Un puente
Año 932 d. C. Abril
Cada día llegaban a la ciudad visitantes similares a bandadas de aves migratorias que retornasen con la primavera, algunos arrogantes como halcones peregrinos, algunos humildes como gorriones. Había mendigos y vagabundos, ascetas y desesperados que vivían de las limosnas de los peregrinos y se acomodaban en cualquier rincón vacío, a veces compartiendo entre varios un espacio minúsculo. Había emisarios de las tribus de los Zanata perjudicadas en el reparto del poder que habían llevado a cabo los fatimíes al oeste de Ifriqiya, solicitando de al-Asayy que les ayudara a resarcirse de los agravios sufridos. Estos tenían que ser recibidos de uno en uno, y sin que conocieran la existencia del resto, porque con frecuencia las peticiones de un emisario eran incompatibles con las demandas del que le había precedido o el que le seguiría y al-Asayy les prometía justicia a todos, sin excepción. Y había viajeros procedentes de las regiones montañosas, de la lejana depresión del Hodna, de las orillas de los lagos salados, llamándose a sí mismos sabios de la fe e intérpretes de la ley divina. Con las sandalias deshechas, los pies morenos llenos de llagas, hablando de un camino largo y penoso, pedían debatir con el poeta y aquel les concedía invariablemente su deseo, asombrándoles con las ingeniosas respuestas que Aslam, sentado tras una cortina, le susurraba al oído.
Dihya tampoco estaba ociosa. A veces salía para difundir las revelaciones que, según sus portavoces, había recibido del ángel Gabriel, en medio de una confusión tan grande que rápidamente se veía obligada a regresar al palacio, so pena de que la multitud la pisotease. Y a veces recibía a grupos de mujeres que permanecían calladas y quietas como estatuas, antes de musitar una plegaria y huir aterradas. Pero a diferencia de su primo, ella no se acostumbraba a tratar con las gentes; repetía irreflexivamente lo que le habían encargado decir y se retiraba enseguida, aliviada por haber superado una prueba más y temblando al imaginar la siguiente.
Quizás lo peor fuese la ausencia de esperanza. A Ibn Daisam y el hijo de al-Makhtum se los había tragado la tierra en el transcurso de una de las misiones que desempeñaban por cuenta de Aslam y con el cristiano se evaporó la posibilidad de huir o emanciparse. Los siete jinetes que les acompañaban volvieron sin sus cuerpos, pero con las ropas rasgadas, los brazos llenos de arañazos, balbuceando que unos bandidos les habían emboscado. El jefe de los Banu Asafu los azotó con un látigo, cruzándoles la cara cuando trataban de excusarse, hasta que los siete cayeron de rodillas suplicando piedad. Acto seguido al-Makhtum comenzó a dar vueltas por el palacio con las manos en alto, enloquecido, gritando que había perdido a su hijo amado. A ella le hubiera gustado gritar junto al hombretón, aunque la causa de sus gritos fuese distinta. Ibn Daisam era una de las pocas personas en las que confiaba, uno de los pocos de quien podía esperar ayuda o una palabra amable. Incluso Aslam parecía confuso. Después de recibir la noticia pasó dos días pegado a sus libros, deteniéndose solamente para arañar los pergaminos con el cálamo mientras refunfuñaba por tener que utilizar tinta de calidad inferior. Y después, de mala gana, se reunió con al-Makhtum para confirmarle que a partir de entonces reemplazaría a Ibn Daisam al frente del ejército mientras Jamil se encargaba de garantizar la seguridad dentro del palacio.
—Esto es un grave contratiempo —se le oyó decir tras finalizar la entrevista—. Un grave contratiempo.
Al-Asayy había notado el desaliento de su prima y se acercó con la intención de consolarla. Últimamente ya no conversaban tanto como de costumbre; ambos estaban demasiado ocupados y por la noche el cansancio les vencía sin que hubieran tenido la oportunidad de intercambiar más de dos o tres palabras.
—Para nosotros también es un grave contratiempo —asintió el poeta—. Ibn Daisam sustituido por ese mono hinchado, mal asunto. Sin embargo nos recuperaremos. Tenemos que hacerlo.
—¿Cómo? Ya no contamos con apoyo alguno entre los hombres de Aslam.
