le había colado, le marchitaba la frente y no había manera de quitárselo de encima. Entró en el Eme y pidió un triángulo: la receta de la salsa en la que estaban pringosamente untados aquellos sándwiches era el secreto mejor guardado de la ciudad. Alguien lo saludó desde la otra esquina de la barra. Respondió mecánicamente, mientras se limpiaba los churretes inevitables de aquel delicioso bocado. No sabía quién era, pero le regaló una efusiva sonrisa.

Podían ser pacientes, trabajadores de laboratorios o antiguos conocidos de aquella ciudad en la que hacía tantos años que no se prodigaba. Era un buen fisonomista, aunque reconocía estar desentrenado en aquellas maneras de pequeña sociedad.

El tango volvió a su cabeza.

La cancioncita de marras tenía su enjundia. Él había vuelto, como el del tango, y el inconsciente, ese saltimbanqui encargado del mantenimiento de su disco duro, estaba empeñado en que no olvidara los paralelismos que poseía con la puñetera melodía.

Antes de reunirse con la chica de la inmobiliaria saboreó el bocado comprendiendo que estaba escribiendo la letra de su propio tango y que, por esa razón, estaba sometido a aquel hilo musical. Lucas no quería mirar atrás, ni que su tango fuera arrastrado y babeante de melancolía. Quería que aquel volver no tuviera la frente marchita. Estaba a punto de cumplir cuarenta y nueve años, pero muy lejos de sentirse acabado y, a pesar de que sus sienes se plateaban, tenía pelo, no tenía tripa, era educado, más alto que la media, se disciplinaba para trotar algunos kilómetros tres días por semana y de vez en cuando disfrutaba de un encuentro sexual cuando su atareada profesión se lo permitía. No era una ruina. Lo único que no tenía era tiempo y mucho menos para perderlo.

Lucas Urrutia Denvurg, o Lucas Denvurg, como lo conocían en el terreno profesional, no acostumbraba a pensar en el destino a pesar de saber que estaba ahí. Era un hombre de los que quizás no vieran la botella medio llena continuamente, pero casi nunca la veía medio vacía. Debido a su profesión —médico oncólogo, hematólogo, especializado en leucemia—, acostumbraba a guardarse una buena dosis de escepticismo en el bolsillo y sabía cubrirse las espaldas frente a esa parte del destino que no controlaba ni Dios.

Se entregaba a sus pacientes. Los acompañaba y confortaba cuanto podía e invertía muchas más horas de las aconsejables. Se peleaba con los sistemas inmunológicos, con su arbitrariedad y pérfido comportamiento. A cambio, había conseguido una úlcera de estómago que, en ocasiones, le recordaba que era mortal y que el dolor no podía medirse aplicando el mismo rasero para todo el mundo.

Su teléfono móvil lo rescató de sus pensamientos.

—¿Sí?

—Hijo, he hecho unas patatitas a la riojana estupendas. ¿No quieres venir a comer? —la voz inconfundible de Katy lo hizo enderezarse.

—No, mamá, ya sabes que a mediodía no tengo tiempo.

—¿Te las guardo para la noche?

Suspiró respirando profundamente para que el oxígeno le llegara a la parte de la consciencia que se le envenenaba. Además de cebarlo como a un pavo, su madre lo llamaba varias veces al día.

—De acuerdo, gracias, pero no me esperes.

Esa mañana, cuando su teléfono había sonado y la mujer de la inmobiliaria se identificó, deseó con todas sus fuerzas que le diera una buena noticia. La necesitaba. «Por favor, que me diga que ha encontrado el apartamento perfecto, soleado… Que pueda dejar la casa de mi madre».

Nieves Basterra era muy atenta, incluso demasiado. Le había enseñado en los últimos quince días más de seis pisos. Todos bastante cochambrosos, amueblados con desechos, exhibiendo una precariedad casi dolorosa; o al contrario, muy deseables, que se acercaban a lo que buscaba, pero que se iban del presupuesto que se había asignado para el capítulo vivienda. No era fácil mantenerse optimista con lo que veía.

