Una esperanza nueva
Cabalgaron toda la noche. Con las primeras luces llamaron a las puertas del ribat. El sirviente medio dormido que les abrió pidió enseguida noticias; ellos contestaron con ambigüedades, sin comprometerse. Cambiaron el caballo de Jamil por dos caballos de refresco y escogieron un guía entre los que se ofrecieron voluntarios. Un hombre serio, silencioso, que conocía la región como la palma de su mano.
Solo al marcharse Dihya contó a los defensores del fuerte lo que había sucedido en realidad, para que decidieran si preferían marcharse o defender el ribat de los fatimíes. También les encargó que enviaran aviso a Dar al-hijra del resultado de la batalla, para que allí también tuviesen la opción de elegir. Lo que no hizo fue confesar que ella y al-Asayy eran unos farsantes, pues tuvo miedo de despertar la ira de los que habían sido sus seguidores si revelaba la verdad.
El viaje duró varios días. De tanto en tanto su acompañante se subía a una roca o a una loma y allí permanecía en cuclillas, como una rapaz sin alas, vigilando los caminos, acechando las señales de la presencia enemiga. Cuando estaba convencido de que no corrían peligro salían del refugio en el que estaban cobijados para reemprender la marcha hacia el sur. Era el camino que él proponía y ninguno de los primos se había opuesto. Se dejaban llevar. A lo sumo, si estaban exhaustos, pedían un descanso que el hombre les concedía sin rechistar, pero por su actitud mientras duraban los descansos era evidente que consideraba arriesgado hacer paradas durante el día. En todo el viaje prácticamente no les dirigió la palabra. No era tartamudo, sin embargo aparentaba haber despreciado el don de la palabra en algún momento de su vida, como si hubiera llegado a ser un estorbo para él.
El poeta, en cambio, hablaba continuamente. Sus discursos tenían una cualidad alucinada y Dihya temió que hubiese perdido la razón. A veces hablaba como el mesías que había fingido ser, otras repasaba su vida desde la infancia sin ahorrarse ningún detalle escabroso. A pesar del tiempo que habían pasado juntos era mucho lo que Dihya desconocía sobre su primo y a lo largo de aquellos días acabó por echar de menos su ignorancia de antaño. Al-Asayy estaba desnudando su alma y ella se sentía igual de espantada que si estuviera desnudando su cuerpo. Hubiera querido taparse los oídos para interrumpir aquella febril, inacabable confesión, pero era imposible. Lo único que podía hacer era esperar a que se quedase satisfecho.
Y al fin ocurrió. Una mañana, cuando los gestos del guía les indicaron que ya estaban cerca del destino que consideraba apropiado para esconderse de los fatimíes, al-Asayy suspiró largamente antes de articular el último de sus lamentos:
—¿Qué habrá sido de mi discípulo? ¿Qué le habrán hecho?
—Es solo un muchacho, no le harán nada malo —contestó Dihya, aun siendo consciente de que lo más probable era que se equivocase.
Al-Asayy asintió, callándose de improviso y sobresaltando con ello a Dihya, tan acostumbrada estaba a escuchar el rumor monótono de su voz. Ahora tenía la sensación de que el silencio la envolvía como una bruma pegajosa, permitiendo que prestara atención a sus propios pensamientos.
Habían cruzado un canal seco en el que se amojamaban las carroñas de varias ovejas descarriadas, atraídas por el recuerdo de que allí hubo alguna vez agua. Un paso en medio de las montañas constituía la antesala de una amplia llanura. Y en la llanura dos cerros que se miraban frente a frente, como esfinges erosionadas, y una depresión entre los cerros donde crecían las palmeras.
—Al-Aghouat —dijo su guía, las primeras palabras que le escuchaban desde que había levantado la mano ofreciéndose a acompañarles.
