Contratiempos
Los asnos aguardaban pacientemente a que los cargasen. Un leve quejido al sentir su lomo aplastado por el fardo que salía del almacén y el animal era empujado para dejar paso al siguiente de la fila. Cuando los bultos hubieran sido amarrados al último asno, la caravana partiría hacia el norte. A los bienes que habían cruzado el desierto del Sáhara, expuestos a mil peligros, aún les quedaban cientos de millas por recorrer antes de encontrar a sus compradores.
—Qué lástima que se nos hayan escapado esas mercancías —dijo Ibrahim con tristeza.
—No podemos asaltar todas las caravanas que vienen a Sijilmasa —repuso Álvaro—. Es inevitable que se nos escapen algunas.
Tomó nota de los hombres armados que contemplaban las operaciones desde la sombra. Las caravanas cuyo destino eran las ciudades de la costa siempre habían estado mejor protegidas que las que atravesaban el Sáhara, pero las actividades de Álvaro e Ibrahim habían provocado que se duplicara el tamaño de las ya de por sí nutridas escoltas. Los comerciantes procedentes de Ghana también habían comenzado a contratar más guerreros de lo habitual para defender las caravanas, hasta el punto de que se comentaba que los Banu Masufa no daban abasto para satisfacer el incremento de la demanda. Esto había provocado un aumento de los costes, que a su vez amenazaba los ingresos que cobraban las autoridades de Sijilmasa por los derechos de paso, forzándolas a tomar sus propias medidas para acabar con los asaltos a las caravanas. Álvaro no se hacía ilusiones. Pronto empezarían a tener problemas.
Abandonaron su puesto de observación y caminaron en dirección contraria al canal. Allí la luz era distinta, reflejándose en las paredes desconchadas de los edificios. Y el olor a estiércol recién pisado se trocaba por los aromas de la comida y la humedad. No todos los barrios de Sijilmasa se habían recuperado por completo de los saqueos sufridos a manos de los ejércitos fatimíes. Aquellos ataques habían socavado la creencia de los habitantes de Sijilmasa en que su situación aislada, al borde del desierto, les mantendría al margen de las querellas que sacudían el norte de África. Ya no se respiraba la tranquilidad de antaño, cuando solo los incidentes relacionados con el comercio angustiaban a los pobladores del oasis. Y en varias de las callejuelas se apreciaba un llamativo deterioro, como si hubiera disminuido el optimismo que incitaba a reconstruir rápidamente lo dañado.
Los baños públicos a los que se dirigían estaban situados junto a una de las bocas de la red de pasadizos en la que vivía Ibn Sanbar. Como aquellos, tenía aspecto de excrecencia: un tumor que había crecido en los suburbios de Sijilmasa en un momento de descuido. Álvaro e Ibrahim entraron por separado y fueron recibidos por un mozo en taparrabos que les alquiló las toallas. A partir del estrecho vestíbulo la penumbra obligaba a los que acudían a la casa de baños a realizar sus acciones prácticamente a ciegas; los clientes habituales no tenían mayores dificultades pero Álvaro tuvo que tantear con los dedos para encontrar un gancho vacío del que colgar su ropa. Toda la luz en los baños parecía haberse congregado en la primera sala, gracias a una claraboya abierta en la bóveda de barro. Allí Álvaro fue friccionado vigorosamente por un masajista tras tumbarse en un banco de piedra cuya superficie viscosa le trajo a la memoria el légamo de los pantanos. En la segunda sala el exceso de iluminación ya había sido corregido. Tropezó con un taburete y enseguida aprovechó para sentarse en él mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. De todas formas, apenas consiguió ver algo más que las formas básicas de la sala y unas siluetas enredadas en un rincón, jadeando débilmente. Le habían advertido acerca del sexo en los baños públicos, pero nunca había presenciado con anterioridad aquello sobre lo que le advertían.
—¿Los ves? —preguntó Ibrahim.