—No, pero contamos con todos los apoyos que podamos desear ahí fuera. El hecho de que nos estén utilizando como señuelos tiene sus ventajas. Ellos me conocen a mí, y a ti. No conocen a Aslam ni a al-Makhtum. Suponen que son nuestros servidores, en lugar de al revés, y si se plantease una disyuntiva serán mis órdenes las que obedezcan y no las suyas.
—Por eso es por lo que siempre que salimos al exterior Jamil está a nuestro lado para vigilarnos —replicó Dihya—. Atrévete a decir algo contra Aslam en público y hará que te arrepientas.
Al-Asayy agachó pesaroso la cabeza. Procuraba disimularlo, pero a él le daba tanto miedo Jamil como a Dihya. Los dos recordaban la forma en la que había ejecutado el castigo exigido por el poeta. La figura que chillaba, revolcándose en el suelo, y Jamil paseándose delante de los guardias, presentando en la mano derecha los testículos del soldado al que acababa de castrar. Luego tiró el sangriento despojo a un perro callejero, que lo atrapó al vuelo, antes de dedicarle una sonrisa salvaje al poeta, consiguiendo convertir en disgusto y remordimiento lo que tendría que haber constituido su mayor triunfo hasta entonces.
—Yo quería que los soldados nos respetasen y todo lo que conseguí fue que temieran más a Jamil.
—Viene a ser lo mismo, puesto que Jamil responde por nuestras vidas.
—¿Ante quién responde? ¿Ante Aslam? —suspiró al-Asayy—. Hay muchos gallos en este corral y dudo que el viejo pueda evitar que se destrocen entre sí. Fíjate, Ibn Daisam e Ibrahim ya han desaparecido. ¿Será casualidad? Lo dudo.
Como el agua que se filtra a través de la roca y llega al subsuelo, un pequeño porcentaje de los visitantes acababa encontrando su sitio en el dédalo de estancias ruinosas que era el palacio. Iba formándose una corte en torno a al-Asayy, una corte grotesca y mutilada, como la persona que le servía de epicentro, incrementándose paulatinamente con adiciones que surgían de improviso sin especificar su origen o su función, pero que una vez entraban en el edificio ya no se iban nunca, como las malas hierbas enraizadas en las grietas del pavimento o las langostas a las que parecían imitar.
La corte era más numerosa y más extraña en el solar salpicado de escombros situado frente al palacio. Había un maestro ciego que se dedicaba a explicar a cualquiera que se le acercase, con gran amplitud de gestos, la superioridad de los bereberes sobre los árabes debido a la mayor fortaleza de su fe; lisiados, leprosos, echadores de la buenaventura que pronosticaban a los crédulos si el futuro les depararía amistad u odio. Un funambulista que caminaba por su cuerda entre aplausos hasta que los guardias se aburrían de presenciar sus piruetas y le obligaban, junto con el resto de la muchedumbre reunida en el solar, a dispersarse por calles y callejones.
Aquella pared de rostros hambrientos, demacrados, castigados por enfermedades reales o fingidas, era lo primero que encontraba Dihya al salir. Y le asustaba, había que reconocerlo, cada vez sentía el impulso de dar media vuelta y refugiarse en su cuarto, pero al final tuvo que reconocer que se sentía más cómoda entre los pobres y los vagabundos que en el palacio, donde debía resignarse a ser la prisionera de Aslam, Jamil y, en menor medida, al-Makhtum. Los pobres le recordaban a la población hambrienta y resignada que soportó a duras fases la última etapa del asedio de Badajoz, a la que los sufrimientos habían transformado en algo distinto a lo que eran, quizá su verdadero ser, sin los disfraces ni las falsas apariencias que normalmente lo envolvían, escondiéndolo como la carne jugosa de un fruto esconde la pepita en su interior.
Dihya se preparaba para atravesar de nuevo las filas de aquella corte alucinada, meditando acerca de lo que había dicho su primo, cuando Aslam la mandó llamar. Se sorprendió. El funcionario omeya nunca interfería con su cita diaria con el estrado en la plaza del zoco, donde se situaba de pie, ante multitudes de peregrinos y fieles, señalando a los que debían ser azotados por dudar de al-Asayy.