El oasis estaba casi deshabitado. Un conjunto de casas de barro ocupaba el centro del palmeral, si bien la mitad o más estaban vacías. En el borde del oasis habían plantado sus tiendas unos pastores nómadas que evitaban todo contacto con los ocupantes de las casas. No descubrieron ninguna otra cosa, excepto un pequeño pantano plagado de mosquitos. Al-Asayy insistió en subir a la cumbre de uno de los cerros gemelos para hacerse una idea más clara de dónde les había llevado el guía y Dihya subió con él a regañadientes. Hacia el norte y el este se extendía un panorama de elevaciones montañosas, las mismas que acababan de atravesar. Y por el sur y el oeste era el desierto el que se dilataba sin una sola interrupción, sin una mancha de origen vegetal o mineral que corrompiese su pureza, hasta alcanzar un horizonte confundido con el azul impecable del cielo. Se encontraban en la frontera norte del Sáhara, y al verlo con sus propios ojos, después de haber escuchado tantas descripciones de segunda mano, se daban cuenta de que las áridas mesetas que recorrieron con anterioridad, por muy inhóspitas que les pareciesen entonces, en realidad no eran sino un débil sucedáneo del verdadero desierto.
—Este debe ser el confín de la civilización —dijo el poeta sentenciosamente, como un explorador certificando que ha llegado al final de su viaje—. A partir de aquí comienza la barbarie.
«¿Y hay personas que viven ahí? —se maravilló Dihya—. ¿Cómo es posible?»
Sintió una espantosa nostalgia de al-Ándalus y de su antigua vida. La desolación que experimentaba era algo imposible de abarcar, algo que pugnaba por romper las costuras de su piel y expandirse fuera. Le faltaba el aire, tenía dificultades para respirar. Allí, delante de la insoportable indiferencia del Sáhara, supo que había llegado al límite de sus fuerzas.
—Necesito irme a dormir —dijo, aturdida por el ansia de derivar rápidamente hacia la inconsciencia.
—Tendremos que ocupar una de las casas vacías.
—Hagamos lo que sea. Pero necesito dormir.
El despertar llegó demasiado pronto. No estaba segura de cuántas horas había dormido. Muchas, seguramente. Tal vez hubiera transcurrido más de un día entero. Dentro de la choza vibraba una penumbra polvorienta que apenas parecía distinguirse de la oscuridad nocturna, pero no lograba ocultar la fealdad de la choza ni su estado de deterioro.
Al-Asayy estaba sentado en el exterior, comiéndose unos dátiles. Antes de que se lo contase, Dihya comprendió que el guía se había marchado sin decir adiós.
—¿Qué vamos a hacer?
—Yo qué sé. Descansar. Comer. Es un lugar tranquilo. Nadie va a molestarnos.
—¿Se ha llevado los caballos?
—Solo el suyo.
—Más tarde o más temprano tendremos que irnos. Los fatimíes no van a renunciar a encontrarnos. Si nos quedamos quietos nos atraparán.
—Tú puedes irte cuando quieras.
—¿Y tú?
Al-Asayy se encogió de hombros.
—Una mujer joven es igual a otra mujer joven. Si eres cuidadosa con tus mentiras podrás establecerte en el sitio que te plazca sin provocar sospechas. Mi caso es muy distinto. ¿Cómo voy a disimular que tengo media cara destrozada? Tendría que irme lejos, muy lejos, para estar a salvo. Donde nunca hayan oído hablar de mí o donde los fatimíes no tengan ninguna influencia.
Tiró el hueso de uno de los dátiles a tanta distancia como le fue posible, estableciendo un paralelismo con el futuro que le aguardaba.
—Maldito sea Aslam y maldita sea su estirpe. Llegué a creer que me esperaban multitud de cosas extraordinarias y maravillosas, con permiso de Dios. Pero era una ilusión, por supuesto, como un horóscopo erróneo que anuncia lo que no ha de suceder. Todo lo que obtuve de Aslam fueron hambre y turbaciones.
—Él tampoco salió bien parado.
