9

Un sobresalto en la noche

Tuvo sueños perturbadores, interrumpidos a menudo por los chirridos de los saltamontes. Sobrevino la mañana, la primera llamada a la oración, las abluciones… Se lavó entera, enjugándose senos y muslos con el aire solemne del que ejecuta una ceremonia. Al terminar rehuyó las miradas de las esclavas. De buena gana se habría escondido en uno de los agujeros en los que vivían las ratas. Pero Jamil siempre estaba con ella y con al-Asayy, y se ocupó de que Aslam supiera dónde encontrarlos cuando llegó la hora.

—Te acostumbrarás enseguida, querida —le dijo su primo antes de que el guardián se la llevase—. Al principio te encuentras con la multitud y parece que vayan a despedazarte, como lobos buscando gallinas, o gatos que al ver un ratón se preparan para saltar. Pero luego te das cuenta de que, en realidad, tienes poder sobre ellos. Estarán pendientes de tus palabras, y aunque no te entiendan te escucharán como si bebieran agua fresca de un manantial.

Dihya se cubrió la faz con un velo. Tenía la frente perlada de sudor y una sensación de angustia anudándole las tripas. Jamil hizo que saliera por una puerta trasera que apenas se utilizaba. Y luego se encontró sola en el callejón polvoriento, entre las ruinosas edificaciones construidas contra el muro del palacio.

«Qué diría mi madre si me viera hoy —pensó—. Dichosa ella, que únicamente conoció las emociones relacionadas con el cuidado de los hijos y la preparación de las grandes fiestas. A mí Dios me ha castigado con una vida mucho menos apacible. Una vida desdichada».

Cada paso que daba hacía que aumentase su nerviosismo. Se cruzó con algunas personas y agachó la cabeza para pasar desapercibida. Aslam le había recomendado que aguardase hasta encontrar un público suficientemente numeroso. No tenía sentido desperdiciar su actuación si la cantidad de espectadores era demasiado reducida.

Era día de mercado, de modo que la plaza del zoco estaba prácticamente llena. Ella caminó decidida hacia los transeúntes, y en cuanto dio con un espacio despejado se arrodilló apretando su rostro contra el suelo. Permaneció completamente inmóvil durante unos minutos, sintiendo que la curiosidad de la multitud se arremolinaba en torno a ella como olas golpeando un arrecife. Varios hombres se habían acercado para asistirla, creyendo que estaba enferma, pero entonces ella separó los labios resecos y comenzó a hablar:

—Gloria a Dios, que manifiesta su gracia por medio de sus elegidos, aquellos que le glorifican revelando la verdad y probando la infamia de los que intentan negarla. Y felices vosotros, que habéis acogido a su enviado. He venido a contaros que en medio de la noche ha descendido sobre mí una luz y me han sido reveladas cosas prodigiosas. Pronto recuperaréis la libertad y se restablecerá la verdadera fe. Los ritos proscritos serán restaurados y volveremos a pedir al cielo bendiciones sobre los dos primeros califas, a los que los fatimíes, Dios los destruya, han hecho maldecir. Habrá de nuevo procesiones con estandartes y tambores, y los hombres serán tratados como iguales y nadie será más que nadie. Todos tendréis suficiente para vivir holgadamente y la victoria os acompañará cada vez que vuestros enemigos traten de perjudicaros, porque el Altísimo velará por los creyentes y los protegerá de cualquier mal. Pero a quien escuche a su enviado y no responda positivamente, Dios lo arrojará de cabeza a los fuegos del Infierno.

