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Sijilmasa

La ciudad extendía su prosperidad bajo el cielo sahariano. Un sol bisoño teñía de ámbar el adobe de los muros y de los alminares, que parecían imitar imperfectamente a las cimbreantes palmeras, mientras rodeaba con un halo de misterio a las palmeras, que parecían imitar imperfectamente a los rígidos alminares. Era día de mercado. Los primeros compradores estudiaban las posibles gangas mientras los comerciantes se aproximaban desde todas las direcciones para exponer sus mercancías, en camello, en asnos, a pie. También llegaban los clientes, procedentes de todos los rincones de la ciudad, de los pueblos cercanos, del norte, del este, del lejano sur.

Las llamadas de los vendedores estaban remontándose en el aire templado, confundidas de tal suerte que resultaba imposible identificar las ofertas. Otros ruidos, en cambio, se difuminaban gradualmente: los gruñidos de las bestias de carga, las remotas risotadas de las hienas. El sol estaba afirmándose en el cielo, tomando posesión de los territorios que gobernaría hasta la entrada de la noche. Sobre los edificios y los palacios la brisa matutina depositaba suavemente, grano a grano, la arena procedente del gran desierto. Estaba allí mismo, olvidado pero inolvidable, rodeando el gran oasis de Tafilalt como un ejército dispuesto para iniciar el asedio, las colinas alzándose como las doradas tiendas de campaña de sus generales. Algún día el desierto vencería. Algún día las dunas cruzarían las murallas y pasearían por el zoco igual que clientes indecisos, tomándose su tiempo para hacer sus compras en los puestos vacíos.

Desde una de las torres de vigilancia de la muralla exterior, desatendida en aquel momento, Álvaro saciaba la curiosidad que le llevaba a contemplar de vez en cuando la inabarcable llanura de arena, como si aún desconfiara de su existencia. No había visto nada en al-Ándalus que pudiera compararse al Sáhara. Para él era una visión tan asombrosa como lo había sido el mar para Dihya, o quizá más, porque Dihya conocía el agua, aunque fuese en formas más modestas, mientras que Álvaro nunca había conocido un lugar que admitiera ni siquiera una comparación forzada con el gran desierto. Desde la perspectiva de una persona criada en una sierra umbría y feraz, el Sáhara era el extremo opuesto. Era imposible imaginar algo más desigual. Una planicie relumbrante, estéril, en la que el viento trazaba líneas sin cesar para borrarlas enseguida, como un calígrafo impaciente. Una monotonía sin sobresaltos, sin apenas resquicios que pudieran ser colonizados, excepto el puñado de oasis y pozos que habían permitido establecer las rutas comerciales transaharianas. Era la negación de la vida, la negación de los progresos del ser humano; un recordatorio implacable de que el mundo tenía la capacidad de ser mucho peor de lo que normalmente era. Todo lo que los hombres creían imperecedero estaba en realidad arrinconado en el borde mismo de la destrucción. Al otro lado, inescrutable, esperaba el desierto.

Dejó los muros que rodeaban el oasis para cruzar las tierras de labor, ocupadas por las bestias de las caravanas llegadas el día anterior, paciendo tranquilamente en los verdes pastos, y encontrarse con la muralla interior, mucho más impresionante, protegiendo la ciudad. La luz de las primeras horas resaltaba el color marrón rojizo de los ladrillos de la mitad superior. La muralla tenía doce puertas, ocho de ellas forjadas en hierro, una señal inconfundible de su tamaño e importancia. Él entró por la Bab al-Sharq, la «Puerta del Este», mezclándose con los integrantes de una caravana que aprovechaba el relativo frescor para cubrir la última etapa de su viaje. Era una caravana pequeña, solamente unas decenas de camellos y un par de cientos de esclavos que serían vendidos esa misma mañana en el mercado.

Los hombres que habían formado parte de la guardia nocturna se iban a sus casas a descansar. Las lámparas de aceite eran apagadas; cesaba el parpadeante resplandor que había combatido la oscuridad de los callejones. Junto a los pozos haraganeaban los criados, los cántaros aguardando en el suelo el fin de los chismorreos que circulaban de boca en boca para ser llenados. Más allá las norias extraían el agua del río Ziz para regar los cultivos. Sus siluetas inconstantes evocaban la gran noria de la ciudad de la que procedía Álvaro, con la diferencia de que Sijilmasa era lo que aquella nunca había sido y nunca sería: uno de los puertos más importantes al norte del Sáhara, el destino soñado por las caravanas de centenares de camellos que atravesaban el mar de arena y roca transportando oro y esclavos, ébano y marfil. Era el alivio del viajero o el comienzo de su desventura. La ribera recordada con nostalgia desde la que emprendían el largo y peligroso viaje a través del desierto o la costa amable a la que llegaban para olvidar las penalidades de la travesía.

Resonó con fuerza la llamada del almuecín y Álvaro se dirigió a la mezquita convenida. Se hacía pasar por musulmán desde que se habían establecido en Sijilmasa. La ciudad destacaba por su actitud tolerante hacia las prácticas religiosas que divergiesen del Jariyismo predominante, existiendo incluso una colonia de judíos que se recuperaba paulatinamente de la opresión ejercida años atrás por los conquistadores fatimíes, pero él había preferido renunciar a su diferencia, al menos en el exterior. Vestía como un bereber del norte, y para explicar su extraño acento situaba su procedencia en un pueblucho que ninguno de aquellos que le preguntaban había oído mencionar: el mismo en el que vivieron mientras Dihya y al-Asayy se reencontraban con las costumbres de su pueblo. Todo era más fácil de esta forma. En realidad, se le daba tan bien confundirse con los musulmanes que Ibrahim bromeaba acusándole de haber apostatado en secreto.

