La sangre de los fieles
Los tres túmulos yacían en las aisladas lomas que se asomaban sobre el cauce del Wadi Minas. Las bases rectangulares estaban recubiertas de sillares y alcanzaban los cuatro metros de altura. Por encima de ellas se elevaban unas estructuras parcialmente destruidas, en forma de pirámide escalonada, con unas dimensiones más que notables a pesar de su deterioro. Al acercarse, Aslam bajó apresuradamente de su caballo y subió apoyado en su bastón a la loma que soportaba la estructura de mayor tamaño. Había estado quejándose de dolores en el pecho durante el viaje, pero la visión de los túmulos había hecho que se olvidase momentáneamente de sus dolores e incluso de la conquista de Tahert.
—Está oscureciendo —dijo al-Makhtum, haciendo caso omiso de lo que sin duda consideraba una excentricidad más del funcionario omeya—. Acamparemos aquí, con el río a la espalda para que nos sirva de defensa.
La orden circuló a lo largo del ejército, que comenzó a desplegarse por las colinas. Dihya volvió a maravillarse con la magnitud que había adquirido. Los correos enviados por Aslam para excitar a los bereberes a la lucha contra el califa al-Mahdi habían traído a una multitud de gentes que corrieron presurosas junto al poeta después de que les leyeran las misivas escritas por el anciano. Con el paso del tiempo se habían vuelto más arriesgadas sus afirmaciones y más extravagantes sus promesas. Aslam ya afirmaba abiertamente que al-Asayy libertaría la Piedra Negra, donaría sumas de dinero a los musulmanes piadosos para que pudiesen realizar el hajj cuando les apeteciera e iría a los países de los idólatras cristianos con una poderosa armada para hacer que adoptasen el islam sus reyes, los cuales, una vez convertidos a la verdadera fe, gustosamente entregarían sus coronas a al-Asayy para que reinase sobre el mundo entero.
Mientras acampaban apareció de improviso un jinete desconocido que disparó una flecha contra uno de los grupos que montaban las tiendas. Fue contestado por docenas de flechas, lanzadas sin necesidad pues el jinete, después de darse a conocer, había dado media vuelta y galopado hasta perderse en la creciente oscuridad. Su presencia intranquilizó a al-Makhtum, aunque a duras penas podía contar con sorprender a los defensores de Tahert marchando con un ejército tan nutrido y ruidoso.
—Espero que ese jinete, que Dios le confunda, no vaya a avisar a los fatimíes de que estamos en las proximidades de Tahert —dijo.
—Seguro que ya lo saben —apuntó al-Asayy, sin que le oyera—. Los fatimíes utilizan palomas mensajeras para transmitir noticias con gran rapidez.
—Pero ninguna escapó del ribat que asaltamos —dijo Dihya—. Al menos yo no vi que escapara ninguna.
—Se habrán enterado por otros medios. No nos hemos esforzado demasiado en pasar desapercibidos, ¿no crees?
Todos callaron al ver que se aproximaba Ibn Manad, el líder otra facción bereber, para discutir algunos aspectos de la distribución del campamento. El hombre, alertado por el súbito silencio, contrajo sus rasgos en una mueca de fastidio. No hizo ningún comentario fuera del reparto de las provisiones y la leña, pero Dihya se preguntó si sospecharía acerca de las intenciones últimas de Aslam y al-Makhtum. Unas noches atrás un muchacho, antiguo pastor de cabras, que pretendía convertirse en discípulo de al-Asayy, les había contado que los líderes de media docena de tribus se reunían en secreto para parlamentar cada madrugada. Pero cuando transmitieron la información a Aslam, no halló razón alguna para inquietarse, argumentando que no había nada que temer mientras se les entregaran regalos a los líderes de las tribus y subsidios en general a sus componentes, así fueran muy inferiores a los que percibían los Banu Asafu.
El anciano regresó tarde de los túmulos, tosiendo ásperamente y tan encorvado como una caña de pescar, pero contento por lo que había descubierto. Dijo que allí se encontraba una piedra con una inscripción en latín que él había descifrado aproximadamente, atribuyéndosela a un tal Salomón, un general romano que había conquistado la región cuatrocientos años antes en favor del emperador Justiniano. En cuanto a las tumbas en sí, afirmó que eran más antiguas que la piedra y que probablemente albergaban los restos de príncipes bereberes con un raro interés por perpetuar la memoria de su paso por la tierra.
«Tuvieron que ser grandes hombres —pensó Dihya—. Ellos y el general romano que aprovechó su fama para apuntalar la suya. Sin embargo lo único que queda de esos príncipes y de su gloria son unas piedras polvorientas y abandonadas. De nosotros no quedará ni siquiera esa huella. Todo esto se esfumará y nadie recordará lo que fuimos o lo que hicimos».
El campamento comenzaba a aquietarse, según las tiendas acababan de ser montadas y hombres y animales, exhaustos por las duras condiciones de la marcha, iban cayendo dormidos uno detrás de otro. Los que carecían de tienda se echaban simplemente en el suelo arrebujados en sus capas, como cadáveres que aguardasen el momento de la sepultura. Las fogatas que habían servido para cocer el pan iban disolviéndose en perezosas columnas de humo y bajo la luz de la luna los túmulos parecían tan cercanos que daban la impresión de estar al alcance de la mano.
En medio de la confusión había un islote de calma, en el lugar donde descansaban los líderes de la revuelta. Era una calma relativa, pues los intentos de al-Makhtum para redistribuir el poder en la confederación de los Zanata valiéndose de su influencia sobre Aslam no estaban siendo bien recibidos. Aprovechaba cualquier ocasión para reanudar sus intentos de forzar a las facciones menores a aceptar su liderazgo y estas, sintiéndose vejadas, amenazaban con retirarse a sus lugares de origen. Aslam tenía que mediar en las discusiones, manejando a los testarudos líderes como un prestidigitador manipulando sus frascos, hasta que se iba lleno de enojo, harto de escuchar demandas imposibles de satisfacer.
—Ojalá estuviéramos siempre en movimiento —dijo el anciano con voz tensa—. Cada vez que nos detenemos estos malditos se ponen a discutir como mujeres celosas y por Dios que me gustaría poder cortarles a todos la lengua y dárselas de comer a las cabras para que paren de una vez.
Y luego, como siempre, sus ojos pitañosos se volvieron hacia al-Asayy y Dihya.
—Mañana haréis una demostración. Algo para enardecer a los soldados antes de que ataquemos Tahert. Pero, ¿qué puede ser? Dios mío, ¿qué puede ser? Mi cabeza es como un pozo que los bandidos han llenado de piedras; se está quedando seca.
«Ten cuidado con lo que nos propones —pensó Dihya—, no sea que alarmes más de lo que están a los jefes de las tribus».