Dihya hablaba convulsivamente, a medida que recordaba las frases que Aslam había hecho que se aprendiera de memoria. Sin embargo su voz resonaba en las tapias de las construcciones rodeando la plaza. Era una voz perturbada, con un matiz histérico, como si estuviese aún estremecida por las revelaciones de las que había sido objeto. Los ciudadanos venían corriendo, los vendedores abandonaban sus puestos, se apresuraban desde sus campamentos los curiosos llegados a Dar al-hijra en las últimas semanas para oír a al-Asayy. Apareció una madre con su bebé en brazos, al que habían interrumpido mientras mamaba. Los espectadores se apiñaban frente a Dihya, retenidos por un temor sagrado que les impedía acercarse más, se encaramaban a los muros y a los puestos, los más alejados, para vislumbrar lo que estaba sucediendo. Ella, con los brazos extendidos y mirando hacia arriba, como si recibiera de lo alto sus instrucciones, continuaba explicando las maravillas que había contemplado y que en breve estarían al alcance de los puros de corazón. Habló de las ciudades santas de oriente, de la recuperación de la Piedra Negra, de las siete murallas y las ocho puertas del Paraíso, y de los exquisitos manjares y los deliciosos néctares que los fieles podrían beber sin emborracharse nunca. Solamente dejó de hablar cuando le falló la voz. Haber estado tanto tiempo de pie acentuaba su cojera; poco faltó para que se cayese al tratar de irse, súbitamente asustada por aquella aglomeración de gente. Una mano ruda la sostuvo en el momento oportuno. Y luego oyó a Aslam, que se había acercado al zoco pretendiendo haberse enterado a la vez que los demás de la presencia de la profetisa:

—En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Un ángel te ha llevado hasta aquí, muchacha. Sé fuerte, porque tus plegarias han sido atendidas. Ahora mismo vendrás con nosotros para reunirte con el Mahdi.

Dihya temblaba como un animal acosado. De repente sintió que la levantaban en el aire; Jamil la había cogido en brazos.

La multitud estaba tan apretada que no parecía ni que una brizna de paja pudiese pasar entre ellos, pero se abrió un camino para que transitara el grupo. Docenas de manos se alzaban para tocarla y la punta de sus dedos rozó a Dihya sin parar hasta que salieron de la plaza. Después los asistentes a la actuación de la joven se dispusieron a seguirlos. El murmullo arrancaba ecos de las paredes, elevándose por encima de las casas y atrayendo a la calle a más curiosos. Cuando alcanzaron la entrada del palacio, casi toda la ciudad se había concentrado tras ellos. Entre tanto al-Asayy había salido a recibir a Dihya, dando muestras de estar muy contento.

—Yo os digo que esta mujer es una verdadera profetisa, que ha alcanzado la profecía gracias a la purificación espiritual —exclamó—. ¡Ay de quien lo niegue, maldito sea por siempre! ¡Así desaparezca su linaje hasta la raíz y no quede ninguna huella de su presencia en este mundo!

Entraron en el palacio mientras los guardias contenían al gentío. Y en cuanto se cerraron las grandes puertas y se debilitó aquel murmullo ensordecedor, Jamil depositó bruscamente a Dihya en el suelo, Aslam separó las manos que hasta ese momento llevaba unidas en un gesto piadoso y los miembros de los Banu Asafu que se limpiaban las uñas con las puntas de sus cuchillos en el amplio vestíbulo miraron a la joven con un desdén que contrastaba con el entusiasmo de los infelices agolpados afuera.

—Bien, ya está —dijo Aslam—. A partir de ahora los dos os repartiréis el trabajo.

Dihya fue rápidamente a sentarse. Le dolía mucho la pierna. Pero no se quitó el velo; sentía que necesitaba incluso aquella mínima protección. No le gustaban las miradas despectivas de los guardias. Parecía que se hubiese esfumado el poco respecto que antes les inspiraba.

«Solo hago lo que me ordenan. ¿Qué derecho tenéis a censurarme por ello?».

Aslam se sentó junto a ella, masajeándose las rodillas, que también empezaban a acusar el ajetreo de las pasadas semanas.

—¿Cómo es que no se han dado cuenta de que soy la misma que entró en la ciudad montada en un asno? —preguntó Dihya al anciano.

—No se fijaron en ti entonces. Y los que se fijaran te habrán olvidado. —Aslam la examinaba con atención, pensativo, y comentó de improviso—: Quizás habría que cortarte el pelo para que tuvieses un aspecto más austero…

—¡No! —chilló Dihya, poniéndose en pie y huyendo a su cuarto.