—¿Qué dices? Murió de muerte natural, pacíficamente, tal como podría haber muerto en Córdoba si se hubiese quedado allí. Además, todos los perjuicios que sufrió eran consecuencia del plan que quiso poner en práctica, por lo tanto le correspondía padecerlos. Pero yo iba a ser el poeta de Musa ibn Abi’l-’Afiya. ¿Quién había en Fez con talento suficiente para disputarme el puesto? Ninguno. El puesto y sus beneficios ya eran prácticamente míos. Sin embargo Aslam se cruzó en mi camino y aquí me tienes.
«Eres un fantasioso —pensó Dihya—. Pero qué más da, si eso te consuela».
La fecundidad del oasis parecía haber vuelto perezosos a sus habitantes, que pasaban ocultos la mayor parte del día, sin dedicarse a ninguna tarea reconocible. Y entre dichos habitantes, los hombres habían adquirido la categoría de criaturas míticas cuya existencia era objeto de especulaciones sin cuento. Si se veía a alguien hilar o recolectar dátiles, o sangrar una palmera para obtener el jugo que, una vez fermentado, se transformaría en un dulzón licor, se trataba invariablemente de una mujer con el cutis tan descolorido como sus ropas. Por ello le llamó la atención a Dihya ver a un hombre que vagabundeaba sin rumbo por el oasis, revisando con curiosidad los recipientes que recogían el jugo de las palmeras.
—Ayer le vi por primera vez, mientras dormías —informó al-Asayy—. Anda por ahí sin mezclarse con nadie, como si él también fuese extranjero.
La silueta le resultaba familiar, aunque desconocía la razón. Dihya se puso en pie para verle mejor y al hacerlo atrajo el interés del hombre. Se detuvo al instante, mirándolos con fijeza, y pudieron escuchar cómo lanzaba un grito de sorpresa. Comenzó a andar hacia ellos dando grandes zancadas y los primos, asustados, estuvieron en un tris de salir corriendo. Pero cuando ya estaba a pocos metros de distancia bajó el sucio velo que le tapaba la nariz y la boca, y ella gimió conmocionada al descubrir que se trataba de Álvaro.
—¡Que Dios se apiade de mí! ¿Tú? ¡Si habías muerto!
—No del todo.
Había cambiado. Estaba mucho más moreno que antes y las arrugas destacaban en su rostro como surcos esperando el día de la siembra.
—Parece que las cosas no han salido tal como las planeaba Aslam —dijo tras haber examinado de cerca a los primos.
—No, por Dios, desde luego que no. Pero, ¿y tú? ¿Qué haces aquí? ¿Qué te sucedió?
—Es largo de contar. El destino me ha hecho dar muchas vueltas para dejarme aproximadamente igual que estaba. En cuanto a la razón de que me encuentre aquí, la verdad es que tiene bastante que ver con vosotros. Al-Aghouat está bastante aislado, pero recibe viajeros y pequeñas caravanas con cierta frecuencia. Pensé que era un buen lugar para enterarme de cómo progresaban los proyectos de Aslam sin exponerme.
—¿Exponerte? —preguntó al-Asayy—. ¿A qué?
—Bueno, no desaparecí por casualidad, eso te lo aseguro. Hay gente a la que le encantaría ponerme la mano encima.
A partir de aquel momento cada uno comenzó a desgranar su historia, explicando las causas de su separación y qué les había sucedido desde que se separaron. Tras perderse en el desierto Álvaro había seguido a los cagajones de camello en su lento viaje, impulsados por los caprichos del viento, hasta que el segundo día divisó la charca en la que habían descansado los tres antes de que les alcanzase la tormenta de arena. A partir de ahí fue capaz de llegar a un pueblo cercano a Sijilmasa, pese a que la sed y las insolaciones casi acabaron con él. Y durante la convalecencia tuvo tiempo de meditar largo y tendido acerca de las consecuencias que tendría para sus planes la desaparición de Ibrahim, rodeado por recelosos campesinos que no estaban seguros de si debían cuidarle o asesinarle, y que al final resolvieron echarle del pueblo en cuanto fue capaz de sostenerse sin ayuda.
