5

El reparto

Los mensajeros volvían.

Volvían bien alimentados, felices, trayendo noticias esperanzadoras o a una tribu que deseaba unirse a la rebelión. O volvían cubiertos de suciedad, con el rostro negro como la base de una olla, incapaces de abrir la boca, como si hubieran perdido la facultad de hablar. Todos se preguntaban lo que les habría sucedido y nadie hallaba la respuesta.

Pero volvían.

También volvió Dihya después de haber pasado una semana entre los campesinos bereberes que vivían en el Jabal Wansharis, al norte de Tahert. Había corrido un riesgo considerable acercándose tanto al bastión fatimí, aunque quizá el riesgo mayor lo constituyeran los propios campesinos a los que tenía que dirigirse, testarudos, ferozmente independientes, famosos por haber asesinado a los misioneros que les enviaron los fatimíes tras escandalizarse con sus predicaciones. Por eso, sospechaba Dihya, la habían encomendado a ella ir al Jabal Wansharis. La vida de al-Asayy se había vuelto preciosa para Aslam. A Dihya, en cambio, aún la trataba como a un producto de inferior calidad, fácilmente reemplazable.

Sin embargo ella se había ganado el respeto de aquellos tercos campesinos utilizando algunos de los trucos aprendidos de Aslam. En primer lugar fingió ser una mujer de noventa y cinco años a la que la santidad permitía conservar el aspecto de una mujer joven. Comía solo las sobras que la gente arrojaba de sus casas, y de estas una porción pequeña. Y para dormir utilizaba un saco de pelo que apenas le abrigaba. Además, su presencia despertó entre los labriegos recuerdos de al-Kahina, la legendaria reina hechicera del Aures que retrasó durante cinco años la conquista del norte de África por los ejércitos árabes.

No consiguió que los campesinos bajasen de sus montañas para incorporarse al ejército, pero al menos abrió la puerta para que lo hiciesen en un futuro. Si tuvo que dejarlos precipitadamente fue porque los métodos que utilizaba para lograr su admiración estaban minando su salud, ya bastante deteriorada por un año largo de bandazos y privaciones. Tuvo que montarse en el rucio antes de tiempo, haciendo de tripas corazón para aparentar entereza. Solamente al encontrarse en soledad, lejos de cualquier mirada, se permitió toser y temblar de frío, atiborrándose hasta la indigestión con las pasas que llevaba escondidas en su alforja. De no ser porque viajaba con un guardián que se hacía pasar por su fámulo, tal vez habría muerto por el camino. Y pese a contar con su ayuda llegó al ribat pálida, a punto de perder el conocimiento, indiferente a los brazos que la levantaban del asno para trasladarla a una de las celdas vacías.

Durmió dos días seguidos. Al levantarse había leche de cabra y buñuelos con miel junto al jergón. Comió con apetito, jubilosa. Tenía la impresión de que la semana transcurrida en el Jabal Wansharis había sido un extraño sueño del que acababa de despertar.

—Veo que ya te encuentras bien, gracias a Dios —dijo al-Asayy, entrando súbitamente en la celda—. Estaba ahí fuera y creí oír que te levantabas de la cama —añadió para explicar su presencia.

—¿Me has estado velando?

—He venido con frecuencia a ver cómo te encontrabas. ¿Te sorprende? No sería la primera vez que cuido de ti, querida prima.

—Es cierto —reconoció ella, avergonzada.

—Por lo que sé, eres la única familia que me queda. Y yo tu única familia. Si no nos cuidamos el uno al otro, ¿quién lo hará?

Ella agachó la cabeza. Todavía lamentaba la manera en la familia de su marido había ignorado al poeta cuando vivían en Badajoz.

—Tienes razón —murmuró apesadumbrada. Y enseguida, para desviar la conversación, preguntó—: ¿Sabe ya Aslam que los montañeses no vendrán, de momento?

—Sí. El guardián que iba contigo se lo contó.

—Se habrá enfadado…

—No mucho. Estas últimas dos semanas han sido muy productivas. Tanto que al-Makhtum insiste en que ataquemos Tahert inmediatamente. Y Aslam parece cada vez más convencido.

—¿Y tú qué opinas?

