8

Pequeños triunfos

Los copos de nieve eran demasiado frágiles para durar. Al cerrarse las nubes se volvían invisibles; únicamente con el brillo del sol, asomándose por un precario desgarrón, se apreciaba la nieve arremolinada en el aire. En la tierra endurecida por el frío los copos dibujaban círculos diminutos, oscuros, que desaparecían en un instante.

Álvaro le arrancó la capucha a un cadáver para limpiar su espada. La lanza estaba rota, pero apenas lo lamentó. No era aquella la lanza que le habían entregado al unirse al bando de los hafsuníes, ni era aquella la espada que Samuel le regaló cuando celebraba una de sus últimas victorias. Había perdido esas armas tiempo atrás y no volvió a encariñarse con ninguna de las que obtuvo o compró después. Las trataba como a vulgares herramientas. Cuando se estropeaban las reemplazaba. Sin más.

Echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca. Notó un leve frescor en la lengua. Al cerrar la boca seguía teniendo sed. Caminó hacia el pozo en el centro del patio. Había otro cadáver echado sobre el brocal de piedra y Álvaro lo apartó empujando con el pie. El agua era más dulce que la de Dar al-hijra, sin embargo el sabor del segundo sorbo le pareció detestable. Miró dentro. Era imposible ver si había caído un animal al pozo. Soltó el cubo, que se precipitó a la sombra perpetua de abajo, esfumándose con un chapoteo.

Ibrahim estaba tan manchado de sangre como él. La principal diferencia entre ellos era que Álvaro deambulaba sin dirección por la fortaleza, solo, mientras Ibrahim fanfarroneaba delante de sus amigos. Ya habían comenzado a cortar cabezas. Las izaban en picas que apoyaban luego en los muros, muy juntas, como gavillas de una lúgubre cosecha.

—Entraremos en la ciudad llevando estas picas —dijo Ibrahim—. Para que puedan apreciar desde lejos que Dios nos ha concedido la victoria.

Álvaro se mantuvo callado. De alguna forma, la exaltación que experimentaba tras los combates en su juventud, y que le impedía dormir durante los días siguientes, se había transformado con el paso de los años en una desazón de la que cada vez le costaba más trabajo librarse.

—¿La incendiamos?

—Es una buena fortaleza. Sólida. Sería una lástima derruirla. —Álvaro señaló a los soldados que arramblaban con los ganados y acémilas desatendidos—. Apostemos aquí algunos hombres. Un tercio de las tropas será suficiente.

—De acuerdo.

Ibrahim iba ya a avisar a sus contríbulos cuando Álvaro le detuvo. Escogió personalmente a los soldados que formarían la guarnición, con cuidado de que el número de berberiscos no superase el de los guardias leales a Aslam.

«No intentes apropiarte de la victoria, muchacho —pensó, divertido por la expresión contrariada del joven—. Ya sé que te agradaría acaparar los beneficios de esta algarada y que fueran solamente para los Banu Asafu, pero de momento tendrás que compartirlos».

No había sido una gran victoria en cualquier caso. Al menos, no una victoria de la que Álvaro se sintiera orgulloso. Habían cabalgado a paso vivo durante la noche para coger desprevenidos a los defensores de la fortaleza. Los sorprendieron en calma y descuido, con la puerta entreabierta, pues era casi la hora en la que sacaban el ganado a los campos. Los que no murieron al principio salieron de la fortaleza despavoridos para dispersarse por las montañas vecinas. Varios de ellos, apresados al poco tiempo de huir, aguardaban en el patio a que se decidiera su destino.

—¿Por qué no ha venido tu padre con nosotros? —preguntó Álvaro a Ibrahim.

—Está enfermo. Le ha sentado mal algo que comió.

—Eso es lo que nos ha dicho. Pero, ¿por qué no ha venido?

Ibrahim le dedicó una sonrisa maliciosa.

—¿Cuánto hace que no ves luchar a mi padre?

—No lo sé. Tal vez veinte años.