No había tenido tiempo de hacer sus abluciones en un baño público, así que se limitó a lavarse las manos. Después entró en la mezquita y se arrodilló de cara a la qibla para recitar con los demás fieles la primera sura del Corán. Se postró el número prescrito de veces y luego rogó por el gobernador midrarí de la ciudad. Cuando llegó el momento de hacer sus peticiones personales mantuvo su mente en blanco; sus labios temblaban susurrando frases improvisadas, sin sentido. Acudía a la mezquita para fingir, no para orar. Las plegarias pronunciadas con el corazón estaban reservadas para la intimidad de su cuarto, cuando la oscuridad encubría sus gestos y el silencio desfiguraba el contenido de sus oraciones.

En la calle frente a la mezquita los últimos murciélagos cazaban polillas al vuelo, visibles solo cuando atravesaban el nimbo de luz de las linternas aún encendidas. Álvaro rastreó entre los fieles que se dirigían al mercado para iniciar una interminable jornada de trueques y regateos hasta reconocer al hombre que le había descrito Ibrahim. Llevaba un turbante azul manchado de sudor y una larga chilaba de lana teñida. Caminaba deprisa y con la mirada baja, como suelen hacer las personas que no están acostumbradas a guardar un secreto.

El hombre conocía Sijilmasa mejor que Álvaro. Tuvo que apretar el paso para seguirlo mientras avanzaba evitando la gran arteria que dividía en dos el tejido urbano, paralela a la cuenca del río Ziz, el cual explicaba la existencia del oasis del mismo modo que el río Nilo explicaba la existencia de Egipto. De repente el hombre giró hacia un suburbio formado por calles a distintas alturas, encaminándose a una que al ser cubierta por varias casas se había convertido en pasadizo. Las lámparas eran pequeñas y estaban separadas por distancias considerables; casi toda la extensión del pasadizo estaba a oscuras. A lo largo de las paredes había puertas dando acceso a patios y viviendas, pero estaban cerradas a cal y canto. Solamente el acre olor a orina en sus esquinas sugería que aquella parte de Sijilmasa estuviese habitada.

El eco de las pisadas del hombre al que seguía cesó de repente. Álvaro se llevó la mano al cuchillo. Más adelante había un arco de ladrillo encalado enmarcando un portón, entonces abierto, que separaba dos tramos sucesivos del corredor. No parecía tener ninguna función aparte de la de impedir el paso a un eventual invasor. O facilitar una emboscada.

Miró atrás. Quietud. Una larga sombra interrumpida por breves resplandores. Empuñó el cuchillo y se movió despacio hacia el arco. Vio un brazo que se asomaba para hacerle una seña. El chirrido de la puerta le indicó que una de las enigmáticas moradas del pasadizo se había abierto para recibirle.

Dentro estaba el hombre. E Ibrahim se hallaba algo más cerca del patio que introducía aire en la vivienda, reclinado ante una bandeja llena de los famosos dátiles de color verde oscuro que producía el oasis de Tafilalt.

—Tengo entendido que los mejores dátiles son los procedentes de Basora, en Iraq, pero estos son exquisitos, alabado sea el Compasivo —gruñía.

Álvaro intuyó que Ibrahim acabaría engordando tanto como su padre. Compartían las mismas inclinaciones, la misma glotonería, aunque en el caso de Ibrahim la juventud y una vida activa aún lograban mantener a raya la obesidad.

—Ibrahim me ha hablado de tu generosidad —dijo el propietario de la casa.

Álvaro sacó tres dinares de oro de su bolsa. El hombre los cogió con una mano encallecida por las riendas de los camellos. Ibrahim decía que había sido maestro caravanero. También decía que perdió la ocupación cuando su falta de honradez se hizo demasiado notoria.

—A mí me ha dicho que tenías cosas que contarnos.

La mano continuaba extendida. Álvaro añadió otros dos dinares y por fin los dedos se cerraron sobre las monedas como una trampa.

—He oído rumores sobre una caravana procedente de Audoghast que se encuentra a diez días de distancia de Sijilmasa. Transporta un rico cargamento de plumas de avestruz, marfil y oro.

—¿Para quién?

—Dios Altísimo lo sabe —murmuró el hombre—. La influencia de los fatimíes está debilitándose, por fortuna, y los Banu Midrar admiten el envío de cargamentos a al-Ándalus siempre y cuando los responsables sean cautelosos y entreguen un porcentaje de cada operación. A juzgar por lo que he escuchado, yo diría que ese oro acabará en las arcas en los Omeyas.

—Cinco dinares es un precio muy elevado por un rumor y una suposición.

—¡Que Dios me guarde! ¡No es un simple rumor! —replicó molesto su interlocutor—. Quien me ha suministrado la información es una persona de toda confianza.

—¿Y es adivino para saber por dónde y cuándo circulan las caravanas? —se mofó Álvaro.

—Él viajaba con la caravana. Tenía prisa por resolver unos asuntos en Sijilmasa y se adelantó.

Álvaro interpeló a Ibrahim, que estaba vaciando la bandeja con tanta rapidez como si temiera que fueran a arrebatarle los dátiles en cualquier momento:

—¿Qué opinas?

—Yo me fío.

El hombre se mostró satisfecho con el comentario de Ibrahim. Enseguida se guardó los dinares y extendió de nuevo la palma de la mano.

—Querréis saber la dirección que lleva la caravana. Y cuál es la escolta que lleva. Además, tendré que agasajar a mi amigo para que su lengua vuelva a soltarse la próxima vez que nos encontremos.

Se repitió el proceso anterior. Las monedas pasaron de la bolsa de Álvaro a la mano de su informador hasta que su ceño fruncido señaló que ya no pensaba entregar ni un diñar más.

—Os indicaré en un mapa los lugares por los que tiene que pasar la caravana. También os diré el tiempo que se suele tardar en recorrer cada una de las etapas. En cuanto al guía y la escolta, pertenecen a la tribu de los Banu Masufa. Dios les ha favorecido con un sentido de la orientación que no tiene rival entre los bereberes, si bien es comprensible, puesto que ellos viven en medio del desierto. Una decena son los que guardan la caravana. A mi amigo le parecieron guerreros capaces.

