El oro del sur
Como era habitual en ellos, salieron de Dar al-hijra antes de que saliera el sol. Al principio evitaron todo tipo de encuentros salvo una breve visita a la casa-palacio que constituía el centro de los Banu Asafu sedentarios. Atravesaron el palmeral que rodeaba como una guirnalda la casa y Álvaro esperó fuera a que Ibrahim terminase. Dijo que quería hablar con unos primos, pero salió enrojecido y feliz, y Álvaro reconoció el olor del sexo en su piel. Dedujo que en realidad había venido a visitar a una de sus esposas, que vivían encerradas en el interior de la casa como murciélagos en una cueva. Los Banu Asafu habían adoptado algunas costumbres extranjeras, entre ellas la poligamia. Llevado por ese deseo de establecer algún tipo de relación entre su clan y los conquistadores árabes, el abuelo de al-Makhtum incluso se aventuró a situar el origen del clan en un lejano antecesor que llegó a esas tierras desde el Yemen siguiendo a unos camellos que se le habían escapado. El hecho de que, de acuerdo con aquella afirmación, el desdichado hubiese recorrido tres mil millas a pie persiguiendo a un puñado de camellos sarnosos no parecía haber provocado la incredulidad de nadie. Era muy común que las tribus variasen las circunstancias de su origen a su antojo, en función de las conveniencias del momento, y solo sus enemigos se atrevían a poner en duda la veracidad de tales historias.
—¿Vamos a ir acompañados? —se quejó Álvaro mientras Ibrahim subía a su caballo—. Cuantos más seamos, más llamaremos la atención.
Siete jinetes de los Banu Asafu estaban comprobando su equipo más atrás, iluminados por un esclavo que sostenía en alto una lámpara. La noche era calma y la desprotegida llama se mantenía tiesa en su mecha, sin ninguna oscilación.
—A mi padre no le gusta que viaje solo —contestó Ibrahim.
—No viajas solo. Viajas conmigo.
—Lo sé, pero no he podido convencerle. Tiene esa manía, ¿sabes? Incluso cuando me enviaba a espiar a sus enemigos procuraba que me acompañase un sirviente con experiencia.
—¿Un espía? ¿Tú?
—Yo. Han pasado varios años. Espiaba a los Banu’Urat, sobre todo. Una tribu detestable. Apestan a cabra desde siete codos de distancia y son tan feos que las jóvenes a las que obligan a casarse con ellos se estropean a propósito la vista cosiendo a oscuras para sufrir menos.
Cuando los jinetes estuvieron preparados, el grupo se encaminó al conjunto de sierras que separaban la costa mediterránea y las áridas mesetas más interiores de la vacía inmensidad del Sáhara. Los caminos escaseaban en el país; ellos tomaron uno relativamente ancho y cuidado que llevaba a uno de los pasos de las montañas, y al avanzar por el mismo descubrieron montoncillos de piedras dejadas por peregrinos que se dirigían a La Meca desde el sur, engrosándose de generación en generación, no por ninguna causa en concreto, sino simplemente para que los peregrinos de entonces se sintieran ligados a los de antaño.
El sendero fue empeorando a medida que se internaba en un paisaje escarpado y pedregoso, y los caballos se cansaban con facilidad. Eran caballos idóneos para el llano, pero aquellas cuestas resultaban más adecuadas para las mulas y solo por capricho de Ibrahim las acometían utilizando unas monturas inadecuadas. Para desempeñar aquella misión había insistido en vestirse espléndidamente y cabalgar un hermoso corcel con largas crines de un tono cobrizo, de modo que fuese evidente para cualquiera que se trataba de un joven de alta estirpe. En cambio Álvaro, que llevaba vestidos más comunes, parecía su criado.
Se encontraron con un pastor de cabras al que Ibrahim, por entretenerse, detuvo para conversar un rato. Por él averiguaron que a pocas millas de distancia el agua de las últimas lluvias bajaba sin control desde las montañas, cubriendo el camino en diversos puntos. Pronto encontraron la primera riada, que pasaron sin dificultad. Las siguientes tampoco supusieron un gran problema, hasta que dieron con un tramo que estaba completamente sumergido bajo un riachuelo con trazas de haber aparecido recientemente. A los caballos no les hacía gracia tener que cruzarlo; varias veces trataron de conducirlos a la corriente y otras tantas los animales se echaron para atrás en el último momento. Por fin, a base de paciencia, consiguieron que se internasen en el riachuelo. El fondo no se veía bien y Álvaro temió que el caballo tropezara en un agujero oculto y le tirase al agua o, lo que era peor, se rompiera la pata. No llevaban monturas de repuesto y no le apetecía tener que caminar hasta el siguiente pueblo para alquilar o comprar un pollino.
