1. Después…

Solo con quien te ama puedes mostrarte débil sin provocar una reacción de fuerza.

THEODOR W. ADORNO

Lo que no alcancé a contarte es que aquella mañana del 23 de abril de 2012 perdí el metro de las 8:30. Esperé al siguiente fundiéndome con la gente que, a esa hora temprana, se dirigía hacia sus destinos concentrada en sí misma. Llevaba conmigo un cierto desasosiego. La causa era aquella despedida prisionera que tuvimos.

Miré al cielo, que aquel día estaba limpio, azul, hermoso, buscando ese orden con el que contamos: al sábado le sigue el domingo, al lunes, el martes… Después de mayo llega junio… Era el día del Libro y en la biblioteca habían organizado una jornada de puertas abiertas. En la calle Diputación, a la altura del café El Globo, vi que estaban montando un tenderete. No me detuve y continué caminando hasta mi despacho para emprender la rutina del trabajo.

Iba pensando en ti.

El siguiente recuerdo que poseo es de unas horas más tarde, y curiosamente es el sonido de una moneda rodando por un suelo de baldosas. Creo que era de un céntimo. De lo que estoy segura es de haberme precipitado hacia ella, persiguiendo con vacilación la ruta incierta de su destino, y también de haber escuchado cómo aquel médico me decía:

—Déjelo, por favor… —resonó su voz a mi espalda cuando me agaché.

Pero había sido rápida, y los sorprendí con aquella inesperada destreza. En realidad, ellos —él e Isabel— no eran capaces de entender que parte de mi vida estaba en aquella pequeña moneda que se había escapado de una bolsita de plástico que el doctor vacilaba a quién entregar. La bolsa contenía tu móvil, tu cartera, el colirio, unas gafas con los cristales rotos y algunas monedas.

Lo único que deseaba en ese momento era atrapar aquel céntimo. Se había convertido en un objetivo que me alejaba de la insoportable crónica que aquel hombre con bata verde se esforzaba en darnos con la mayor naturalidad posible. Relataba lo que había sucedido separando las palabras, haciendo hueco entre una y otra para que tuviera sitio la inmensa realidad.

—Le mantuvieron las constantes vitales, pero los daños internos…

Relatar, contar, describir lo acontecido o imaginado…

Tú decías que los narradores detenían el tiempo haciendo respirar al pasado, olvidando el presente, anhelando el futuro. Cuando hablabas de tus pasiones sonreías. Tus ojos se achicaban y mostraban aquel verde salpicado de manchitas que me parecía una jungla melancólicamente iluminada. No sé si hoy me duele más la ausencia de tu voz, la magia de tus historias o el secreto al que hasta hoy no me he atrevido a acercarme.

Entré en aquel despacho del hospital, al que acudí noqueada, siendo la esposa de Baltasar Mugaritz. Sabía que cuando saliese ya no podría conjugar el presente de mi vida contigo en plural. En un acto de máxima concentración atrapé aquella monedita porque era lo último de ti. La retuve en mi mano apretándola durante unos segundos. Luego alargué el brazo para devolverla a su sitio: la bolsa de plástico de la que se había deslizado. Isabel trató de detenerme. Y el médico dijo esa frase imprescindible que una necesita llevarse a casa.

—No sufrió.

Cogí un bolígrafo que había sobre la mesa y literalmente le arranqué el papel de la mano al doctor para firmarlo. Era el mes de abril y, unas horas antes, en el vagón del metro había pensado que la primavera era un regalo maravilloso, que al lunes iba a seguirle el martes, y que en cuanto te viera me iba a rendir a tu abrazo.

Hoy, me rodea un silencio habitado todavía por ti. Por la ventana entra la luz de septiembre en nuestro norte, el aire huele a otoño y se termina por fin esta iluminación impertinente del verano. Todo parece igual, se repite la secuencia estacional y vuelve este tiempo a alborotarnos los recuerdos. Llegan esas fechas en las que comienzan los cursos escolares, cambia la hora, refrescan las noches. Volvemos a estar casi en el mismo momento en que años atrás nos comprábamos una chaqueta gruesa que creíamos necesitar para abrigar el destemple, cuando soñábamos que íbamos a encontrar un amor más eterno, un perfume más nuestro, una vida más sabia. Sin embargo, este septiembre, mi amor, no es igual a otros. Ni parecido. En este septiembre no me cabe tu vacío. No termino de poder conducir a su destino este agujero negro, infinito, inabarcable, de tu ausencia, ni el recuerdo de aquella moneda que rodó por el suelo del despacho de aquel médico.