—Nosotros también necesitaremos un guía —apuntó Ibrahim—. Al que se pierde en el desierto se lo traga la arena; nadie le vuelve a ver.

—Yo puedo sugeriros un guía excelente.

—¿Y si es excelente por qué no está ya ocupado? ¿Es que sobran los buenos guías en Sijilmasa?

—No, no sobran, pero él ha sido acusado de cometer algunos delitos de poca monta y ahora está sin trabajo.

—En otras palabras: es un ladrón, como tú. —Ibrahim se comió el último dátil y sacó un pergamino cubierto de marcas—. De momento señala en este mapa la ruta por la que viaja la caravana. Ya hablaremos del guía.

El hombre hizo lo que Ibrahim le había solicitado. Luego contó cuanto sabía de aquella ruta, que había recorrido en numerosas ocasiones cuando dirigía una de las caravanas que llevaban lana y cobre al reino de Ghana para regresar meses después cargadas de marfil, plumas, ámbar gris y oro.

Cuando salieron de la vivienda el aire del pasadizo continuaba tan estancado como antes. Allí el tiempo parecía transcurrir a un ritmo distinto, indiferente al día o a la noche, o incluso al paso de las estaciones. Sus recodos, sumidos en una pesada tiniebla, tenían aspecto de conducir directamente al centro de la tierra.

—No me gusta —dijo Álvaro apenas se alejaron.

—A mí tampoco —admitió Ibrahim—. Pero si quieres saber qué caravanas llegan y qué caravanas se van, Ibn Sanbar te proporcionará la información que necesitas. Conserva muchas amistades dentro del gremio de los caravaneros y es hábil haciéndoles hablar más de la cuenta.

—¿Y si nos delata? Puede que se le ocurra añadir la recompensa del gobernador a la suma que le hemos pagado.

—Si lo hace mis parientes se encargarán de que no viva para disfrutar el dinero. Descuida, es demasiado cobarde para traicionarnos.

«Depende de si le asustan más tus parientes o el gobernador», pensó Álvaro. Sin embargo se mostró conforme. Dependía enteramente del juicio de Ibrahim. En Sijilmasa era un extranjero que aún se asombraba con las cosas que veía. Ibrahim al menos tenía primos que visitaban la ciudad con frecuencia y algunos familiares, tan lejanos que el vínculo resultaba tan tenue como el ala de una libélula, residiendo en uno de los pueblos fortificados de los alrededores. Este y no otro era el motivo de que hubiera optado por perdonarle la vida. Para establecerse en Sijilmasa necesitaba las relaciones de Ibrahim en el sur tanto como su malicia.

Salieron del pasadizo y Álvaro tuvo la impresión de haber regresado a la vida después de una estancia en el Infierno. El día era cálido y la temperatura subía con rapidez. Los habitantes de la ciudad habían salido a las calles de todas formas, para hacer sus compras en el mercado, y en ningún momento se hacía tan evidente la diversidad de gentes que poblaban Sijilmasa. La tolerancia religiosa que practicaban los jariyíes, una minoría perseguida en otros lugares por los musulmanes ortodoxos, y las oportunidades que ofrecía la ciudad, resguardada por el Sáhara de las amenazas procedentes del sur y de las dinastías que guerreaban en el norte por las montañas del Atlas, habían atraído a una extraordinaria cantidad de forasteros: mercaderes de Kufa y Bagdad, árabes, judíos, bereberes aún paganos, animistas recién llegados de Ghana con el pelo teñido de cal y la piel negra como la desesperación, expresándose en una miríada de lenguas, ofreciendo sus mercancías, codiciando las de los demás o, simplemente, caminando sin rumbo fijo por la calle principal.

—Fíjate —dijo Ibrahim señalando a una mujer, pues era la mitad femenina de la diversidad de gentes de Sijilmasa la que más reclamaba su atención—. Una verdadera magdula, quiera Dios que su belleza pueda recrear los ojos de los hombres por muchos años.

—¿Una magdula? —se interesó Álvaro.

—Una mujer en el término medio entre las gordas y las esmirriadas. Observa. Los hombros regulares, la espalda recta, el andar rítmico. «La parte superior de su cuerpo es una vara delgada, y su parte inferior, una colina de arena», dijo un poeta. ¿Y no es exactamente así como sucede con esa mujer?

—Es hermosa, sí —concedió Álvaro.

—Por supuesto que es hermosa. —Ibrahim sacudió nostálgico la cabeza—. Echo de menos a mis esposas. ¿Y tú? ¿Echas de menos a alguien?

—¿Yo? No estoy casado.

—Y tampoco visitas a las prostitutas. Cumples la ley coránica a rajatabla, amigo mío. Ni siquiera pruebas el vino. ¿Y qué ventaja obtienes de ser cristiano si evitas por voluntad propia lo que tienen prohibido los musulmanes?

—Recuerda que aquí me hago pasar por musulmán.

—Antes despreciabas los vicios que practica la mayoría igual que aquí. ¿Acaso te aburren las mujeres? Podrías encontrar a un muchacho con la misma facilidad.

—No me interesa —dijo Álvaro.

—Acostarte con una mujer podría mejorarte el carácter —insistió Ibrahim.

—Tal vez por eso no lo hago. Soy más eficaz enfadado.

—Pues a mi padre le debe ocurrir algo parecido. —Ibrahim chasqueó la lengua—. Solo que él prefiere estar contento.

Álvaro miró a Ibrahim de reojo. El hijo de al-Makhtum era aficionado a las bromas, aunque las disimulaba con tanta eficacia que resultaba casi imposible distinguir un elogio sincero de una burla encubierta.

—Hablando de tu padre, ¿te ha llegado alguna noticia acerca de cómo están desarrollándose los acontecimientos en Dar al- hijra?

—No. Pero me enteraré. Igual que él se enterará de que estoy aquí. Mis parientes no saben mantener la boca cerrada.