Se fue a la tienda de pelo y lana que habían montado los esclavos para descansar. Al-Asayy llegó media hora después. Cenaron solos, comiendo sin apetito los insulsos purés que constituían toda su dieta. A Dihya ya no la atormentaba el hambre. Su estómago había acabado por encogerse en respuesta a las penurias a las que era sometido y se conformaba fácilmente. En cambio el poeta echaba chispas mientras describía el banquete con el que al-Makhtum celebraba por anticipado sus éxitos.
—El muy cerdo me ha hecho estar con él un buen rato para que le viera cebarse, sabiendo que yo paso hambre desde hace meses. Pero lo que no sabe es lo poco que le queda.
—¿A qué te refieres?
—Al-Makhtum está igual de contento que un niño en el día de su circuncisión, creyendo que tiene Tahert en su bolsillo. Incluso ha olvidado ya la pérdida de su hijo: anda fanfarroneando de que tomará nuevas esposas y las dejará preñadas a fin de tener herederos. Sin embargo Tahert será su tumba. Antes de que pueda apropiarse de la victoria yo me adelantaré atribuyéndome todo el mérito. Y cuando el ejército me aclame acusaré de traidor a al-Makhtum. Le pillaré tan desprevenido que no será capaz de defenderse. En cuanto a Aslam, no le quedará más remedio que apoyar mi acusación so pena de que le ejecuten a él también.
—¿De veras vas a hacer eso? —se escandalizó Dihya—. ¿Eres consciente del riesgo que vas a correr?
—No correré ningún riesgo si escojo el momento adecuado, prima querida. Por supuesto tendrá que ser cuando me rodeen solamente personas que me sigan a mí y los Banu Asafu estén dispersos y ebrios a causa del triunfo. Además, con los odios que ha levantado al-Makhtum entre los Zanata, ¿qué crees que harán los demás jefes tribales? Yo te lo diré: serán los primeros en ofrecer sus espadas para cortarle la cabeza al gordo cabrón.
El poeta calló de improviso, al tiempo que el color huía de sus mejillas. Se oían los pasos de alguien fuera, acercándose. El desconocido silbó suavemente para anunciarse y al-Asayy se relajó en el acto. Era el pastorcillo que últimamente buscaba la compañía del poeta. El jovencito solía pasarse los días haciendo recados por el campamento, así que nadie veía extraño que corretease de tienda en tienda ni le preguntaba qué estaba haciendo.
—Eres tú —dijo al-Asayy, invitándole a entrar—. Me has dado un susto de muerte.
A Jamil no se le veía por ninguna parte. Tal vez hubiera decidido sumarse al banquete organizado por al-Makhtum.
—Mis amigos me preguntan si me he vuelto loco —dijo el jovencito—, porque hay veces que me pongo a rezar sin dejarlo ni un solo momento.
—Haces bien.
Al-Asayy le cogió la cabeza y le besó entre los ojos, imitando los besos iniciáticos empleados en las ceremonias sufíes. Sin embargo Dihya había visto con anterioridad que su primo le metía la lengua en la boca al muchacho y dedujo que aquel beso, casi inocente, se debía únicamente a que ella estaba allí, estorbándolos.
«Desde que lo conozco persigue con afán a las mujeres —pensó—, pero me pregunto si es realmente eso lo que le agrada».
Salió de la tienda, molesta. Y allí se encontró con un hombre harapiento que había venido con el jovencito y que esperaba pacientemente en el exterior como un criado. Estaba flaco como un esqueleto revivido por arte de magia y tenía los pies ensangrentados. Al ver a Dihya el gris semblante se iluminó con una sonrisa traviesa. A ella también le provocó una reacción verle; algo se agitó en sus entrañas, haciendo que sintiera náuseas.
La locura brillaba en los ojos del hombre. Y su sonrisa tenía un sesgo perturbado que hacía casi insoportable contemplarla. Revolvió la colección de andrajos que llevaba puestos para mostrar el mango del puñal escondido debajo de capas y capas de ropa. Lo señaló con el dedo índice, riendo.
—Me lo quitaron todo, profetisa, pero esto lo conservé. Es mi regalo para Jamil. Pronto se lo entregaré. Muy pronto.
Dihya se sobresaltó al identificarle. Se trataba del soldado que había intentado violarla, al que Jamil había castrado. De repente echó de menos a los guardias que habitualmente la escoltaban. Su soledad de entonces suponía libertad pero también indefensión.
Por suerte el pastorcillo se fue enseguida de la tienda. Echó a correr como era su costumbre, adquirida a causa de la necesidad de hacer a toda prisa los recados que le encargaban. El hombre se puso a andar siguiendo los remolinos de polvo que levantaban las sandalias del jovencito, demasiado lento para alcanzarlo, pero empeñado en hacer el intento. Solamente se paró un segundo para examinar un montón de cenizas. Y tras recoger un cordón medio quemado continuó caminando, encogido, desfigurado por el montón de harapos que envolvían su cuerpo hasta convertirlo en una silueta irreconocible.
Poco antes de romper el alba, el almuecín del ejército, al que habían escogido por su potente voz, se subió al pie de uno de los túmulos para pronunciar la llamada a la oración, lanzando sus ecos contra las colinas de modo que las devolvieran magnificados. Cuando se apagaron estos ecos las lomas reverberaron con los gruñidos de los animales y los chillidos de los hombres que llamaban a sus amigos para encontrarse y desayunar en la precaria luz del amanecer. Una sensación nueva espoleaba a la multitud; la ilusión de estar próximos al logro de grandes cosas.
Una blanca neblina se expandía entre las lomas como un velo desgarrado. Las fogatas fueron transformándose en columnas de humo que se unían a la niebla y luego fueron apagadas bruscamente, pese a que los hombres aún experimentaban el anhelo de calentarse. Un frío húmedo subía desde el río, o quizá era exhalado por las tumbas, como afirmaban los supersticiosos. Por primera vez Dihya se sintió agradecida por ir vestida con una capa de basto sayal. No tendría otras cualidades, pero al menos era cálido.
A la luz cruda de la mañana, el aspecto de Aslam era desolador. Tenía el rostro grasiento de sudor y surcado por las huellas de una noche en vela. El poco cabello que le quedaba aparecía seco y quebradizo. Sus ojos, normalmente alerta, estaban velados por el sufrimiento; incluso las instrucciones que le daba a al-Asayy sonaban apagadas, mustias.
—Eso es todo —concluyó—. Haz una cosa u otra, según tu opinión, y luego que sea lo que Dios decrete.
—¿No vienes con nosotros?
—No, yo me quedaré aquí con un puñado de guardias. Tengo que reponerme. Hoy he dormido muy mal.
Dihya detuvo al anciano cuando iba a retirarse. Jamás había sentido el menor aprecio por Aslam, sin embargo su desamparo era tan evidente, y tan repentino, que al verle experimentaba una preocupación igual de repentina, mezcla de piedad y ternura.
—¿Te encuentras bien?