Poner música, tomarme una copa de vino, tumbarme a leer, ver una película. Hago esas cosas que tengo asociadas a la felicidad, pero lo que antes era sencillo ahora no lo es tanto. En mitad de mi vida cotidiana vienen a robármela imágenes, recuerdos, narraciones de días que se pasean por mi cabeza. Me sorprenden mientras trabajo en el despacho, me acompañan a la compra haciendo el caminar lento y pesado como una losa. Sé —en parte— lo que me sucede. Me sobra el peso de saber que no vendrás esta tarde, ni mañana. Que tampoco te irás porque han quedado puertas sin cerrar. Que no te puedo echar, pero que tampoco puedes quedarte dondequiera que estés.

De alguna manera no he salido de aquel despacho, aunque me llevara la bolsa con tus cosas y el papel firmado para que tus órganos sirvieran para hacer sonreír a alguien. Una necesita tiempo para amoldarse a manejar la ausencia que no imaginó. Y en ese tiempo se me coló el virus de no saber por qué fuiste por aquella carretera por la que no debías ir, o por qué recibes —en tu móvil— unas inquietantes llamadas.

Me falta la paz, Baltasar. El rosa de estos cielos se hace jirones cuando me siento prisionera de la vida que no viví contigo. Se detienen los días cuando esa voz pronuncia tu nombre. Yo destejo el tiempo buscando razones entre las sombras y quizá a causa de ellas recordé lo que me decía mi madre cuando acudía con una pena a su cobijo.

—María, empieza por el principio…

Por eso, fui a comprar un cuaderno. Rojo, brillante, gordo, el más grueso que había en la librería. Ninguno me parecía tener las hojas suficientes para contar lo que no puedo contar…, que septiembre con sus cielos y sus sombras entra por la ventana a pedirme que vuelva a ser María Noriega.

Te voy a confesar un secreto que nunca te dije: siempre creo que voy a ser otra en septiembre. Quiero reinventarme. Darme otra oportunidad. Y aunque sepa que hago trampas al solitario, me gusta sortear al destino, jugar con él y empezar esos días montada en la ilusión de echarle un pulso a la sorpresa.

Isabel también ha colaborado en este intento de reinventarme. Ayer, un poco pasadas las diez de la mañana sonó el timbre. Abrí la puerta con esa somnolencia pegajosa de los sábados, descalza, desmañada y perdida. Viviendo sin vivir en mí, como santa Teresa. Ella, Isabel, que con toda probabilidad se había metido un par de cafés en el cuerpo, entró en casa, tiró su bolso sobre la consola y continuó envuelta en un monólogo que había comenzado antes de llegar al segundo piso, antes incluso de que interrumpiera la perplejidad que me envolvía.

—… y te juro que ya no se trata de un duelo. —Miraba al suelo sin querer mirarme a mí, que permanecí en la puerta boquiabierta—. Esto es regodeo, hacer la puñeta a los que te queremos y aquí se acabaron las tonterías, María… Se ha terminado el verano. Los niños vuelven al colegio, y tú tienes que volver a la vida. Llevo cinco minutos pegada al timbre…

En ese momento cogió aire y yo cerré la puerta. Me tendió un pañuelo floreado y ligero que traía hecho un ovillo bajo el brazo.

—¿De dónde lo has sacado? Es mío —observé adentrándome en mi espesa memoria. ¿Cuándo era la última vez que me lo había puesto?

—Ya lo sé. Lo compraste en Sevilla el año pasado. Estaba anudado en la barandilla de la escalera. Lo reconocí y, como estás medio lela, pensé que se te habría caído y que si no lo cogía te quedarías sin él. ¡Da gracias a que hay almas caritativas que te vigilan de cerca!

Isabel tomó asiento en el sofá. Yo la seguí con esa docilidad que imprime la rabia de alguien. Resopló. Volvió a levantarse cuando se percató de que la noche anterior había dejado los restos de la cena sobre la mesa. Tú sabes que no lo puede remediar, es una histérica perfeccionista, y siempre acaba quitando las migas de todas las mesas…, así que recogió mis platos haciendo ruido, entrechocándolos para que me diera por enterada y fue hasta la cocina.