Al-Asayy ya estaba dentro, agachado sobre algo. Se sobresaltó con el ruido, pero al reconocer a su prima continuó tranquilamente con lo que estaba haciendo.

—¿Qué te sucede?

—Aslam quiere cortarme el pelo —contestó ella, indignada—. Quiere desfigurarme. ¿No le basta con hacerme vestir harapos?

—Es evidente que nuestra belleza no es su prioridad. Todo lo contrario: cuanto más feos parezcamos, más satisfecho está. Tengo miedo de que algún día se le ocurra cortarme una oreja o sacarme el ojo sano para que mi fealdad sea insuperable.

—No te extrañe.

Se aproximó para ver lo que estaba haciendo su primo. Había extendido dos paños en un rincón, uno cubierto de cuerpecillos resecos, contraídos, y otro en el que echaba los desperdicios de los que ya se había comido o iba a comerse.

—¿Qué es eso?

—¿Quieres uno? He aprovechado que hoy estaban pendientes de ti para recogerlos del tejado.

Dihya ya había reparado en que su primo colocaba trampas para atrapar los cigarrones que revoloteaban presuntuosamente por el interior del palacio, rechazando los esfuerzos de los esclavos para expulsarlos, pero nunca se habría imaginado que al-Asayy los capturase con la intención de comérselos.

—Los recubro con la poca sal que consigo robar de las cocinas y luego los pongo a secar al sol. Mentiría si dijese que los encuentro sabrosos, pero tengo tantísima hambre que me comería una piedra si antes pudiese echarle una pizca de cilantro por encima.

Al-Asayy le tendió una langosta que había limpiado previamente, arrancándole las alas y las patas, y el olor hizo que se le despertase el apetito. Dihya compartía la dieta de gachas aguadas que tenía que seguir su primo y últimamente notaba que sus pómulos y sus clavículas estaban emergiendo en su piel como escollos volviéndose visibles al retirarse la marea.

El sabor era oleoso y detestable, y Dihya hizo una mueca de asco tras dar el primer mordisco. Se comió la mitad de la langosta y devolvió la mitad restante a al-Asayy, que se la tragó sin pestañear.

—Para mí no es tan terrible, querida. Tú estás habituada a alimentos más selectos, sin embargo yo llevo años teniendo que recurrir a tenderos tramposos, porque no tenía dinero suficiente para tratar con los honrados. Por lo menos confío en que después de comer tanto queso fabricado con cualquier residuo asqueroso y tanta carne empapada en vinagre para que no se note que está echada a perder me habré vuelto inmune a los venenos.

Una sombra se interpuso entre ellos y el poeta se apresuró a ocultar los cigarrones con su cuerpo. Al darse la vuelta comprobaron que se trataba de Álvaro. Llevaba puesta la armadura de cuero y sus nudillos estaban despellejados, como si hubiera estado dándole puñetazos a una pared.

—¿Ya has recogido tus saltamontes? —preguntó con tono seco.

—¿Cómo sabes que los cazo?

—Te he visto. —Álvaro señaló con el pulgar a los guardias que jugaban a los dados en el patio—. Esos serían incapaces de descubrir una ballena en un charco, pero yo procuro estar más atento.

Metió la mano con cuidado en su escarcela.

—Tomad. Los guardaba para después de la cena, pero sospecho que los necesitáis más que yo.

Había sacado unos higos. Dihya y al-Asayy se los introdujeron en la boca con avidez. Se habían llenado tanto los carrillos que apenas eran capaces de masticar; el jugo les corría a chorros por la barbilla. Luego el poeta escupió las pepitas con disimulo en una grieta del suelo. La barbilla se la limpió con una de las mangas de sayal.

—Una mancha más no llamará la atención —murmuró.

Los delgados labios de Álvaro se fruncieron en una sonrisa desganada al oírle.

—Será mejor que te prepares —dijo—. Hay montones de desgraciados ahí fuera esperándote. Mujeres estériles, ciegos, paralíticos, tullidos… no falta de nada. Y todos cuentan con que hagas un milagro con ellos.

—¡Que el Todopoderoso tenga misericordia de mí! ¿Milagros dices?