Álvaro asintió. El calor que emanaba la sala de calderas le hacía sentirse mareado. Usó la toalla para secarse la frente, pensando en lo insólito que resultaba someterse por gusto a elevadas temperaturas en una ciudad tan calurosa como Sijilmasa.
—Esa escena me recuerda que, según dicen, la causa de que al-Sayl perdiera su trabajo como guía de caravanas es que le gustan demasiado los muchachos.
—Si lo que le gustan son los muchachos, entonces estoy a salvo —gruñó Álvaro—. Hace tiempo que mi culo perdió su lozanía.
—El mío aún conserva la suya, gracias a Dios —dijo Ibrahim sonriendo—. Tal vez debería tener más cuidado la próxima vez que acampemos en el desierto.
La pareja del rincón subrayó el final de su cópula con unos desmayados gemidos y luego ambos se fueron por separado de la habitación. Álvaro se fijó en que uno de ellos se estaba limpiando las partes pudendas con la toalla cuando salía y al instante tiró la suya al suelo.
—Estoy seguro de que las lavan después de usadas —dijo Ibrahim.
—Yo no estoy tan seguro.
Alguien entró en la sala, y debía estar acostumbrado a acudir a esos baños puesto que sus pies le guiaron sin vacilaciones hasta uno de los taburetes. Miró alrededor, tratando de discernir la identidad de los otros clientes, hasta que Ibrahim le hizo una seña.
—Llegas tarde.
—Disculpadme. Me entretuve charlando con un amigo.
—¿Algo interesante?
—No. Vuestros ataques han cerrado las bocas en Sijilmasa. Ya ni siquiera me atrevo a preguntar, por miedo a levantar suspicacias.
Álvaro e Ibrahim se miraron entre sí. No eran noticias inesperadas, pero aún así eran malas noticias.
—Hará falta dinero para soltar las lenguas —continuó Ibn Sanbar—. La época en la que circulaban libremente los rumores sobre las caravanas se ha terminado.
—Te pagamos bien —murmuró Ibrahim, suponiendo lo que se avecinaba—. Usa el dinero que te damos para sobornar a quien te parezca.
—Si lo hiciera como me propones disminuirá mi porcentaje.
—¿Qué es lo que prefieres? ¿Un porcentaje menor de algo o la totalidad de nada? Sin información no hay dinero.
—Si no consigo información, saldréis perdiendo tanto como yo.
—Te equivocas. Las caravanas siguen siempre las mismas rutas, las únicas que son seguras. Solo tenemos que apostarnos en un punto intermedio de la ruta hacia Audoghast y atraparemos a los mercaderes como pájaros en una red.
—¿Y por qué no lo habéis hecho ya? Si tan prescindible soy, ¿para qué nos hemos reunido?
«Porque Ibrahim solo está fanfarroneando —le contestó Álvaro en su mente—. Si nos aventuramos por nuestra cuenta y riesgo en el desierto acabaremos persiguiendo espejismos hasta que entreguemos nuestros huesos a la arena».
—Es al-Sayl el que es imprescindible, no tú —insistió Ibrahim.
—Al-Sayl hará lo que yo le diga. No contéis con darme de lado a mí y continuar trabajando con él.
—Quizás el dinero le haga cambiar de opinión.
—Intentadlo. —Ibn Sanbar se palmeó las rodillas antes de incorporarse—. Dios Todopoderoso, en su Inmensa Sabiduría, decretó que el hijo de mi padre no fuese una persona rencorosa. De modo que, después de que al-Sayl rechace tu propuesta, hazme llegar un mensaje y yo actuaré como si esta conversación nunca hubiera tenido lugar.
Álvaro e Ibrahim se quedaron a solas en la sala. Estaban ansiosos por marcharse, pero la prudencia aconsejaba que abandonaran uno a uno los baños, para que nadie pudiese relacionarlos.
—Está muy seguro de sí, el cabrón —dijo Ibrahim—. Cuando hablamos por primera vez era poco más que un mendigo y ahora se comporta como si fuera un príncipe de los ladrones.