Con un tono ininteligible, sin mirarla, farfulló:
—Me duele. —Se llevó un par de dedos al esternón, flotando vagamente sobre la fuente de sus dolencias—. Me duele mucho, que Dios se apiade de mí. Anoche desperté pensando que me ahogaba, como si estuviera en el fondo del océano. Y sentía un dolor terrible en el pecho, parecía que me hubiesen clavado un puñal mientras estaba durmiendo. —Sacudió la cabeza acongojado—. Es culpa de ellos. Esos malditos me han agotado con sus viejas enemistades y sus discusiones. Me han agotado. Pero no puedo detenerme. Es imposible. ¿Qué harían ellos sin mí? Solo necesito descansar. Unas horas, solo unas horas. Y además, ahora no les hago falta. No me echarán de menos hasta que hayan ganado y tal vez ni siquiera entonces.
Se alejó zigzagueando, apoyado en un bastón y deteniéndose con frecuencia para tomar aliento. De improviso se volvió hacia Dihya, mirándola fijamente. Un rescoldo de su antiguo entusiasmo brillaba aún en sus pupilas, si bien amortiguado por una creciente opacidad.
—Recuerda: tenéis que ganar —dijo—. Para que el mundo se arregle resulta esencial que triunfe mi señor Abd al-Rahman. En su cara hay evidencia de la luz de Dios. Es verdad. Yo lo he visto.
«Está delirando —pensó Dihya—. Pobre viejo. Se ha exigido demasiado».
Montó obedientemente en el asno que tenían dispuesto para ella los criados. Al-Asayy hizo lo propio, pero enseguida se separaron. Habían comenzado a batir los tambores. Los esclavos entregaban armas y corazas a sus señores, y aquellos que no tenían esclavos que les atendieran se contemplaban entre ellos hasta darse mutuamente el visto bueno. Tras la segunda señal los jinetes subieron a sus caballos; había unos cuantos camellos que destacaban por su superior alzada y por sus toscos gruñidos, consiguiendo que, en comparación, los resoplidos de los corceles parecieran melodiosos, como la voz de sutiles cantantes.
Las filas se desplazaron hacia la izquierda o la derecha para dejar una garganta libre por la que avanzó al-Asayy, asistido a unos pasos de distancia por Jamil y el resto de la escolta. Inmediatamente después, esforzándose por ponerse en cabeza junto a ellos, al-Makhtum y la confusa mezcla de jefes tribales y guerreros a caballo, distanciándose progresivamente de los voluntarios y esclavos. Al final, las bestias de carga, acarreando los pertrechos y las tiendas desmontadas, acicateadas por una nube de chiquillos armados con varas entre los que se encontraba el pastor que presumía de ser el discípulo querido de al-Asayy.
Dihya se fijó en que no dejaban atrás nada más que los montones de basura acumulada durante la noche y la tienda de Aslam, dolorosamente solitaria después de que se hubieran esfumado todas las que anteriormente la acompañaban. Pero mirar hacia delante tampoco servía para tranquilizarla. Pese a que los soldados procuraban apartarse, por respeto o quizá por miedo a que ella los fulminase con sus poderes, nunca definidos adecuadamente, estaba en medio de un mar de gentes y bestias cuyas olas podían desbordar cualquier barrera. Aún así, no era la proximidad de miles de hombres arrebatados por el fanatismo la que hacía que su corazón latiese violentamente; era aquella sensación de que su vida había entrado en una fase nueva y decisiva, que había comenzado aquel mismo día. Júbilo y desconcierto, esperanza y miedo, como si todo estuviese a punto de cambiar.
Cruzaron el río Mina sin novedad. Ya se había deshecho el orden inicial y al-Makhtum iba en cabeza, encantado de compartir el protagonismo con el poeta. Su ánimo estaba tan encendido que fanfarroneaba sin callarse un momento, refiriendo las hazañas que decía haber realizado:
—Por Dios que no me huyó bandera nunca, ni se ha dispersado nunca una tropa en mis manos, ni se apartaron mis hombres de la pelea hasta que salimos vencedores, aunque luchásemos cuarenta contra ochenta.
Para remachar sus afirmaciones sacaba la espada de la vaina y lanzaba tajos al aire, que a veces obligaban a al-Asayy a apartarse para no resultar herido. Entonces, cuando más exaltado estaba, apareció ante las tropas un extraño vestido de blanco sobre un caballo tan hermoso como una mañana de verano. Jamil y los guardias a los que mandaba se echaron a un lado discretamente y así el extraño pudo acercarse al poeta sin ser obstaculizado.
—¡Prepárate para la guerra! —gritó, elevando su voz por encima del alboroto que había suscitado su llegada—. ¡La sombra de la victoria ya ha descendido sobre ti!
Se fue con la misma celeridad con la que había aparecido, escondiéndose tras unos árboles cercanos de modo que diera la impresión de que se había desvanecido en el aire. Al rodear la arboleda Dihya vio que se cambiaba de ropas a toda prisa mientras un esclavo se llevaba el caballo; se trataba del almuecín del ejército, disfrazado para la ocasión, y ella comprendió que se trataba del último truco de Aslam.
Rápidamente corrieron por las columnas las descripciones del misterioso extraño así como múltiples conjeturas acerca de su procedencia, aunque nadie dudaba de su naturaleza sobrenatural. Tan grande fue su influencia en la moral de las tropas que apenas repararon en el regreso de uno de los espías que habían partido durante la noche para revisar las defensas de Tahert cuando no habían recorrido todavía dos millas desde el cruce del río. Ni tampoco les afectó el hecho de que trajese noticias inquietantes: Hamid ibn Yasal no tenía intenciones de aguardar en su ciudad el inicio de un asedio. Había salido de Tahert con una escolta armada y parecía dispuesto a interceptar al ejército enemigo.
—¿Qué os dije? —tronó al-Makhtum tras oír al espía, sin dirigirse a nadie en particular, puesto que Aslam no estaba allí—. Si hubiéramos corrido como os aconsejé habríamos pillado a Hamid con los calzones bajados. Pero en cambio se ha hecho como vosotros quisisteis y ahora se interpone entre Tahert y nosotros.
—Pregunta al espía cuál es la magnitud del ejército fatimí —sugirió Jamil—. Hemos tenido la suerte de atravesar el río sin que nos molesten y en este terreno podemos combatir con ellos en pie de igualdad. Si no nos superan en número deberíamos hacerles frente.
El espía respondió con la misma falta de precisión. No le parecía que las fuerzas fatimíes fuesen superiores a las suyas, ni mucho menos, pero en cualquier caso se trataba de un cálculo demasiado precipitado como para tomar una decisión basándose en él.
—Enviemos una partida de exploradores experimentados —propuso Jamil—. Que juzguen ellos el número de soldados fatimíes y conforme a su opinión decidiremos qué ha de hacerse, con la ayuda y la inspiración de Dios. Hasta entonces será mejor que hagamos un alto. No sudemos más de lo necesario.
