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El camino de oriente

Los macizos montañosos encerraban el paisaje estepario como muros que protegiesen un secreto antiquísimo, cuya mera existencia había sido olvidada. Era un día soleado, fresco, con un poco de viento. La mañana, excepcionalmente clara, provocaba la ilusión de que todo estuviera al alcance de la mano y Dihya experimentó la sensación de estar en el borde de un mundo nuevo, el mundo al que conducía aquella carretera interminable.

La llanura era plana como la superficie de un mar sin olas. El sol, remontándose desde el horizonte con la fuerza de su juventud, definía los detalles de la estepa con una precisión asombrosa, concediendo a cada objeto una densidad que nunca volvería a tener, como si esa mañana se hubiera transmutado, gracias a un proceso alquímico, en algo distinto de lo que normalmente era. Y también las personas parecían cambiadas, como si a cada uno de los soldados lo rodeara la aureola propia de un héroe, y en las filas, pese a estar rodeados por tantos, se habían vuelto inconfundibles, excepcionales, reflejando la luz del día con una luz interior que ellos tampoco volverían a exhibir jamás.

Los más fervorosos ocupaban las primeras filas. Atrás, como esperando la ocasión de escabullirse, los menos entusiastas, los que albergaban las primeras dudas. Algunos blandían armas forjadas por los herreros de Dar al-hijra que todavía no habían probado el sabor de la sangre; los que llegaron tarde al reparto o no habían sido considerados aptos para recibir armas de verdad acarreaban lo que habían podido encontrar: chuzos, bastones, mazas, cuchillos de carnicero… En la vanguardia, montado en su asno, deambulaba al-Asayy, haciendo un esfuerzo para tener un aspecto digno y seguro de sí. Se decía que bajo la venda llevaba una perla negra en vez del ojo perdido, y que si miraba a sus enemigos con la perla estos huirían en el acto, llenos del temor de Dios. Pero no se levantaba la venda para demostrar si la existencia de la perla negra era realidad o pura especulación. Estaba muy ocupado tratando de disimular su nerviosismo, mientras al-Makhtum, a su lado, aguardaba con afán el regreso de los exploradores.

—Ataquemos ya —dijo Jamil—. Estamos perdiendo el tiempo.

—Hemos de ir con cuidado —replicó el caudillo de los Banu Asafu—. Ibn Khazar aún anda suelto; tal vez haya tenido noticias de nuestro avance y trate de intervenir en la batalla, pero si lo hace te aseguro que no hará distinciones entre nosotros y los siervos de los fatimíes. Para él, todos los que no pertenecen a su tribu son sus enemigos.

—¿Es el mismo Ibn Khazar al que Aslam envió un mensajero?

—El mismo. Dudo que el mensajero de Aslam haya conseguido encontrarle. Ibn Khazar lleva años jugando al ratón y al gato con los ejércitos fatimíes. El propio hijo de al-Mahdi trató de capturarle sin éxito. Se le da bien esconderse en el desierto y hostigar desde allí a los fatimíes.

—Por lo que veo, sería una buena adición —dijo Jamil.

—Ibn Khazar no se unirá a nuestra causa, descuida. Lo que me preocupa es que decida interferir. Cuando dos pelean, hay ocasiones en las que aparece un tercero y cae sobre ellos cuando están exhaustos.

«A ti, desde luego, no te interesaría nada que un líder Zanata más prestigioso que tú entrase a formar parte de nuestras filas —pensó Dihya—. Te verías relegado y eso no podrías soportarlo».

Los exploradores fueron volviendo a lo largo de la siguiente hora. No había ni rastro de Ibn Khazar o de las tribus Zanata que pastoreaban sus camellos en aquellos parajes en tiempos de paz, ni tampoco habían divisado socorros que llegasen desde el este: los ocupantes del ribat tendrían que defenderse solos.

—Se hace tarde —dijo Jamil.

Al-Makhtum asintió, girándose hacia los primos.

—Vamos, id a inflamar el valor de esos infelices. Hoy tenemos que vencer. Este castillo es la llave que abre la ruta entre Sijilmasa y el este. Además, si perdemos lo considerarán una prueba de que Dios no está con nosotros.

«Cuanto antes se desengañen, mejor», pensó ella con resentimiento.