El anciano estaba, como de costumbre, en su habitación, con el brasero encendido casi rozando sus rodillas. Sostenía el cálamo en la mano, deslizándose sobre el pesado pergamino, un rumor amortiguado que se detenía únicamente al sumergirse la punta en el tintero de cobre que llevaba colgando del cuello.
—Siéntate, siéntate. Estoy ultimando tus próximas profecías. No puedes estar insistiendo continuamente en lo mismo o aburrirás a la gente.
Allí, solo, concentrado en escribir, le pareció a Dihya frágil y consumido. Cargado de espaldas y con un gallardete de pelo gris en torno a la cetrina coronilla, eran la mano izquierda, aleteando velozmente sobre el pergamino, y los ojos perpetuamente inquietos los que condensaban su menguada vitalidad.
—Es una suerte que seas una mujer instruida y sepas leer. La lectura es una bendición de Dios y la escritura es la más preciosa de las artes —dijo de improviso, como si quisiese justificar su obsesión—. Nuestros antepasados solamente tenían la voz y la memoria. Repetían lo que habían escuchado para que otros lo aprendiesen y lo repitieran a su vez, llegada la hora. Así se transmitió la sabiduría de las generaciones; incluso conocemos la vida del Profeta, sobre él sea la paz, gracias a todos los que la escucharon y la repitieron. ¿No te parece asombroso? Cuando escuchas a alguien reproducir las tradiciones del Profeta es como si escuchases al primero que las recogió de sus labios. Pero el Altísimo decretó que existiera un medio aún más infalible para transmitir al futuro las obras del espíritu. Y juntos, memoria y caligrafía, harán que nada se pierda, que todo se conserve.
Hizo un gesto en dirección a los manuscritos que atestaban la habitación, acopiados en montículos en precario equilibrio o que se derrumbaban repentinamente, formando pequeños aludes retenidos por muebles y muros.
—Tu hermano viene aquí a menudo, pero es la primera vez que vienes tú, ¿verdad?
—Sí.
—Le he cogido cariño a este cuarto, a pesar de sus deficiencias. Lamentaré tener que abandonarlo.
—¿Abandonarlo? ¿Por qué?
—Dar al-hijra se nos queda pequeña. Necesitamos expandirnos, y dado que Ibn Daisam logró asegurar la comarca eliminando a los vasallos de los fatimíes es el momento de hacerlo. —Aslam pronunció en voz baja una frase para comprobar que sonaba convincente—. Y también lamento que hayamos perdido a Ibn Daisam. Tú le apreciabas, ¿verdad? No me digas que no: era evidente. Tenía madera de buen general; en cambio al-Makhtum es un patán incorregible. Ruego al Todopoderoso porque se una pronto a nuestra causa un caudillo Zanata que le reemplace ventajosamente.
—Muchos nos han enviado sus emisarios.
—Sí, pero para hacernos promesas vacías o realizar peticiones inasumibles. ¿Cuántos han acudido con sus guerreros para jurarle obediencia a tu hermano? Muy pocos, y de bajo rango. Los Banu Asafu continúan siendo nuestros aliados más importantes y ya deberíamos haber atraído a otros que los superen. Dependemos en exceso de ellos y no me gusta. No me gusta ni una pizca.
Terminó de escribir y repasó las últimas líneas antes de entregarle los pergaminos a Dihya.
—Toma, apréndetelo. Tu hermano y tú tendréis que ir a predicar entre las tribus nómadas, a ver si esos malditos paganos se convencen. No se me ocurre otra solución para salir de este atolladero. Mientras tanto Jamil continuará la instrucción de los reclutas que Ibn Daisam había seleccionado. Harán falta miles de soldados para desbancar a los fatimíes y tenemos que conseguirlos como sea.
—¿Y no puede enviar esos soldados tu señor?