«Cuanto más tarde se entere mejor. No le hará ninguna gracia averiguar que aún estoy vivo y que me he ganado la confianza de su hijo».

—Tal vez sería preferible que yo le enviara un mensaje de mi puño y letra. Para que no haya malentendidos.

—Nada de mensajes.

—¿No te parece una crueldad hacerle sufrir sin necesidad? Estará muriéndose de dolor, creyendo que ha perdido al único hijo varón que tiene.

«Que se joda».

—Si está sufriendo la culpa es suya —dijo Álvaro con resentimiento—. Estamos en Sijilmasa porque quiso librarse de mí, ¿recuerdas?

—No fue nada personal, Ibn Daisam. Solo negocio.

«Algún día me acordaré de esta conversación y los Banu Asafu lamentaréis que tenga buena memoria. Desde luego que me acordaré».

—¿Negocio? Cortedad de miras, diría yo. El verdadero negocio es este: apoderarse del oro de Audoghast.

—Que Dios te oiga —contestó Ibrahim—. Estoy cansado de pedir prestado dinero y de robar para devolverlo. Quiero hacerme de una vez con ese oro que me ofreciste.

Oro. Aquella era la clave. El oro procedente de Ghana y Sudán había posibilitado que la ceca de Córdoba comenzase a emitir dinares después de casi dos siglos sin hacerlo, coincidiendo con la segunda coronación de Abd al-Rahman III. El oro había permitido al nuevo califa contrarrestar la llegada a al-Ándalus de dinares fatimíes y extender sus propias afirmaciones de legitimidad, pues aquellas monedas tenían una importancia mayor que el mero valor comercial: quienquiera que le diera la vuelta a la moneda podría leer la titulatura de Abd al-Rahman III, del mismo modo que quienquiera que consiguiese un dinar fatimí leía en su reverso que al-Mahdi era el verdadero califa. El oro había servido y seguiría sirviendo, mientras fluyera ininterrumpidamente, para sustentar la fidelidad de los soldados, la devoción de los súbditos, la amistad de los clientes, la adhesión de los aliados; sin él no habría califatos, ni campañas victoriosas, ni sueños de poder. Y la promesa del oro, obtenido en su misma fuente, había ayudado a Álvaro, junto con el cuchillo que pinchaba insistentemente los riñones del joven, para que Ibrahim hiciera todos los juramentos que le exigió. Pero los juramentos, como había aprendido al lado de Ibn Hafsun, tenían un valor limitado, solo la perspectiva de un amplio beneficio le aseguraría a largo plazo la lealtad de Ibrahim.

—¿Por qué conformarse con las migajas que ofrecen Omeyas y fatimíes a cambio de vigilar el Magreb en su nombre? —le había planteado en el desfiladero, mientras la lluvia y el viento azotaban el refugio que compartían con los caballos—. ¿Por qué no ir al origen? Con mi cabeza y tus relaciones podemos conseguirlo. Y ya no tendrás que preocuparte más por la herencia de tu padre: tú serás más rico de lo que él nunca imaginó llegar a ser.

La aldea en la que residían los lejanos parientes de Ibrahim era pequeña y agradable, a medio camino de Targha, una de las ciudades cuya despoblación había sido paralela al crecimiento de Sijilmasa. El valle era minúsculo, guardado por unos montículos que daban sombra a los espinos. Álvaro e Ibrahim dormían en la aldea siempre que sus actividades les recomendaban abandonar temporalmente Sijilmasa. Las casas eran bajas, revestidas de barro, frescas y apenas ocupadas por una olla, un par de esteras, una cesta. Una combinación de muro y terraplén compuesto por las piedras extraídas durante la preparación de las áreas cultivadas cerraba el acceso al valle. Bardas de escasa altura separaban las parcelas. El agua salobre que procedía del pozo alimentaba unos cuantos canalillos franqueados por unos puentes de troncos destinados al paso de mulas y camellos. Cada parcela disponía de una compuerta de barro que desviaba el flujo de agua, la cual se rompía cuando le llegaba a esa parcela el turno de ser regada.

Despertaron al unísono antes del amanecer. Los Banu Asafu nómadas que auxiliaban a Ibrahim ya estaban reunidos fuera del muro junto con sus camellos. Podían oírlos, y olerlos. Álvaro comprobó las armas, pasando el pulgar por el filo de la espada hasta que bendijo la hoja con una gota de sangre. A pesar del calor que reinaba en el desierto se había decidido por llevarse consigo también en esa ocasión la ligera armadura de cuero que le entregó Aslam. Sabía que se le haría insoportable con el calor del desierto pero le resultaba inconcebible combatir sin ella. Tanto le hubiera dado luchar llevando puestos solamente unos zaragüelles, como hacían algunos bereberes; sin el peso tranquilizador de una armadura cubriéndole el torso se habría sentido igual de desnudo.

—Vamos —dijo Ibrahim—. El guía nos espera.

Habían acordado encontrarse con él en una parada intermedia. Ibrahim no estaba dispuesto a revelar la localización de la aldea de sus parientes a un desconocido y a Álvaro le había parecido una precaución muy sensata.

El pozo se encontraba a un día de distancia de Sijilmasa. Los restos de una cabaña servían de apoyo a un tejadillo formado por ramas y hojas de palmera. Ibrahim dio la vuelta a los restos y desmontó. El pozo era ancho y estaba bien mantenido. Los Banu Asafu que les acompañaban ataron unas cuerdas a los pellejos de piel de cabra y los bajaron hasta sumergirlos en el agua del fondo. Después subían chorreando y balanceándose, como las capturas de una pesca afortunada, y al llegar al brocal los jinetes los aferraban con las uñas para vaciarlos en un abrevadero de piedra. Los camellos habían sido abrevados el día anterior, antes de salir de la aldea, y se conformaron con engullir el contenido de un pellejo cada uno.