—Yo entiendo de versos y metáforas, querida, no de armas y estrategias militares. Cuando era un jovenzuelo insensato tuve la mala ocurrencia de hacerme soldado. «Así podré comer todos los días», reflexionaba yo. Me dieron una lanza y nos llevaron a mí y a cien más hasta una fortaleza en lo alto de una peña que había que sojuzgar. Yo miré los empinados barrancos que había que subir para alcanzar la fortaleza, los firmes muros y los arqueros que nos esperaban arriba… y aquella misma noche tiré la lanza al suelo y huí del campamento —concluyó al-Asayy al tiempo que se encogía de hombros—. No, prima, no me preguntes a mí esas cosas. Tendrías que preguntarle a Ibn Daisam, si estuviera aquí, para obtener una respuesta atinada.

«Pero no está aquí —pensó ella—. Y le echo de menos. Noto que me falta un marido, un padre, un hermano mayor, alguien que me defienda. Desde mi nacimiento he vivido protegida, en el seno de una familia, un clan. He gozado de seguridad. Y ahora carezco de ella. Vivo en tu mundo, un mundo sin certidumbres, sin privacidad, expuesto a los elementos. Y lo odio».

Dihya se vistió con sus habituales andrajos y se dispuso a salir. Después de dos días encerrada en la celda sin ventilación sentía una necesidad irresistible de respirar aire fresco.

—Tienes buen aspecto para ser una mujer de noventa y cinco años —dijo al-Asayy, luciendo su sonrisa partida por la mitad.

—¿También ha contado eso el guardián?

—Lo ha contado todo, querida. No es precisamente lo que yo llamaría un hombre discreto.

Fueron a hacer sus abluciones y luego al oratorio del ribat, que estaba reservado para ellos dos solos. Más tarde se acercaron a la terraza por la que se accedía a la torre y Dihya se asombró al ver la cantidad de gente que había acampado entre el fuerte y el río. Las tiendas se extendían en derredor como una gran sombra que hubiese caído sobre la tierra, y ella receló por un instante que las langostas de Dar al-hijra les estuvieran acompañando en su marcha hacia el este.

—¿Tantos han llegado en estos días?

—Tantos —asintió al-Asayy—. De día, de noche… Algunos ni siquiera se presentan. Simplemente plantan sus tiendas en la oscuridad y al amanecer están ahí, esperando.

—¿Esperando qué?

—Dios lo sabe. Quizá el reino de paz y justicia que traerá sobre la tierra el Mahdi. Quizá el fin del mundo. Muchas veces les he asegurado que estos son los días previos al Juicio Final, en los que la verdad ha sido abandonada, el auténtico creyente es calificado de mentiroso y castigado por obedecer a Dios, y el bien es considerado el mal y el mal tenido por el bien. El cordobés Ibn Waddah escribió hace unos treinta años la profecía siguiente: «El Libro de Dios será alterado, la tradición del Enviado de Dios será cambiada, la sangre será derramada, las gentes ilustres caerán en cautiverio, las sanciones legales serán abrogadas. A los falaces se les dará autoridad y hablarán de religión quienes no están capacitados para ello». Y en realidad, si atendemos a los que han hecho los fatimíes en Ifriqiya y los cármatas en Arabia, o a lo que hago yo mismo por instigación de Aslam, parece que es exactamente eso lo que está sucediendo en nuestros días. Supón que, sin querer, las falsedades que difundo resultasen ser verdad y hubieran comenzado ya los acontecimientos que han de conducir a la Hora. Sería gracioso, ¿no crees?

«No demasiado», pensó Dihya, recordando sus temores de niña al oír hablar del fin del mundo.

Alrededor de la pareja los preparativos estaban llevándose a cabo con celeridad, pero ellos no recibieron explicaciones. Aslam permanecía en la celda abarrotada de libros en la que se había instalado, que abandonaba únicamente cuando una rara intuición le indicaba que había vuelto un nuevo mensajero al que interrogar acerca de los resultados de sus gestiones. Jamil acortaba las conversaciones hasta reducirlas a un puñado de órdenes o advertencias ladradas con desgana. Y al-Makhtum, con sus oscuros ojos inyectados en sangre, daba muestras de una vitalidad desconocida; recorría el campamento y las murallas del ribat, subía a la cima de la torre de vigilancia por las escaleras reconstruidas o mantenía reuniones interminables con los hombres de su clan, discutiendo durante horas por menudencias. Su humor oscilaba entre la embriaguez y la desesperación, y según el momento en el que se cruzasen con él podían llegar a la conclusión que estaba entusiasmado o sumido en un mar de dudas.