Sabía que mi amiga tenía razón, Baltasar, lo sabía, de esa manera en que se saben tantas cosas que una no se atreve a saber del todo. Me refugiaba de la realidad porque no podía con ella. Me dolía tanto tu ausencia como los secretos que te habías llevado sin pronunciar.

Volvió de la cocina exhalando energía, revolviendo el aire. El pequeño formato que tan bien luce Isabel impone esa contundencia que emana de su interior cuando está de mala leche. Sus pasos, rotundos a mi alrededor, eran como adjetivos impronunciables en presencia de ese vínculo que nos une desde la época de la universidad.

Al mirarla ir y venir comprendía que la rabia le enredaba la lengua. Perdía su batalla. La amistad es lo que tiene. Se saben algunas cosas, que son una especie de colchón de sabiduría sobre el que descansar tanta ignorancia como tenemos. Cuando Isabel, mucho más competitiva que yo, pierde, se cabrea. Y su batalla era yo, y la mía eras tú. Y en ese momento supe que debería comenzar a pasear sobre mi vida de atrás hacia adelante, como si se me hubiera perdido algo en el camino, que era en realidad lo que había sucedido. Te había perdido a ti de todas las maneras que uno puede perder a quien ama.

—Mírate… —me dijo Isabel respingando el gesto—. Te estás acostumbrando a no ser.

Sentí un latigazo. Odiaba dar pena; despertar esas confusas compasiones de cine de domingo. No soportaba que me visitaran como si fuera una impedida enferma, una convaleciente del destino. Porque yo no estaba enferma. Estaba perdida, me faltaban mapas para orientarme, estaba aniquilada.

Había vivido apuntando hacia ese objetivo que es la felicidad, pero en ese momento me costaba mucho esfuerzo no ser una sombra de mí. Ya no sabía respirar a gusto… Intento recordar a la que estaba antes, la que había sido capaz de levantar pasiones. La tuya entre otras. ¿Recuerdas? Lo había hecho pegada a mi sonrisa, viviendo con ganas, valentía, pasión, redimiendo la estupidez con paciencia y sentido del humor. Me gustaba la vida, sus rescates, pero…

—Estas hecha una pena… —añadió mi amiga sin piedad.

Era verdad. Estaba hecha unos zorros. Abandonada por mí misma. La espesura de mi dolor me impedía seguir el hilo del monólogo de mi amiga y de la honda impotencia que desprendía. Lo intentaba, pero la voluntad se me escapaba; me quedaba, sin querer, como una lela mirando sus zapatillas, su jersey, sus movimientos…

—Mira, María, la vida es lo que es. Las mujeres nos quedamos solas tarde o temprano. Es algo que hay que aceptar. ¿Qué eres tú ahora?

—¿Yo? —respondí sin entender a dónde quería llegar y dando vueltas a mi pañuelo floreado.

—Sí, tú. Hace unos años tú eras separada y ahora eres viuda. ¿Comprendes? Viuda, vi-u-da. No es que quiera meter el dedo en la llaga, lo que quiero es que bajes de esa palmera y tomes tierra para siempre. Eres viuda, María.

—Viuda… —repetí con perplejidad.

No pude quedarme a reflexionar en lo que en aquel momento me parecía ese trozo de tierra que llaman tierra de nadie. Me negaba a que esa palabra formara parte de mi vida. Viuda era un vocablo que había ido guardando para mis tías, para esas mujeres que se pasaban la tarde delante de un descafeinado en una cafetería del centro, para las que tenían artrosis y se operaban de la cadera, para aquellas a las que no las esperaba nadie al entrar en casa, ni se sentían deseadas, para otras mujeres en definitiva, no para mí.

Podía divorciarme, volverme a casar, a divorciar, o ser esa palabra horrible que hay ahora, single, arrimada, arrejuntada y hasta vivir en pecado. Cualquier estado me hubiera pertenecido. Cualquiera menos viuda. No sabía qué hacer con el dolor que me proporcionaba pronunciar esa palabra.

Pero Isabel era un panzer. Estaba harta de no tenerme y aquella mañana avanzaba hacia la realidad sin que se le moviera un pelo.