—¿Mi señor? ¿Te refieres a Abd al-Rahman al-Nasir? No, por Dios. En primer lugar, si los fatimíes sospechasen que es el auténtico califa y no un simple rebelde el que se alza contra ellos, comprenderían que la amenaza es mucho mayor de lo que parece y se apresurarían a iniciar una campaña para aniquilarnos. Y en segundo lugar, al-Nasir no dispone de más tropas. Ha de combatir con infieles y señores insurrectos en el norte de la Península, incrementar los efectivos de su flota para que los fatimíes no le arrebaten el dominio del Mediterráneo occidental, mantener las rutas comerciales que abastecen al-Ándalus y asistir a Musa ibn Abi’l-’Afiya en Fez. Mi señor ya está pagando un precio demasiado alto para alejar del Califato los peligros que le acechan. Es impensable que yo aumente sus cuitas solicitando a Córdoba que nos envíen refuerzos.
—Entonces estamos abandonados a nuestras fuerzas.
—Siempre lo hemos estado. Discreta y asequible. Fueron las dos condiciones para que el chambelán aprobase la empresa.
—¿La ideaste tú?
—Sí. Hasta el detalle más nimio. Todo se ha gestado aquí. —Aslam se dio una suave palmada en la sien.
Dihya se humedeció los labios, nerviosa. No estaba segura de cuál era el motivo de que el anciano tuviese tantas ganas de hablar. Tal vez estaba empezando a sentirse afectado por la soledad en la que vivía o era simplemente otra de sus excentricidades. De cualquier manera, estaba preguntándose si sería una buena ocasión para aclarar una de las dudas que la acosaban desde hacía meses: por qué un hombre de su edad aceptaba ponerse al frente de tamaña locura.
—Me extraña que propusieras tú la empresa —se decidió—. No das la impresión de ser un hombre ávido de recompensas.
—Y no lo soy. Aquello que rebasa el esfuerzo que requiere procurarse lo necesario para subsistir es vana codicia. El Mesías dijo: «Este mundo es un puente. Pasadlo y no os quedéis en él». ¿Para qué buscar una fortuna si hemos de perderla más tarde o más temprano? El hombre está destinado a perecer y después se le pedirá cuenta de todo excepto del pan que comió, el vestido con el que ocultó su desnudez y la vivienda que le protegió del sol.
—¿Y tus hijos? Podrías legarles a ellos tu fortuna.
—Esos son mis hijos. —Aslam volvió a señalar las pilas de pergaminos—. Y no les hace falta una fortuna, solo un lugar protegido de las ratas y de la humedad.
—Siendo así, no veo la razón de que hayas venido al África.
—Yo tenía que venir —aseguró Aslam—, lo contrario era inadmisible. ¿Crees que iba a consentir que alguno de los mentecatos que adulan al califa día y noche arruinase lo que yo había proyectado con tanto afán? De ningún modo. Por eso escogí a Ibn Daisam. Él no tenía relaciones en la corte de Córdoba ni nadie a quien rendir cuentas, excepto a mí. Y por eso vine yo. Para garantizar que mi plan tenga éxito.
—Pero, ¿para qué? Si no vas a obtener ni deseas obtener ningún beneficio…
—Eres igual que tu hermano, ¿verdad? —le reprochó el anciano—. Para vosotros únicamente existe lo que se puede ver o tocar. Tierras, casas, telas, oro… Sí, os conozco bien. El mundo está lleno de gente como vosotros y esa es su desgracia. Pues bien, hay personas que tienen otras motivaciones, gracias a Dios. Personas como yo.
«Es fácil hablar así cuando no se ha pasado hambre jamás —pensó Dihya—. Cuando no te has visto reducido a la miseria ni has tenido que sufrir la vergüenza de pedir limosna».
—¿Quieres saber por qué? Te diré por qué: el Islam está sumido en el caos, peor que en la época que sucedió a la muerte del Profeta. Los herejes fatimíes, que tienen la desfachatez de llamarse a sí mismos «Amigos de Dios», han tenido el atrevimiento de establecer una horrible parodia de califato. Y la autoridad de los usurpadores abasíes se ha vuelto tan endeble que han surgido en Siria, en Iraq y en el Yemen más grupos heréticos de los que pueden contarse. —El rostro de Aslam enrojeció de cólera—. ¿Tienes idea de lo que sucedió en La Meca? ¿Estás informada de lo que los abasíes han permitido que ocurriera?
—Unos criminales se llevaron la Piedra Negra, ¿no es cierto?
