6

La voz del desierto

Todas las direcciones le parecían iguales a Álvaro en el llano de arena. No había rastros en el suelo. El viento los borraba enseguida. Incluso las huellas que dejaban sus camellos se volvían difusas al volver la vista atrás. En breve la superficie recobraría la apariencia de virginidad, como si nunca hubiera recibido más viajeros que los que entonces transitaban por ella.

«El desierto se asemeja a una prostituta —pensaba Álvaro—. Finge que cada cliente al que recibe es el primero, que se ha mantenido pura para él, pero simplemente ha eliminado de su alma las huellas de los anteriores».

La charca a la que les condujo el joven primo de Ibrahim había sido límpida y profunda. El desplazamiento de las ya de por sí escasas lluvias hacia otros lugares acabó con ambas características y las caravanas se habían desplazado siguiendo a las lluvias. Sin embargo los pocos dedos de agua verdosa y salobre que permanecían en la charca bastaban para satisfacer a un grupo pequeño y poco exigente. Al-Sayl les había mostrado la charca, así como la vieja ruta, ahora prácticamente abandonada, de la que formó parte.

Los camellos bebieron de mala gana. Uno de ellos vomitó. Había un árbol junto a la charca, último representante de un bosquecillo al borde de la extinción. Era demasiado reducido para darles sombra a los tres, y muy inestable; cuando se apoyaron en el tronco este se ladeó bruscamente y tuvieron que apartar de inmediato las espaldas para no derribarlo. Luego aprendieron la manera de apoyarse de modo que sus empujes se compensaran entre sí, sin afectar al delgado tronco.

Álvaro recordó que al-Sayl le había llamado la atención sobre los cagajones de camello acumulados en aquellos inestables refugios del desierto, más ligeros que la arena, redondos como ciruelas, que el viento empujaba contra los restos secos de la maleza. Al-Sayl los utilizaba para orientarse, aunque no le había explicado cómo. Él los vio rodar por todas partes, hasta que el primo de Ibrahim se levantó a patearlos. Lo único que consiguió mientras los perseguía fue pisotear la maleza, que se deshizo en un millón de partículas marrones; una vez que el viento las dispersó pareció que nunca había existido.

Ibrahim también se mostraba intranquilo. El oro le llamaba sin parar desde su escondite en la arena, aunque solamente él conseguía escucharlo.

—Espera al menos a que pase el mediodía —le dijo Álvaro.

—Cada minuto que transcurre se me clava en la piel igual que una espina —repuso Ibrahim—. Vive Dios que no recuperaré la paz hasta que haya desenterrado las pepitas.

No habían llegado a ningún acuerdo acerca del reparto del tesoro. Para Álvaro el oro simplemente era una forma de alcanzar un objetivo. Un medio, no un fin. Ibrahim era distinto. Lucharía con uñas y dientes por conseguir la parte que él considerase justa. Álvaro no pensaba disputársela. Pero el primo tal vez llegase a suponer un problema. Ya había dejado traslucir en sus conversaciones que pediría una sustanciosa recompensa a cambio de haber ejercido de guía.

«Me sentiría más satisfecho de haber venido con al-Sayl —se dijo Álvaro—. Nos saldría más barato y obtendríamos mejor servicio».

—¿Qué piensas hacer con el oro?

—Lo enterraré para que esté a salvo.

—¿Enterrarlo? —se extrañó Álvaro—. ¿Lo desentierras de un sitio para enterrarlo en otro?

—Naturalmente —repuso Ibrahim con tranquilidad—. Pero el sitio en el que voy a enterrarlo ahora solamente lo conoceré yo. Y si necesitase la colaboración de alguien, ya me encargaré de que no pueda contar luego a nadie la localización del tesoro.

«Si ese va a ser tu agradecimiento, no cuentes conmigo para que te ayude», pensó el cristiano.

Ibrahim se levantó desplazándose de la raquítica sombra. A su primo, que continuaba sentado, ocioso, le gritó:

—¿Qué sucede, Wajjaj? ¿A qué esperamos? Vámonos de inmediato.

Como fuera que Wajjaj se puso a remolonear en lugar de ponerse en pie enseguida, Ibrahim le propinó dos fuertes golpes con el bastón en la nuca. El joven parecía ansioso por devolver los golpes, pero se lo pensó mejor y se fue a reunir a los camellos.