Pese a los esfuerzos misioneros de Dihya y al-Asayy eran menos de los que hubieran debido ser teniendo en cuenta lo que se proponían. Pero Aslam estaba impacientándose; consideraba que les hacía falta una victoria importante para aglutinar a los descontentos por el gobierno fatimí y al-Makhtum estuvo de acuerdo. Las pequeñas fortalezas conquistadas hasta entonces eran insuficientes para saciar su apetito. Quería más. Mucho más.

La fracción más numerosa, y también la peor entrenada y equipada, estaba compuesta por los voluntarios, que coincidían en la sencillez de sus vestimentas, zaragüelles y sandalias, y la rudeza de sus facciones castigadas por la vida en el campo. Por delante los jinetes de una docena de clanes pobres y el grupo aparte, desproporcionadamente orgulloso, de los Banu Asafu. Supuestamente las enemistades tribales estaban canceladas por los pactos que habían suscrito sus jefes. Con todo, los integrantes de una tribu seguían sintiéndose incómodos al relacionarse con las restantes, y dentro de las propias tribus no se habían olvidado las viejas rencillas que enfrentaban a vecino contra vecino y familia contra familia.

Dihya y al-Asayy espolearon a sus asnos para situarse en una posición adecuada. Su apariencia era la de siempre. Seguían llevando ropas de áspera lana, sucias e informes, y sus pollinos parecían aún más humildes que de costumbre al mezclarse con los corceles de los guerreros berberiscos. El único cambio era el blanco velo que reemplazaba la venda en el rostro de al-Asayy y el libro que llevaba en la mano derecha y del que, supuestamente, extraía las instrucciones divinas.

Para ganar tiempo hizo que el asno, fuese hacia un extremo de la fila, y luego al contrario, fingiendo que revistaba a sus tropas. Entonces habló. Comenzó el discurso con la alabanza a Dios y loor a Él y azala sobre el Profeta; siguió diciendo a los convocados que el Todopoderoso infundiría el terror en los corazones de los vasallos de los fatimíes cuando les vieran desfilar para oponérseles, haciendo que volvieran la espalda y se prestasen al exterminio. Ellos eran un ejército grande y fuerte, y no tenían que preocuparse por nada. Pronto los herejes, los malvados, los asesinos de los justos y piadosos, yacerían fríos y pálidos en las sepulturas. Reiteró la certeza que tenía del triunfo gracias a la ciencia adivinatoria de Dihya, y por esa razón no debían tener miedo, por tenaz que fuera el combate, porque al final Dios les concedería su ayuda y obtendrían la victoria.

Al oírle, los voluntarios gritaron tanto que por toda la estepa las aves echaron a volar, incluidas las que se encontraban dentro del ribat. Dieron muestras de querer partir enseguida para acometer al enemigo, y al-Makhtum y sus hombres se vieron obligados a interponerse para detenerlos.

—¡Míralos! —gritaba un voluntario, enardecido por el discurso de al-Asayy—. ¡Míralos con la perla negra para que salgan huyendo los enemigos de Dios!

—Con el ojo del culo les voy a mirar —gruñó el poeta entre dientes mientras le daba la espalda.

Jamil se aproximó rápidamente en cuanto terminó al-Asayy de hablar. No les dejaba ni a sol ni a sombra, sin que se supiera a ciencia cierta si estaba pendiente de su seguridad o de que no se escapasen aprovechando la confusión del combate.

«Si teme que tratemos de escapar montados en estos maltrechos asnos es que nos cree completamente idiotas», se dijo Dihya.

—Supongo que no me pedirás que vaya con ellos a la batalla —susurró el poeta con un hilo de voz.

—Ni hablar. Tú te quedas aquí, conmigo. Si te ocurriera algo Aslam me cortaría los cojones a mí también.

El ribat se alzaba sobre una colina a un par de millas de distancia, junto a un pequeño río y la carretera cuyo tránsito vigilaba. Era una construcción sencilla: una torre de vigilancia cilíndrica adosada a un fuerte de planta cuadrada, con torres semicirculares en las esquinas y en el punto medio de cada lado, y una única entrada. Desde que los seguidores de al-Asayy habían sido avistados ardía de forma ininterrumpida una hoguera en la cima de la torre de vigilancia y el penacho de humo resultante se alzaba como una petición de auxilio escrita en el cielo con tinta negra. Además habían batido tambores dentro del ribat, convocando a los habitantes de la comarca para que acudiesen a reforzar a la guarnición, pero no había acudido nadie ni era probable que lo hicieran. Los morabitos que ocupaban el fuerte tenían mala fama. Al-Makhtum afirmaba que en su interior los ascetas que recitaban el Corán cada noche estaban revueltos con depravados que no tenían ningún otro lugar al que ir y se frotaban la frente con piedras y arena para provocar la aparición de callos semejantes a los que causaba una vida de oración. Los fatimíes habían incluso pensado expulsar del ribat a los morabitos para instalar allí uno de sus escuadrones, pero aún no se había hecho efectiva la expulsión.