—¿Dónde está el guía? —gruñó Ibrahim, agitando una rama que había recogido del suelo.

—Aquí —dijo una voz. Una silueta se separó de la sombra al pie del muro. Era un hombre de estatura media, delgado y un tanto cargado de espaldas. Miró a Ibrahim con estudiada indiferencia y luego a Álvaro. Seguidamente se puso a examinar los camellos y al grupo entero de jinetes, y cuando hubo terminado pidió a Ibrahim que le pagase por adelantado.

—¿Es que tienes miedo de que te engañemos? —se quejó el joven.

—Tengo miedo de que os maten antes de que me hayáis pagado. Dadme ahora la mitad del dinero y si, Dios mediante, triunfáis, ya me daréis el resto. Pero si fracasáis, mi pérdida no será tan grande.

—¿Por qué piensas que nos van a matar? —preguntó Álvaro.

—Lo que pretendéis hacer es una locura —explicó el guía—. Los Banu Masufa protegen las caravanas que suben hacia Sijilmasa. Son guerreros temibles.

—También lo somos nosotros.

—Más os vale.

El guía dio una palmada para alertar a su camello, arrodillado en el lado contrario del pozo. Mientras el resto de las monturas comían los brotes de espino que las mujeres de los Banu Asafu habían obtenido vareando los matorrales, escaló sin aparente esfuerzo el cuello del animal. Álvaro le observó con envidia. Había supuesto que aprendería enseguida a montar en camello, después de pasarse media vida subido a un caballo, pero el proceso estaba resultando más difícil de lo que creía.

—En cuanto los camellos hayan terminado de comer nos pondremos en marcha.

—Por Dios, ¿no podríamos descansar un poco? —Ibrahim frunció el ceño, irritado—. Llevamos horas cabalgando.

—Este pozo no es un lugar seguro para vosotros. Un hombre solo, como yo, pasa desapercibido. Pero vosotros sois muchos y os habéis vestido de modo que sois irreconocibles. Si alguien os ve aquí empezará a haceros preguntas por simple curiosidad. Querrá saber de dónde venís y dónde vais. Y aunque sea lo bastante prudente como para mantener la boca cerrada por el momento, hablará cuando llegue a Sijilmasa. En ambos casos corremos un riesgo: es mejor no tentar al diablo.

Aquella tarde fue terrible; varias veces se le nubló la vista a Álvaro y tuvo que pellizcarse las mejillas para evitar desmayarse bajo el castigo del sol. Cuando se detenían por un corto periodo tiempo para recuperar el resuello, las rocas estaban tan calientes que no podían apoyar ninguna parte del cuerpo en ellas, so pena de abrasarse. Al oscurecer Álvaro se hallaba mortalmente cansado, tanto que ni siquiera se alegró por el inminente alivio de sus sufrimientos. Tras desmontar se arrastró hasta un agujero cuyo fondo prometía un poco de frescor. Se tumbó de espaldas y cerró los ojos, ignorando los maliciosos reproches de Ibrahim. Enseguida cayó en un sueño intranquilo, acurrucado en el fondo de su agujero; cuatro horas después le despertaron para ponerse de nuevo en camino.

Los dos días siguientes fueron similares. Marchaban mientras el sol iba ganando altura respecto del horizonte. Cuando arreciaba el calor establecían el campamento en una zona en la que hubiera algo de vegetación; a los camellos les ataban las patas delanteras entre sí para que pudieran pastar pero no alejarse. Al atardecer desmontaban las tiendas y recorrían la llanura hasta notar que el trote de sus monturas se volvía inseguro a causa de la oscuridad. Un corto descanso y luego el guía se levantaba de improviso, haciendo que el grupo entero montara los camellos en la dudosa luz del alba.

El animal de Álvaro era excelente, entrenado para mantener una marcha regular y relativamente veloz, si bien él lo desaprovechaba debido a su falta de experiencia. Había aprendido a montar a lomos de camello sin caerse, pero sacar partido a la bestia para que ni ella ni el jinete se cansasen durante un trayecto largo era harina de otro costal. El guía, apiadado, le daba consejos que Álvaro trataba de poner en práctica con mayor o menor habilidad. Aún así, el continuo bamboleo le agotaba y el sudor corría incesante por su frente, deteniéndose en sus llagados párpados antes de resbalar en gruesas gotas hacia las mejillas. Cuando no lo soportaba más cogía su pellejo y malgastaba un poco de agua en refrescarse la cara, pero tales derroches resultaban insuficientes para compensar el penoso calor. Para distraerle, el guía le contaba historias de Taghaza, la ciudad de sal, situada más al sur, donde se hallaban las minas más importantes de la región. Según aquel hombre, que se hacía llamar al-Sayl, Taghaza era un lugar desolado y la comida de los esclavos que cortaban la sal debía traerse del sur o del norte; un retraso excesivo de los mercaderes y todos perecerían por falta de alimentos; allí no crecía nada que se pudiera comer. La única riqueza de Taghaza eran sus minas a cielo abierto, pero tanto era el provecho que se obtenía de las mismas que las murallas, las viviendas e incluso la mezquita estaban formadas por grandes bloques de sal.

—Y si lloviera, ¿qué ocurriría? —se interesó Álvaro—. ¿Se derretirían las casas como la nieve en primavera?

—No hay peligro de que se produzca una desgracia semejante, gracias a Dios —dijo al-Sayl—. En Taghaza no llueve jamás.