Dihya y al-Asayy vivían rodeados de alboroto, si bien les hubiera dado lo mismo cambiarlo por un silencio absoluto, pues ninguno de los ruidos que los sobresaltaban tenían significado para ellos. En ocasiones Dihya intuía que aquello que habían puesto en marcha ya no necesitaba de su colaboración; como una roca que después de empujada rueda por la pendiente, apenas podían hacer algo más que contemplar cómo rodaba, conjeturando dónde se estrellaría y cuáles serían los daños que iba a causar.

Los arbustos de retama que abrigaban el valle resultaban excelentes como combustible y al caer la noche cientos de hogueras se encendían al otro lado de las murallas como si las estrellas del firmamento se reflejasen en el suelo. Enseguida era el propio cielo el que se veía oscurecido por el humo de los fuegos; una neblina cenicienta ceñía la torre como una borrosa serpiente, un monstruo que no había logrado escapar totalmente del ámbito de la leyenda. El olor de las cenas cocinadas en las hogueras llenaba el aire y un murmullo semejante al del mar chocando con los acantilados se abría paso por el valle. La oscuridad soltaba la lengua a los partidarios de al-Asayy. Era el momento en el que se intercambiaban noticias, se extendían los rumores o se creaban otros nuevos, alterando las ficciones creadas en torno al poeta de tal forma que acabasen siendo irreconocibles incluso para Aslam.

«¿De qué hablarán?», pensó Dihya. Sentía el deseo de bajar hasta las tiendas y mezclarse con los hombres despatarrados igual que lagartijas arrimadas a las piedras y los arbustos, disfrutando de la frescura del anochecer, escuchar sus conversaciones sin ser descubierta, si es que ello era posible. Vagar entre las hogueras como un fantasma curioso. Pero era un deseo imposible de satisfacer. Jamil no le permitiría hacer nada parecido, por muy hábilmente que se disfrazara.

Precisamente fue su jadeo indignado lo que escuchó entonces, así como sus pasos veloces, demasiado ruidosos, puesto que tenía tendencia a arrastrar los pies.

—¿Dónde crees que vas?

—A ninguna parte —repuso Dihya con tranquilidad—. Me gusta venir a la terraza para tomar el fresco.

—Tú te quedas en la celda. Aquí pueden verte.

—¿Quién va a verme? Es de noche.

—Es igual. Tendrías que estar en la celda, rezando. Al-Asayy recita el Corán tres veces cada noche. ¿No lo sabías?

Dihya sonrió con los dientes apretados.

—Eso es lo que Aslam dice que hace. Pero debes haber confundido sus ronquidos con recitaciones si crees que de veras lo hace.

—Te he dicho que vuelvas a la celda.

—No. Acompáñame si es tu gusto, pero necesito aire y poder mirar a los lejos, para variar. —Al percibir la ira acumulándose en los ojos de Jamil, añadió—: Te equivocas si te figuras que voy a ser como un perro que esté atado a un poste, guardando la tienda.

—Que Dios me libre de tu necedad. ¿Ya no te acuerdas de lo que te sucedió? ¿Vas a volver a provocar a los guardias?

—Yo no provoqué a nadie.

—Lo hiciste, paseándote por ahí como te paseas ahora.

—¿Pasear? Ojalá pudiera pasear. Solamente voy donde me ordena Aslam.

—Maldita seas —replicó Jamil, rígido—. ¿Cómo te atreves a contestarme? —Sacó el cuchillo de la funda y bajó la mirada hacia los pies descalzos de Dihya—. Habría que cargarte de hierros, como a los delincuentes. O mejor aún, hacerte unos cortes profundos en la planta de los pies para que se te quiten las ganas de dar paseos por la noche. ¿Qué te parece?

Dihya apretó los puños contra los costados para ocultar su agitación. Luego se dio cuenta de que Jamil se tambaleaba de forma extraña. Estaba borracho, o nervioso, o las dos cosas a la vez. Cuando bebía más vino de la cuenta, su carácter, por lo general brusco, se volvía completamente insoportable.