El cruce terminó sin incidentes de ningún tipo, excepto las inevitables salpicaduras. Descansaron en el lado contrario para secar sus ropas y que los caballos recuperasen la calma, y luego montaron de nuevo, cabalgando sobre un terreno suave que provocaba una incómoda somnolencia en Álvaro. Estaba haciéndose de noche. El viento era fresco, con olor a nieve, y cada ráfaga le provocaba escalofríos. Sus ropas no estaban completamente secas, y a juzgar por las quejas de sus compañeros, tampoco lo estaban las suyas.
Divisaron un poblado de casas de adobe extrañamente reducidas, marrones, apiladas entre sí por razones de seguridad, de modo que el conjunto semejaba una fortaleza pegada a la falda del monte, solitaria, con la enorme sombra del cerro a sus espaldas, disolviéndose paulatinamente en un cielo cada vez más púrpura. Álvaro esperaba ver algo de vida en la entrada de las casas; no la había. A primera vista el poblado tenía la apariencia de estar vacío, pero algunas columnas de humo y las niñas que se apresuraban a regresar a sus hogares cargadas con enormes haces de ramas y forraje desmentían esta impresión inicial. Álvaro propuso que se quedasen allí a pasar la noche; Ibrahim prefirió continuar. Su objetivo era cruzar rápidamente la sierra para entrevistarse con los líderes de una tribu Sinhaya que, según la carta que los familiares de Al-Makhtum le habían enviado, estaban descontentos con el gobierno de los fatimíes. Era la oportunidad que Álvaro esperaba con ansia. Había oído hablar de aquellas tribus de más allá de las montañas, belicosas, feroces, curtidas por innumerables guerras. Temibles como enemigos, inestimables como aliados; si lograban atraerlos a su bando sería el comienzo del fin del dominio fatimí en aquellas tierras.
«Yo también tengo prisa por convencerlos, maldita sea —pensó—, pero me duelen las nalgas de tanto cabalgar y tengo frío. Este pobre cuerpo mío ya no resiste la fatiga tan bien como antes».
Cuando estuvo demasiado oscuro para poder distinguir los accidentes del paisaje Ibrahim aceptó hacer una parada. Ataron los caballos, les quitaron los arreos y extendieron una brazada de oloroso pienso en el suelo para que comieran. Luego los compañeros de Ibrahim encendieron el fuego que Álvaro anhelaba. Una luna pequeña y resplandeciente derramaba un brillo metálico sobre los puntiagudos cerros alzados a derecha e izquierda. Bosquecillos de arganes trepaban por sus laderas separando rampas desprovistas por completo de vegetación, apenas animadas por las presencias absortas de las rocas. Esos pequeños detalles insinuaban la cercanía del desierto, como la arena suspendida en el aire, que volvía incómoda la respiración.
—Dicen, y Dios es quien más sabe, que por los alrededores crece una planta con unos efectos afrodisíacos tan extraordinarios que si te pones a mear cerca eyaculas antes de haber terminado —comentó Ibrahim mientras pelaba con los pulgares el fruto, semejante a una oliva, de un argán—. Tendríamos que buscar un poco mañana, cuando nos levantemos. A mi padre le vendría bien. La nariz no es lo único que se le ha estropeado.
—Al-Makhtum sigue siendo un hombre vigoroso —replicó Álvaro—. No creo que necesite plantas milagrosas.
—Pregunta a las esposas de mi padre y ellas te contarán la verdad.
—¿Me contarían esas intimidades?
—A ti no, Dios nos libre. Pero a las mujeres les gusta hablar con las mujeres, y a las esposas con los maridos, y así he averiguado yo las dificultades en la cama de mi padre, que Dios le dé una larga vida. —Extrajo la almendra del interior del fruto y se puso a mirarla con curiosidad—. Aunque, pensándolo mejor, no creo que sea una buena idea regalarle afrodisíacos. Si engendrase otro hijo varón tendría que repartirme con él la herencia de mi padre.