No quería correr riesgos con rentas demasiado elevadas. La inversión en la clínica le había dejado las arcas medio vacías y tampoco tenía claro si en algún momento el mercado inmobiliario, herido de muerte como estaba, le ofrecería un producto mejor.

La de la inmobiliaria lo intentaba, se empeñaba en dignificar aquellos sofás desvencijados, las cocinas de madera oscura con azulejo repintado, o unas mesas camilla que parecían haber presenciado el tedio de toda una vida. Nieves sugería que una pared podía repintarse, que un mueble podía desecharse, o que el propietario no tenía inconveniente en que hiciera alguna reforma…

—Hay que ponerle siempre un poco de imaginación.

Lucas se mantenía en silencio recorriendo aquellos apartamentos y casi siempre era ella la que acababa diciéndole:

—¿No es esto lo que necesita, doctor Urrutia?

—Pues la verdad es que no.

La diligente agente de la propiedad lo había llamado para decirle que había encontrado un apartamento que era, exactamente, lo que necesitaba un hombre como él. Lo dijo con un énfasis tal que lo predispuso a creerla.

—Verdaderamente, doctor Urrutia, creo que debiera verlo. Está en Getxo, un lugar precioso, como usted debe saber.

Se lo dijo con esa inamovible seguridad que tienen las personas que se dedican a la gestión inmobiliaria. Lucas sabía bien dónde estaba Getxo y que el pueblo tenía una bahía muy hermosa, con su puerto viejo, sus playas, sus acantilados. Tenía una alianza secreta con todos los mares, pero especialmente con aquel. De hecho, le gustaba trotar por la costa, respirar el olor del salitre del mar y sentarse en aquellas terrazas donde los atardeceres detenían los pensamientos. En los últimos meses, intuía que había ido hasta allí para alejarse de algo, no sabía con certeza de lo que se trataba. Aquel municipio era uno de esos pueblos secretamente hermosos que el norte tutela con tenacidad sopesando los excesos inmobiliarios, guardando las viejas mansiones y permitiendo que el horizonte estuviera permanentemente a cargo de la naturaleza. Sabía también que en metro —desde allí al centro de Bilbao— se tardaba veinticinco minutos y con su moto aún menos. Si hubiera podido elegir un lugar para vivir, hubiera sido precisamente ese, así que los kilómetros no eran ningún problema.

Acudió a aquella cita ignorando lo que el destino le tenía preparado, pero con una maravillosa sensación de que se iba a producir el milagro y encontraría el apartamento perfecto. Llevaba, mientras conducía su moto, el repiqueteo de ese jodido estribillo del tango en la cabeza, justo debajo de su casco.

Volver con la frente marchita,

las nieves del tiempo

platearon mi sien.

Sentir que veinte años no es nada,

que febril la mirada

errante en las sombras

te busca y te nombra…

Vivir con el alma aferrada

a un dulce recuerdo

que lloro otra vez…

Distinguió a la mujer de la inmobiliaria, que lo esperaba delante del edificio. Apenas tuvo tiempo de quitarse el casco cuando ella le estaba diciendo:

—Creo que va a ser este… —Y señaló el portal.

Estaba bien situado. Fachada de ladrillo cara vista, tres alturas, sólidamente construido hacía cincuenta años. La calle era céntrica pero tranquila. El edificio estaba rodeado de jardines protegidos por setos elevados que impedían la visión del interior. Como Nieves le indicó, el metro y la playa estaban muy cerca, apenas unos minutos a pie —recalcó con satisfacción—, y tenía una cafetería en los alrededores, un supermercado y un chino. Esto último, a juzgar por la expresión de la mujer, parecía revalorizar la zona. Era un establecimiento en el que había de todo y no tenían horario.

—Eso, para un hombre que vive solo…

Aquel preámbulo sirvió para que Lucas sintiera que se encontraba en el epicentro del paraíso, a pesar de estar amenazado por la soledad. La mujer metió la llave en la cerradura del portal advirtiéndole que no había ascensor, pero que solo era preciso remontar dos pequeños tramos de escaleras.