—¿No crees que te has excedido? —preguntó Álvaro.

—¿Excedido? ¡Dios misericordioso! ¡Demasiado bien me comporto con él! Se cree mi igual porque pertenecemos a la misma tribu, lo cual es tan absurdo como si el culo se creyera comparable a la cabeza solamente porque forman parte del mismo animal. Fíjate en su aspecto. Da asco. Tiene que lavarse el pelo con orina de camello todas las mañanas para quitarse los piojos y ni así lo consigue. Si se cruzase con una de mis esposas ella daría la vuelta corriendo, por miedo a contagiarse alguna enfermedad.

Se instalaron en las sillas y los tres enfilaron la dirección indicada por el primo de Ibrahim, seguidos por la recua de camellos de carga, con las alforjas vacías excepto por unas palas roñosas que Ibrahim había comprado en el zoco. Wajjaj se puso en cabeza refunfuñando entre dientes y Álvaro bajó la cara para protegerse de las vaharadas de calor que le abofeteaban. A lo lejos se apreciaba un pico que aparecía y desaparecía en medio del aire que temblaba como un resplandeciente vapor. Álvaro ni siquiera estaba seguro de que el pico fuese real. El desierto tenía la costumbre de vestir su desnudez con espejismos, como si, avergonzado por su falta de atractivos, procurara crearlos con los medios de los que disponía. Un sol incandescente brillaba en un cielo igual de liso que un cristal y le deslumbraba el reflejo en la arena y las piedras. Rachas de viento llegaban sorpresivamente y abrasaban las franjas de piel que llevaba al descubierto, semejantes a demonios de fuego que jugueteasen con su barba. Notaba los labios resquebrajándose por momentos; el viento resecaba su garganta y se veía obligado a detenerse y beber cada pocas millas. Por fortuna solía tomar la precaución de llevar el doble o incluso el triple de los pellejos de agua que se consideraban necesarios para el recorrido que fuese a realizar.

El día parecía ser cada vez más caluroso y Álvaro experimentó de nuevo la inquietud que le provocaba adentrarse en paisajes tan distintos de aquellos en los que se había criado. Allí no sería nunca nada mejor que un intruso que disimula con mayor o menor eficacia su inoportunidad. Igual que Ibrahim, si bien él era más hábil ocultándolo. Los únicos habitantes legítimos de aquella desolación sin límites eran las tribus nómadas que se alimentaban casi exclusivamente de la leche y la carne proporcionadas por sus camellos y nada más probaban el pan cuando podían comprar harina a las caravanas. Aquella forma de vida, sin ningún aliciente que él pudiera comprender, le parecía intolerable a Álvaro, pero los nómadas con los que había conversado la describían con orgullo, como si no hubiera en la tierra hombres más puros que ellos, ni más cercanos a Dios.

—Maldito viento —gruñó—. ¿No hay forma de avanzar de modo que nos moleste menos?

De repente, como respondiendo a sus palabras, cesó por completo. También se detuvo Wajjaj, y al alzar el rostro Álvaro apreció una nube amarillenta pegada al suelo que avanzaba con rapidez en su dirección. La nube era ancha como una ciudad y alta como una torre, y la precedían unos torbellinos de polvo que se desplazaban irregularmente a derecha e izquierda, semejantes a heraldos que anunciasen su llegada.

—¿Qué es eso?

Sin responderle, Wajjaj miró hacia cada lado en busca de refugio, aunque ya debería haber sabido que no encontraría ninguno.

—¡Que Dios nos asista! —gritó Ibrahim—. ¡Es una tormenta de arena!

Al principio trataron de huir a galope, pero a pesar de que la nube parecía estática, pronto la tuvieron cerca. El viento que les había estado quemando retornó con más fuerza y el sol, hasta entonces dueño absoluto del cielo, fue difuminándose, opacado por unas ráfagas amarillas. La luz se volvió ocre, desmayada, y un ruido terrible, como el de una inmensa rueda de molino machacando a la vez todos los granos de trigo del mundo, les envolvió al tiempo que los azotaba un furioso aluvión de polvo y arena.