—Ser viuda es un estado que en esta sociedad en la que acabamos de aterrizar como mujeres no tiene ninguna categoría. Es estar en medio de ninguna parte. No perteneces, pero perteneciste, no cobras una pensión digna, pero algo cobras, el amor se recuerda, pero no se tiene, puedes hacer de todo, pero no todo se puede hacer… Hay que aceptar que eres eso: viuda. Que media vida se te ha ido como por arte de magia, que hay objetos que están en tu casa y que ya no te pertenecen, no tienen ningún sentido, que hay costumbres que tendrás que cambiar, y que sobre todo tu agenda social se resentirá mucho… En las mesas de las bodas te meterán de relleno. En los viajes te pondrán al lado del que está más hecho polvo, como si la pena te hubiera hecho de Cáritas a jornada completa.

Isabel hizo una pausa y me miró de refilón. Yo la escuchaba como puesta por el Ayuntamiento. No pestañeaba y, a juzgar por lo que vino después, no le debí de dar la sensación de que tuviera bastante.

—Eres viuda, María, una puñalada trapera, traperísima…, pero no te has muerto y eso te lo tienes que meter entre ceja y ceja. Concedo que sea algo así como si te faltara un brazo y tuvieras que empezar a manejarte con el que te queda, pero hasta la pena se reeduca, porque la vida es maravillosa cuando se pone a ello, aunque sea solamente un maldito instante.

Se levantó como si aquel discurso le hubiera puesto un resorte en el trasero. Corrió la cortina y abrió la ventana decidida.

—Mira qué día, María…

Una leve brisa repartió aromas por la habitación, se renovó el aire. Lo agradecí silenciosamente. Su narración ininterrumpida, hiperrealista y digna de un sociólogo con máster en la Sorbona me tenía hipnotizada. La observé detenida a contraluz, poniendo sus ojos más allá del mirador, inclinándose para poder ver lo que estaba hacia abajo.

—Tienes el jardín como la selva amazónica… Hay malas hierbas para dar y regalar… Ya te vale.

—Tengo que ir al invernadero, a por bulbos…

—¿A por bulbos?… —repitió con ironía—. ¡Ponte guapa! ¡Llora con ganas! ¡Cuenta que se te ha roto la vida por la mitad! ¡Haz lo que tengas que hacer, pero sal de ahí!… ¡Yo no puedo seguir viéndote así! Como si estuvieras en Marte… No soy astronauta.

Isabel cerró la ventana. Luego vino a sentarse cerca de mí y cambió el tono de voz.

—Sé que no es fácil, te lo aseguro, sobre todo tratándose de un hombre como Baltasar; pero a los días, a veces, hay que ayudarlos a amanecer. Tú siempre has tenido mucha voluntad y eso es tener la mitad del camino hecho. Eres guapa, tienes salud, un hijo estupendo, inteligencia, trabajo y el pecho en su sitio, que es mucho tener. —Hizo una pausa, suspiró y alejándose unos centímetros, añadió—: Lo del psiquiatra está bien. Lo encuentro muy caro, pero comprendo que ayude a no vivir hecha un lío con una misma y eso no tiene precio.

Un teléfono sonó en ese momento. Se levantó y fue en busca del bolso que había dejado en el mueble de entrada. Lo hizo con esa pausa estudiada que siempre le gustó tanto hacer. El complemento era una falsificación que probablemente hubiera comprado mientras esperaba a sus gemelas en el café que había frente al ambulatorio. Un bolso donde cabían las ganas de vivir, la fe en el amor, y ese sentido de la alegría que tiene Isabel y que siempre hemos compartido. La escuché hablar con Pablo, su marido, la oí decir que las niñas no tenían su permiso, que la camisa verde estaba en el armario de su dormitorio, que estaba segura de que la había planchado, que no desesperara, que…

Y entonces, Baltasar, la luz se hizo. Fue uno de esos relámpagos de lucidez que se tienen de tiempo en tiempo y para los que siempre me ha hecho falta una desesperante espera. Fui consciente de que hacía unos meses, exactamente desde aquel 23 de abril, tras firmar aquel papel en el despacho del hospital, yo no había existido para nadie, salvo para ti.

—Tengo que irme, María. Ya has oído. Tener adolescentes en casa es duro, pero tenerlas repetidas es un infierno, por no hablar de Pablo, que es extraordinario, pero no encuentra nunca nada.