—Aunque yo de ti me llevaría a un par de guardias para que te protejan —continuó Álvaro sin hacer caso a la interrupción—, por si acaso. Aslam ha sacado hace un rato el agua con la que se lavó tu hermana al amanecer, asegurando que tiene poderes curativos, y tanta gente quería beber un trago que se ha producido un tumulto con varios heridos.

Dihya sintió que se ruborizaba. Su cara y su cuello habían cambiado de color, le ardían las mejillas. Tratando de recuperar la compostura, balbuceó:

—¿El agua? ¿El agua con la que me lavé hoy?

—Tal vez sea un agua distinta —admitió Álvaro—. La cuestión es que los trucos de Aslam están funcionando muy bien. Quizás demasiado bien. Tendríamos que empezar a tener cuidado con lo que hacemos. Los infelices que te esperan, por ejemplo. ¿Para qué los necesitamos? ¿Qué objeto tiene atraerlos? Entre todos los que han afluido a la ciudad para seguirte no habré encontrado a más de cuarenta hombres a los que merezca la pena entrenar en el uso de las armas. Difícilmente crearemos un ejército que pueda derrotar a los generales fatimíes con epilépticos y mujeres histéricas. Hay que atraer a las tribus guerreras para que se pongan a tu servicio, no a tullidos.

—A los Banu Asafu no les agradará que vengan otras tribus a disputarles sus privilegios.

—Que les jodan a los Banu Asafu. —Álvaro había comprobado previamente que ningún miembro del clan estuviera lo suficientemente cerca para escucharle—. Aslam gobierna sus asuntos, pero el encargado de conducir al ejército soy yo, y con los Banu Asafu no tenemos bastante, ni aunque consigan convencer de una maldita vez a sus parientes nómadas para que se reúnan con ellos.

Dicho esto, Álvaro dio media vuelta y echó a andar lejos del ruinoso cuarto. Dihya se apresuró a seguirle con el pretexto de inspeccionar sus nudillos.

—¿Qué os ha sucedido? —preguntó, cogiéndole la mano—. ¿Quién os ha hecho daño?

—Es un simple rasguño —dijo Álvaro, azorado por la reacción de Dihya—. Por la mañana atacamos una torre en poder de los fatimíes y cometí el error de pegarle un puñetazo a un soldado que tenía la mandíbula dura como el pedernal.

—De mi marido aprendí que incluso un simple rasguño puede resultar peligroso. ¿Queréis que os cure?

—No, no. No es preciso. Ahora iba a lavarme.

—Hacedlo, sí, sin perder un instante. —Dihya se puso de puntillas un instante para susurrar en el oído del cristiano—: ¿Habéis meditado acerca de lo que os pedí?

—Sí. Yo… —Álvaro buscó las palabras adecuadas antes de menear tristemente la cabeza—. Lo siento. Aunque os proporcionase los medios para escapar, fracasaríais con total seguridad. Aslam y los Banu Asafu os perseguirán sin tregua y no hay dónde ir. Los puertos de la costa están muy lejos y me han contado que adentrarse en el desierto sin un guía familiarizado con el territorio significa una muerte segura.

—¿Y a oriente? ¿Qairuán?

—Los fatimíes ejecutarán a tu hermano en cuanto averigüen quién es. Será inútil que proclame su inocencia; le acusarán igualmente de herejía.

«No hay escapatoria, pues —pensó ella—. Tendremos que continuar moviendo los labios mientras un ventrílocuo habla por nosotros».

—Pero hay una solución, quizá. —Álvaro bajó la voz todavía más, de modo que Dihya tuvo que concentrar toda su atención en él para entender lo que decía—. Yo dirigiré el ejército y tu hermano dirigirá a las masas. Incluso si lo que hace en realidad es divulgar los discursos de otra persona, las gentes no lo saben. Cuando llegue una ocasión favorable, si colaboramos los dos, es posible que consigamos que las cosas sean como ambos queremos y no como quiere Aslam.

Ella iba a contestar, sin embargo Álvaro le indicó que no dijera nada.

—Ya hablaremos. Aún es pronto para actuar.