—Como usted sabrá muy bien, subir escaleras fortalece el corazón.

Subir esas escaleras —pensó Lucas— y fortalecer el corazón sería el menor de sus problemas si el apartamento le gustaba.

Mientras Nieves seguía enredada parloteando en torno a los hábitos saludables, Lucas advirtió que en el suelo había un pañuelo floreado que, evidentemente, alguien había perdido. Lo recogió y de un modo natural lo anudó en el pasamanos, al comienzo de la escalera. Delante de él, Nieves hablaba de su rechazo a los ascensores.

—Y luego está esa mención al tiempo. Tan irremediable que parece que a una se le escapa cuando entra en el ascensor… ¿Será algo del norte? Los ingleses también hablan del tiempo, pero, ahora que lo pienso, mi cuñado es de Sevilla y siempre está hablando del tiempo… Eso debe de ser porque el pobre se pasa la vida anhelando el calor.

Lucas se vio obligado a aguantar el monólogo, además de la contemplación del ritmo de las caderas de Nieves. La escalera era estrecha. Era inevitable mantenerse en la retaguardia hasta el segundo piso.

—Solo dos vecinos por rellano —señaló unos peldaños antes de llegar.

Lucas se palpó el estómago notando una pequeña desazón.

—Hay que tener en cuenta la vecindad. No tendrá problemas, se lo aseguro —le advirtió con rotundidad, girándose y obligándolo a detenerse en mitad de la zancada.

Finalmente sacó un manojo de llaves digno de un viejo sereno madrileño y abrió la puerta. La vivienda, a primera vista, tenía unas dimensiones adecuadas. Era luminosa, estaba recién pintada y el aire conservaba esos vapores picantes de los barnices.

Sintió un pequeño latigazo en el estómago, una de esas palpitaciones premonitorias que se sentía cuando algo tenía posibilidades de amoldarse a los deseos. El tango quedó lejos de su pensamiento y, como en los viejos tiempos, se le escapó una amplia y sentida sonrisa al sentirse aliviado; tenía casa propia.

Había sido un error ceder al cobijo de su progenitora. En aquella errónea decisión había influido esa persistente culpa que padecía: no ocuparse demasiado de su madre. Creer que unas semanas no eran demasiado tiempo para compartir. Katy le ofreció su compañía envuelta en una sutil súplica a la que no fue capaz de resistirse. Como consecuencia, ella había retomado la posición de control maternal y él no tenía edad, ni ganas de revoluciones.

—Lucas, yo ya voy para mayor. Esta casa es muy grande y está en el centro, con una boca de metro a dos minutos, garaje, y Maritxu, que viene tres días por semana a ayudarme —le había propuesto su madre con una voz suave y acogedora—. Puedes disponer de tu propio espacio. Estoy muy sola, y saber que estas aquí… —Y ahí hubo una inflexión de voz, como si algo le estrangulara el sonido—. No tendrías gastos, y cocinaría cosas ricas para ti. ¿Te das cuenta de que apenas hemos vivido juntos?

Y él le dijo que se quedaría un par de meses. Luego el trabajo, el desaliento de reiniciar el proceso de cambio, el chantaje emocional, la historia… Ahora sabía que se había equivocado prolongando la estancia. Nunca calculaba las verdaderas fuerzas de su madre. Era resistente, inasequible al desaliento y le ganaba siempre por goleada.

Alejarse de ella se había convertido en un horizonte comparable al que se veía por la ventana del salón de aquel apartamento. Montañas, verde, tejados de ladrillo y a lo lejos el mar. Nieves le habló del precio y Lucas respondió casi de inmediato.

—¿Cuándo puedo habitarlo?

—Cuando quiera… Bueno, como es lunes y necesitamos algo de tiempo para los trámites, pues quizás pueda ser la semana que viene…

—Por favor, tutéeme, llámeme Lucas, Nieves.