Sacaron de las alforjas algunas de las tortas de miga sin levadura que constituían sus provisiones de viaje. Álvaro la desmenuzó lentamente con los dedos para meterse luego los pedazos en la boca, echando de menos la cecina con la que solía alimentarse durante sus viajes al servicio de los hafsuníes. Aquel sabor añorado aún estaba ligado en su mente a la aventura, a la inocencia, a la juventud.
—Mi padre dice que eras cristiano —comentó Ibrahim con la boca llena de migajas.
—Lo sigo siendo. —Álvaro golpeteó con la punta de un dedo la cruz que llevaba escondida bajo la ropa.
—He oído que muchos cristianos de al-Ándalus han abrazado la verdadera religión. ¿Y tú? ¿Por qué insistes en ser un infiel?
—No veo la razón para cambiar.
—Nunca había conocido a un cristiano. Judíos sí, unos cuantos. Y paganos, cientos, aunque la mayoría afirmen ser creyentes sin entender lo que quiere decir eso. Dime, ¿es cierto lo que cuentan de vosotros?
—Naturalmente —dijo Álvaro sin cambiar de expresión—. Por las noches raptamos niños musulmanes y nos bebemos su sangre. Y el resto del tiempo lo dedicamos a emborracharnos y recitar conjuros con la intención de provocar grandes desgracias.
Ibrahim insinuó una sonrisa. Sus camaradas, hasta entonces callados, casi inmóviles, se miraron entre sí molestos. Álvaro temió que alguno echase mano de la espada, pero el hijo de al-Makhtum los aplacó con un gesto.
—De acuerdo, supongo que lo que se cuenta son exageraciones. A la gente le gusta fantasear. Sin embargo no me negarás que creéis que después de vuestro profeta ya no puede haber profetas.
—Creemos en Jesucristo —contestó Álvaro sin comprometerse.
—Pero si después de vuestro profeta ya no puede haber ninguno —prosiguió Ibrahim— habrá que negar también la misión de los profetas que precedieron al vuestro. ¿Es que no hubo profetas antes y después de Moisés? Dios envió un apóstol detrás de otro, cada vez que los hombres se apartaban de Su Verdad y rendían culto a los ídolos, hasta enviar a Muhammad, Dios le bendiga y salve, con el que puso el sello a las misiones proféticas.
—No obstante, ahora apoyamos a un profeta.
—Un falso profeta. Y somos conscientes de que lo es, por lo tanto no cometemos ningún pecado. El pecado sería que creyéramos en lo que dice.
—«Vendrán muchos falsos profetas en mi nombre y engañarán a muchos; y ofrecerán grandes señales y prodigios, de manera que incluso los elegidos serán inducidos a error, si fuera posible» —dijo Álvaro, citando el Evangelio. Luego se encogió de hombros, cansado. Había una depresión cerca con el tamaño y la forma apropiados y se le ocurrió que sería muy agradable echarse a dormir en él, bien arrebujado en su manta.
—¿Qué es aquello que dices siempre que dormimos a la intemperie?
—Lo que diría cualquier hombre sensato que está de paso, si no quiere despertar la cólera de los genios allá donde va —repuso Ibrahim—: Me pongo bajo la protección del ginn, señor de esta garganta, esta noche, del mal que pueda producirse.
—Pues ya que lo has dicho, acostémonos. La región en la que habitan esos Sinhaya aún está bastante lejos, por lo que me ha explicado tu padre. Mañana habrá que levantarse muy temprano.
—¿Qué Sinhaya? —bufó Ibrahim.
—Los Sinhaya con los que vamos a parlamentar.
Ibrahim sacudió la cabeza.
—No vamos a parlamentar con ninguna tribu de los Sinhaya —dijo con brutalidad.
De pronto Ibrahim desnudó la daga que llevaba en el cinto, haciendo que atrapase en su filo el brillo helado de la luna.
—Me dijeron que te degollase mientras dormías. —Escupió disgustado al suelo—. Y por si fuera poco llaman a todos estos para que me acompañen, como si temieran que fuese a temblarme el pulso. ¿Quién se han creído que soy? Yo soy Ibrahim ibn Ali ibn Tayyib, del clan de los Banu Asafu, y no un vulgar ladrón que asesina a hombres dormidos.