—Tiene una ventaja y la aprovecha —señaló Álvaro—. En cualquier caso, me preocupa esta situación. El coste de los sobornos crecerá sin cesar, ya lo verás, y en cuanto dejemos de pagarlos nos traicionarán para obtener la recompensa que ofrecen las autoridades.
—Me pregunto si es verdad lo que dice. ¿Quién nos asegura que no se ha inventado ese cuento de los sobornos para sacarnos más dinero?
—Es una posibilidad.
—Pondré a investigar a uno de mis primos. Y que Dios tenga piedad de Ibn Sanbar como descubra que nos está engañando.
Álvaro ya no aguantaba más el calor y la humedad de los baños. Fue a la letrina para aliviar su vejiga y luego regresó al guardarropa para volver a vestirse. El aire tibio del callejón le refrescó la frente irritada por el sudor. La entrevista le había dejado un mal sabor de boca, como si hubiera comido grasa rancia.
Un desconocido le llamó. Álvaro siguió andando sin darse por aludido hasta que le tomaron por el brazo, diciéndole: «El sahib quiere verte». Había demasiados testigos en la calle, así que desistió de luchar o escapar. Otro hombre había surgido de una esquina, con la mano en el pomo de la espada, como si esperase resistencia.
«¿Nos habrá vendido ya Ibn Sanbar? —pensó—. Es mucha casualidad que me capturen justo cuando habíamos estado hablando con él».
Miró atrás sospechando que hubiera más guardias escondidos, pendientes de la aparición de Ibrahim. No vio ninguno, y tampoco a Ibrahim. La emboscada, si es que de una emboscada se trataba, parecía haberse resuelto con el arresto de Álvaro.
«O puede que haya sido Ibrahim. He oído afirmar a algunos musulmanes que los juramentos pronunciados ante un cristiano carecen de valor. Quizá ha creído que el paso del tiempo le permite desligarse de las promesas que hizo cuando le amenacé con perforarle los riñones».
Le condujeron a un edificio de dos plantas, muy sencillo, en cuya planta baja encontró al capitán de la guardia sentado en el suelo. Le preguntaron su nombre; Álvaro contestó dando el que había inventado para su estancia en Sijilmasa. El capitán le hizo algunas preguntas más: de dónde venía, a qué se dedicaba. Álvaro había ensayado las respuestas varias veces. Surgieron de su boca con fluidez, sin vacilaciones, como si fuesen la pura verdad.
Después de que el capitán satisficiera su curiosidad, al menos aparentemente, le llevaron a un cuarto lleno de mantas y alfombras viejas. Flotaba en el interior el aroma polvoriento de la lana estropeada. Le quitaron el cuchillo que llevaba siempre encima y sus ropas, ordenándole que las cambiase por otras, peores y de una talla inferior. Pasó allí el resto del día.
Al anochecer le vinieron a buscar tres hombres armados. No le ataron, pero uno le sujetaba por el brazo con más fuerza que ninguna ligadura. Subieron por las escaleras hasta la habitación en la que esperaba el sahib al-shurta, junto con el capitán al que ya había visto. El sahib era un hombre delgado y envejecido, con una cabeza enorme que la barba semejante a una enredada madeja de lino estiraba hacia abajo. Había un banco de madera en la habitación, por lo demás desolada, y Álvaro se percató de las manchas de sangre que manchaban la superficie. No se sorprendió de que le desnudaran y le tumbasen boca abajo en el banco, sin hacerle antes una sola pregunta.
Cuando su espalda quedó al descubierto los ojos de los presentes se abrieron de par en par al ver las cicatrices que la adornaban. Muchas las había obtenido en el Alcázar de Córdoba, durante los interrogatorios a los que era sometido por sus carceleros.
—Está claro que eres un criminal —dijo con desdén el sahib—. Esas son marcas de látigo.