—¿Y luchaba bien?

—Era fuerte. No excesivamente rápido, pero fuerte. Si acertaba a un hombre con el sable le hundía la hoja hasta el hueso.

—Cuenta muchas historias de aquella época y siempre que las oigo me pregunto si serán verdad —dijo Ibrahim meneando la cabeza—. Cuesta creerlo, teniendo en cuenta lo perezoso que se ha vuelto. ¿Cabalgar toda la noche? Que Dios le perdone, la simple posibilidad debió ser lo que le ha hecho enfermar. Sin embargo resulta peligroso cuando se enfurece. Sigue siendo un hombre fuerte. Una vez agarró por el cuello a un comerciante que trataba de engañarle vendiéndole trigo mezclado con huesos de sepia y lo estranguló antes de que nadie pudiera evitarlo.

—Al-Makhtum tendrá que intentar volver a ser como era antes, en la medida de lo posible —replicó Álvaro con el ceño fruncido—. No esperará quedarse tranquilamente sentado mientras nosotros le llevamos el botín allá donde esté.

—Quizás sí que lo espere.

«Me temo que va a sufrir una amarga decepción».

Se acercó a los prisioneros. El guardia que los vigilaba estaba afilando su espada, embotada durante la escaramuza, pero Álvaro estaba harto de sangre. Mandó que los ataran entre sí y a una de las mulas que habían capturado.

—Nos retrasarán —protestó el guardia.

—¿Y qué más da? ¿Quién va a perseguirnos?

Se frotó los ojos. Necesitaba dormir. Pero había demasiado trabajo que hacer. Y le vendría bien aumentar la mano de obra con la que contaba. Reparar las fortificaciones de Dar al-hijra estaba resultando ser una tarea más difícil de lo que había previsto en principio. Los restos de los antiguos muros estaban en muy mal estado y no servían como soporte de los nuevos lienzos; había que demolerlo todo y empezar desde cero. En cuanto a las torres, estaban peligrosamente inclinadas y Álvaro dudaba entre reforzarlas en la base o demolerlas igualmente. Los quinientos dinares de Aslam estaban a punto de terminarse, sin embargo las reparaciones requerirían otra semana completa en el mejor de los casos. Al menos los prisioneros iban a trabajar gratis.

La nieve polvorienta seguía cayendo sobre las murallas y el patio del castillo conquistado, en silencio, desvaneciéndose sin dejar huella. Al fondo el cielo iba despejándose de nubes y un sol pálido iluminó el paisaje. El valle era pequeño, como pequeña era la fortaleza que lo custodiaba y que ellos habían tomado sin gloria. Un arroyo lo atravesaba, cruzando los campos envueltos en un sopor gris, como un gran lago cubierto por la niebla. Y en el lago, modestas, las velas blancas de las aldeas.

«Habrá, ahí abajo, alguien que mientras trabaja mire hacia arriba y se sienta tranquilo creyendo que el castillo garantiza su seguridad y la de su familia —pensó Álvaro—. Comerá, reirá, incluso se irá a dormir despreocupadamente, ignorando que de la noche a la mañana el castillo ha cambiado de dueños y de significado: Antes significaba protección. Ahora significa amenaza».

O quizás ya estuviesen enterados y se estremecieran de ansiedad en sus viviendas, como cuando oían repicar al granizo en sus sembrados. Puede que algunos de los soldados fugitivos hubieran escogido refugiarse en el valle en lugar de ir a las montañas. Puede que los pueblos del valle estuvieran encogidos, expectantes, sus habitantes escondidos tras puertas y ventanas cerradas, preguntándose cuáles serían las intenciones de sus nuevos amos.

Álvaro avisó a un mensajero al que habían sorprendido en la fortaleza. Le hirieron durante el asalto, pese a estar desarmado, y caminaba agarrotado por la aprensión, sujetándose el brazo herido con el sano.

—¿Quieres vivir?