Al-Sayl había tenido una vida agitada. Siendo muy joven conoció al actual califa fatimí, refugiado en Sijilmasa tras su accidentada huida de Mesopotamia. Él y su hijo al-Qasim vivieron ocultos en la ciudad hasta que el futuro al-Mahdi reveló su verdadera identidad cuando al-Qasim hizo brotar milagrosamente un manantial en una roca, algo que al-Sayl dudaba que hubiese ocurrido en realidad. Alertado por el incidente, el príncipe de Sijilmasa encarceló a padre a hijo, pero uno de sus eunucos logró escapar y fue hasta Qairuán, donde Abu Abd Allah acababa de derrotar de una vez por todas a los aglabíes. Abu Abd Allah reunió inmediatamente su ejército y se dirigió a Sijilmasa para liberar al mesías al que nunca había visto pero en cuyo nombre había conquistado un imperio. Los fatimíes saquearon la ciudad, depusieron a la dinastía midrarí y castigaron con dureza a los judíos de Sijilmasa, a los que al-Mahdi acusaba de haberle delatado ante el príncipe. Después se proclamó imán de todos los musulmanes y abandonó la ciudad llevándose una parte considerable de sus riquezas. Pasados unos meses los ciudadanos de Sijilmasa, entre ellos al-Sayl, dieron muerte al gobernador fatimí y colocaron en su lugar al sobrino del príncipe al que Abu Abd Allah había asesinado. Y un año más tarde el propio Abu Abd Allah fue ejecutado por orden del hombre al que rescató de Sijilmasa y contra el que comenzó a conspirar en cuanto le hubo conocido bien.

«Para Abu Abd Allah, el califa al-Mahdi debió de ser como esos espejismos que nos hemos encontrado por el camino —pensó Álvaro después de escuchar el relato de al-Sayl—. Tentador en la lejanía, tanto que le dedicó su vida, pero cuando por fin pudo verle de cerca debió descubrir que era muy diferente de lo que había imaginado».

Otra de las historias de al-Sayl se refería al origen de su sobrenombre, que significaba «la inundación relámpago». Álvaro le preguntó si se refería a la inundación de Mahrib que se mencionaba en el Corán, pero el guía contestó con una sonrisa humilde que le llamaban así por causa de su padre, al que arrastró un torrente provocado por un chaparrón cuando cruzaba las montañas del norte.

La prudente charla de al-Sayl le hizo más soportable el trayecto por la baldía planicie de dunas, avanzando en pos de un vapor blanco, producto de las altas temperaturas, que semejaba un mar envuelto en brumas cuyas orillas nunca lograban alcanzar. Las paradas eran siempre cortas, insuficientes para mitigar el cansancio que experimentaba Álvaro. Tenía la impresión de que le despertaban cuando apenas había logrado conciliar el sueño. Los periodos de movimiento, en cambio, le resultaban interminables, y casi agradecía que el sol se elevara en el cielo, extendiendo un calor inaguantable por la llanura, porque tal hecho suponía que pronto tendrían que parar y recogerse en la sombra de unos tendales.

—¿Crees que estarás en condiciones de luchar? —dijo Ibrahim al ver el estado en el que se encontraba Álvaro. Él tampoco tenía la resistencia al calor o la habilidad para montar en camello que exhibían sus parientes, pero al ser más joven soportaba mejor las penalidades.

—Lucharé, y mejor que nadie —contestó Álvaro. Nunca había sido clemente con la debilidad ajena y no tenía ninguna intención de admitir la propia. Era demasiado testarudo para darse por vencido, aunque le costase la vida cumplir con lo que tenía planeado.

Cabalgaron una noche entera, el amanecer coincidió con su llegada a unas colinas medio hundidas en la arena. Al-Sayl señaló la boca de un pozo rodeada de matorrales, a media milla de las desoladas laderas.

—Pronto llegará la caravana. Y cuando llegue se detendrá ahí, junto al pozo. Es lo que hacen todas —anunció. Acto seguido dio media vuelta a su camella y se encaminó hacia la más alejada de las colinas.

—¿Es qué no vas a acompañarnos? —inquirió Ibrahim.

—Mi trabajo era traeros hasta la caravana —dijo al-Sayl—. Ahora estáis en manos de Dios. Yo ya he cumplido con mi obligación. Volveré para llevaros de vuelta cuando hayáis vencido. Si sucede lo contrario, que Dios tenga piedad de vuestras almas.

Desmontaron en la cresta de una de las colinas y se dispusieron a esperar refugiados entre las rocas. Álvaro sacó de sus alforjas la armadura de cuero y se la colocó pieza por pieza mientras los Banu Asafu le miraban alternando la curiosidad y un cierto menosprecio.

—Algunos de mis familiares piensan que estás loco poniéndote una armadura con este calor —le informó Ibrahim después de que hubiera terminado de vestirse—. Y los demás piensan que un hombre que combate con armadura es menos hombre.

—Que opinen lo que quieran —refunfuñó Álvaro—. Mi único interés es que cuando se haga el recuento de los muertos yo esté en el bando de los que cuentan y no en el de los que son contados.

El día comenzaba a aclararse. Los hombres contemplaron el horizonte hasta que el recalentado reflejo del desierto les hizo daño en los ojos y agacharon la cabeza para protegerse de la refulgente arena. A cambio de renunciar a la vista, todos aguzaron el oído, atentos al menor ruido. Finalmente un primo lejano de Ibrahim separó sobresaltado la mejilla de la roca en la que la tenía apoyada y dijo:

—He oído algo.

Un instante de expectación y luego otro primo corroboró:

—Por Dios, que tienes razón.

Se oía algo, en efecto. Unos gritos acarreados por el viento, que los deformaba reduciendo las palabras a sonidos incomprensibles. Al estirar los cuellos vieron aproximarse una mancha oscura desde el sur. Era la caravana que habían venido a interceptar: ciento cincuenta camellos de carga agobiados por las materias preciosas obtenidas en Ghana a cambio de la sal de Taghaza. Los mercaderes vendían allí los bienes adquiridos en Sijilmasa para comprar sal, que luego intercambiaban más al sur por oro, esclavos y marfil. Posteriormente transportaban estos artículos hasta Sijilmasa, donde volvía a comenzar el ciclo.

Álvaro trató de distinguir los camellos de carga de aquellos que cabalgaban los guías y los tribeños de la escolta, pero la bruma y los reflejos dificultaban la observación. Tal vez fueran veinte los hombres que guiaban y defendían la caravana, cinco más de los que ellos eran.