Dos de los hombres se sentaron sobre sus piernas. El restante y el capitán le agarraron por las muñecas, retorciéndoselas. El sahib cogió una vara y Álvaro comenzó a chillar y protestar, no porque le asustase lo que iba a suceder sino porque se trataba de la reacción lógica en una persona que estuviera en su situación. Para poder engañar a sus captores tenía que comportarse como un hombre inocente o estaría confirmando sin querer que él era uno de los salteadores que las autoridades de Sijilmasa estaban buscando.
El sahib era débil en apariencia, pero le fustigó con tanta fuerza que Álvaro, a quien el dolor no le resultaba extraño, tuvo que apretar los dientes para aguantar el castigo. Contó dieciséis golpes antes de perder el interés por seguir contando. Cuando el sahib se cansó, el capitán de la guardia tomó el relevo, y luego uno de sus hombres, hasta que la vara comenzó a caer sobre golpes ya dados y los gritos de Álvaro dejaron de ser fingidos.
Solamente entonces, cuando su espalda estuvo cubierta de surcos morados y cuajarones de sangre, repitieron las preguntas que le había hecho el capitán con anterioridad. Cómo se llamaba, de dónde venía, a qué se dedicaba, por qué llevaba un cuchillo encima. Álvaro dio las mismas respuestas que antes, y tras oírlas le tiraron del banco para que aterrizase en el sucio suelo, donde sintió que el dolor le atenazaba como un peso que le hubieran colocado encima, como uno de los cargamentos que aplastaban a los asnos congregados frente al almacén.
Durmió en el suelo, en la habitación vacía. Le despertaron con una patada y los hombres le hicieron tumbarse de nuevo en el banco. Un bastonazo en la rabadilla amoratada y una súplica, no del todo simulada, vibró en los labios de Álvaro. Otra vez las preguntas. Y otra vez las respuestas falsas, que se sabía de memoria. Aunque tuvo la precaución de introducir algún detalle adicional que no contradijera lo que ya había contado. Volvieron a golpearle, en las manos, y con menos fuerza, y lo siguiente que pudo percibir fue que era arrastrado por las piernas. Echaron agua sobre su cara y le limpiaron algo de la porquería acumulada en su cuerpo. Luego notó que le levantaban a través de la oscuridad hasta un lugar fuera del edificio. Tiraron un paquete a su lado: sus ropas, atadas entre sí. Pero el cuchillo no estaba, quizá porque aquellos hombres temían su venganza.
Permaneció tumbado, sumido en un estupor del que le extrajo la luz del alba. Padecía una sed abrasadora y le asombraba la ausencia de dolor. Probablemente se encontraba demasiado aturdido para experimentarlo. Se puso en pie gimiendo, y tambaleándose echó a andar hacia el cuarto que tenía alquilado. Nadie reparaba en él, pese a que tenía la impresión de ser en ese momento la persona más llamativa de Sijilmasa.
Un esclavo se apiadó de Álvaro y llenó un recipiente de cuero en el pozo para que bebiese. El agua le supo maravillosamente y bendijo al esclavo por su amabilidad. Luego, habiendo llegado ya al cuarto, rebuscó unas monedas en sustitución de las que le habían hurtado durante el encierro para entregárselas a la mujer que vivía en el cuarto de enfrente. Ella malinterpretó sus intenciones; entró contoneándose en la habitación y comenzó enseguida a desvestirse. Álvaro le pidió con la mano que se detuviera. Simplemente quería comida, agua, y que le espantasen las moscas que se posaban en su espalda, atraídas por el olor de la sangre.
Durmió un día entero. Cuando despertó había un plato con comida, fría, en el suelo. Se alimentó vorazmente, agotó la jarra de agua, cruzó infinidad de veces el cuarto para determinar la distancia que era capaz de recorrer sin marearse. La paliza le había dejado desmayado; tenía los músculos blandos, sin fuerza, incluso el esfuerzo de levantar la jarra llena le provocaba arcadas.
«Es como si hubieran transcurrido años enteros en estos pocos días —pensaba—. Me han convertido en un viejo a base de golpes».