«Y además, nos desprecia —pensó—. Nunca lo ha disimulado. Aunque sea un hombre de baja extracción se considera digno de mirarnos por encima del hombro, tanto más desde que Aslam le ascendió».

—Ten cuidado o te maldeciré —se obligó a decir.

—¿Y a mí qué me importa tu maldición?

Dihya apuntó con el mentón hacia el valle, constelado por una infinidad de chisporroteantes hogueras.

—Ellos están aquí por nosotros, no por ti ni por Aslam. Si les ordenáis que se muevan y ninguno de nosotros está presente, no darán ni un paso, pero si al-Asayy y yo se lo pedimos marcharán hasta Siria. Así que puede que yo tenga algún valor, después de todo. Y si lo tengo, también lo tendrá mi maldición.

—Tienes razón, y al mismo tiempo estás confundida —intervino Aslam de repente.

Salió de las sombras despacio, sobándose las manos. La luz de las antorchas se reflejaba en su calva, concediendo un brillo dorado a las manchas de la edad. Sus ojos se iluminaron contemplando la extensión del valle y los fuegos encendidos mirase hacia donde mirase.

—Es cierto que os siguen a vosotros y no a mí, porque es lo que yo he elegido. Sin embargo no es a la persona a la que siguen: siguen a la esperanza. Encima de los rucios no ven a al-Asayy ni te ven a ti. Ven sus sueños, sus expectativas, la vía para encauzar sus protestas y reivindicaciones. Ni siquiera es preciso que esa figura tenga rostro: recuerda que Abu Abd Allah sublevó Ifriqiya en nombre de un mesías oculto. El Mahdi tardó dieciocho años en manifestarse, y lo hizo después de que sus partidarios derrotasen a la dinastía de los aglabíes, no antes, pero su ausencia no impidió el triunfo de Abu Abd Allah. —Aslam bajó el tono de voz y durante los instantes siguientes pareció que hablaba para sí mismo—. Y Abu Abd Allah era un pobre ignorante a mi lado. Yo he dedicado la mitad de mi vida a estar preparado para esta tarea.

—¿Sugieres entonces que nos puedes sustituir con facilidad? —se irritó Dihya. No era algo que le apareciera oír después de haber pasado una semana pasando penurias en las montañas para complacer a Aslam.

—No, no es lo que quiero decir. Tu hermano y tú habéis representado con maestría vuestro papel, justo es reconocerlo. La prueba es que ellos están ahí, acampados, en lugar de continuar malviviendo en sus aldeas. Les habéis convencido, y eso tiene mérito. Pero no sois imprescindibles. Exceptuando al Príncipe de los Creyentes, ¿quién es imprescindible en este mundo? Si volvemos al ejemplo de los fatimíes, al-Mahdi era un desconocido para aquellos que le entregaron el poder y, además, muy pronto defraudó sus expectativas, cuando comprendieron que era un embustero. Pero pese a ser el que menos hizo por llevar a los fatimíes a la victoria, y por lo tanto el que parecía menos necesario, al-Mahdi, que Dios le confunda, sigue gobernando el país desde al-Mahdiyya, y Abu Abd Allah y muchos de los Kutama a los que debe su posición están muertos y enterrados.

—El cabrón no gobernará desde al-Mahdiyya por mucho más tiempo, si yo puedo evitarlo. —Dihya identificó a al-Makhtum antes de verlo. Últimamente no dormía mucho. Estaba siempre vigilando, alerta, como un marido celoso que no le quita el ojo de encima a sus esposas.

«Vaya —pensó, divertida—. Esta discusión comenzó entre Jamil y yo, y a este paso se sumarán a ella todos los que residen en el ribat. Solo mi primo es lo suficientemente listo para continuar durmiendo plácidamente».

—¿Te has decidido ya? —le preguntó al-Makhtum a Aslam—. Cada minuto que desperdiciamos refuerza a los fatimíes.

—Es demasiado pronto —dijo Aslam—. No hagamos como ese irresponsable de al-Mahdi, que intenta en vano conquistar Egipto de la misma manera que un idiota se rompe los dientes con una piedra, creyendo que se trata de una uva. Nuestra campaña ha de ir paso a paso, con cautela.