—Hace mucho que no las veo…

—Hace mucho que no ves nada, María… —Isabel me miró a los ojos—. No reconocerte me mata. —Se sentó a mi lado apretando su bolso contra su pecho como si estuviera muerta de miedo en el sillón del dentista—. Hay días en que te busco entre nuestros recuerdos… Hasta me ha dado alguna llantina viendo fotos antiguas como una boba. —Noté que se tragaba un trozo de disgusto, como quien se traga un trozo de madalena reseca—. Si no puedes hablar, al menos escribe como lo hacías antes… Pero sal de ahí.

En ese momento hizo un gesto muy de ella, se recogió su cascada de rizos rebeldes con una pinza despejándose la cara. Vi que alrededor de sus preciosos ojos oscuros tenía unas arruguillas en las que no había reparado. Pensé que nos teníamos que dar una alegría. Antes de que nacieran sus gemelas, antes de que nuestra vida se complicara hasta casi perderla, solíamos irnos de compras, o a darnos un masaje perfumado.

—La disciplina no es un enemigo —me insistió Isabel casi en la puerta—, sino todo lo contrario. Dentro de seis meses lees lo que has escrito. Mano de santo. Porque tienes que salir de ese agujero. Yo sé que quieres. Te lo noto. Necesito a mi amiga, a la que cantaba cuando cocinaba, a la que se reía a carcajadas… A la que se puso el mundo por montera cuando se separó de Fernando o se casó con Baltasar. —Volvió a colocarse el bolso en el hombro y escondió la mirada—. Sabes que siempre te apoyaré, pero las que somos como somos no podemos quedarnos abobadas, viviendo en esa apagada urbanización que es la tristeza.

Movió las dos manos en horizontal, igual que un director de orquesta indicando el final de una interpretación y levantando una leve brisa.

Pataplán.

Yo la miraba desde ese bosque tupido que era mi vida en ese momento y en el que los vapores de mi tristeza parecían adormecerme manteniéndome a salvo de cualquier sorpresa. Eran rotundos e invitaban a deslizarse por ese algo macizo, incombustible y sólido que ella posee. Había un veneno pertinaz dentro de mí que no dejaba que la grisura desaguara por ningún lugar. Estaba prisionera. De la pena y de mí misma, y los que me rodeaban ignoraban la textura de mi parálisis. Pero algo se movilizó. Sus gestos llegaron a esa soledad profunda donde habitaba. Algún nudo dentro de mí debió de deshacerse, porque la miré con esa ternura que iba envolviéndome. La admiré por su generosidad. Me hubiera quedado el resto de mis días refugiada en aquello que ella desprendía.

Le rogué que se fuera, Baltasar, porque ella estaba dividida y no arrancaba a dejarme mirando desde mi pecera. La convencí con una de esas sonrisas a las que no podías resistirte y allí quedé. Domada mi tristeza por su ternura. Sabiendo que volver a la de antes se había vuelto algo urgente y necesario. Tampoco a mí me gustaba aquella María atrapada. Supe y sé que no será fácil. Desandar el camino resultará costoso, pero tengo muchas cosas en las que apoyarme además de ese regalo que se llama Isabel, ese milagro que es que una amiga te acompañe a lo largo de la vida cargando con su mochila y a veces con la tuya.

Me duché, busqué en el armario esas prendas que siempre resultan un comodín y traté de llenar aquel fin de semana de septiembre yendo a la librería, a buscar, como ya te he dicho, el cuaderno más gordo para quizás poderte decir adiós.

Cuando murió mi padre también comencé un diario. Mi cerebro se hacía un lío y dejaba de concederme ese orden que se precisa para que la vida se deslice sin tropezones. En ocasiones notaba que mis días eran paseos por calles engañosas, de esas en las que entras con la mosca detrás de la oreja, comprobando que no tienen salida. Vivir se parecía a eso: a explorar una ciudad en la que te pierdes, o no encuentras la dirección que buscas, porque no existe, porque te confundiste al anotarla, o porque el ayuntamiento ha cambiado el nombre de la calle. Mis diarios eran lo mismo que coger un taxi. Resultaba un barómetro de la realidad. Pero mientras vivías, eras tú quien escribía.