Tardó casi una semana en recuperar la confianza en sí mismo. Hasta ese momento se sintió prisionero en un cuerpo que no reaccionaba conforme a sus deseos, una carne extraña que no reconocía como propia. Lo primero que hizo fue salir a la callejuela para vaciar el orinal. La luz del sol le aturdió. Notaba un brote de fiebre que había ignorado mientras vegetaba en el cuarto. Todo lo que allí le había parecido natural, el constante dolor de cabeza, su suciedad, la malsana penumbra, congestionada por una mezcla de olores pungentes, se volvía vergonzoso, intolerable, al poner el pie de nuevo en el exterior, exponiéndose a la curiosidad de los demás.
Esa noche llamaron suavemente a la puerta de la habitación y él se sobresaltó al darse cuenta de que la señal era distinta de la que utilizaba la mujer que le atendía. A falta de armas cogió la jarra, demasiado frágil para causar un daño duradero. Al principio no reconoció los rasgos del visitante tras entreabrir la puerta, pero la nariz que se adelantaba impaciente por el hueco como la lanza de un jinete indicó a Álvaro que se trataba de Ibrahim.
—Alabado sea el Todopoderoso, temí que te hubieran matado —dijo después de que le dejara pasar.
—Estuvieron cerca —contestó Álvaro. Se sentó jadeando en el jergón. Aún se cansaba con facilidad.
—¿Qué te ha ocurrido? Llevo días ahí fuera, observando, para confirmar si estabas vivo o muerto. Por su forma de actuar me figuré que esa mujer te cuidaba, pero hasta que te vi salir del edificio no estuve seguro.
—Me detuvieron los hombres del sahib al-shurta —declaró Álvaro—. Me interrogaron, pero logré convencerles de que era inocente.
—¿Nos buscaban a nosotros?
—Supongo que sí. —Se encogió de hombros—. No me dieron ninguna explicación. Solo insistían en querer saber quién era yo y de dónde procedía.
—¿Y tú qué les contaste?
—¿Yo? ¿Qué iba a contarles? Las mentiras que tenía preparadas. Insistí en repetirlas hasta que se las creyeron.
Una expresión extraña cruzó el rostro de Ibrahim.
—Hiciste bien. De todas maneras me sorprende que te detuvieran porque sí, aun cuando he oído el rumor de que esas cosas llevan ocurriendo en la ciudad desde hace algún tiempo.
—Si tuviesen alguna prueba contra mí me habrían ejecutado independientemente de lo que yo respondiese —repuso Álvaro—. Imagino que me detuvieron porque soy forastero en Sijilmasa y estaba lejos del mercado y de la zona donde se reúnen las caravanas. Debí parecerles sospechoso.
—Sí, es probable —aceptó Ibrahim—. Tan probable como calamitoso para nuestros intereses. Nuestros cómplices ya estaban nerviosos a causa del aumento de la vigilancia; ahora están aterrados. Cuando Ibn Sanbar se enteró de que habías desaparecido se fue de su casa y ahora no consigo dar con él.
—Esta vez he tenido suerte —le aseguró Álvaro—. Puede que no tenga tanta la próxima. Los hombres del sahib ya conocen mi cara y me volverán a detener en cuanto les dé el menor motivo. Lo más prudente sería irse de Sijilmasa hasta que se calmen los ánimos.
—Prudente sí, pero no muy lucrativo.
—Sería aún menos lucrativo que nos atrapasen y nos cortaran la cabeza.
—Nos atraparán si continuamos actuando de la misma manera. Cambiemos nuestros planes y volveremos a despistarlos.
—¿Cambiar nuestro planes? ¿Cómo? ¿Qué propones?
—He pensado mucho mientras esperaba a que dieses señales de vida, pero mi idea, en esencia, es exactamente la que le expuse a Ibn Sanbar: las caravanas utilizan casi siempre las mismas rutas. Acampemos cerca de una de las paradas y cuando se detengan para abrevar a los camellos les atacamos.
