Nota del autor

A comienzos del siglo X d. C. el mundo islámico se vio sacudido por una serie de acontecimientos que preludiaban su fragmentación total unas cuantas décadas después. Tras la muerte de Mahoma, su sucesión se había solucionado estableciendo una figura que pudiera reunir al mismo tiempo las funciones de líder político y religioso de los creyentes. Este líder sería el Califa, mucho más que un simple rey, ya que se trataba del Delegado de Dios en la tierra y, por lo tanto, el encargado de dirigir a los musulmanes en todos los asuntos.

La importancia que se le concedió a la figura del Califa fue tal que cuando Abd al-Rahman I huye a al-Ándalus después del sangriento derrocamiento de la dinastía Omeya no reclama para sí dicho título, al que tenía derecho por herencia, sino que adopta el de emir, evitando que se produjera un cisma religioso además de político dentro del Islam. Aunque existieran diversos soberanos musulmanes, independientes entre sí, solo había un califa, residente en Bagdad.

Esta idea será desafiada doscientos años después. Aparece un nuevo poder, el movimiento fatimí, hijo del ismailismo, una de las ramas del chiísmo, que se caracterizaba por su creencia en la futura llegada del Mahdi, el líder religioso que llevaría el islam a su perfección. Los fatimíes van a ser quienes provoquen ese cisma que Abd al-Rahman I había evitado cuidadosamente. En el año 909 d. C. Ubayd Allah al-Mahdi reclama su derecho al califato a través de su supuesta descendencia de Alí (primo y yerno de Mahoma) y Fátima, su hija, la cual da su nombre a la dinastía que al-Mahdi crea en torno al actual Túnez y que contaría entre sus posteriores logros la conquista de Egipto y la fundación de la ciudad de El Cairo.

La proclamación de un califa chiíta va a provocar numerosas reacciones, entre otros lugares en al-Ándalus, donde Abd al-Rahman III también acabará lanzando su desafío al califa de Bagdad.

No lo hace inmediatamente: no será hasta el año 929 d. C. cuando Abd al-Rahman III se declare Califa. Tal vez la adopción del título califal fuese una forma de celebrar la reconstrucción de la unidad territorial, tras haber derrotado definitivamente a los hijos de Ibn Hafsun, o una manera de ponerse al mismo nivel del califa fatimí, que desde su posición en el norte de África suponía una amenaza directa para los intereses andalusíes. O puede que Abd al-Rahman III se sintiera respaldado en sus aspiraciones por el debilitamiento de los abasíes de Bagdad, cuya decadencia había llegado al extremo de impedirles defender los lugares santos de La Meca y Medina de los asaltos de los cármatas, un grupo escindido de los ismailíes originales. Fuese cual fuese la razón, aunque probablemente fueron más de una las que le impulsaron a reclamar el califato, su decisión refrendó el inicio de la disgregación de la comunidad musulmana, un proceso que se agravaría con el paso de las generaciones.

La decisión de Abd al-Rahman III añadió un carácter simbólico al conflicto ya existente entre Omeyas y fatimíes, tratando los primeros de frenar el expansionismo de los segundos así como la difusión de las creencias ismailitas en las tierras de al-Ándalus. Los enfrentamientos entre los dos califatos se sucedieron a lo largo del siglo X d. C. sin que ninguno de ellos consiguiera imponer del todo, o de forma duradera, su supremacía en el norte de África. La confrontación directa entre ambos califatos, sin embargo, fue excepcional. La guerra se desarrolló fundamentalmente a través de intermediarios que se prestaban a ello a cambio de las recompensas o sobornos recibidos y la legitimidad que les confería el hecho de ser representantes califales. Fue por medio de estos intermediarios que los Omeyas trataron de establecer un protectorado en el norte de África que les permitiera controlar las rutas que traían esclavos y oro desde el interior del continente. Solo lo consiguieron hasta cierto punto, ya que los fatimíes resultaron ser un hueso duro de roer. La amenaza que representaban no se debilitó hasta finales del siglo X, cuando la corte fatimí se desplazó al Egipto recién conquistado. Aunque el califato omeya tuvo poco tiempo para disfrutar de ese respiro antes de desaparecer.

Luchas de poder aparte, existe un curioso paralelismo entre los fundadores de la dinastía Fatimí y la dinastía Omeya de al-Ándalus, que incluso podría extenderse al fundador de los idrisíes, los terceros en discordia en esta larga disputa por el control del noroeste del continente africano. Todos ellos se vieron forzados a escapar de Oriente para refugiarse en el lejano oeste, el Finis Terrae del mundo musulmán. Los viajes de esos tres fundadores de imperios en busca de un espacio en el que poder desarrollar sus proyectos políticos y religiosos están envueltos en el mito y la leyenda, y sería complicado dilucidar hasta qué punto son veraces los relatos que nos han llegado de sus andanzas, pero es indiscutible que consiguieron establecerse en Occidente y alcanzar allí la relevancia que se les había negado en las tierras centrales del Islam.

Al menos en el caso de fatimíes y Omeyas hubo otra coincidencia: tanto Abd al-Rahman I como Ubayd Allah al-Mahdi fueron precedidos por mensajeros que les allanaron el camino. En el caso de Abd al-Rahman I fue el liberto Badr quien recabó los apoyos de los clientes Omeyas instalados en al-Ándalus, permitiendo el desembarco posterior de su príncipe, y en el de Ubayd Allah al-Mahdi es el misionero Abu ҅’Abd Allah quien realiza una larga campaña de propaganda entre los beréberes Kutama hasta que logra derrotar a los aglabíes, creando un reino al que ya solo le faltaba el mesías que debía dirigirlo. Y aunque Ubayd Allah al-Mahdi estuvo lejos de satisfacer estas expectativas mesiánicas, la dinastía que creó acabaría por sobrevivir ampliamente a la omeya.

Es en este contexto de consolidación del Estado andalusí y enfrentamiento entre un califato suní y otro chiíta donde he querido situar las andanzas de Dihya y Álvaro. Ambos personajes y las acciones que protagonizan son ficticios, pero no así las circunstancias que les rodean. La familia de Dihya forma parte de ese mundo de pequeños señores andalusíes que buscaban la independencia de Córdoba, por la que se sentían olvidados y discriminados. Álvaro de Monterrubio es, por su parte, un residuo de la sublevación encabezada por el más exitoso de los caudillos que se alzaron contra el emirato omeya: Ibn Hafsun. Algunos de los lugares que visitan son también ficticios, al igual que los acontecimientos en los que acaban viéndose envueltos. Movimientos similares se produjeron antes y después de las fechas en las que sitúo la trama de esta novela y con frecuencia fueron alentados por soberanos rivales de aquellos que tuvieron que combatirlos.

Respecto a la denominación de los distintos lugares en los que transcurre la novela, para evitar confusiones he optado por utilizar los nombres actuales salvo cuando no existe una equivalencia directa, como sucede por ejemplo con Ifriqiya, que comprendía los territorios que actualmente forman Libia, Túnez y el este de Argelia.

Como ya he indicado, hay una gran dosis de imaginación en esta novela, pero también he consultado un buen número de obras para documentarme sobre la época. Animo al lector a que acuda a alguna de estas obras, sobre todo en relación con los fatimíes, puesto que la figura de Abd al-Rahman III es mucho mejor conocida en España gracias a historiadores como Maribel Fierro o Eduardo Manzano. En ese sentido recomiendo The rise of the Fatimids, de Michael Brett, y The empire of the Mahdi, de Heinz Halm, dos excelentes formas de asomarse al ascenso de una dinastía que provocó una auténtica revolución dentro del Islam medieval.