—Según un hadit —le dijo al-Asayy a Dihya—, a quien haga ribat durante diez días, Dios le perdonará una cuarta parte de su pena en el infierno. A quien lo haga durante veinte días le perdonará la mitad. A quien lo haga durante treinta días, las tres cuartas partes. Y a quien haga ribat durante cuarenta días, Dios le librará del infierno.

—Parece un buen trato.

—Sospecho que es un hadit apócrifo. Si la entrada al Paraíso resulta tan barata, hasta yo la compraría. Cuarenta días a pan y cebolla y participando en las vigilias nocturnas. No es un precio elevado.

Los soldados comenzaban a levantar las escaleras. Jamil se quejaba de que habría sido más sensato atacar de noche, mientras los morabitos estaban durmiendo o distraídos con sus rezos. Al-Makhtum, que en realidad no disponía de ninguna excusa válida para justificar la forma en la que había planteado el asalto al fuerte, le aseguró que no debía preocuparse por las bajas:

—Primero atacarán los Banu’Urat. —Los Banu Asafu y los Banu’Urat habían escenificado una reconciliación cuando los segundos se unieron a los partidarios de al-Asayy, pero era evidente que el caudillo bereber continuaba sintiendo el mismo desprecio de siempre hacia sus antiguos rivales—. Así, aunque perezcan muchos no perderemos gran cosa.

Unos últimos vítores y luego los pelotones siguieron en desorden a sus jefes. Los soldados avanzaban cada uno por su lado y dando espantosos gritos, ora lanzando maldiciones y anatemas, ora proclamando que «no hay más Dios que Dios, y Mahoma es su profeta». Curiosamente, gritos parecidos resonaban dentro del ribat. Los voluntarios que se habían dedicado a la piadosa tarea de defender de rebeldes y bandidos una de las rutas que utilizaban los peregrinos para ir a La Meca eran visibles ya sobre la muralla, levantando piedras sobre sus cabezas o disparando flechas. Sin embargo su número era reducido. Al-Asayy calculó que no habría más de cincuenta en total.

—Son pocos, muy pocos —dijo—. Ni siquiera al-Makhtum sería capaz de fracasar en estas condiciones.

Las escaleras fueron apoyadas contra el muro y los guerreros comenzaron a subir por veinte sitios a la vez. Algunos que estaban demasiado ansiosos para aguardar a que les llegase su turno sujetaban las armas con los dientes y trepaban agarrándose a los ladrillos de adobe. Desde la distancia la muralla parecía hervir de vida, como si un confuso enjambre se hubiese posado de repente en los lienzos. Los defensores arrojaban piedras descoordinadamente y sin mirar; de todas maneras, por pura casualidad, conseguían de tanto en tanto acertar a uno de los asaltantes y hacer que sus sesos se escapasen como el líquido de una vasija rota. Caía al suelo y ahí permanecía, inmóvil, murmurando hasta que sus labios dejaban también de moverse.

Cuatro hombres atacaron la puerta con sus hachas. Una flecha derribó a uno de ellos, pero el resto pudo proseguir su labor sin dificultades. Los partidarios de al-Asayy ya estaban ganando el muro y enfrentándose cara a cara con los integrantes de la guarnición. Un morabito flaco y calvo, alentado por el fuego de su devoción, logró defender un sector de la muralla él solo, sin prestar atención a los tajos que le alcanzaban desde todas las direcciones. Hizo falta cortarlo literalmente en pedazos para que se apartase del camino, pero la mayor parte de los morabitos no mostraban un ardor parejo ni manejaban con igual eficacia sus armas. Pronto los asaltantes habían tomado la muralla y tiraban al exterior los cadáveres que les estorbaban el paso. A los heridos, cuando formaban parte de los habitantes del ribat, los lanzaban de la misma manera. Si sobrevivían a la caída se les acercaba un muchacho con una pierna paralizada, que ante la imposibilidad de combatir junto a los demás trataba de ser útil rematando a los enemigos heridos clavándoles un punzón en los riñones.