Podía haber comenzado mi cuaderno diciendo que hacía casi cinco meses que el amor de mi vida, mi escritor, tú, mi Baltasar, te habías ido, o para no emplear eufemismos, habías muerto en una carretera. Algo te había hecho resbalar, caer de tu moto de gran cilindrada y estamparte contra un centenario árbol que te partió por la mitad. No sé si tengo que decir a quien quiera escucharme que elegiste un camino desconocido para matarte. Un paraje extraño donde no debías estar aquel día porque te esperaban en otro lugar. Contar que me dejaste con una conversación a medias, una vida a medias y unas dudas que carcomían la mitad de mí.

También dejaste un legado importante. Tus obras, tus notas, tu agente literario, tu seguro de accidentes, tus derechos de autor y esas llamadas inquietantes y anónimas que dicen tu nombre con voz de ultratumba y que me hacen zozobrar en un mar de pensamientos negros. Me quedé apuntalando aterrada los recuerdos de la vida que habíamos vivido amándonos intensamente y sin acabar de aceptar que debía correr el riesgo de saber lo que verdaderamente había pasado aquel aciago día.

Con tu permiso, y como un mal necesario, voy a volver a aquel día. Necesito hacer tangible, regresar al momento en que me encontraba en mi despacho de la biblioteca y sonó mi teléfono móvil, a ese instante en el que la vida se detuvo.

—¿Es usted pariente de Baltasar Mugaritz?

—Sí, soy su mujer… ¿Quién es?

—La llamo del hospital de Basurto. Su marido ha sufrido un accidente…

Y lo supe. Me lo dijo la piel, el corazón, los pensamientos, el silencio. Me lo susurró la vida. No quise preguntar. Colgué el teléfono sabiendo lo que aquella mujer quería decirme. Perplejidad, incredulidad, terror y un abismo por donde parece que una fuerza imperiosa te empuja a lanzarte a un vacío desconocido hasta entonces. Luego, llamas a alguien que te sustituya, porque no quieres protagonizar ese jodido papel que el destino te ha dado. Alguien que te acompañe sujetándote, que escuche las palabras que tú no quieres escuchar…, a Isabel, y cuando llega ella, ¡pobrecita mía!, te desmayas, que es como morirte un poco, te dejas caer sin pensar si alguien te sostendrá o no.

Baltasar, durante los primeros días conseguí comprender que vivir se trataba de mantenerse erguida, de respirar en aquel limbo de tranquilizantes y angustia. Sedada, ciega a la vida, dando manotazos y perdida para encontrar la salida de aquel túnel oscuro, me mantuve en pie como si fuera obligación. Era un trabajo espeso, inconexo y no podía contar con mi voluntad porque se me había perdido entre aquella llamada y las pastillas que me tragaba como si fueran el elixir del olvido.

El primer momento que estuve a solas conecté tu móvil, porque de pronto recordé que tenías un contestador en el que decías:

«Hola, soy Baltasar Mugaritz. En este momento no puedo atenderte, pero ten la seguridad de que lo haré. Esfuérzate y déjame un mensaje que sea capaz de hacerme levantarme de donde estoy».

Oír tu voz era un reto, era bañarme en aguas prohibidas, pero necesitaba hacerlo. Vi tus mensajes, escuché el contestador, hice anotaciones y guardé en un cajón un papel donde anoté los teléfonos. Lo hice porque en ese momento no tenía fuerzas, capacidad, vida, para enfrentarme a ellos.

Luego puse a cargar el teléfono en esos actos enajenados e inútiles a los ojos de todo el mundo menos a los de tu devorador abismo. Día tras día… Te escuchaba obsesionada. Y miraba de nuevo a quien habías llamado: a tu agente la víspera, a Gustavo… Y te escuchaba volver a decir con tu voz gruesa, empastada por el tabaco, seductora, que ibas a ser capaz de levantarte de donde estabas… Un día se apagó. Me invadió un terror indescriptible. Necesitaba una contraseña. Me lancé a tu despacho, a los cajones de tu escritorio, como si buscara agua en mitad de un desierto. Sabía que entre aquellos cientos de libretitas podría encontrarla. Me lo habías dicho. Que las olvidabas, que las cambiabas, que te hacías un lío. Te aconsejé anotarlas y procurar quedarte al abrigo de la misma palabra o cifra siempre. Ahora sé que seguiste mi consejo con una docilidad que agradezco.