—¿Esperas mantener este ejército con victorias insignificantes? Habrá que alimentar a los hombres y a sus familias, y pagar por cada hombre y cada caballo o camello, o se irán. Con el dinero que obtuvimos aquí solamente podrás comprar carne y harina para una semana. ¿Y después qué?

«El dinero duraría más si tú no te lo hubieras quedado casi todo», se dijo Dihya.

—Tahert ya no es lo que era —insistió al-Makhtum—. De todas formas sería un buen comienzo, Dios sea loado. Tu señor se sentiría muy complacido y conseguiríamos un botín muy jugoso.

Aslam se mordió un labio, dubitativo. Miraba hacia los lados, como buscando alguien que le aconsejase, pero Dihya no estaba en condiciones de asesorarle y Jamil estaba muy ocupado tratando de ocultar su borrachera.

—Tahert es la bisagra que une Ifriqiya y el Magreb —comentó el anciano—. Desde allí es desde donde han partido en el pasado las expediciones fatimíes contra Fez y el reino de Nekor.

—¿Lo ves?

—Pero yo no quería llegar tan lejos, al menos de momento. Me conformaba con establecer una posición firme en esta región, para detener a los fatimíes cuando traten de reconquistar Fez.

—Los detendrás con mayor facilidad si nos apoderamos de Tahert y exterminamos a su guarnición. La base fatimí más cercana se encuentra en Zabi, doscientas millas más al este. Tardarán meses en enviarnos un ejército y para entonces estaremos en condiciones de recibirlo como se merece. Además, sus habitantes están enfadados con al-Mahdi. Cuando murió Yasal ellos eligieron como gobernador al hijo de Masala, Alí, pero el cabrón de al-Mahdi no se fiaba de Alí y les obligó a aceptar a Hamid, el hijo de Yasal, que se había llevado varios años antes a al-Mahdiyya como rehén. Cuando sepan que avanzamos hacia Tahert se apresurarán a abrirnos las puertas de la ciudad para que les libremos del tirano.

Aslam se rascó la coronilla. Iba a volver a morderse un labio, pero enseguida, como si le avergonzara delatarse con un gesto tan llamativo, cambió de parecer, conformándose con apretar los labios hasta que quedaron reducidos a una línea blanca que atravesaba su rostro como una marca de tiza. Se encontraba en una situación delicada, atrapado entre las ambiciones de al-Makhtum, a quien había confiado el ejército, y la prudencia de la que nunca conseguía desprenderse completamente, por elevadas que fueran sus propias aspiraciones. No obstante, como no le gustaba recurrir a las excusas, dijo en tono conciliador:

—¿Por qué no esperamos a la mañana? La noche es un mal momento para tomar decisiones.

—Por la mañana tendríamos que estar ya en marcha. Si esperamos hasta entonces para decidirnos, perderemos otro día. Un día que supondrá cien, doscientas espadas más para los fatimíes.

Aslam guardó silencio un rato y luego hizo un aspaviento con el brazo huesudo.

—Está bien —cedió—. Da las órdenes oportunas. Tras la oración del alba levantaremos el campamento.

Al-Makhtum sonrió ampliamente, dejando a la vista sus dientes pequeños y cubiertos de sarro. Se inclinó hacia adelante y los sentidos de Dihya, trastornados por el cansancio, le hicieron creer por un instante que el bereber iba a tragarse de un bocado al anciano.

—Tahert será para los Banu Asafu, por supuesto —dijo—. La ruta entre Sijilmasa y Qairuán pasa por allí y un gobernante que protegiera el comercio obtendrá pingües beneficios cobrando los derechos de paso a las caravanas.

—Me da igual quien gobierne en Tahert mientras acate la autoridad de mi señor Abd al-Rahman —repuso Aslam.

—Y también Tremecén, cuando sea nuestra. Tahert sin Tremecén no vale nada.

—¿No estás pidiendo demasiado? —Dihya reparó en que al anciano le temblaban las manos, lo que quizá pasara desapercibido para al-Makhtum, que paseaba inquieto entrando y saliendo de las sombras—. Dios nos dará la victoria, y después repartiremos las recompensas en función de los méritos adquiridos por cada cual.