La propuesta fue aceptada enseguida. Al-Makhtum estuvo repartiendo quejas y gritos sin parar ni fijarse en cuál era el blanco de sus gritos o si existía alguna justificación para que le gritase. Hasta Dihya recibió su parte cuando al-Makhtum pasó por su lado. Luego, como acordándose de que tenía que dirigir un ejército, la emprendió con los voluntarios y los líderes tribales, pero dando órdenes comprensibles o contradictorias entre sí. Tuvieron que ser Jamil y al-Asayy al alimón los que organizasen a los exploradores y les explicaran lo que debían hacer.
—Quién me iba a decir a mí que acabaría convertido en comandante además de falso profeta —rezongó el primo de Dihya—. Y todo porque el gordo cabrón sería capaz de conseguir que un rebaño de ovejas se muriera de hambre en una pradera cubierta de hierba.
Mientras se resolvía la espera Dihya estuvo yendo arriba y abajo, incitando a los soldados para que luchasen valientemente, si bien todo lo hacía sin poner interés, pues estaba harta de hacer bufonadas y presumir de poseer poderes milagrosos. A veces refulgía un destello de curiosidad en su mirada al pensar en las tierras que se extendían al este, ese oriente del que había oído hablar siendo niña, el lugar de origen del Profeta, que siempre le había parecido tan mítico e inalcanzable como la muralla de Gog y Magog, pero luego su curiosidad se desvanecía y pasaba a ser consciente solamente de estar metida en un inmenso enredo del que desesperaba de poder salir entera.
Los jinetes de los Banu Asafu que rodeaban a al-Makhtum comenzaron a gritar que estaban volviendo los exploradores. Cuando se detuvieron a su lado, el que tomó la palabra era precisamente uno de los parientes pobres del caudillo, un hombre enjuto, con la cara distinguida por arrugas y huecos profundos. Se dirigió a al-Makhtum sin hacer caso a los demás presentes, como si su categoría fuese demasiado baja para merecer que se les tuviera en cuenta.
—Hamid han juntado dos mil hombres por lo menos —dijo con voz entrecortada por la fatiga—. Parecen gente escogida y de valer, y vienen directos hacia aquí, aunque han dejado una parte de su fuerza en Tahert.
—¿Dos mil? ¿De dónde ha sacado tantos soldados?
—Si son dos mil, tenemos bastantes tropas con las tribus y los voluntarios para acometerles —apuntó al-Asayy.
Vio que al-Makhtum vacilaba y añadió:
—Si tienes valor y fortaleza para luchar, dilo. Si opinas que es preferible retirarse, del mismo modo debes manifestarlo. Aslam no ha venido con nosotros, así que tú eres el único autorizado para decidir.
Que un infeliz como el poeta pusiese en duda su coraje delante de sus hechuras fue demasiado para al-Makhtum. Se puso pálido de rabia, y temblando echó a correr hacia sus hombres, chillándoles para que se reunieran en torno suyo.
—No me ha sido muy difícil convencer a este patán —susurró confidencialmente al-Asayy a Dihya—. Confío en que luego sea igual de fácil conducirle hasta la espada del verdugo.
«Primero habrá que derrotar a Hamid ibn Yasal», pensó ella.
Tardaron una hora en apreciar las polvaredas que levantaba el ejército fatimí. Los partidarios de al-Asayy ya habían sido organizados en escuadrones y se habían designado los jefes de la caballería y la infantería, recibiendo al-Makhtum el mando general. Los otros líderes de tribus se pegaban a él como moscas, mirándole con desconfianza mientras impartía órdenes a diestro y siniestro.
—Vamos, daos prisa: haced alguna tontería para excitar a los soldados —le comunicó Jamil a los primos—. Tenemos que irnos ya a la retaguardia.
—¿No tendría que quedarme en medio de las tropas? Se supone que soy invulnerable. Si ven que evito el combate les entrarán las dudas.
—Más dudas les entrarán si por casualidad te hiriese una flecha. Una gota de sangre en tu frente puede suponer nuestra perdición.
Al-Asayy señaló hacia la polvareda que se acercaba, asegurando a los hombres que ellos eran los soldados de Dios destinados a borrar de la faz de la tierra la iniquidad de los fatimíes. Luego les explicó que, en caso de sucumbir en la batalla con los impíos, verían bajar escalas desde el cielo por las que descenderían doncellas con verdes pañuelos para limpiar la sangre de sus cuerpos y prepararlos para el Paraíso. Finalmente, una vez terminó de hablar, se puso a leer con expresión solemne el libro que sujetaba con la mano derecha, al tiempo que Jamil aprovechaba el alboroto resultante para llevarse a los primos a una posición más retrasada. Y una vez allí rodeó el cuello de los asnos con sendas cuerdas que ató a su silla, tirando con fuerza para comprobar que los nudos estaban bien hechos.
—¿Qué haces?
—Estoy tomando precauciones. Por si se os ocurren ideas raras. Seguís siendo presos, ¿recuerdas?
—¿Es que nunca vais a rectificar ese desatino? —protestó al-Asayy—. No hemos cometido ningún crimen; Aslam me hizo una proposición y yo la acepté. Es todo.
—¿Aceptaste? —La sonrisa de Jamil se volvió desagradable—. Por Dios, no seas idiota. Aslam no te propuso nada. Te dijo lo que ibas a hacer, si estimabas tu vida, y es lo que has hecho y lo que continuarás haciendo, por la cuenta que te trae.
Al-Asayy apretó los labios, haciendo un esfuerzo por controlar su ira. Dihya receló que fuese a decir alguna tontería para contestar a Jamil, pero su primo se mantuvo callado, aun cuando el fuego en su mirada indicaba que había añadido un nombre a la lista de las personas que pensaba enviar al verdugo.
—Tal vez envíen primero un reconocimiento armado —comentó Jamil, dejando de prestar atención al poeta, los ojos fijos en el despliegue enemigo—. Parece que han decidido venir a nuestro encuentro en lugar de esperar a que les atacásemos. Han de sentirse muy seguros de sí mismos para lanzarse contra nosotros como un carnero que embiste a un macho rival. Ese Hamid tiene cojones. Si esa fuerza la dirigiera un capón saqaliba, como los que utilizan a veces los fatimíes como generales sería bien distinto; la falta de testículos los vuelve menos osados.
La vanguardia enemiga parecía menos fragmentada que la del ejército de al-Makhtum, quizás por estar compuesta fundamentalmente por guerreros pertenecientes a la tribu de los Miknasa, agrupados en torno a Hamid. Por delante, como un barco que navegase solitario por un mar de tierra, se balanceaba el estandarte fatimí sobre la grupa de un camello sin jinete.
«De nuevo me encuentro con los Miknasa —se dijo Dihya—. Uno de ellos me desgarró el corazón; será dulce ver sus cadáveres esparcidos por el campo de batalla, a merced de las alimañas».