—Bien, Lucas. El dueño de este apartamento vive en París, pero tiene total confianza en mí. —Hizo un ademán indicando que la transacción estaba en sus manos—. Como ves, está totalmente reformado. Era de sus padres, un piso convencional que ya tiene sus añitos, pero se tiraron tabiques para ampliar el salón y dejar la habitación principal más grande con el baño incorporado y el vestidor. Todo es nuevo, cañerías, suelo… No ha salido al mercado porque el propietario estaba pendiente de un traslado. Ayer mismo hablé con él, me dijo que quería alquilarlo a alguien de confianza. Yo pensé en ti. Estaba deseando encontrarte algo decente, perfecto para una persona.

Nieves caminaba delante de él e iba abriendo las puertas de la habitación principal, el baño y otra pequeña estancia que ella llamó la habitación de los invitados y donde él imaginó un despacho con sus cosas. El salón era grande y muy luminoso. La cocina estaba sin terminar.

—Esta es la cocina. Da a un pequeño jardín que pertenece al piso de abajo. Esta semana traerán los electrodomésticos que faltan: la lavadora y la nevera. Ya sé que buscabas algo amueblado, pero mira qué vistas tienes… Esto no tiene precio. Estás en el centro, ves el monte, el mar. Eso sí, hay una pequeña condición: solo lo alquilará por un año y no quieren animales.

—Me gusta. La vida se ha vuelto muy poco predecible, así que ¿quién sabe? No hay problema. Me ocuparé de los muebles.

—Si necesitas ayuda, tengo una compañera que es decoradora.

—Te lo agradezco, pero no. Soy un hombre práctico y dada la condición de eventualidad, no voy a meterme en decoraciones. ¿Tiene garaje?

—Tener tiene, pero creo que un familiar guardaba su coche. El precio, desde luego, es sin garaje. Le preguntaré.

—Tengo una moto, no necesito la plaza completa, con un rinconcito me basta —añadió esperanzado—. No me gusta dejarla en la calle.

—Se lo haré saber. Pero veo que es usted un hombre que sabe valorar las cosas buenas y este apartamento es estupendo… No pida muchas cosas, le aseguro que podría alquilarse por cuatrocientos euros más.

Nieves no conseguía tutearlo, aunque desde el primer momento le había mirado con ganas de solucionar su problema con la vivienda y una cierta cercanía. Lucas le estaba agradecido a pesar de que en tres o cuatro ocasiones había sufrido las inevitables consultas médicas en torno a sus dolores articulares, el insomnio o aquella ciática que padecía una vez al año.

Las decisiones había que tomarlas con rapidez. Titubear o dudar robaba preciosos instantes en los que, quizás, cambiaba el rumbo de la vida, evitando el desastre. Y eso hizo. Poner el pie en el umbral del resto de sus días. Ya tenía un lugarcito donde anidar.

—Tiene usted razón, se agradece tener contacto con una profesional como usted. Pero coméntele lo de la moto si no le importa, se lo agradecería. Me quedo con él.

Solo quedaba comunicar a su madre su emancipación, transportar las treinta cajas de embalaje que su exmujer, Helena, había enviado a la casa familiar y acudir a Ikea a copiar esos rincones tan suecos y tan envidiables donde lo imprescindible era cómodo, barato y parecía tan sencillo de obtener.

—Voy a necesitar su carné de identidad para ir preparando los papeles, el número de cuenta bancaria… Por cierto, ¿de dónde procede este apellido suyo tan raro? —preguntó Nieves al tomar su carné de identidad.

—Es sueco. Yo puedo hacerme el sueco.

Lucas hizo el chiste que hacía siempre. Se arrepentía de repetir aquella estupidez cada vez que alguien manifestaba curiosidad por su origen, pero siempre acababa diciendo la misma bobada.

Cuando era niño, su madre solía darle un pellizco para que no olvidara nombrar el apellido materno. Tenía que decir que era un Urrutia-Denvurg. Su progenitora había rodeado su estirpe de un halo de misteriosa e importante procedencia, si bien la realidad había sido muy distinta.