Álvaro se puso en pie con cuidado, sin hacer movimientos bruscos. Ibrahim hizo lo propio, sin dejar en ningún momento de apuntarle al vientre con la punta de la daga. Los otros siete hombres también se levantaban despacio, sacando espadas y puñales de sus fundas con una parsimonia que hizo estremecerse a Álvaro.
«Ocho contra uno. No tengo ninguna posibilidad de sobrevivir, y lo saben».
—Al-Makhtum se enfadará muchísimo cuando se entere de lo que has hecho —dijo.
—¿Enfadarse? —Ibrahim soltó un bufido—. Por Dios, si es él quien me encargó matarte. Ya te dije cuál es su opinión acerca de los estorbos.
Álvaro trató de recordar si alguien había podido escucharle hablando mal de los Banu Asafu. No estaba seguro, pero de cualquier manera decidió apostar a que la respuesta era negativa.
—¡Qué tontería! ¿Cómo voy a estorbaros yo?
—Viviendo —replicó el joven—. Aslam confía más en ti que en mi padre. Y mi padre está harto de obedecer órdenes. Quiere sustituirte. Si formases parte de un clan sería distinto, porque podríamos temer la venganza de tus familiares. Pero estás solo. Nadie va a tomarse la molestia de vengarte.
—¿Y Aslam? ¿Qué crees que opinará?
—Le contaremos que nos emboscaron unos bandidos y que a ti te hirieron gravemente.
—¿Solamente a mí? Demasiado conveniente. Desconfiará.
—Puede desconfiar cuanto le dé la gana. Tú estarás muerto y mi padre será la única persona disponible con la experiencia y el prestigio precisos para llevar el mando del ejército. Así que tendrá que aceptarlo.
Los contríbulos de Ibrahim estaban formando un semicírculo alrededor de Álvaro. El joven les conminó a detenerse y luego hizo un aspaviento con el objeto de hacerles retroceder.
—Apartaos —dijo—. No necesito ayuda para esto.
—Pero…
—He dicho que no necesito ayuda —insistió Ibrahim—. ¿Me habéis tomado por un alfeñique? Me basto y me sobro para acabar con él.
«Se parece a mí cuando tenía su edad. Es igual de valiente, igual de orgulloso. Igual de necio».
Ibrahim abrió la boca como para decir algo más, pero fue el acero quien habló, buscando el estómago de Álvaro. Pero ya había previsto el movimiento. Retrocedió un paso, dos, tres, brincando como un pájaro en tierra, hasta ganar el espacio suficiente para sacar la espada de la vaina.
—Vive Dios que no esperaba tener que sudar para matarte —dijo Ibrahim con una media sonrisa.
—Vas a hacer algo peor que sudar —contestó Álvaro entre dientes.
Ibrahim era un combatiente metódico. En cuanto lanzó la primera estocada su rostro se puso serio, sus labios se apretaron; desapareció de sus facciones cualquier vestigio de diversión. El cristiano respondía con estocadas veloces, más poderosas que las de Ibrahim, como un oso que replica con zarpazos a las picaduras de una avispa.
Álvaro había observado durante los combates que el rostro del joven solía dejar entrever lo que haría a continuación. Era un defecto que pensaba aprovechar, pero no podía esperar demasiado para hacerlo.
«Es más joven y más rápido que yo. Si esta pelea dura mucho me vencerá por agotamiento».
Ibrahim le lanzaba tajos a la cabeza y los hombros. Detuvo sus acometidas con progresiva torpeza, levantando el brazo siempre de la misma manera, hasta que Ibrahim lanzó la estocada que Álvaro le había estado invitando a usar. Lo esquivó sin dificultad, adivinando la dirección del tajo. Ibrahim se dio cuenta en el último momento de la añagaza y pese a haber perdido el equilibrio trató aún de apuñalarle con la daga que conservaba en la otra mano. Sin embargo el pomo de madera de la espada de Álvaro le alcanzó antes en la mandíbula. Se retiró aturdido, pugnando por conservar el conocimiento mientras parpadeaba incontroladamente, sus pestañas desplazándose como las alas de una mariposa tratando de posarse en una flor. Álvaro volvió a utilizar la espada como si fuera una maza; en esta ocasión fue la rodilla derecha de Ibrahim la que recibió el castigo. En cuanto cayó al suelo se le tiró encima, apoyando el filo contra el gaznate del hijo de al-Makhtum.