Una ráfaga de viento trajo el olor de la sangre, del humo y de la orina hasta Dihya, que se tapó las narices asqueada. El choque del acero contra el acero, así como los gritos de atacantes y defensores, estaban desplazándose por el interior del ribat, abandonando la muralla y extendiéndose por los patios. La puerta se abrió de par en par cuando ya estaba a punto de ser destrozada por las hachas y al-Makhtum condujo a los jinetes de los Banu Asafu al patio. Poco después el estandarte que ondeaba por encima del fuerte fue arrancado del poste y echó a volar como un buitre moribundo. El hombre que había quitado el estandarte colocó otro en su lugar: el que identificaba a los partidarios de al-Asayy.

—El ribat es nuestro —anunció Jamil—. Vayamos a ver lo que hemos obtenido.

El patio estaba lleno de muertos y de heridos a los que nadie hacía caso, hasta que recibían la visita del muchacho lisiado. Las celdas en las que residían los morabitos se encontraban abiertas y al-Asayy se asomó por curiosidad a una de ellas. Solamente había un tapete de cuero para las oraciones, un pellejo para el agua y unos cuantos libros. Jamil encargó que los recogieran y los guardasen.

—Se los daremos a Aslam. Se pondrá más contento que un sodomita en una sala repleta de efebos.

Pero no todo el ribat estaba en sus manos. Los supervivientes del ataque se habían refugiado en la torre de vigilancia tras atrancar la puerta desde dentro. Al-Makhtum se negó a arriesgar más soldados intentando conquistar la torre; la puerta era estrecha y aunque lograsen derribarla solamente podrían entrar de uno en uno, exponiéndose a que los mataran apenas pusieran un pie en su interior.

—Traed leña, paja, cualquier material que arda bien —ordenó—. Ya veréis cómo salen de ahí.

Echaron la puerta abajo con las herramientas que hallaron en los propios almacenes del ribat, pero en lugar de entrar a la torre metieron dentro la paja procedente de los establos y la leña empleada para calentar el agua de las abluciones. Luego al-Makhtum lanzó una antorcha encendida sobre la paja y retrocedió unos pasos.

En cuestión de segundos las llamas comenzaron a lamer por dentro las paredes de la torre y el aire se llenó de humo. El fuego arrancaba destellos a las espadas y las lanzas de los Banu Asafu reunidos frente a la entrada, confundidas en un fulgor anaranjado, como si crecieran llamas en su interior, retenidas en una prisión de acero. Un calor de horno salía por la puerta destrozada y se empezaban a escuchar los aullidos de pánico de los morabitos refugiados en la torre.

Algo se desplomó dentro y una nube de humo caliente y polvo salió al exterior oliendo a infierno. Los Banu Asafu se acuclillaron para respirar mejor. El humo y el polvo hacían que pestañearan y se frotasen repetidamente los ojos.

—¡Nos rendimos! —chilló una voz desesperada—. ¡En el nombre del Misericordioso, nos rendimos!

Una lluvia de armas lanzadas desde lo alto repicó contra el suelo de la torre. Al-Makhtum y Jamil se miraron.

—¿Aceptamos su rendición?

—¿Por qué no? Es conveniente que quede alguien con vida para explicarnos dónde guardan los bienes del ribat. Después tendremos todo el tiempo del mundo para matarles.

Tras apagar el incendio con cubos de agua, los últimos defensores salieron uno a uno de la torre, atemorizados, tosiendo, con los rostros tiznados por el hollín y el miedo.

Los que caminaban demasiado despacio eran empujados sin miramientos. Uno de ellos, sin embargo, se mantuvo firme al recibir el empujón. Iba vestido con ropas de mayor calidad que las del resto de los morabitos, y en vez de agachar la cabeza y rogar por su vida se dedicaba a señalar con el dedo índice a sus captores mientras les auguraba atroces tormentos.

—Y a ti —exclamó, deteniendo aquel dedo acusador delante de al-Asayy—, a ti te pasearán por Qairuán metido en una jaula, como un animal, y después te abrirán en canal y te sacarán las tripas para rellenarte de paja, y tu cuerpo será colgado en las murallas del lado oeste de al-Mahdiyya, sobre las puertas, para que estés a la vista de todos los que entren y salgan hasta que el viento y las aves carroñeras dispersen tus pedazos.