Dihya asintió. Se alejó unos pasos… y le entraron ganas de regresar corriendo junto a Álvaro cuando reparó en que los guardias habían dejado de jugar a los dados y la estaban mirando insistentemente. Uno de ellos hizo un gesto como si bebiera agua y luego se humedeció los labios sacando mucho la lengua. Los demás rieron a carcajadas y Aslam, que pasaba por su lado, lanzó un bufido de desaprobación.

—Animales —gruñó—. Estoy rodeado de animales. Peores que los lobos.

Había venido a buscar a al-Asayy para que atendiera a los suplicantes que, como les comentó Álvaro, hacían cola para que ser curados de sus enfermedades. Al anciano funcionario se le había ocurrido obtener algo de beneficio de la situación y cada uno de ellos guardaba en un puño cerrado la moneda de cobre con la que pretendía comprar su salud. La mayor parte eran personas de aspecto normal, agotadas por una enfermedad que se había convertido en algo tan consustancial a ellos como su sombra, si bien había en la fila auténticos monstruos que parecían proceder de una edad olvidada, escondidos de la curiosidad ajena hasta que la promesa de la curación los hizo volver a exponerse a la luz del día.

Ocuparse de los enfermos ocupó al poeta la tarde entera mientras Dihya, desde la atalaya, aguardaba fascinada a que apareciera el siguiente prodigio para que al-Asayy le devolviera la humanidad perdida. Los había que en lugar de brazos exhibían unos apéndices diminutos, como si aquellas partes de su cuerpo no se hubieran desarrollado más desde la lactancia, o que tenían la espalda y los hombros ocupados por horribles abscesos, o que llevaban colgando del costado a sus hermanos, como copias deformes de ellos mismos. Y, finalmente, le tocó el turno a un hombre con una cabeza enorme, ligeramente cónica, sin cabellos, sin cejas, sin barba, blanco como la cal, y que hablaba en una lengua tan extraña que todos supusieron que venía de una caverna secreta en las montañas, única vía de acceso a un reino subterráneo fundado por uno de los primeros profetas.

Al-Asayy estaba muy fatigado cuando terminó. Comió sus gachas en silencio, lo cual era raro en él, y solo después de lamer los grumos adheridos a la escudilla tuvo en cuenta a Dihya.

—¿A cuántos estimas que he curado?

—No lo sé.

—A ninguno. Exactamente a ninguno. Y sin embargo me alababan como si los hubiese sanado del primero al último. Por Dios, el que tenía los brazos iguales que los de un bebé llegó a jurar que notaba cómo ya le estaban creciendo. —Al-Asayy apartó la escudilla disgustado—. ¿Qué les ocurre? ¿Qué demonios les ocurre?

—Les ocurre que quieren creer. Necesitan creer. Y creen.

—No sé si estoy asombrado o asustado, o las dos cosas a un tiempo —dijo el poeta—. Prefiero no pensar en ello. Y lo más sorprendente es que tengo la sensación de que empiezo a hacerlo bien. ¿Entiendes? Ya no me limito a repetir con mayor o menor fidelidad aquello que me dicta Aslam. A veces digo y hago lo que me parece. Y con buenos resultados. Esta tarde olvidé por un momento las frases que me había preparado Aslam y tuve que improvisar una: «Soy como el arca de Noé, fuera de mí no hay salvación». Y les ha impresionado, ¿entiendes? Les ha impresionado.

Dihya desestimó comunicar en el acto a su primo el contenido de su conversación con el cristiano. Estaba demasiado nervioso; era preferible dejarlo para el día siguiente, no fuese a tomar una decisión precipitada.

—¿Podrías conseguirme un trozo de pergamino? —preguntó en cambio.

—¿Un trozo de pergamino? ¿Para qué?

—Lo quiero, simplemente. ¿Me lo puedes conseguir o no?

—Puedo robárselo al viejo cuando esté distraído. Tiene tantos que no notará la falta. Pero tendrá que ser mañana. Ahora mismo me caigo de cansancio.