El hombre se arrodilló en el suelo mientras sus labios chasqueaban «aman, aman», continua, irreflexivamente, como un grillo frotando sus élitros.

—Eres mensajero, ¿verdad?

Asintió. Tenía los ojos enrojecidos llenos de legañas. Tantas que Álvaro se extrañó de que viese con normalidad.

—Ve al valle de abajo y luego a los demás valles que controla esta fortaleza. Diles que deben alegrarse porque hemos expulsado a los vasallos de los fatimíes y desde hoy pueden practicar su religión en libertad. Convénceles de que no tienen nada que temer, ¿de acuerdo? Si lo consigues recibirás una recompensa, pero si me engañas o intentas escapar te perseguiré con mi caballo, que es tan rápido como un halcón, y te mataré.

Hizo que le entregasen al mensajero unos higos secos y agua para el camino. Iba descalzo, y sus pies, habituados a la aspereza de las sierras, parecían las pezuñas de una bestia mítica.

—Dios te dé paz —dijo al marcharse.

Al salir de la fortaleza el hombre pasó junto a Ibrahim, que acarició el pomo de su espada como si fuese a atravesarle con ella en cuanto le diera la espalda. Luego ocultó un bostezo con el dorso de la mano.

—¿También le has perdonado la vida a ese?

—La noticia llegará a los valles de una forma u otra. Es preferible que la extendamos nosotros mismos para que los pobladores escuchen la versión que más nos conviene.

—Si no fuera porque tu voz es diferente pensaría que estaba escuchando a Aslam —rio el joven—. Es la típica idea que se le ocurriría a él.

«No estaría mal que se me ocurrieran frecuentemente ideas dignas de Aslam —pensó Álvaro—. Si pudiera sumar su inteligencia a mi capacidad para la guerra el resultado sería temible».

Miró más allá de los sembradíos del valle hacia las montañas cubiertas de nieve, despidiendo un blanco fulgor. Aquel era solamente el último de los mensajeros que enviaban a recorrer los caminos. Durante la última semana Aslam había despachado una veintena para que llevasen a los precarios príncipes de la región las mismas promesas de poder que sirvieron para obtener el apoyo de los Banu Asafu. El anciano funcionario había escogido con cautela a los receptores de las cartas, después de haberse informado como había podido acerca de quién era quién entre sus vecinos. Tribus debilitadas, nostálgicas de tiempos mejores, que a veces eran simples imaginaciones suyas o recuerdos falseados, molestas por diversos motivos con los fatimíes. Estos ejercían su jurisdicción en la zona a través de una cantidad enorme de intermediarios y lugartenientes: gobernantes locales a los que se les permitía conservar sus privilegios siempre y cuando aceptasen reconocer la soberanía del califa al-Mahdi. Los fatimíes solo intervenían en persona cuando su influencia en el Magreb se veía gravemente amenazada; el resto del tiempo preparaban la conquista de Egipto, que obsesionaba al califa chiíta. Y Aslam pensaba volver en contra suya esta obsesión, arrebatándoles a sus vasallos y derrotando a los que no pudieran ser convencidos mientras estaban ocupados tratando de expandirse hacia las ciudades santas del Islam. Aunque los fatimíes pretendieran más tarde neutralizar la traición de Musa ibn Abi’l-’Afiya y volver a hacerse con el control de Fez, les resultaría imposible hacerlo: la sublevación iniciada por Aslam se interpondría entre Musa y ellos.