—Así que todo fue culpa del cabrón de al-Makhtum —dijo el poeta cuando Álvaro terminó de hablar—. Si tú hubieras estado con nosotros quizá habríamos ganado la batalla y hoy yo sería rey en Tahert.
—Puede que sí o puede que no. Al-Makhtum es un mal general, pero yo tengo muy mala suerte.
—Tampoco la suya fue muy buena.
Álvaro se rascó la mejilla con los dedos; dos de ellos estaban torcidos a causa de fracturas mal curadas.
—Es una lástima que Aslam muriera inesperadamente. Me hubiese gustado leer la crónica que tenía la intención de escribir.
—Pues ya no la escribirá nunca.
—Podrías escribirla tú —terció Dihya.
—Ahora mismo tengo otras prioridades, prima querida. Sobrevivir, por ejemplo.
Álvaro dio un respingo, al mismo tiempo que Dihya se volvía enfadada hacia el poeta.
—¿Prima?
Al-Asayy explicó con voz cansada:
—Dihya y yo no somos hermanos. Somos primos, y viajamos juntos porque no nos ha quedado otro remedio.
—Entonces nos engañasteis desde el principio.
—Fue un engaño inocente. El engaño que puso en marcha Aslam fue mucho menos inocente y tuvo consecuencias mucho peores para los engañados.
La tarde transcurrió apaciblemente. Intercambiaron recuerdos y chismes. Al-Asayy hizo algunas bromas e improvisó un poema. Con la llegada del crepúsculo Álvaro encendió una hoguera, y al contemplar el cielo dándose la vuelta para enseñar su forro estrellado experimentó la satisfacción de haber vuelto a la normalidad después de un largo periodo de turbulencias. De alguna forma, ya no tenía la impresión de estar yendo a la deriva, como aquellos cagajones que fueron su salvación.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Dihya de improviso, expresando lo que sus compañeros masculinos no se habían atrevido todavía a plantear.
—Yo tengo que esperar —dijo Álvaro—. Por lo menos seis meses, para que se olviden de mí. Después regresaré a Sijilmasa.
—¿Y por qué volver a Sijilmasa?
—Me dejé allí algo —explicó el cristiano, sin dar más detalles—. Algo que quisiera recuperar.
No había revelado a nadie la localización de los tesoros enterrados. Debían estar aún bajo la arena, aguardando a que los rescatasen.
—¿Y vosotros? ¿Qué pensáis hacer?
—Huir a Fez, supongo.
—Es un largo camino. Y peligroso. Será difícil que lleguéis con vida, a no ser que yo os escolte.
—¿Lo harías? —se animó Dihya.
—Claro. No pienso pasarme aquí esos seis meses de los que os hablaba. Me moriría de aburrimiento.
Ella sonrió de una forma que hizo que Álvaro se sonrojase. Para encubrir su azoramiento agregó:
—Y luego podría ir a buscar a al-Makhtum para saldar las cuentas que tenemos pendientes. Se habrá metido en su escondrijo de siempre, no tiene suficiente imaginación para probar otro.
—Si le encuentras, dale una puñalada de mi parte. ¿Te acordarás, verdad?
—Naturalmente.
Al poeta se le escapó un suspiro. Se le veía bastante cansado.
—En fin. Ninguno hemos obtenido lo que deseábamos. Ni nosotros, ni tú, ni Aslam. Ni siquiera al-Makhtum, aunque en su caso no lo lamento.
—Como dice el refrán: «Cada uno consigue lo que está escrito» —aportó Dihya.
—Aún estamos vivos —dijo Álvaro. Pese a los reveses sufridos, no perdía la ilusión de encontrar la manera de perjudicar a Abd al-Rahman III—. Y mientras hay vida, hay esperanza.