—¿Y quién nos guiará hasta esos pozos? En las presentes circunstancias dudo que al-Sayl sea más fácil de encontrar que Ibn Sanbar.
—Habrá otros guías sin trabajo en Sijilmasa.
—¿Y cuántos de ellos son de fiar? Cuéntale a la persona equivocada quiénes somos y a qué nos dedicamos y en cuestión de horas nuestras cabezas estarán amojamándose en la muralla.
—Alguno de mis primos podría guiarnos. Wajjaj, por ejemplo.
—¿Podría?
—Está acostumbrado a desplazarse por el desierto. Y es listo. Se ha aprendido de memoria los itinerarios que utiliza al-Sayl.
—¿Y también se ha aprendido de memoria el sentido de la orientación de al-Sayl? Sabes perfectamente que bastará que nos desviemos de la ruta unos cientos de codos para que nos perdamos sin remedio. Además, convendría que evitásemos los pozos en lugar de acechar en sus inmediaciones. Los Banu Masufa están custodiándolos con mayor celo que antaño y acabarán por emboscarnos a nosotros antes de que nosotros les embosquemos a ellos.
—Si fuéramos más numerosos nos daría igual lo que hicieran.
—Cierto, pero recuerda que somos una banda pequeña. Y quizá esto es lo que deberíamos cambiar.
Ibrahim se inclinó hacia delante, intrigado.
—Explícate.
—Nos hemos aprovechado de las circunstancias para desvalijar unas cuantas caravanas con facilidad —indicó Álvaro—. Las circunstancias son distintas de las que eran y ya no podemos esperar las facilidades de antaño. Solo hay dos opciones: marcharnos antes de que nos atrapen o ser más ambiciosos de lo que hemos sido hasta ahora. Con las ganancias que hemos obtenido podríamos atraer al resto de los Banu Asafu nómadas, no solo a los cuatro desgraciados que nos ayudan en estos momentos. A tu padre no le hicieron caso, pero la voz del oro es más melodiosa que la de al-Makhtum. Y con su colaboración y la de algunos mercenarios, vive Dios que estaría en nuestra mano apoderarnos de Sijilmasa. Como ya te dije en las montañas: ¿para qué conformarse con las migajas pudiendo quedarnos con la mesa entera?
—Si los pillásemos por sorpresa, no me parece imposible derrotar a la guarnición de Sijilmasa con trescientos hombres resueltos.
—Ni a mí.
—¿Y qué es lo que propones?
—Alejémonos por un tiempo. Continuar en Sijilmasa es peligroso y, además, si cesan los asaltos a las caravanas el gobernador se tranquilizará y despedirá a los guerreros que ha llamado. Le resultan demasiado caros para mantenerlos más tiempo del preciso. Mientras tanto nosotros organizaríamos una hueste. No importa el tamaño, sino su calidad. Mejor trescientos valientes que mil cobardes. Conocemos los puntos débiles de las murallas y cuáles son las mejores horas para atacar. Después ofrezcámosle el gobierno de Sijilmasa a un príncipe de carácter débil, a poder ser de los Banu Midrar, para que la gente le considere un gobernante legítimo. Aunque nosotros nos ocuparemos de que solo haga lo que le digamos.
—¿Y mi padre?
—Ya le avisaremos. Con un poco de suerte él conseguirá expandirse hacia oriente mientras nosotros conquistamos Sijilmasa.
—Sé que siempre ha soñado con apoderarse de Tahert.
—Imagínate que lo consiguiese. Tahert y Sijilmasa en manos de los Banu Asafu. Imagínatelo. En un abrir y cerrar de ojos os convertiríais en el clan más rico del Magreb.
Álvaro sonrió para sí ante la infantil satisfacción de Ibrahim. «Y si después de eso al-Makhtum sufriera un oportuno accidente de caza, me resultaría sencillo manipularte para que apoyases mi lucha contra la dinastía omeyí».