Se tumbaron en las esteras. El viento susurraba contra los podridos aleros del edificio y en el exterior se mezclaban los maullidos de los gatos y las plegarias de los enfermos que soñaban con su curación. Era una noche tranquila. Al-Asayy se durmió enseguida y su respiración suave y rítmica supuso el último empujón que necesitaba Dihya para quedarse también dormida.

De repente despertó. El cuarto estaba totalmente a oscuras, en silencio. Ni siquiera penetraba en el mismo la luz desvaída de la luna a través de los boquetes del techo, como de costumbre.

«¿Habré oído algo?», se preguntó.

Tenía dificultades para dormir desde la noche en la que murieron su marido y su hijo. Las pesadillas eran frecuentes y salía de ellas exhausta, jadeante, como si hubiera estado luchando para mantenerse a flote en aguas turbulentas. Pero en esta ocasión no recordaba haber tenido ninguna pesadilla.

Oyó un ruido cercano. Y antes de que pudiese incorporarse para escudriñar las tinieblas una mano encallecida le tapó la boca. Alguien la sujetó por los tobillos, alguien por la cintura. Volvieron a elevarla en el aire, igual que cuando Jamil se la llevó del zoco.

Sintió que se la llevaban corriendo y pensó horrorizada que así debía sentirse una gallina atrapada por un zorro. Trataba de chillar, pero la mano presionaba su boca con tanta fuerza que no brotaba ni un gemido. Buscó un rostro que arañar, dando manotazos en el aire, hasta que un codazo en el estómago hizo que se quedase sin respiración. Luego, después de haber sido llevada en volandas por pasillos desconocidos y salas desiertas, fue arrojada al suelo.

Estaba en una parte del palacio que no conocía, una que se encontraba aún en peor estado que el resto. Un polvo grisáceo que se elevaba formando nubes lánguidas tras cada movimiento de los pies recubría trozos de madera podrida, tejas rotas, vasijas hechas añicos, jirones de tela. Y las inevitables siluetas de las langostas saltando de un lado a otro, más parecidas a ginn que nunca.

Dihya intentó ponerse en pie, huir. Recibió una patada en las costillas y uno de los hombres dijo:

—Tápale los ojos, no sea que nos reconozca.

Utilizaron uno de los jirones de tela a modo de venda. Un segundo jirón, más consistente, ató sus muñecas entre sí. La tendieron sobre la espalda y ella juntó instintivamente las rodillas. Como había temido, inmediatamente la agarraron por los muslos para separárselos a la fuerza.

«Gracias a las añagazas de al-Asayy pude evitar que me forzasen los soldados Omeyas en Badajoz —pensó Dihya, desesperada—. ¿Y va a ocurrirme aquí, donde me vigila un guardián día y noche?».

Una de sus patadas dio en el blanco y el hombre retrocedió blasfemando. El revés posterior hizo que su boca se llenase de sabor a sangre. Notó el filo de un cuchillo en la garganta, frío, letal y se quedó quieta. Las lágrimas le escocían en las mejillas como si fueran vinagre.

—No llegamos a tiempo de beber del balde que sacó Aslam —comentó el hombre que había hablado antes—. Así que vamos a beber de la fuente.

Sonidos de ropas tiradas por ahí sin ningún cuidado, risas ahogadas, el inicio de una discusión acerca de quién iba a ser el primero. Y el peso de un cuerpo que se apretaba contra el suyo mientras un aliento cálido le rozaba la oreja.

—Debes estar harta de acostarte con tu hermano, profetisa. Te gustará el cambio. Ya lo verás.

Unos dedos tanteaban entre sus piernas, como gusanos buscando el camino, hasta que al hombre se le escapó un grito. El cuchillo dejó de temblar contra su garganta y se retiró el peso que aplastaba a Dihya contra los guijarros del suelo.

Se levantó de un salto, pero al enredarse con los harapos que tenía enroscados en torno a los pies volvió a caer. Ignoró el dolor, vistiéndose como pudo antes de levantarse de nuevo. La tela que le ataba las muñecas se había desgarrado durante la caída; con un fuerte tirón consiguió arrancarse asimismo la venda para ver lo que sucedía.