—Tal vez sí —aceptó al-Asayy, poniéndose de pie—. Me voy a dormir. Ahora soy yo el que necesita un buen descanso. Han sido días duros, muy duros.
Se quedaron los dos solos, en el umbral de la choza. Al principio no se dijeron nada, simplemente disfrutando de la agradable temperatura y de la visión de las estrellas que ocupaban el cielo como oro espolvoreado sobre un manto de terciopelo. Luego Dihya preguntó:
—¿Sigues odiando al califa?
—Nunca dejé de odiarle. He peleado contra los Omeyas desde que tengo uso de razón y soy demasiado mayor para cambiar de costumbres.
—Antes le servías.
—Fingí servirle. Ya no tengo que disfrazar mis sentimientos. No hace falta.
Dihya cerró los ojos, apreciando cómo la brisa acariciaba su piel. Era extraño, teniendo en cuenta lo angustiada que se sentía el día anterior, pero de pronto notaba que estaba saboreando el momento.
—Al menos nuestras cadenas se han roto. Somos libres.
—Algunas —replicó Álvaro—. Somos como somos y esas cadenas no serán tan fáciles de romper.
—Creo que yo podría hacerlo. No soy la misma que era; me temo que me he convertido en una mujer que escandalizaría a aquella que fui. ¿Y tú?
Él bajó la mirada.
—¿Alguna vez has tenido la impresión de que tu vida ya ha terminado aunque continúes viviendo?
La expresión de Dihya le dio la respuesta, pero Álvaro continuó de todas formas:
—Yo tuve esa impresión cuando me vi obligado a abandonar a los hafsuníes. A partir de entonces me he sentido incompleto, sin importar lo que hiciera. Todo me parecía una farsa hasta que decidí perseguir a Abd al-Rahman. Y así es como ha de ser. Soy como la espada en la forja: mientras está en las brasas es todavía moldeable. Luego se sumerge en el agua y adopta la forma que tendrá para siempre.
—Una espada puede volver a forjarse.
—¿Y yo? ¿Crees que a mí también podrían volver a forjarme?
La mueca de Álvaro era triste. Sabía que, incluso recuperando los tesoros, difícilmente alcanzaría el objetivo al que había consagrado su vida. A lo sumo llegaría a molestar brevemente a Abd al-Rahman, como una mosca que se posa en su plato y reemprende enseguida el vuelo.
—Dios lo sabe.
Álvaro revolvió en sus ropas para sacar un pedazo de pergamino que Dihya conocía bien.
—Fíjate, aún conservo el amuleto que me diste.
—¿Lo ves? Te dije que te protegería de los peligros. Y lo ha hecho.
Ella le contemplaba con fijeza. A Álvaro, nervioso, solo se le ocurrió murmurar para defenderse de aquel grato acoso:
—Tienes ojos de gacela…
Con una risita, Dihya se levantó para ir a por agua. Tenía sed. Reparó en que Álvaro la seguía con la mirada y experimentó el anhelo de poseer un espejo en el que mirarse. Se recordaba macilenta, consumida: una mujer seca. Se preguntó si la libertad habría hecho el milagro de reverdecer su carne, castigada por los desastres de los últimos tiempos.
Al volver con el odre se sentó a su lado. Álvaro parecía abatido. Dihya le revolvió los cabellos y el cristiano esbozó una pálida sonrisa. Se inclinó hacia ella, la besó. Sus incisivos chocaron al tiempo que Dihya se daba cuenta de que no quería protestar ni apartarse. Él la estrechó contra sus costillas; un abrazo tan fuerte como los que recibía de Karim. Halló aquel calor que había echado de menos, el volver a sentir un corazón palpitando junto al suyo. No intentó resistirse. Él rozó su cuello con los labios. Sus manos paseaban por su cuerpo, del talle a los senos, del costado a las mejillas. Caricias como alondras que la rozaban con las alas.
«He padecido tanta tristeza… ¿Por qué negarme un poco de consuelo?».