—¿Ves? Sudar no iba a ser lo peor que te pasase.
Los siete Banu Asafu se acercaron gritando y esgrimiendo sus armas. Álvaro apretó la hoja de su espada hasta que una línea roja apareció en la garganta de Ibrahim, brillante como un collar de coral.
—Quietos o le degüello —gritó.
Ibrahim había cerrado los ojos. Sus labios se movían deprisa pronunciando la confesión de fe que había de abrirle las puertas del Paraíso. Luego, sorprendido por estar aún vivo, miró a Álvaro.
—Ponte de pie —le exigió el cristiano—. Muy despacio.
El joven obedeció. Álvaro se pegó a su espalda, sin aliviar en ningún momento la presión de la espada sobre la garganta de su prisionero. Comenzó a caminar hacia atrás, tan pendiente de los compañeros de Ibrahim como ellos lo estaban de sus movimientos.
—Tirad las armas a aquellos arbustos de allí. —Un instante de vacilación y enseguida, al quejarse Ibrahim, una lluvia de acero cayó sobre los espinos—. Ahora quitadles las sillas a los caballos y tiradlas a esos otros arbustos, y cuando hayáis acabado soltad las cuerdas y azuzadles para que se vayan. ¡Vamos!
Los animales corcoveaban inquietos mientras los desataban. Apenas hizo falta azuzarlos. En cuanto comprendieron que estaban sueltos trotaron alejándose del campamento.
—Muy bien —dijo Álvaro. Ya solo quedaban su caballo y el de Ibrahim. Consiguió desatar el suyo con la mano libre y asegurar la cuerda a la silla del corcel del hijo de al-Makhtum—. No intentéis seguirnos o él lo lamentará.
Subió primero. Después obligó a subir a Ibrahim, colocándose entre Álvaro y la cabeza del caballo como si se tratara de una de las tímidas muchachas a las que él invitaba a pasear por los alrededores de Bobastro cuando llegaba el calor. Una vez hubo montado, cambió la amenaza de la espada por la del cuchillo, menos voluminoso y pesado, apuntando a los riñones de Ibrahim. Con el otro brazo rodeó la cintura del joven, de modo que estuvieran unidos en un abrazo menos que amistoso, y le conminó a tomar las riendas.
—Continúa por el camino. Hacia el sur.
—Está oscuro.
—Pues ve con cuidado. No supondrás que voy a quedarme aquí esperando a que amanezca.
Dirigió una última mirada a los camaradas de Ibrahim. Tenían los músculos del cuello tensos, las piernas flexionadas, indicando que saldrían corriendo a recoger sus caballos y sus armas no bien hubieran desaparecido de su vista. Calculó el tiempo del que disponía antes de que salieran en su persecución. No era mucho, salvo que los caballos, asustados, se hubieran ido lejos.
Impulsado por Álvaro, Ibrahim hizo trotar el corcel fuera del círculo de luz que dibujaba la hoguera. La penumbra le resultó extrañamente reconfortante. De alguna forma se sentía más protegido y a salvo en las sombras que en la vecindad de aquel fuego que recordaría siempre como el testigo de la traición de los Banu Asafu.
—¿Por qué no me has matado? —preguntó Ibrahim al cabo de un rato. Tenía los ojos fijos en la siguiente curva, tratando de distinguir las revueltas del sendero en medio de la noche.
—Si te hubiese matado, ¿cuánto habrían tardado tus compañeros en acabar conmigo? —repuso Álvaro. Estaba atento a cualquier relincho distante que anunciase la proximidad de sus perseguidores.
—Poco, pero habrías muerto satisfecho por haberte vengado de mí.
—Prefiero la satisfacción de estar vivo. Además, no es de ti de quién querría vengarme.
—¿Mi padre?
—Ajá. Tú al menos has actuado con honor. Al-Makhtum, en cambio, se ha comportado como un eunuco de la corte, ordenando a otros que se manchen las manos en su nombre.