—Sería maravilloso —dijo alegremente el joven—. Solo hace una generación los Banu Asafu del norte éramos piratas a bordo de un puñado de barcas. Y de golpe podríamos convertirnos en príncipes, en emires.
—Sí, podríais conseguirlo.
Ibrahim le dio un golpe amistoso en el hombro.
—¿Dónde has estado estos años? Necesitábamos una cabeza como la tuya. Mi padre, cuya vida Dios prolongue, pensaba con la polla cuando era joven y ahora que es viejo piensa con el estómago. Pero tú piensas bien, debe ser por esa manía tuya de alejarte de los placeres.
—No lo hago por manía. Simplemente no me apetece.
—Haces mal. Los sabios sostienen que prescindir por completo de los placeres terrenales es causa de indigestiones, enfermedades de la piel y otras dolencias, ¿no lo sabías? Aunque tal vez me convendría imitarte. O tal vez no. Puede que sea mejor que nos repartamos las tareas. Tú serías mi consejero mientras yo me dedico a disfrutar de la vida.
«¿Y no sospechas lo que ocurriría en ese caso? —pensó Álvaro—. Yo no soy un perro que se conforma con una caseta y un hueso».
—Pero para alcanzar ese objetivo mi padre tendrá que derrotar primero a los fatimíes —suspiró Ibrahim—. ¿Crees que el poeta y su hermana lograrán atraer a suficientes desdichados para formar un ejército numeroso, como pretende Aslam? Es una lástima que ella sea coja. Incluso así, no me importaría tomarla por concubina cuando todo acabe.
Álvaro titubeó un instante. Figurarse a Ibrahim metiendo en su cama a Dihya había hecho que sintiera unas ganas repentinas de desdibujar su sonrisa con un puñetazo. Pero se contuvo.
—Creo que aún me faltan unos días para recuperarme como es debido —dijo—. En cuanto vuelva a estar en condiciones de cabalgar nos iremos de Sijilmasa.
—Mientras tú descansas yo compraré unos camellos de carga y los arreos correspondientes —dijo Ibrahim.
—Tenemos camellos suficientes para llevar nuestras cosas. —Álvaro abarcó con un gesto la habitación, que estaba prácticamente vacía. Sus posesiones cabían en un morral, y ni siquiera haría falta uno grande.
—Pero no los suficientes para llevarnos el botín.
Álvaro arqueó una ceja.
—¿El botín? ¿Para qué vamos a llevarnos el botín? Está seguro donde está. Llevémonos solo la fracción que sepultamos cerca del poblado de tus parientes. Bastará para reunir a la hueste. El resto ya lo recuperaremos cuando Sijilmasa sea nuestra.
—¿Te figuras que voy a dejar el oro enterrado durante meses, a merced de cualquiera que lo encuentre? Por los astros que corren y se ocultan, de ninguna manera.
—¿Quién va a encontrarlo si está enterrado?
—Al-Sayl sabe dónde está. Él nos sugirió el sitio, ¿recuerdas? Y si lo sabe él, lo sabrá Ibn Sanbar. Apenas averigüen que nos hemos marchado de Sijilmasa les faltará tiempo para comprar unas palas y adentrarse en el desierto.
—Es un riesgo excesivo, Ibrahim. Incluso si tus primos nos acompañasen seremos una docena y media de hombres, entorpecidos por llevar una carga tan pesada. Recuerda que no somos los únicos ladrones que hay en el Magreb.
—No me iré sin el tesoro. —Ibrahim sacudió la cabeza—. Jamás. Sería incapaz de dormir por las noches sabiendo en que mi oro está indefenso.
Resopló desalentado. Le dolía la cabeza y lo último que deseaba era iniciar una discusión. Y menos una discusión que no iba a ganar. Había ciertas cuestiones sobre las que Ibrahim era inflexible.
—Está bien —cedió Álvaro—. Compra los camellos y haz los preparativos que estimes oportunos, pero sé discreto. Y después vayamos a desenterrar tu maldito tesoro.