—La lucha será encarnizada —murmuró al-Asayy con una mezcla de pesadumbre y exaltación—. Pronto las fieras y los buitres podrán regalarse a su gusto. ¡No les faltará comida ni bebida!
Dihya reprimió un suspiro.
—Quiera Dios que toda la carne que se ofrezca en ese festín pertenezca a la tribu de los Miknasa —dijo.
—La benevolencia de Dios no alcanzará a tanto —remató el poeta—. Pero bastará con que ellos ofrezcan el grueso del festín.
Antes de que fuese posible avistar el cuerpo principal, una astilla se separó de la vanguardia fatimí. Un grupo de cien jinetes se acercaba a medio galope. Caballería ligera. Al-Makhtum ordenó a los infantes que cerrasen las filas y gritaran con todas sus fuerzas para dar la impresión de que eran más de los que realmente eran. Luego envió uno de los escuadrones de caballería que ya estaban dispuestos, y como no quería cansar prematuramente a sus guerreros ni exponerlos a una posible trampa, eligió los de una tribu poco importante. Quería obtener una victoria que incrementase la moral de los hombres e hiciera vacilar la del enemigo, y la obtuvo a medias. Los jinetes fatimíes se dieron cuenta de que iban a ser interceptados antes de que hubiera podido completarse una maniobra envolvente y detuvieron al instante la exploración. Se alejaron desordenadamente mientras los jinetes les perseguían, alcanzando a un puñado de rezagados que habían entendido demasiado tarde la necesidad de retirarse. Después al-Makhtum tuvo que hacer batir frenéticamente los tambores para que dieran media vuelta, pues el entusiasmo con el que perseguían a los Miknasa amenazaba con ponerles al alcance de los arqueros enemigos.
—Ahora nos atacarán con todas sus fuerzas —anunció al-Asayy.
—¿Cómo lo sabes tú?
—¿Cómo va a ser? Pues porque a mí no se me oculta ni una pizca de las cosas de la gente.
Jamil miró al poeta como si dudase de que hablara en serio o en broma. En el espacio entre los dos ejércitos habían quedado tendidos los caballos y los jinetes muertos durante la refriega, y un silencio taciturno se había instalado entre los escuadrones de Hamid; no parecía que fuesen a tomar ninguna otra iniciativa por el momento. Sin embargo sonó una señal y rápidamente la hueste fatimí se puso en marcha con un tumulto de proclamaciones y relinchos que erizó el cabello de Dihya.
La caballería fue adquiriendo velocidad paulatinamente hasta lanzarse a todo galope, los blancos turbantes refulgiendo al sol como perlas mientras que los que eran de color azul, descolgándose por la cara y el cuello en velos que protegían a los guerreros nómadas de la arena, parecían, al absorber la luz, misteriosas gemas prendidas a los hombros de unos jinetes sin cabeza. Algunos llevaban medias armaduras, la mayoría sus ropas habituales, los largos burnus, manchados de sudor y polvo, pero todos esgrimían lanzas cuyas puntas refulgían bajo el brillante sol como estrellas cautivas. La infantería corría tras ellos, la primera fila esgrimiendo escudos de cuero y las famosas adargas de piel de antílope, impenetrables para flechas y jabalinas, formando pelotones que seguían en desorden los estandartes de sus jefes mientras daban gritos espantosos.
Al-Makhtum retuvo a los campeones de su tribu aguardando a que la caballería se separase de la infantería, con lo cual, una vez derrotada, podrían flanquear con facilidad a los soldados de a pie. Por fin dio a sus jinetes la orden de cargar, y unos y otros se acometieron con las lanzas desde los caballos y los ocasionales camellos. Un estruendo de astas rotas superó el griterío de los infantes y Dihya se tapó los oídos y cerró los ojos. Sin embargo se colaron por entre sus dedos los gemidos de los hombres heridos en aquel primer encontronazo. Cuando levantó la vista pudo comprobar que los paladines de los Banu Asafu habían desenvainado las espadas y atacaban con furia, ululando y gritándose para aturdir a quien los oyera. Cayeron sobre la caballería enemiga, descargando en ellos sus armas, hasta que los jinetes fatimíes volvieron la espalda derrotados, perseguidos por los Banu Asafu que mataban y herían, cegados por el frenesí de la sangre.
Los fugitivos no se detuvieron hasta refugiarse entre la infantería que seguía avanzando a la carrera, agregándose a sus pelotones con tan poco miramiento que más de un soldado de a pie resultó atropellado durante la operación. Al-Makhtum quiso seguir el ejemplo que le ofrecían y atropellar él también con sus guerreros a los peones para provocar su desbandada, sin embargo se encontró con un grupo de honderos que les arrojaron un oscuro chaparrón de piedras y bolas de plomo. No tuvieron valor para soportar con entereza aquella lluvia atroz que derribaba a los hombres de los caballos y enloquecía a sus monturas, y volvieron grupas para reunirse con el ejército, habiendo sufrido casi tantas bajas como las que habían causado. Muchos de los guerreros, aunque aparentemente indemnes, se quejaban de tener uno o varios huesos rotos a causa de las pedradas.
—Pardiez —se inquietó Jamil—. Si están tan bien provistos de arcos y hondas habrá que darse prisa en trabarse con ellos o nos causarán grandes pérdidas sin que podamos devolverles el daño.
Los jinetes que aún estaban sanos se situaron a izquierda y derecha para impedir que el enemigo pudiera envolverles y para aprovechar cualquier fractura que se produjera en la formación enemiga. De todas formas la caballería de ambos bandos había quedado muy debilitada por las refriegas previas y el segundo encuentro fue de infantería contra infantería. El ímpetu de los soldados fatimíes se estrelló contra la resistencia de los fieles de al-Asayy. Primero volaron las jabalinas, las flechas, los dardos; luego emergieron ambos ejércitos de las polvaredas que los envolvían y resonó por segunda vez el estruendo de las lanzas rotas y los escudos quebrantados. Jamil tiró con brusquedad de las cuerdas que sujetaban los asnos de sus cautivos para conducirlos a una posición más segura. En cuanto se hubieron detenido, Dihya se lo echó en cara:
—¿Es que no piensas luchar?
—No puedo luchar y vigilaros al mismo tiempo.
—Podrías encargar a cualquiera de los guardias a tu cargo que nos vigilase. No es preciso que lo hagas tú mismo.
—No me inspiran suficiente confianza. Prefiero encargarme yo.
«Y así tienes una excusa para evitar poner en peligro tu vida».
Las fuerzas que peleaban eran similares en número y ninguna obtenía una ventaja decisiva. Cuando se rompían las espadas y las lanzas, los soldados golpeaban el rostro de sus adversarios con arcos y aljabas, usados a modo de garrote, se acometían con palos y bastones, y los que no disponían ni siquiera de estas armas recogían piedras del suelo para tirárselas a sus contrarios o les arrojaban puñados de tierra a los ojos antes de agarrarlos por las barbas. Ninguno de los ejércitos conseguía rendir al oponente y a los dos les sorprendió peleando la llegada del crepúsculo. Poco a poco la luz fue extinguiéndose, se volvió cada vez más difícil distinguir amigo de enemigo mientras el sol poniente se despedía del cielo, enrojeciendo las nubes arracimadas sobre el horizonte.