El éxito de aquel plan, no obstante, dependía tanto de las dotes de Álvaro como de las estratagemas imaginadas por el antiguo bibliotecario del Alcázar. Había leído las descripciones de incontables batallas, pero su experiencia directa de la violencia se condensaba en las ejecuciones presenciadas en la Musara de Córdoba. Si él guiaba a las tropas el desastre sería inevitable; hacía falta alguien experimentado que fuera el jefe militar de la sublevación, del mismo modo que Aslam sería su jefe político y al-Asayy la máscara detrás de la que ambos se ocultarían. Álvaro era el encargado de cumplir con dicha función, si bien tenía sus propios planes, que diferían de los de Aslam. Hasta entonces sus deseos de vengarse de los Omeyas se habían resuelto en unos proyectos fantásticos, absurdos, con los que se contentaba igual que el hambriento, a falta de pan blanco, se conforma con el rojo. Pero todo esto había cambiado al desvelarse cuáles eran las aspiraciones de Aslam y cuál la parte cuyo cumplimiento era responsabilidad de Álvaro. Se veía ya comandando un vasto ejército, adueñándose de extensos territorios, obteniendo los medios, en suma, con los que convertirse en un enemigo de Abd al-Rahman III tan peligroso o más que los fatimíes.

«Si yo me encargo de conducir a los soldados en las batallas, su lealtad estará de mi lado —reflexionó—. A un guerrero no le gusta seguir a un jefe que nunca se mancha las manos de sangre ni expone su vida. Podré quitarle el liderazgo a Aslam con facilidad. Y después quizá me convenga reconocer a al-Mahdi para obtener el apoyo de los fatimíes. No tengo ningún interés en luchar con ellos, es a Abd al-Rahman a quien quiero hacer daño».

Sonrió ante la posibilidad de convertirse en un émulo de Ibn Hafsun, luchando contra los Omeyas desde el Norte de África, tal vez haciendo realidad su pretensión de crear un reino en el que las víctimas del régimen omeyí fueran bienvenidas. Incluso si al final era derrotado, como lo había sido su mentor, el hecho de ocasionarle un serio quebradero de cabeza a Abd al-Rahman III haría que mereciese la pena.

—¿Han reunido los hombres el botín? —inquirió, postergando aquellos pensamientos embriagadores.

—El que hemos hallado en la fortaleza —respondió Ibrahim—. Aún tenemos que saquear los poblados del valle.

—No saquearemos el valle —repuso Álvaro—. Somos libertadores, no invasores, ¿recuerdas?

—Continúas hablando como Aslam.

—Y tú continúas hablando como un vulgar salteador. Supuse que eras más ambicioso.

Un espasmo de cólera atravesó la cara de Ibrahim. Pero enseguida sus facciones se relajaron, como si le fuera imposible estar enfadado más de unos pocos segundos seguidos. Álvaro tenía la impresión de que era demasiado consciente del efecto que causaba en sus hechuras el buen humor del que solía hacer gala. Al sonreír era su cuerpo entero, la boca, los ojos, los hombros, los que transmitían su salvaje alegría. Que se tratase de una alegría verdadera o simulada, una forma de encubrir ciertas deficiencias de su carácter, era una cuestión diferente, y Álvaro no había encontrado todavía una respuesta que le satisficiera. Sin embargo le complacía combatir junto a Ibrahim y admiraba el coraje del joven, pese a que albergara recelos acerca de su fidelidad y se esforzase constantemente por ponerla a prueba. Cuando cargaba contra un adversario su grito de guerra era: «¡Soy de los Banu Asafu!», y al oírle gritar Álvaro experimentaba siempre un leve reparo, temiendo que aquella muestra de orgullo tribal constituyese un signo de la debilidad del vínculo que le unía a la causa de Aslam.

—Tengo mucho que aprender —admitió Ibrahim—. Estoy seguro de que me enseñaréis a ser una persona sensata.

«¿Hablará en broma o en serio?», dudó Álvaro. A diferencia de lo que sucedía con su padre, el joven dominaba el arte de decir lo contrario de lo que realmente pensaba sin que se notase.

Distribuyó algunas dádivas entre los guerreros que se habían distinguido en la escaramuza para que estuviesen satisfechos y organizó el regreso. Las acémilas no podían llevar todo el botín y hubo que abandonar el cuarto de menor valor. Ibrahim insistió en llevar consigo dos sacos llenos de cabezas, aparte de las que iban ensartadas en las picas, que sus contríbulos alzaban como si fuesen los estandartes de su clan.