«O quizás lo que realmente me enfurece es que haya sido más despabilado que yo, traicionándome antes de que yo tuviese la oportunidad de traicionar a Aslam».
—Es su forma de actuar —dijo Ibrahim—. No le gusta involucrarse personalmente, si puede evitarlo, y no le culpo. Debe ser dificultoso mover esa enorme barriga de un sitio a otro.
Por más que aguzaba el oído, Álvaro no escuchaba nada aparte del monótono sonido de los cascos de sus caballos. Se sentía exhausto; el ímpetu que le había permitido mantenerse despierto y alerta hasta entonces estaba desvaneciéndose. No aguantaría una noche entera de cabalgada. Tenía que tomar una decisión.
En las altas paredes de piedra a su izquierda surgió una rendija como si fuese la respuesta a sus preocupaciones. Álvaro pidió a Ibrahim que se detuviera. Una senda abandonada, que a lo sumo utilizaría un rebaño de cabras de tarde en tarde, se adentraba por la estrecha garganta. El recorrido era irregular y estaba socavado por décadas de lluvias torrenciales. Avanzaron hasta un paraje en el que las paredes parecían casi fundirse. Más allá de la angostura volvían a separarse y Álvaro consideró que era el lugar perfecto para acampar.
Ató a Ibrahim de pies y manos. Luego se llevó los caballos a un refugio poco profundo en la roca. Estaban tan agotados como él y dio gracias a Dios porque no se hubieran roto una pata ninguno de los dos al tropezar con algún obstáculo en la oscuridad. Les quitó las riendas y las sillas, y les ofreció el forraje que quedaba. En el estrechamiento preparó una trampa sencilla con un trozo de cuerda, unos palos y una piedra suelta, lo bastante pesada como para aplastarle el cráneo a un hombre que no llevase casco. Arriba, en la franja comprimida por las paredes de la garganta, un relámpago hendió el cielo. El trueno sonó antes de que hubiera tenido tiempo de contar hasta tres.
«Va a estallar una tormenta. Esos riachuelos que atravesamos por la tarde serán ríos profundos al amanecer».
Volvió junto a Ibrahim. El joven le miraba con fijeza, con la intención de descifrar la expresión de Álvaro. Debía estar preguntándose si el cristiano seguía interesado en mantenerlo con vida tras haber logrado despistar a sus perseguidores.
—Va a llover —dijo en tono amistoso.
—Eso parece.
Ibrahim se inclinó hacia adelante tanto como se lo permitían sus ataduras.
—Mi padre te pagará un buen rescate si me llevas de vuelta. Soy su único hijo varón, su heredero.
—Tal vez pague el rescate, pero me clavará una lanza en la espalda inmediatamente después. O hará que me envenenen, si opta por ser más sutil. En cualquier caso estaré muerto antes de que me dé tiempo a terminar de contar el dinero.
«No, sería una locura volver por donde he venido —pensó Álvaro—. Si no me detienen esos siete lo harán las riadas. Y aunque fuese capaz de regresar sano y salvo a Dar al-hijra, al-Makhtum no puede permitirse el lujo de dejarme vivir. Tendría que asesinarle primero a él, y exterminar el clan entero de los Banu Asafu a continuación, para estar tranquilo. Pero Aslam no lo permitirá. Es demasiado prudente para considerarlo siquiera. Tratará de que al-Makhtum y yo nos reconciliemos, lo cual, en realidad, supondrá mi condena a muerte. Ibrahim tiene razón. Mientras esté solo, no hay nada que hacer».
Metió la mano en su escarcela buscando algo con lo que juguetear. Manosear cosas le ayudaba a ordenar sus pensamientos, era una vieja manía que conservaba desde la infancia. Sacó un diñar de oro, desgastado ya por el roce codicioso de muchos dedos pese a haber sido acuñado recientemente. Y al contemplarlo se le ocurrió una idea.
—Oro —dijo con voz tranquila—. ¿Sabes de dónde procede el oro?
—Del País de los Negros —gruñó Ibrahim—. ¿De dónde si no?
—¿Y cómo llega hasta las cecas de los Omeyas y los fatimíes? El País de los Negros está muy lejos.
—Las caravanas lo llevan a las ciudades en el borde del Sahara, al sur de aquí.
—Sí —repuso Álvaro, pensativo—. El Sur.