No hubo una orden de retirada como tal; simplemente los dos bandos cesaron las hostilidades cuando los separó la noche. Los soldados recogían con premura sus armas del suelo, o los restos de las mismas, y se marchaban a toda prisa espoleados por el miedo a quedarse solos en medio de sus enemigos. La confusión fue absoluta durante unos minutos; algunos se habían desorientado y ya ni sabían adonde iban. Al final los dos ejércitos se recompusieron con mayor o menor fortuna. Entre ellos se estableció una franja libre, ocupada únicamente por cadáveres de hombres y bestias, y por los saqueadores que se arriesgaban intentando recuperar las armas abandonadas. De vez en cuando un grito de dolor, una maldición: dos saqueadores habían chocado en la oscuridad y uno de ellos había apuñalado al otro.
—Mañana volveremos a empezar —dijo Jamil, llevándose a los primos a la quebrada en la que estaban refugiándose los hombres de al-Makhtum para pasar la noche—. Y venceremos, con la ayuda de Dios. Han sufrido más bajas que nosotros y nuestra caballería es más efectiva que la suya.
«¿Cómo puede saber que sus bajas son más numerosas que las nuestras? —se maravilló Dihya—, para mí todos los muertos son iguales. Por mucho que me esforzase no sabría decir quién es quién ni a qué causa servía».
—Si perdemos demasiados hombres entre hoy y mañana no podremos conquistar Tahert —comentó al-Asayy con gesto de preocupación. Aún pensaba que la conquista de la ciudad era la clave para obtener su libertad y el mando efectivo de las tropas que seguían su estandarte.
—Si derrotamos a los fatimíes en campo abierto, el miedo rendirá Tahert —dijo Jamil—. No lo dudes. Lo único que necesitamos es vencer mañana y todo lo demás caerá por su propio peso.
Las horas que tardó en conciliar el sueño se le hicieron interminables a Dihya. Las horas que durmió, en cambio, le parecieron tan cortas que la límpida madrugada le causó la impresión de una broma pesada que le gastaba el cielo. Su mente se encontraba aún adormecida después de levantarse, sus sentidos se despertaron más deprisa gracias a los empujones de Jamil. El almuecín se desgañitaba desde la cima de una pequeña colina mientras los soldados caían de rodillas desmañadamente en la dirección de La Meca con las caras cargadas de sueño. En el bando contrario, otro almuecín llamaba a los suyos como un eco del primero; solo la variación en lo que decía indicaba que era algo más que un reflejo.
La llamada a la oración fue sucedida por las órdenes de los oficiales. Pero primero al-Asayy fue exhibido ante las tropas y él, con la cabeza aún revuelta por el agrio despertar, recitó la trigésimo sexta sura del Corán, aunque luego comprendió que había sido una mala elección, ya que el Ya sin tradicionalmente se recitaba en momentos de adversidad y su ejército se preparaba para conseguir la victoria. Poco después Jamil le castigó por aquel error volviendo a enlazar la cuerda al cuello de su asno en cuanto se hubieron apartado del ejército y tirando con tanta brusquedad que estuvo cerca de tirar al suelo a pollino y poeta.
—No me gusta nada tu comportamiento —se indignó al-Asayy—, Aslam nunca se comportó con nosotros de esta manera.
—Aslam no está aquí. Y después de ver el estado en el que se encontraba ayer, es posible que ya no tenga ninguna importancia cómo opine él que hay que comportarse. De modo que acostúmbrate, porque es lo que te espera.
«Primero Ibn Daisam y ahora Aslam —pensó Dihya—. Los que nos trataban con cierta amabilidad han desaparecido o están en trance de hacerlo y sus sustitutos son personas que nos desprecian». De repente el plan de al-Asayy para imponerse a sus opresores ya no le parecía tan indeseable.
El sol brillaba, tranquilo, renovado por su largo descanso durante la noche, sobre las fuerzas congregadas para un segundo día de enfrentamientos. Al-Makhtum organizó a los peones según una formación muy cerrada, imitando la que había utilizado Hamid, para que fuesen menos vulnerables a la caballería. Algunos de sus jinetes protegían los flancos, aunque la mayor parte se situaba en la vanguardia. Luego sonaron los tambores de guerra, un fragor que hacía retemblar el suelo, y los hombres comenzaron a avanzar: una masa de un gris marronáceo, desplazándose sobre toscas sandalias de cuero, los que las tenían, o descalzos. Llevaban las lanzas apuntando hacia arriba, pegadas al hombro derecho, y con el movimiento de sus portadores se cimbreaban de tal modo que parecía un campo de trigo listo para la cosecha, las espigas agitándose blandamente al paso de la brisa. Las miradas de los soldados estaban fijas al frente, su semblante reflejaba una rígida determinación; Dihya volvió a notar las diferencias existentes entre los bereberes arabizados de al-Ándalus y aquellos que permanecían en sus tierras ancestrales del norte de África, sin haberse contaminado prácticamente con la civilización. Más puros, más rectos, más temibles que sus parientes de allende el mar.
«Es sabio el califa Omeya al poner obstáculos en su camino fomentando sus disensiones —pensó Dihya—. Si bereberes como estos cruzasen las aguas hacia al-Ándalus no encontrarían allí nadie que pudiera resistirlos».
También en el lado contrario de la hondonada que dividía a las dos fuerzas se apreciaba una turbia marea de escudos avanzando hacia delante y una música propia de tambores, y una colección de alaridos que se cruzaban en el aire con los procedentes de los seguidores de al-Asayy. El enemigo, que progresaba lentamente, echó a correr motivado por una súbita inspiración. De repente las piedras, las flechas, algunas jabalinas, cubrieron ambos bandos como una nube fugaz y luego las densas formaciones de hombres agrupados por estirpes chocaron con un tremendo impacto de metal contra metal, hueso contra hueso, antes de entablar la lucha cuerpo a cuerpo.
Dihya observó que la línea aguantaba. Los enemigos no pudieron romperla y retrocedieron unos pasos para recobrar el aliento, dejando el puesto a otros que los sustituyeran. Los hombres se agotaban rápidamente: diez o quince minutos de esfuerzo y sus brazos comenzaban a elevarse con menor rapidez, los escudos se separaban involuntariamente del cuerpo. Las lanzas, en lugar de clavarse profundamente en la carne, se limitaban a picotear como abejas frustradas. Y por los flancos, yendo y viniendo, semejantes a las olas de un mar picado, los caballeros cargaban contra cualquier punto aparentemente vulnerable, retirándose en cuanto descubrían que la resistencia era superior a la que habían supuesto encontrar. Varios de los jinetes utilizaban pesadas mazas además de lanzas y Dihya vio a uno de ellos descargar un golpe contra el cráneo desprotegido de un soldado de infantería enemigo, cuya cabeza se convirtió en una gran salpicadura de sangre y hueso, afectando a aquellos que tenía cerca.