—Pues ya está, podemos irnos… Tendrá usted prisa. —Nieves se apresuró a cerrar una ventana.

La mujer bajó las escaleras ligera. Lucas la siguió. También sentía esa agilidad que imprime la certeza de saber que has dado con lo que necesitabas. Sus ojos buscaron de forma automática el pañuelo floreado que había anudado en el pasamanos. No estaba. Alguien había encontrado lo que había perdido. Como él.

Nieves quedó en telefonearle y salió disparada a otra visita. Antes de enfundarse el casco, levantó los ojos hacia las ventanas del edificio con ganas de habitarlo, miró el reloj y decidió enfilar sus pasos hacia un centro comercial. Necesitaba ver aquellos rótulos indescifrables para casi todos los que paseaban por el almacén, para todos menos para él.

Su abuelo, Olaf Denvurg, había aparecido por el País Vasco para negociar con algunos empresarios de alimentación la introducción de los productos de su fábrica. En aquellos años los negocios se hacían despacio, como los viajes. El destino decidió por él. Se alojó en una pequeña y digna pensión en la villa de Portugalete regentada por un matrimonio: los Lazcano. La única hija, Antonia, servía los desayunos y las cenas.

Huraña, desconfiada y poco accesible, la chica debió de suponer para aquel sueco un reto apetecible. Olaf, todavía joven, era un hombre tenaz, generoso en todo y afable. Tenía algunas peculiaridades, como su gusto por el imperio romano y su vasto conocimiento de Cicerón. Era un extraordinario orador además de poseer una inmensa capacidad de absorber cantidades ingentes de alcohol y ternura en las mismas proporciones y al mismo tiempo, si eso era posible. Le enseñó a la jovencita Antonia algunas palabras en sueco, luego le fue contando la historia de Roma hasta que poco a poco le fue quitando el miedo a abrazar a un hombre. De aquella libertad, y unas cuantas idas y venidas con sus salmones envasados en unas latas aplastadas, nació la madre de Lucas: Katy.

Era parecido a aquellos vikingos de las películas del viejo Capitol y dejó su impronta en Antonia. Un embarazo que se escondió todo lo que se pudo y del que en todo caso se habló poco y al revés. El sueco estaba casado y con hijos en su país. Sin embargo, eso no impidió que se responsabilizara de su paternidad. Las consecuencias de los avatares del amor, cerca del Báltico, no estaban tan férreamente censuradas como en aquella España.

Se las arregló para mantener negocios, visitar a su hija Katy dos o tres veces al año y ocuparse de que no le faltara nada. No se hizo el sueco. Antonia no dejó de ser huraña y, si acaso, se volvió más desconfiada, limitándose a educar a su hija mirándola con recelo, viéndola crecer rubia y alta, tan distinta a las otras niñas y amándola tan poco como se quería a sí misma. Siguió sirviendo cenas y desayunos, y nunca más compartió su cama con un hombre que no fuera Olaf.

Él y su hermano Íñigo eran sus nietos. Tuvieron por parte de madre una abuela resentida, un abuelo extranjero, dos tías y varios primos que enviaban un dulce calor a muchos kilómetros de su vida. Katy informaba a su padre puntualmente de todo lo que acontecía. Olaf, a cambio, enviaba fotos y cheques. Pero su hermano y él sospecharon siempre que su madre hubiera querido más.

Cuando Lucas mostró interés por la medicina, el abuelo Olaf fue informado de los deseos de su nieto, llamó a su hija para decirle que el instituto Karolinska de Estocolmo era uno de los mejores lugares para estudiar medicina y que era un comité de este instituto el que se encargaba, precisamente, de la designación del premio Nobel de Medicina.

Katy Denvurg argumentó que también la universidad del País Vasco era un lugar estupendo para doctorarse. Ella tenía cuentas pendientes con su progenitor y, aunque no fueran precisamente económicas, no quiso entregarle a su hijo sin que mediara el consabido tira y afloja al que ella tenía una inasumida adicción. En aquel entonces el País Vasco era un campo de batalla. Se desmantelaban las viejas industrias pesadas, los astilleros ardían en reivindicaciones laborales, la universidad pasaba medio curso lectivo entre huelgas o asambleas, y los terroristas de ETA repartían bombazos deshaciendo la voluntad.