—Los cármatas, una rama de los fatimíes que se separó de ellos hace años, y aún más execrable que el resto de los chiíes, si es que es posible —explicó el funcionario—. Dicen ser descendientes de Alí: yo estoy convencido de que descienden del mismo Satán. No se conformaron con atacar las caravanas que se dirigían a las Ciudades Santas, hasta el extremo de provocar la suspensión del hajj porque los abasíes carecían de medios para defender a los peregrinos. No, tenían que cometer la transgresión más espantosa, la más abominable que imaginar se pueda. Atacaron La Meca y provocaron una matanza entre los peregrinos que en ese momento circunvalaban la Kaaba. Incluso asesinaron a los que en su desesperación trataban de trepar por la cortina que la cubre. Luego sus líderes recitaron varias suras en tono de burla, ridiculizando la verdad difundida por el Creador, honrado y exaltado sea. Los cuerpos de sus víctimas los dejaron allí, abandonados, sin ni siquiera taparlos con una mortaja, o los arrojaron dentro del pozo sagrado de Zamzam. Por último, para culminar su infamia, saquearon la Kaaba y huyeron con los tesoros que había en su interior, incluyendo la Piedra Negra. ¿Y sabes cuál ha sido su castigo? ¿Sabes cuál ha sido el escarmiento que debería haber hecho temblar de miedo a cualquiera que albergara intenciones semejantes? —Dihya negó en silencio, sacudiendo la cabeza—. ¡Ninguno! ¡Absolutamente ninguno! La Piedra Negra continúa en poder de los cármatas, los cuales disfrutan con toda tranquilidad de las riquezas que han robado.
La furia de Aslam resonaba en la estancia vacía. Dihya nunca le había visto tan enfadado. Hasta los guardias se asomaban a la habitación pensando que estaba teniendo lugar una pelea.
—Largaos, no me sucede nada —dijo, y después centrando de nuevo su atención en ella—: ¿Entiendes ahora? ¿Entiendes que el Islam necesita urgentemente un campeón que restablezca el orden? ¿Y quién hay que sea preferible al Príncipe de los Creyentes? Nadie, te lo digo yo. Nadie. Tú no le conoces, si le conocieras opinarías lo mismo. Abd al-Rahman ha seguido los pasos de los califas e imanes, sus padres y antepasados, ateniéndose a la Escritura y proclamando la Zuna. Él ha desterrado de sí las innovaciones y convertido Córdoba en la capital más brillante de su época, dedicando su celo a cuidar los intereses de la comunidad y atender a los asuntos de la religión. Por eso debe triunfar. Porque no hay nadie en el Islam más digno, nadie más capaz. Si no se extravía inclinándose por los placeres mundanos y nombrando gobernadores por favor antes que por mérito, tentaciones ambas a las que un monarca por desgracia está siempre expuesto, no hay límite para las proezas que Abd al-Rahman puede llevar a cabo. Con la ayuda de Dios, conquistará el Oriente no menos que el Occidente.
«No le conozco, es cierto, pero le detesto —se dijo Dihya—. ¿Cómo no detestarle? Todo lo que me ha sucedido es por su causa. Y tampoco te olvides de que esas conquistas que mencionas y que te llenan de emoción destrozarán innumerables vidas, como ya han destrozado la mía».
Sin embargo permaneció en silencio, mordiéndose la lengua para no decir algo que pudiese perjudicarla. Ya había aprendido que a veces se consiguen más cosas siendo humilde que osado.
—Y yo le ayudaré —continuó Aslam—. Es mi deber. Mi deber de siervo del Príncipe de los Creyentes y mi deber de hombre recto, para que este mundo disfrute al fin de paz, orden y unidad, bajo el califa escogido por Dios.
Se giró para mirar a Dihya a la cara. Parecía haberse tranquilizado tras su arrebato. En vez de una mueca colérica, una sonrisa a la que le faltaban dientes animaba sus viejos labios.
—En cuanto al modo de conseguir lo que me propongo, ¿no te parece un ardid admirable? —preguntó—. Los chiíes se dedican a proclamar un Mahdi tras otro, afirmando que con su llegada la Ley de Dios quedará abolida. Bien, hagamos que tomen un trago de su propia medicina. Vamos a darles un Mahdi. Nuestro Mahdi. Y confío en que se les atragante.