La formación fatimí flaqueaba ante el empuje de sus oponentes. Aguantaron la línea, no sin dificultades, pero la vacilación hizo que fueran empujados de forma irresistible hacia el centro de la hondonada. Hubo quien dio por perdida la batalla y huyó hacia Tahert. Al-Makhtum prohibió que se les persiguiera. Quería conservar su caballería intacta para cuando llegase el momento, que él creía ya inminente, en el que el conjunto del enemigo emprendiese la huida. Sin embargo la desbandada de los soldados fatimíes se retrasaba, haciendo que el caudillo bereber se retorciera con nerviosismo un mechón de su cabello. En general seguían resistiendo con firmeza y cedían terreno solamente cuando las circunstancias les obligaban a hacerlo.
Cuando estaba más enconado el combate, uno de los Banu’Urat vino a pedir instrucciones a al-Makhtum, pues se les había presentado una oportunidad de arremeter contra el ala derecha de Hamid pero no querían aprovecharla sin habérselo consultado antes. Al-Makhtum malinterpretó la presencia del enviado, creyendo que venía a disculparse por un error cometido por su clan, y le cruzó la cara con la espada envainada sin atender a sus palabras, exhortándole a que permanecieran firmes pasase lo que pasase. Enojáronse los Banu’Urat al ver regresar a su mensajero con la cara marcada y comenzaron a murmurar acusando a al-Makhtum de ser tan enemigo suyo como aquellos con los que estaban contendiendo. Incluso los más pacientes no desaprobaban estos murmullos y al fin el jefe de los Banu’Urat tomó la iniciativa de abandonar el campo de batalla, exclamando junto a los suyos:
—¡Corred, hermanos! ¡Marchaos ahora que podéis o vive Dios que una vez que obtenga el triunfo, el maldito al-Makhtum os quitará el mando para convertiros en sus esclavos!
No todos los cabecillas les escucharon, y no todos los que les escucharon hicieron caso al aviso. Pero para los que llevaban algún tiempo desconfiando de al-Makhtum, la fuga de los Banu’Urat supuso la confirmación de sus sospechas, incluso si no sabían a ciencia cierta qué era lo que la provocaba. Varios clanes reunieron a sus hombres para seguirles hasta la retaguardia, recogieron allí sus pertenencias y continuaron hacia el río Mina.
La mayoría del ejército se mantuvo fiel, más pronto las tropas fatimíes se dieron cuenta de la maniobra de los Banu’Urat y reaccionaron con un vigoroso ataque. Los peones y jinetes fatimíes acometieron con mayor brío, creyendo que era el ejército entero el que claudicaba, el frente comenzó a ceder, hubo un instante de duda, y los que empujaban pasaron a ser empujados fuera de la hondonada. Al-Makhtum trataba frenéticamente de remendar la moral de sus hombres y conservar la disciplina, pero no consiguió ni una cosa ni la otra. La turba, que había estado ligada por los lazos de una esperanza común, empezó a disgregarse apenas esta se debilitó. Una retirada más o menos coordinada les llevó a cruzar por segunda vez el cauce del Mina. Allí al-Makhtum procuró recomponer una línea defensiva, presumiendo que los soldados fatimíes no osasen pasar el río después de un combate tan prolongado y sangriento. Pero lo hicieron. Los fieles de al-Asayy intentaron impedir que atravesasen el río y a duras penas consiguieron estorbarles. El signo de la batalla había cambiado de tal forma que nada de lo que probaba al-Makhtum daba resultado, mientras que cualquier acción del enemigo, por arriesgada que fuese, era coronada inmediatamente con el éxito.
—¡Gritad! —le exigía Jamil a los primos—. ¡Gritad que con vuestra clarividencia habéis visto que nuestra suerte va a cambiar! ¡Gritad!
Ellos lo hicieron, pero solamente lograba atraer la atención de unos cuantos creyentes fervorosos. Los demás veían y oían exclusivamente las señales de la inminente debacle. Su fanatismo se derretía bajo el furioso ataque de las tropas fatimíes, y uno a uno, y ciento a ciento, tiraban sus armas al suelo y huían. Al-Makhtum se lanzó a la carrera seguido por los Banu Asafu que aún vivían, y lo que ella interpretó en primera instancia como un contraataque desesperado resultó ser simplemente una fuga enmascarada. Luego, el desastre. Los voluntarios salían corriendo, llegando más o menos lejos antes de que una flecha, o la lanza esgrimida por un jinete a la carrera, dieran por finalizada su fuga. El puñado de soldados que retrocedían manteniendo una cierta cohesión disminuía a cada instante, y esa última barrera, vacilante ya, era presionada implacablemente.
—Ojalá tuviera una espada lo suficientemente grande para cortarles la cabeza a todos a la vez —bufaba Jamil—. Así les premiaría yo por huir del enemigo como niños asustados.
Les llevó cerca de la tienda de Aslam, único vestigio del campamento del que partieron el día anterior. Los guardias que debían proteger al anciano se habían desvanecido; no había ni rastro de ellos. Jamil descabalgó de un salto para entrar en el interior, quizás con la intención de solicitar un último consejo al moribundo, pero su semblante al dejar la tienda le indicó a Dihya que Aslam ya no estaba en condiciones de dar consejos a nadie.
—Más me valiera que me arrastrase un viento fuerte hasta el confín del mundo —dijo exasperado a la par que volvía a subirse a su caballo—. Además de desertar se han llevado todo lo que había de valor en la tienda.
—Así que unos ladrones te han impedido que puedas robar nada —comentó al-Asayy con amargura—. Qué lástima.
«No le provoques o nos matará», pensó Dihya. Pero ya era tarde. Jamil había desenfundado la espada y se inclinaba hacia el poeta. Este se inclinó a su vez para esquivar el golpe, haciendo que Jamil se desequilibrara y tirase de las riendas más de la cuenta para mantenerse erguido sobre la silla. Aquello fue demasiado para los alterados nervios del caballo que montaba. El animal se encabritó, tensando bruscamente las cuerdas que le unían con los cuellos de los asnos y haciendo que le imitaran. Ni Dihya ni al-Asayy tenían experiencia suficiente como jinetes para superar una situación semejante. Por fortuna ella cayó sobre las nalgas, aunque el dolor en la parte inferior de su espalda era tan intenso que durante unos segundos permaneció paralizada, jadeando como cuando paría a Firqan.
Tampoco Jamil había conseguido sujetarse con propiedad y aterrizó en el suelo a poca distancia de los primos, pero teniendo peor suerte que ellos. Al levantarse su antebrazo izquierdo formaba un ángulo extraño con el codo.