Lucas, no sabía muy bien hacia dónde tirar, pero había algo que tenía claro: quería escapar de todas las contiendas en las que se había visto envuelto desde su nacimiento. De todas. Se enfrentó a su madre y habló con su padre.

Fue acogido en Estocolmo, bajo una luz difusa y distinta, que en enero duraba apenas cinco horas. En un principio vivió en casa de su tía Hannah y su marido. Lo recibieron con cariño, lo trataron como a un hijo, aprendió bien la lengua y allí quedó patente que los hogares se podían construir de muchas y variadas maneras.

Är du ensam[1]?

Siempre se lo preguntaba su tío. Como el viejo Olaf, él poseía una pequeña industria de salazones, y un olor salado y fuerte avisaba de su presencia. Lucas había trabajado muchos sábados en aquella pequeña conservera, lo que le llevó a odiar las anchoas y detestar los arenques. Su tía, Hannah, pasaba la jornada en un centro de meteorología y sabía si el viento volvería el día imposible o se mantendría en calma.

Suecia era por aquel entonces un país moderno, atento a la vanguardia, y sin embargo guardaba celosamente valores y tradiciones asentados sobre conceptos muy diferentes al mundo meridional. El respeto, la igualdad, la convivencia con la naturaleza, el pacifismo…

Él y su hermano Íñigo habían pasado algunos veranos en Estocolmo y en la casa familiar de su abuelo Olaf Denvurg en Karlstad, junto al lago Vänern. Hasta el momento en que comenzó a vivir allí, aquel país le traía recuerdos de infancia y aventura. Comprobó rápidamente que pasar unas vacaciones no era lo mismo que vivir. No conocía esa sociedad tan diferente a aquella en la que había sido educado. Su familia sueca se esforzó en borrar fronteras, pero el volcán que llevaba dentro nunca se apagó del todo y siempre humeó un olor a forzosa huida.

La melancolía le jugó malas pasadas. Tenía carencias de idioma, algo estrangulado el cariño y solo se permitía el llanto sofocado y a solas. Así que después de analizar sus alternativas decidió afrontar su educación, se comió las uñas, lloró muchas noches agarrado a la almohada, se deshizo en nostalgias y, para hacerse con un idioma más técnico, reforzó su entrada en la universidad con clases de sueco e inglés. Practicó el senderismo, el esquí y se apuntó a un club de corredores de maratón. Se convirtió en un hombre disciplinado, contenido y allí comenzaron sus molestias en el estómago.

Fue como si iniciara un viaje desconocido descubriendo que las orillas de las cosas cotidianas no estaban marcadas con sus juegos, sus amigos o sus recuerdos. Correr le servía para traspasar sus propias fronteras, las interiores, las de sus dolores. Poco a poco lo que había conocido y amado, lo que había poseído con la piel y la memoria del corazón, se alejaba de él, como si formara parte de otra existencia, de otro planeta. Una resistente nostalgia le hizo conservar el anhelo de unas cuantas cosas; el mar Cantábrico, la cocina de su madre, las conversaciones con su amiga Martina, y el olor de las castañas asadas…

Är du ensam?…

En la gran superficie del mueble eligió algunas cosas. Una cama grande, almohadas, sábanas, una librería, un sofá, una mesa, sillas…

Hacía mucho tiempo que Lucas no se detenía a pensar en el mobiliario de su vida… En realidad, no recordaba la última vez que lo había hecho, porque sin duda su exmujer, Helena, se había encargado de todo el mantenimiento. En ese momento recordó que en el trastero de su madre guardaba treinta y dos cajas, todas ellas numeradas, que contenían los restos de su vida en pareja.

Marcó el teléfono de Martina.

—Voy a necesitar que me ayudes con el traslado. He encontrado un piso para vivir.