Sus pensamientos giraban como un torbellino atrapado dentro de su cráneo. Estaba confundida, asustada de su libertad. Asustada de los deseos que despertaban en su interior.
«Lo necesito —se dijo con firmeza—. No puedo acobardarme ahora».
Ella le tomó de la mano. Había otra casa vacía en los alrededores. Una estera rota en medio del suelo, donde se tumbó. El suelo bajo la estera era duro, había pequeñas piedras escondidas bajo la lana que se clavaban en los omoplatos de Dihya.
La hoguera menguaba rápidamente en el exterior. Solamente quedó la luz de la luna para guiarles. Ella cogió sus manos, las colocó sobre sus senos. Allí permanecieron tumbadas, como grandes insectos adormecidos, hasta que cobraron vida de repente.
—Despacio —dijo ella.
Álvaro estaba impaciente por penetrarla. Consiguió contenerse durante unos instantes, pero luego separó las piernas de Dihya y se abalanzó hacia la dulzura recién descubierta con un gruñido. Un espasmo de dolor la sacudió. Había transcurrido mucho tiempo desde Karim y, de todas formas, su cuerpo se había marchitado, se había entumecido durante los meses anteriores. Sin embargo tuvo la sensación de que el calor de Álvaro devolvía la flexibilidad a sus miembros, traía de vuelta la sensibilidad que había huido de su piel.
Tal vez el deseo colaborase. Un deseo que la partía por la mitad, tan fuerte era. Una ola de emociones reprimidas que lo arrastraba todo a su paso. Y el deseo crecía, alimentándose a sí mismo, licuando su carne. Ahora que la fogata se había apagado, era el cuerpo de Dihya el que ardía. Ya no tenía miedo. Ya no estaba asustada.
Echó la cabeza hacia atrás. El grito fue breve, agudo, como el chillido de un águila. Álvaro contestó gimiendo roncamente. Y luego se tendió a su lado y los dos contemplaron juntos el estropeado techo de la choza, oyendo cómo los caballos arañaban la tierra con sus cascos.
—Los hemos alarmado.
—Sí.
Se rieron. Después se buscaron con las manos, rozándose con las puntas de los dedos, hasta que Álvaro extendió un brazo para que ella apoyase la nuca y dijo:
—Ven a Sijilmasa conmigo. No te he contado lo que hice allí, pero el hecho es que obtuve unas buenas ganancias. Si consigo recuperarlas ya no tendrás que temer nunca más la pobreza.
—¿Y mi primo?
—¿Te sientes responsable de él?
—Cuidó de mí después de que asesinaran a mi marido.
—Está bien. Iremos primero a Fez, si es lo que él quiere.
Álvaro se movió para rodearla con el brazo libre.
—Quizá tendría que olvidarme de los Omeyas. ¿Para qué malgastar los años que me queden en una lucha imposible? En Sijilmasa oí hablar de muchos lugares que me gustaría conocer en persona. Sospecho que la mitad de lo que me contaron es mentira y la mitad restante un cúmulo de exageraciones, pero aún así…
—El único lugar al que realmente me gustaría ir es a mi antiguo hogar —suspiró ella—. Pero no puedo volver.
—No, no podemos volver a al-Ándalus. Esa puerta está cerrada para nosotros. Sin embargo hay otras posibilidades. Audoghast, y si no nos agrada, el reino de Ghana. He oído que es un lugar de riquezas fabulosas, aunque muy pocos han traspasado sus fronteras.
—¿Y qué haríamos nosotros en un reino prohibido?
—No lo sé. Algo se me ocurrirá.
Hubo un largo silencio cuando Álvaro se cansó de enumerar los lugares a los que podían ir. Luego cerraron los ojos con una sonrisa en los labios y el corazón henchido de esperanza, y los sueños de la cálida noche en el oasis se confundieron con los vuelos de su imaginación como si se tratase de un único sueño que se multiplicara misteriosamente en sus cabezas.