—Puedes repartir como te apetezca, pero Tahert será para los Banu Asafu. No sé lo que le habrás prometido a esos otros jefes, a esas otras tribus. —El dedo de al-Makhtum apuntaba a los fuegos esparcidos por el valle como estrellas en un cielo desplomado sobre el valle—. A todos les habrás prometido algo: no me dirás que les has atraído con unas migas de pan como si fueran palomas. Pero a mí tendrás que darme más que a nadie. Recuerda que he perdido a mi hijo por unirme al partido del Omeya. Después de haber pagado ese precio no pienses que voy a conformarme quedándome más o menos igual que estaba.

—Tranquilo. Tú obtén la victoria y todo lo que deseas te será otorgado.

«En el fondo al-Makhtum tiene razón —pensó Dihya—. Aslam ha debido ofrecer a los demás jefes cebos muy apetitosos o se habrían quedado en sus tierras. Pero no puede contentarlos a todos al mismo tiempo, es imposible».

Notó que Aslam retrocedía sutilmente, situándose junto a Jamil, como si la corpulencia de al-Makhtum, tan llamativa frente a su fragilidad, le intimidase y necesitara que alguien le defendiera. El guardia pareció comprender lo que se esperaba de él y se puso firme, disimulando un eructo con el dorso de la mano.

—Tahert puede ser simplemente el comienzo —añadió al-Makhtum—. Ifriqiya es como un campo de paja seca en medio del verano. Tira una antorcha al suelo y en cuestión de minutos las llamas llegarán hasta el horizonte.

—Poco a poco —le reconvino Aslam—. Vayamos poco a poco. El caballo que corre a gran velocidad está más expuesto a tropezar y caerse. En cambio el asno es lento, pero acaba llegando a su destino.

—Yo no soy un asno —repuso al-Makhtum—. Y tampoco me gusta montar asnos ni camellos. —Miró de reojo a Dihya para dar a entender que ese tipo de monturas eran apropiadas únicamente para gentes como ella y el poeta—. De todas formas haremos como tú dices.

Se despidió con la mano antes de retirarse a su celda, seguido por las miradas recelosas de Aslam y Jamil.

—Ya ha conseguido lo que quería —farfulló Aslam. Se había acrecentado el temblor de sus manos—. Quiera Dios que tenga él razón y no yo.

Ella aprovechó la despedida del cacique para ir también a su celda. Al-Asayy dormía sobre su desgastada estera, revolviéndose de vez en cuando para espantar a los parásitos congregados en la manta. Dihya pensó en prescindir de la manta aquella noche, pero hacía tanto frío en el aposento que acabó aceptando de mala gana la compañía de las pulgas.

A la mañana siguiente al-Asayy y ella salieron del ribat montados en sus pollinos. Quizá fuera culpa del pollino, de talla demasiado reducida para constituir un buen punto de observación, pero no conseguía divisar los límites de la hueste. Y no estaba compuesta exclusivamente por harapientos campesinos equipados con viejas armas heredadas de sus padres o quijadas de oveja con las que se hubiesen tropezado por el camino; había una considerable presencia de jinetes agrupados según su linaje, formando conjuntos independientes que rehuían disolverse en la masa de soldados de a pie. Había entre ellos jefes tribales Zanata que trataban de situarse en la vanguardia para estar cerca del poeta, pero a estos los apartaban sutilmente al-Makhtum y sus guerreros, manteniendo a los primos aislados; se los protegía como una isla sagrada a la que ningún barco podía arribar sin una autorización previa, concedida tras arduas negociaciones.

Al-Asayy recitó el discurso que le había preparado Aslam. La aclamación resultante le hizo daño a Dihya en los oídos. Una súbita serenidad siguió al grito y ella sintió que algo transcendente acababa de ocurrir, aunque no estaba segura de qué era ese algo. Luego el alboroto, el polvo elevándose como el oscuro aliento de la tierra que pisaban, la impresión de que el paisaje entero estaba separándose del lecho de rocas en el que se apoyaba para irse a otra parte.

—Tahert —murmuraba al-Asayy con ojos brillantes—. Tahert. Ante su mirada, ante el ejército, se desenvolvía la carretera. Atravesando el valle y continuando más allá, millas y millas sin interrupción, apuntando hacia las inciertas promesas del este.