El poeta se estremeció al oír la amenaza, pero se recuperó rápidamente, más rápidamente de lo que Dihya esperaba.

—¿Quién demonios es este bocazas?

—Soy el cadí Abi Khinzir, maldito —contestó el hombre—. He venido desde Qairuán para decidir si es conveniente confiscar las propiedades del ribat y entregárselas al estado. Y doy gracias a Dios de que al destinarme tal misión me haya dado la oportunidad de escupirte a la cara.

El salivazo alcanzó a al-Asayy en la mejilla, que se limpió tranquilamente con el dorso de la mano.

—El maldito eres tú. Y el necio. ¿Es que no has escuchado la voz celestial que gritó sobre Qairuán: «No toquéis a mi enviado»? Sin embargo has venido aquí en representación del comandante de los paganos, el sucio oriental que dejó su tierra para traer al occidente la corrupción y la herejía. —El cadí iba a replicar con un nuevo escupitajo, pero el poeta le cruzó la cara con una bofetada tan brutal que hizo brotar una red de venillas rotas en su mejilla—. ¿Te figuras acaso que voy a continuar escuchándote? No lo permita Dios: que los cascos de los caballos purifiquen este lugar de tu inmundicia.

Hizo un gesto que al-Makhtum entendió en el acto. Agarró al cadí por el brazo y lo arrastró hacia el patio, donde mandó clavar cuatro estacas. Tumbaron a la fuerza a Abi Khinzir en el suelo y le ataron muñecas y tobillos a las estacas, luego el caudillo montó en su caballo. Una veintena de berberiscos le imitaron, y a su señal se lanzaron al galope contra el cadí, que gritaba como una bestia rabiosa. Pasaron tres veces por encima, a toda velocidad, hasta que quedó convertido en una enorme mancha roja esparcida por el centro del patio.

—Colgad sus restos de la torre —ordenó al-Asayy—. Servir de alimento para los cuervos es un final demasiado honroso para él, pero qué se le va a hacer.

«Con qué tranquilidad ha ordenado la muerte de un hombre —pensó Dihya, pasmada—. Se diría que no le ha costado más esfuerzo que arrancarle la cabeza a uno de los saltamontes que se come a escondidas».

—Este hijo de puta ya no volverá a dictar sentencias ni a meter en prisión injustamente a nadie —murmuró el poeta mientras sus seguidores despegaban del suelo con palas la pulpa a la que había sido reducido el juez.

—¿Cómo sabes que encerró injustamente a alguien?

—Era un cadí, ¿no? La única justicia que están interesados en administrar los cadíes es la que les permite congraciarse con los poderosos y hacerse ricos a costa de los pobres. Lo sé por experiencia.

Al-Makhtum había comenzado a interrogar a los prisioneros. Dos de ellos se peleaban por el privilegio de llevarle hasta donde estaba guardado el tesoro, tal vez creyendo que les daría una parte como recompensa.

«Tontos. No os entregará nada, ni una moneda».

—Fíjate —dijo su primo, haciendo mención de una placa situada encima del muro—. Ahí han reemplazado un nombre, supongo que el de un benefactor de este ribat, por el de al-Mahdi. Aslam me ha contado que después de proclamarse califa borró de las mezquitas de Qairuán los nombres de sus fundadores para inscribir el suyo encima; le salía más barato que fundar mezquitas nuevas. —El poeta se echó a reír—. El Omeya es un cabrón, desde luego, pero al menos no es mezquino. Al-Mahdi, en cambio, parece tener solo defectos. La gente realmente saldría ganando si yo le echase a patadas de su trono.

Dihya le miró con desaprobación. Al-Asayy trató de contagiarle su sonrisa, pero ella se mantuvo seria.

—Estaba bromeando, querida.

—¿De verdad?

«Para ti tampoco habrá nada, bobo. Ganemos o perdamos, tendrás suerte si conservas la vida».

El caudillo de los Banu Asafu ya había elegido al prisionero que le guiase hacia el tesoro. Cogieron las herramientas que habían derribado la puerta de la torre y se dispusieron a seguirlo. Los jefes de otras tribus y clanes trataron de unirse a ellos, pero al-Makhtum los rechazó asegurando que él se encargaría de hacer el reparto. Aunque su excusa fue que quería evitar desórdenes, todos recelaron que lo que realmente pretendía era quedarse con la mayor parte del botín.

«¿Ves? No nos darán nada. Nada».