—Nos superan en número —comentó Álvaro.

—Y nosotros les superamos en valor.

—Puede que eso no sea suficiente. Necesitaremos meditar con calma la estrategia.

—Ya la tengo meditada —dijo Ibrahim—. Atacaremos al mediodía.

Varios de los Banu Asafu se volvieron atónitos hacia el hijo de al-Makhtum. Uno de ellos puso en palabras lo que todos pensaban:

—Por Dios, ¿es que estás loco? El sol nos matará si atacamos al mediodía.

—¿Prefieres que te maten ellos? Al mediodía estarán desprevenidos. Puede que incluso se encuentren dormidos. Con una ventaja tan grande de nuestro lado, no podemos perder.

Álvaro tuvo que reconocer que estaba en lo cierto, aunque la frente se le llenaba de sudor solamente con el pensamiento de lo que iban a hacer.

—Habrá que hacerlo rápido o nos desmayaremos antes de haber asestado el primer golpe.

—Los camellos están descansados y nosotros también. Podemos caer sobre ellos como una centella y derrotarlos sin que les haya dado tiempo siquiera a maldecirnos.

La caravana llegó finalmente a las inmediaciones del pozo y se detuvo ocupando desordenadamente el terreno adyacente. Los jinetes descargaron a las bestias de carga y tras abrevarlos con el agua del pozo les trabaron las patas para impedir que pudieran escapar. A continuación bajaron las alforjas y extendieron unos toldillos. Encendieron hogueras para cocer el pan y almorzar, y los hombres que los vigilaban desde las colinas los imitaron inconscientemente, comiendo el pan hecho horas antes, con gusto a polvo. Con el estómago lleno, los guías echaron arena sobre las hogueras para apagarlas y todos se retiraron bajo los toldillos, de modo que ya no hubo más actividad en el campamento que la debida a los nerviosos movimientos de los camellos.

—Aguardemos un rato —aconsejó Ibrahim—. Dios mediante, aún tienen que dormirse.

Álvaro se tumbó a la sombra de un arbusto y enseguida sintió que le vencía el sopor; la tensión de la vigilancia había hecho mella en él. Estuvo adormilado durante una hora y entonces notó que le sacudían, agarrándole por el hombro.

—Vamos, Ibn Daisam. Es el momento.

Mientras sus compañeros desataban las cuerdas que amarraban las patas de los camellos, Álvaro se acordó del amuleto que le había entregado Dihya para que lo llevase durante los combates. Se trataba de un pedazo de pergamino, probablemente sustraído a Aslam en un descuido, en el que había escrito el capítulo ciento doce del Corán. «Di: Él es Dios, el Único, Dios el Eterno; Él no tiene descendencia, tampoco fue engendrado, no tiene igual».

«Parece que hubiera intuido que íbamos a separarnos —pensó Álvaro con tristeza—. Me pregunto si nos volveremos a ver».

Su rostro se le apareció con una inusitada nitidez. Los ojos oscuros, grandes, la brillante melena, aquel olor fresco de su piel que percibía cada vez que se cruzaban, como un reclamo. No, no había sido sincero con Ibrahim. Sí que echaba de menos a alguien.

Los jinetes se juntaron en el borde de la cresta y desnudaron las espadas, examinando cada uno la de su compañero para darle el visto bueno. Ibrahim chilló: «Soy de los Banu Asafu», y todos espolearon furiosamente sus camellos, echando a correr ladera abajo hacia el campamento. La pendiente no era demasiado empinada para el galope de los camellos, pero sí lo suficiente para volver la carrera incontrolable. Álvaro era consciente de que sujetarse a su animal con más fuerza de la conveniente haría que se encabritara, sin embargo no conseguía contener su agitación. A cada zancada de la bestia se veía siendo catapultado hacia una piedra que embadurnaría con sus sesos. Al fin llegaron al llano y Álvaro recuperó la sensación de que era él quien dirigía al camello y no el camello el que le llevaba como a una carga que solo por casualidad se mantenía sobre su lomo.

Después de descender de la colina se lanzaron a todo galope hacia los toldillos, en los que ya comenzaba a divisarse algo de movimiento. Los incursores tenían el sol a la espalda, haciendo que les hirviera la cabeza pese a los turbantes que las protegían, y eso provocó que el primer integrante de la caravana que se levantó para averiguar qué estaba pasando tardase en comprender que estaban siendo atacados. Se protegió los ojos con la mano, tratando de averiguar si aquella polvareda que se acercaba era provocada por el viento o por cualquier otra causa. De pronto lanzó un grito de advertencia, y como si su grito hubiera quitado el tapón que contenía los ruidos en un cántaro, fue seguido por una ensordecedora cascada de chillidos humanos y relinchos de los camellos de carga, que se revolvían inquietos, luchando contra las cuerdas que los entorpecían.

Álvaro agarró con firmeza su espada y se dispuso a luchar. Ya no tenía miedo de caerse; incluso había dejado de notar el terrible calor o el aire reseco que le cortaba los labios y le incendiaba la garganta. Avanzaban a gran velocidad, haciendo que el suelo retumbase como un tambor con el parche perfectamente tenso. Algunos de los Banu Masufa parecían haber perdido el juicio y corrían de un lado para otro medio desnudos y con la cabeza descubierta. Otros esperaban delante de los toldillos con las espadas o las lanzas en la mano y un tercer grupo, el menos numeroso, se esforzaba por subir a sus cabalgaduras. Contra estos últimos se abalanzó Álvaro. Lanzó un tajo horizontal que acertó al jinete en el preciso instante en el que su animal se ponía en pie. El hombre cayó hacia atrás agarrándose el cuello mientras la sangre se desbordaba entre sus dedos. El camello, que también había sido alcanzado por el tajo, se desplomó sobre el costado, coceando y relinchando hasta que jinete y montura quedaron inmóviles por igual, tendidos en el pegajoso charco que habían creado.