Un hombre estaba arrodillado vomitando, a la par que se agarraba la nuca como si fuesen a escapársele por ella los sesos. Los otros dos estaban persiguiendo a un tercero que saltaba ágilmente sobre los escombros. Llevaba una piedra en la mano, pero era su única defensa frente a los puñales de los que pretendían acorralarle.

—Párate, cabrón —mascullaban—. Párate para que podamos destriparte.

Una quinta sombra apareció de improviso. Y una sexta. Empuñaban lanzas y corrían hacia los dos hombres. Uno trató de revolverse y se dio cuenta demasiado tarde de que su puñal resultaba tan inadecuado frente a las lanzas como la piedra de su presa lo era frente a los puñales. No tuvo la oportunidad de rendirse. La lanzada le atravesó el estómago cuando iba a hacerlo y después se estremeció brevemente y murió. Su compañero ni siquiera consideró la posibilidad de ayudarle; salió por una grieta en el muro y se esfumó sin mirar atrás.

—¿Estás bien? —preguntó el que llevaba la piedra, acercándose. Ella reconoció a al-Asayy, todavía resoplando a causa de la emoción.

Dihya solo acertó a asentir. Los portadores de las lanzas estaban pegando al hombre arrodillado sin prestar atención a sus lamentos. Hubo un chisporroteo en el exterior del recinto y las sombras se agitaron locamente sobre el ondulado pavimento y las paredes. Un guardia entró con una antorcha y su luz titilante reveló todo lo que estaba velado, como si los presentes, incluida ella misma, se quitasen las máscaras de penumbra que ocultaban sus identidades. El soldado de rodillas era el que se había lamido los labios y los hombres que le zarandeaban eran Jamil y Álvaro. Y detrás de la antorcha, con los ojos irritados por el humo, se tambaleaba Aslam, su expresión de sorpresa deformada grotescamente por aquel resplandor anaranjado.

—En el nombre de Dios, esto no puede ser —musitaba—. No puede ser.

—Pues ha podido ser —replicó con tono airado al-Asayy. Caminó hacia el guardia muerto y le pateó en la cara—: ¿A quién han destripado hoy, eh? ¿A quién?

Aslam miraba a Dihya de una forma que ella juzgó acusadora. No pensó lo que hacía, simplemente cruzó la estancia en un segundo para abofetear al anciano.

—No te atrevas ni a pensarlo —graznó entre dientes. Aún estaba llorando, pero aguardó a que Aslam retrocediera para secarse las lágrimas.

—Es culpa tuya —intervino al-Asayy para justificar la reacción de su prima—. No has impuesto el orden ni la disciplina, y tu forma de tratarnos ha provocado que tus guardias no nos tengan respeto.

—Pero estabais protegidos —protestó Aslam—. Yo me he encargado de eso…

—¿Protegidos? ¡Ja! —se mofó el poeta—. Si yo no tuviera el sueño ligero ni me hubiera levantado para dar la voz de alarma, estos tres miserables habrían conseguido sin problemas lo que se proponían. Y he tenido que ser yo también el que los interrumpiese, arriesgando mi vida.

Alzó la piedra, que a la luz chisporroteante de la antorcha mostraba una mancha oscura de sangre y pelo entremezclados.

—Hay que dar un escarmiento —dijo Jamil. Parecía confundido. Le habían encargado vigilar a la pareja, pero solamente ahora se le ocurría que era igualmente responsable de su seguridad.

—Sí, no hay más remedio —convino Aslam, haciendo un esfuerzo por aparentar serenidad—. Ese ya está muerto. Puesto que hay suficientes testigos del delito, el otro tendrá que pagar una indemnización a la mujer. Yo decidiré cuál es el importe adecuado.

Al-Asayy negó vigorosamente con la cabeza.

—¿Indemnización? —exclamó. Había una inesperada dureza en su mirada—. Tienen que comenzar a respetarnos a mi hermana y a mí, y hacerle pagar una indemnización no bastará para lograrlo. Hace falta un castigo peor, mucho peor. Expulsadle sin armas ni dinero, de modo que conozca la pobreza y esté indefenso, pero antes cortadle la hombría y enseñádsela a los demás. Para que aprendan.