Wajjaj había recomendado, poco antes de que el ruido desfigurase su voz, que volvieran las grupas de los camellos contra la tormenta para marchar con ella y no en su contra. Los camellos, por su parte, tenían sus propias ideas y el de Álvaro, aterrado, trató de echarse en tierra. Tuvo que tirar de las riendas hasta desollarse las palmas de las manos para conseguir que el animal se mantuviera levantado. Sin embargo fue una victoria sin contenido: el azote del viento les impedía abrir los ojos, alteraba su sentido de la orientación, les empujaba a su gusto. A veces Álvaro tenía la impresión de estar girando en redondo, en otras ocasiones algo le rozaba la cabeza y desaparecía, quizá un matorral que la tormenta había arrastrado durante muchas millas. Cuando intentaba mirar alrededor solo conseguía ver una pared impenetrable que le rodeaba por todas partes y envidió al guía ciego que le había descrito al-Sayl en una ocasión, el cual era capaz de determinar cuál era la dirección correcta oliendo los puñados de arena que recogía por el camino. Si chillaba llamando a Ibrahim y Wajjaj, apenas podía escucharse a sí mismo; sus oídos únicamente registraban las oscilaciones del vendaval. Por fin su montura obedeció a sus instintos y cayó de bruces en la arena, en la que enterró el hocico. Álvaro no intentó volver a escalar por su cuello; estaba demasiado asustado. Simplemente aferró las riendas como si estas constituyeran su última posibilidad de salvación, mientras el viento le arañaba la piel y trataba de arrancarle la capa.

La tormenta pasó igual de repentinamente que había venido. Al incorporarse Álvaro reparó en que sus ropas estaban cubiertas por un polvo ocre. También el camello había cambiado de color, hasta el punto de que parecía un caballón de tierra moldeado por la erosión. Estaba aún vivo, pero no se movía y Álvaro dudó que pudiera volver a montarlo.

Se limpió el polvo acumulado sobre sus párpados y levantó la cabeza buscando a sus compañeros. Ya había supuesto que uno de los resultados de la tormenta sería la dispersión de la partida, lo que no hubiera sospechado nunca fue que su vista vagaría sin hallar nada ni nadie en las proximidades. Solamente la nube amarilla, alejándose para convertirse en una prolongación del horizonte.

Dio varias vueltas en círculo, a pie, incrementando progresivamente el radio de los círculos y la velocidad a la que corría, sintiéndose poseído por el pánico, hasta que el agotamiento le hizo derrumbarse sobre la arena. La posibilidad de que Ibrahim y Wajjaj se hubieran esfumado así, en un instante, junto con los camellos de carga era demasiado terrible para que pudiera asumirla con facilidad. Los llamó a voces, forzando su garganta abrasada por el aire recalentado y cargado todavía de polvo. Logró que su animal le contestara, relinchando ásperamente, pero las voces de sus compañeros continuaron mostrándose esquivas. El desierto se los había tragado, o se lo había tragado a él; lo que era evidente es que difícilmente llegarían a reencontrarse.

«Ya no tendrás que preocuparte por encontrar un lugar seguro en el que enterrar tu oro —pensó Álvaro, resentido porque la terquedad de Ibrahim les hubiera arrastrado a aquella situación—. Parece que el desierto ha decidido enterrarte a ti antes».

Gastó la tarde registrando las dunas, perdido y solo, llamando a sus compañeros hasta que sus labios cortados le llenaron la boca de sangre. Las horas transcurrieron sin variación alguna y llegó el ocaso. Descansó mal, pegado a su camello como un barco que ha echado el ancla al encontrarse en aguas traicioneras. Al rayar el alba se despertó, y según la claridad iba haciéndose mayor empezó a ser consciente de que debía ponerse en movimiento o disponerse a morir. Tenía agua suficiente para tres días si se mostraba prudente, aunque su principal preocupación era saber dónde dirigirse. Regresar a Sijilmasa parecía una tarea imposible, sin embargo estaba obligado a intentarlo. Ya tendría tiempo de meditar acerca de la catástrofe que suponía para él la desaparición de Ibrahim. Por el momento la mera supervivencia debía ser la única de sus preocupaciones.

Álvaro miró hacia delante. A quince codos de distancia unos cagajones resecos, una parte desechada del equipaje de la tormenta, eran azuzados implacablemente por un soplo de viento. Se encogió de hombros y subió al camello, felizmente recuperado, con la intención de seguirlos. Era una elección extraña, tomar por guías a unos pedazos de excremento, haciendo caso a un comentario que quizá fuera simplemente una broma que le gastó al-Sayl, pero para su desgracia no tenía ninguna alternativa mejor a su alcance.