Seguí con el móvil encendido durante un tiempo. Lo hice porque albergaba, en medio de ese insoportable sentido común que siempre he tenido, la remota idea de que sonara y fueras tú. Una solo puede creer en los milagros cuando los necesita, cuando todo depende de que vuelva la vida a tocar a tu puerta.

Aquello de no ser, de vivir deteniendo el tiempo, no se alargó demasiado. Semanas, meses. Luego apagué el teléfono siguiendo los consejos de quienes me acompañaban. En esos momentos, son los de alrededor los que toman las riendas de tu vida. Tú no tienes otro objetivo que ese sufrimiento que te tiene el corazón estrujado como si una garrapata se hubiera adherido a él. Has extraviado la voluntad. Te dejas hacer como una marioneta. Te acoges a la voluntad de los otros. Eres una replicante. Obedeces a cualquiera que te dé una orden: «Píntate un poco los labios… Ahora vas a este psiquiatra hasta que todo pase… Tienes que tomar vitamina C… Dormir lo cura todo, las pastillas te hacen falta… Ponte un jersey… Vamos a dar un paseo… Mira qué tarta más rica ha traído Anita… Ahora vuelves a trabajar… Mañana regalamos su ropa a la parroquia…». Me reincorporé al trabajo, intenté seguir teniendo rutinas, horarios…

¿Sabes? A la gente le escandaliza el dolor. Le pone los pelos de punta. Saben que nadie está a salvo de estas bofetadas que te da la vida y necesitan huir del escándalo que produce, por si acaso les cayera algo. El sufrimiento da algo parecido al vértigo. Los que te quieren se mantienen a tu alrededor probándose a sí mismos los vínculos que poseen contigo, creen firmemente que si consiguen sostenerte sin llorar, sin perder el apetito o el sueño, habrán superado el miedo a las alturas. Al final, cuando la cosa se pone fea se conforman con saber que tienes un lugar donde morirte un poco, para no hacerlo del todo, y te mandan a un psiquiatra, como hicieron conmigo.

Isabel se quedaba a dormir un día, me traía a sus gemelas para que me contaran cosas, para que hubiera ruido, vida… Se turnaba con Beatriz, o con la tía Mati. Gustavo, mi niño, vino desde París. Se pegaba a mí, me acariciaba y me llevaba al cine. Los compañeros de trabajo me invitaban a compartir un café, una idea, una comida. Me decían con la mejor voluntad del mundo esas frases acostumbradas, medio sobadas de tanto usarlas: «Te acompaño en el sentimiento».

A mí me gustaba que me acompañaran en el sentimiento. Agradecía esa fórmula protocolaria, aun sabiendo que nadie me podía acompañar en el sentimiento de no volver a sentir tu tibieza cuando me pegaba a tu cuerpo. De no abandonarme a tu presencia. De sucumbir en ti.

Las penas y las alegrías son de uno. Se enredan entre nuestros pensamientos como esos ambientadores que una olvida donde los colocó y exhalan aromas. No todo el mundo puede hacerle hueco a la pena sin quedar hecho añicos. También hay gente que nace con una cota de malla y aunque le pillen tres o cuatro guerras, dos cruzadas y alguna aventura, vuelven a casa, se cambian de ropa y se acabó. Vienen blindados genéticamente. Pero como tú bien sabes, yo no soy uno de ellos.

No tengo recuerdos nítidos de los primeros días. Son una nube difusa donde soy consciente de que viajo de un lado para otro como una maleta, sin saber quién demonios soy, ni quién vigila mi paso vacilante. Pero en casa me sentía protegida. Era como estar esperándote. Saber que tenías la llave de mi puerta, o al menos que la habías tenido. A veces escuchaba los ruidos de la escalera, los crujidos de la madera del suelo… No sabía que me había aprendido de memoria el sonido de tus pasos, Baltasar.