El segundo de sus adversarios se encontraba en una situación apenas mejor. Había obligado a su camello a levantarse muy deprisa y estaba aún recuperando el equilibrio cuando Álvaro le acometió. El tribeño elevó la lanza en un movimiento desesperado, con la intención de que su enemigo se empalase a sí mismo en ella, pero él se inclinó con destreza a un lado y la punta del arma simplemente le rozó el pecho, dibujando un arañazo sobre la armadura de cuero. La espada de Álvaro hendió el aire en busca de la cabeza desprotegida del tribeño. Este esquivó el tajo agachándose con brusquedad, si bien con menos rapidez de la que hubiera necesitado para salvar su oreja. Los camellos se separaron, nerviosos, y Álvaro tuvo que imponerse a la voluntad de su animal para volver a atacar. A falta del escudo que no había tenido tiempo de coger, el tribeño trató de detener el mandoble levantando instintivamente el brazo izquierdo. La hoja le golpeó en el codo y la articulación crujió al recibir el impacto del acero. Durante unos segundos el antebrazo colgó de unas ligaduras de piel y lana mientras los dedos de la mano se abrían y cerraban espasmódicamente, y luego se desprendió por completo. El hombre tuvo la suficiente presencia de ánimo para apuntar el muñón en dirección al rostro de su atacante, de modo que el chorro de sangre resultante le cegase a la par que trataba de apuñalarle en el vientre. Consiguió su objetivo solo a medias; la sangre salpicó a Álvaro, pero pudo mantener los ojos abiertos el tiempo necesario para clavar la espada debajo del brazo mutilado, atravesando las costillas del tribeño.

El tercero de sus contrincantes le dio menos problemas. Estaba dando vueltas en torno a un camello encabritado, tirando de las riendas con la intención de obligarlo a arrodillarse para que pudiera montarse encima. Álvaro no le dio la oportunidad de conseguirlo. La espada describió un arco fatal que concluyó en la base de su cráneo y el tribeño se estremeció brevemente antes de caer redondo sobre la arena súbitamente enrojecida.

No había más guerreros a la vista con los que tuviera que enfrentarse. Aparentemente los Banu Masufa habían sido derrotados por completo. Los mercaderes chillaban y corrían sin mirar atrás, y era una medida inteligente por su parte, porque en el caso de haberse vuelto a mirar lo único que habrían podido ver era a los parientes de Ibrahim que los perseguían para matarlos.

Al esfumarse la excitación del combate Álvaro se sintió mortalmente cansado. Bajó del camello y comenzó a quitarse la armadura, que llevaba pegada al pecho como betún caliente. Le fallaban las fuerzas, pero pudo librarse de la armadura y caminar cojeando hacia uno de los toldillos que habían sobrevivido al asalto. Besó el amuleto que le había entregado Dihya y bebió agua de su pellejo hasta hartarse. Luego se tumbó temiendo haber sufrido una insolación, sin otra preocupación que la de descansar. Afuera Ibrahim y sus parientes cargaban tambaleándose los paquetes transportados por los camellos desde Audoghast, que abrían de cualquier manera y revolvían de arriba abajo. Las exclamaciones de «Dios sea loado», que sucedían a cada descubrimiento afortunado, eran tan numerosas que Álvaro dejó de tenerlas en cuenta.

Cuando recobró el aliento salió de la fresca sombra del toldillo, encontrándose un paisaje delirante de alforjas rasgadas, mantas, paños, dientes de hipopótamo, comida, enseres de cocina y cadáveres desperdigados, entre los que deambulaban los camellos sin prestar atención a nada salvo a las brazadas de pienso. Los Banu Asafu se afanaban cargando sobre el animal más próximo tantas mercancías como era capaz de soportar y lo empujaban con una patada para hacer sitio al siguiente. Hasta donde pudo ver Álvaro, no habían sufrido ni una sola baja. El asalto había sido un éxito completo.

—Te dije que atacar al mediodía era lo mejor —se jactó Ibrahim, acercándosele. Iba cubierto de telas teñidas con azafrán y sujetaba debajo de la axila un colmillo de elefante más largo que su brazo.

Tenía los ojos aún vidriosos por la emoción de la pelea y de vez en cuando las palabras brotaban con excesiva rapidez de su boca, haciendo difícil entenderle.

—Y yo te dije que sacaríamos un buen beneficio de esta empresa. Mayor que el que puede esperar obtener tu padre.

Ibrahim asintió.

—Le enviaré regalos junto con mi próximo mensaje. Así sabrá que la decisión que tomé es acertada.

Álvaro observó con el ceño fruncido a los parientes del joven, los cuales, poseídos por la avaricia, parecían empeñados en llevarse consigo todos los tesoros de la caravana.

—Ahora deberíamos llamar al guía e irnos rápidamente de aquí.

—No hay prisa. No ha escapado nadie que pueda dar la voz de alarma. Pasarán varios días antes de que descubran que la caravana ha sido asaltada y para entonces estaremos de vuelta sanos y salvos en la aldea. Pero ven, ven conmigo. Parece que no te importe el botín. Ven a ver lo que hemos conseguido.

Le siguió andando despacio, todavía aturdido por el calor. Los familiares de Ibrahim seguían practicando el pillaje a placer, embriagados por las riquezas conquistadas. Entre los montones de mercancías que aguardaban el momento de ser distribuidas entre los camellos de carga había uno que llamó especialmente la atención de Álvaro. Los sacos estaban abiertos y los rayos de sol que penetraban en ellos hacían que flotase por encima como un vapor el brillo inconfundible del oro.

«Bien, Abd al-Rahman —pensó Álvaro con satisfacción—. De una manera u otra me las arreglaré para perjudicarte. Este oro ya nunca llegará a las cecas de al-Ándalus. Y si me es posible, procuraré que no vuelva a llegarte oro por esta vía».