—Infames, leprosos, hijos de un perro y una perra… —farfullaba al recoger su espada del suelo—. Dios os maldiga, y maldiga al que nos engañó señalándonos que podíais hacerle un servicio al Califa.
Dihya se incorporó, aún con los dientes apretados y la rabadilla dolorida. Hacía tiempo que consideraba la muerte una alternativa apetecible, pero no tenía planeado morir a manos de Jamil. Hacerlo le proporcionaría a su guardián una satisfacción que ella no estaba dispuesta a concederle. De modo que huyó, cojeando más que nunca, sintiendo que sus piernas eran dos objetos ajenos a su cuerpo, a los que obligaba a transportarla. Al-Asayy salió corriendo en una dirección distinta y Jamil se los quedó mirando, decidiendo a cuál de los primos perseguiría primero.
—Espera —dijo una voz distinta.
Los tres se detuvieron en medio de la persecución. El cuarto hombre también había corrido para alcanzarles y su rostro estaba enrojecido por el esfuerzo y la emoción. Jamil no le reconoció, sucio y cubierto de harapos. Dihya sí. Era el guardia castrado.
—¿Te acuerdas de mí, Jamil?
Antes de recibir una respuesta brilló en el aire el acero mugriento de un viejo puñal. Jamil trató de esquivar la acometida, pero solamente consiguió que errara su objetivo por unos centímetros. En lugar de clavarse entre sus piernas, la hoja se enterró hasta el fondo en su ingle derecha.
El antiguo guardia no tuvo tiempo más que de extraer el puñal. La espada de Jamil lo sajó entre el codo y el hombro. Fue suficiente. La sonrisa perturbada quedó fija en sus labios mientras se desplomaba sobre el costado.
—¿Guardaste bien mis cojones, Jamil? —dijo antes de expirar—. Te harán falta para reemplazar los tuyos.
—No me acertaste, maldito —repuso él, sin percatarse de que su adversario ya no le escuchaba.
La sangre manaba a borbotones de la herida. Al principio Jamil trató de detenerla con las manos. Luego se arrodilló junto al cuerpo del muerto y le arrancó de la cabeza el andrajoso turbante para taponar la hemorragia. No funcionó. El turbante se oscureció rápidamente y la sangre seguía saliendo, resbalando por la pierna de Jamil y formando un charco en torno a su pie. El guardia miró a los primos como si les pidiera consejo, o un milagro, o simplemente unas palabras de consuelo. No obtuvo ninguna de las tres cosas.
—Muérete, vamos —murmuraba al-Asayy entre dientes—. Date prisa. Muérete.
Ella contempló cómo Jamil se desangraba sin moverse, sin hablar, incrédula. Solamente reaccionó haciendo un gesto de asco cuando los intestinos del guardia se aflojaron súbitamente, llenando sus calzones de mierda.
«¿Se acabó? —pensó asombrada—. ¿Se ha acabado? ¿Somos libres ya?».
Tenía miedo de que apareciese alguien para ocupar el puesto de Jamil, pero no apareció nadie. El ejército estaba en desbandada y al-Makhtum se encontraba en paradero desconocido. Estaban solos. Completamente solos.
Se giró a tiempo de ver que al-Asayy rompía a llorar. Tenía el rostro magullado a causa de la caída, pero no era esa la razón de que llorase.
—Se acabó —gemía—. Ahora me atraparán. Y cuando me atrapen, ¿qué harán conmigo? Ya oíste a aquel cadí. Me exhibirán dentro de una jaula. Me torturarán. Me colgarán de las murallas de al-Mahdiyya después de que desfallezca. —Paró para sorberse los mocos—. Qué perra suerte la mía… Yo, que podía haber sido dueño de Tahert, acabaré relleno de paja y expuesto a las risas de las gentes, como un espantapájaros.
«¿Y a mí? ¿Qué me harán a mí?».
—Toma —le pidió su primo de sopetón, tendiéndole la espada de Jamil—. Clávamela. Al menos que tenga una muerte rápida.
Dihya cogió la espada. Era pesada. La sangre del hombre castrado todavía empapaba la hoja, concediéndole un brillo siniestro.
—¿Y luego qué? ¿Me clavo yo misma la espada en el vientre?
Al-Asayy no contestó. Estaba haciendo lo imposible por controlarse, pero se estremecía con cada sollozo como un ciprés sacudido por la tempestad.
—Después de que yo naciera nadie hizo un horóscopo según la fecha de mi nacimiento —dijo con voz entrecortada—. Y fue una bendición que así fuese, porque de lo contrario, al leer mi madre las cosas que allí se me anunciaban, me habría asfixiado en la cuna para evitarme sufrimientos.
—Para ya de lamentarte —replicó Dihya. Comprobó que el corcel de Jamil no se hubiera marchado lejos—. Tenemos un caballo descansado y en la tienda de Aslam quedan algunas provisiones.
En cierta manera, la indefensión de su primo había avivado su voluntad de vivir. Ya no ansiaba el olvido como antes. Sin embargo era preciso actuar con rapidez. Cuando terminase la confusión que presidía la última fase de la batalla, deberían estar muy lejos para tener una posibilidad de salvarse.
—Un caballo, sí, y nosotros somos dos. Además, ¿dónde iremos? Ni tú ni yo conocemos el país.
—Creo que sería capaz de volver al ribat. Aslam dejó una guarnición. Y habrá alguien en la guarnición que sepa guiarnos hasta un lugar seguro.
—¿Volver al ribat, dices? ¿Desde cuándo eres tan buena montando a caballo?
—No lo soy. Karim trató de enseñarme a montar y yo aproveché poco y mal sus lecciones, pero no quiero morir aquí. ¿Y tú?
Al-Asayy se retorcía las manos, indeciso. Luego sacudió la cabeza en un gesto de negación.
—Vamos.
El caballo de Jamil había recuperado la tranquilidad y pastaba en un parche de rala hierba sin hacer caso de lo que sucedía a su alrededor. Todavía estaba unido a los asnos y Dihya tuvo que cortar las cuerdas con la espada.
Se subieron uno tras otro. Al-Asayy trató de agarrarse a la silla, después al pelaje del animal, hasta que optó por rodear con los brazos la cintura de su prima. Ella no se opuso; ya le reprendería cuando estuviesen a salvo. Ahora estaba más preocupada por orientarse. Ni siquiera era capaz de distinguir a amigos de enemigos, desde su posición todos los soldados parecían iguales; bestias cegadas por la furia. Sucios, agotados, llenos de odio.
Al cabo de un rato logró distinguir el camino que les había traído al vado del río Mina. Afirmó los pies en los estribos de cuero y picó suavemente al caballo con las espuelas como le había enseñado Karim. Tenían enfrente el sol, descendiendo para poner fin a aquel día sangriento. La batalla estaba decidida desde hacía mucho tiempo, pero la carnicería continuó hasta que un crepúsculo de fuego ofreció a los que intentaban salvar la vida el precario refugio de la oscuridad.