A Susi, a tu Susi, a nuestra Susi le pasaba lo mismo y nunca pudo disimularlo. A ella se le partió el corazón cuando desapareciste y durante el primer y horrible mes sin ti —eso sí lo recuerdo con nitidez—, en medio de una conversación, me miraba, creo que buscándome en aquel mundo en el que desaparecí, y de pronto salía corriendo y se encerraba en el baño de la cocina. Como si le hubiera dado un retortijón. Yo me quedaba esperándola sin pensar nada. Inmóvil. Escuchando la casa. Sabiendo que era lo que era; que se nos escapaba el alma. Unos minutos después salía y retomaba la conversación donde la había dejado. Las huellas de su huida siempre eran las mismas: los ojos enrojecidos y aquel olor a colonia de niños. Susi lo arregla todo con unas gotas de colonia y unas lágrimas.

Luego se ponía a trabajar utilizando aquel plural…

—Pues vamos a poner esto en su sitio porque seguro que hoy tendremos visitas… Y hay que ver lo que desordenamos siendo tres gatos, bueno…, dos gatos.

Cuando pasaron un par de meses la marea de atenciones se fue retirando. Quedaron los que quedaron. Los demás pensaron que el tren de mi pena ya tenía destino. Yo sabía que no. Mi convoy iba a quedar parado en esa estación hasta que yo misma bajara la bandera y diera la orden de partida. Una parte de mí quería guardarte amado y maravilloso para poder seguir el camino. La otra parte, la más racional, mi Pepito Grillo, fue despertándose a medida que me incorporaba a la realidad.

Empecé a darle vueltas a mi cabeza y a consecuencia de ello comenzó a crecer la semilla de una sospecha. Y diría más: rabia. Algo impreciso e incómodo que no sabía en qué momento se había colado entre tu muerte y mi vida. Y ese embrión quedó ahí, metido en su bolsa, creciendo, dañino e invasor.

A la muerte la rodea una frontera de incredulidad. Es difícil aceptarla a pesar de saber que es la única certeza, pero a la tuya… Me faltaban piezas, las tenía desordenadas, algo no encajaba en aquel escenario y no sé por qué conjugo los verbos en pasado, Baltasar. En realidad debo decir que no consigo recorrer el mapa de ese destino en el que confié ciegamente. Llegaríamos a viejos, juntos o separados, pero celebrando Navidades, cumpleaños…

Cuarenta y tantos años de mí misma son demasiados para ignorarlos. Tengo costumbre de ser quien soy, de levantarme de una manera y hasta de tropezar y caer en los mismos agujeros. Esta vida mía, que he dividido por fascículos con los hechos importantes de mi existencia, se me ha puesto en pie.

Estoy atascada. Sin saber exactamente dónde está la punta del ovillo que tengo que confeccionar. No puedo despedirte del todo y menos aún resucitarte. No puedo volver atrás, pero definitivamente tampoco avanzar más de lo que lo he hecho. Cuando reflexiono, el dolor se torna impotencia, casi ira… Algo me impide dejar en paz los recuerdos y, al mismo tiempo, esa parte que quiere sobrevivir sin más problemas de los que ya tengo desea dejarlos en el álbum de mi corazón tal y como los sentí. Intocables e intocados.

Pero María Noriega, tu esposa, la que te quiso como no imaginé que se pudiera querer, esa sabe que no podrá seguir sin averiguar si quiero quitarme o ponerme tu anillo, no el del dedo, sino el que trenzaste alrededor de mi corazón. He comprendido que corro un enorme riesgo: envenenar lo que vivimos en esos años intensos e inigualables de mi historia contigo, y eso… es un precio demasiado alto para una vida sin repuesto.

Espero que el azar me eche una mano. Espero hacerme con lo que no vi y debía haber visto, con lo que dijiste y no escuché. Espero que en esa materia de la existencia que desconocemos y que es nuestro cerebro, exista alguna enzima, hormona, célula o lo que quiera que sea que me permita creer que el destino no va a guardarse esta verdad en el bolsillo. Que me devuelva algún recuerdo, algún gesto, y que no me quite tus ojos cuando me mirabas a ese lugar donde solo mira el amor.

Quiero ir por la vida escuchando el ruido que hacen las monedas cuando andamos, no cuando ruedan por el suelo frío de un hospital. Quiero estar atenta al tintineo de su presencia. Quiero tener la certeza de que puedo guardarte sin más manchas que aquellas que nos dio la vida. Una certeza por pequeña que sea.

Tiene que existir en ese gran almacén de las emociones algo distinto a esta reseca desesperación. Algo que me pertenece.

¿Cuál era tu verdad, Baltasar?