—Las clavaremos en estacas en torno a la ciudad. Servirán para que los espías que pretendan fisgonear en Dar al-hijra se asusten y den media vuelta.

—¿Dónde has aprendido esos métodos? No creo que Aslam te los haya enseñado. Le disgustan las matanzas.

—Ya me he fijado. Es melindroso como una virgen —dijo Ibrahim—. Esos métodos, y otros peores, los aprendí de los propios fatimíes y sus servidores cuando vivía en Qairuán.

—¿Has vivido en Qairuán?

—Mi padre me envió allí cuando tenía dieciséis años. Tenía esperanzas de que yo me integrara en la corte fatimí y llegase a recibir del califa al-Mahdi el encargo de dirigir sus expediciones militares. No sucedió, por supuesto. Por aquel entonces el califa ya había comenzado a promover a más y más eslavos, que tienen fama de ser excepcionalmente leales a sus dueños, en detrimento de los bereberes que le apoyaron al principio de su reinado. Y entre los bereberes, los jefes Kutama eran los preferidos a la hora de recibir cargos y prebendas. Procediendo de un clan pequeño, que para colmo es Zanata y jariyí, no me hicieron el menor caso. Ni siquiera me permitieron residir en la nueva capital, al-Mahdiyya, y tuve que conformarme con una miserable casita y un par de astrosos esclavos en la antigua: Qairuán.

—¿Pudiste conocer a al-Mahdi?

—Sí, una vez, poco antes de volver con mi padre. —Ibrahim sacudió la cabeza y suspiró—. No he visto a un hombre menos impresionante en mi vida, en modo alguno lo que uno esperaría de un califa. ¿Sabes que era un comerciante, un vendedor de telas? Desde luego parece un mercader que se haya enriquecido de repente, nada más. No ha participado ni en una sola de las campañas que han emprendido sus ejércitos y lo único milagroso que observé en su persona es que consiguiera convencer a tantos musulmanes de que es el mesías que devolverá la unidad al Islam. Hay quien duda hasta de que sea un descendiente del Profeta. Los propagandistas de los fatimíes lo afirman sin cesar, pero evitan cuidadosamente detallar la genealogía del califa, como si temieran que los naqib revisen los registros para verificarla y descubran que es falsa. En realidad, me atrevería a decir que al-Mahdi es tan farsante como nuestro al-Asayy.

—Sin embargo después de tu vuelta continuasteis aliados con ellos.

—A nosotros no nos importaba que al-Mahdi sea un farsante. Nos importaba lo que él pudiera concedernos. ¿Crees que estábamos ligados a los fatimíes por algo más que el interés? Por Dios, si somos jariyíes. Los fatimíes me parecen unos blasfemos, y bastante intolerantes con los que no aceptan sus blasfemias, por cierto. —El aire de cinismo burlón que normalmente exhibía Ibrahim fue reemplazado por una repentina seriedad—. ¿No luchabas tú por Ibn Hafsun? Mi padre lucha por los Banu Asafu. Quien le ayude será su aliado. Quien le estorbe será su enemigo. Así ha sido siempre en mi familia y así seguirá siendo. Para prosperar escogimos asentarnos en lugar de ser nómadas, lo cual es una rareza en la tribu de Ifran, a la que pertenecemos, dentro de la gran confederación de los Zanata. Pero asentándonos tampoco alcanzamos la estabilidad: continuamente hemos probado maneras de progresar, y si no resultaban exitosas las desechábamos para probar otras. Mis antepasados, que Dios refresque sus rostros, eran marineros. Mi padre fue el último de esa estirpe y el primero de los que han abjurado del mar. Los fatimíes fueron un medio para lograr sus objetivos, como ahora lo es Aslam. Eso es lo que le importa.

«Así pues, entregáis vuestra lealtad al mejor postor, sin otras consideraciones. Habrá que tenerlo en cuenta».

Ibrahim decidió cambiar de tema, tal vez porque era consciente de haber hablado en exceso. El paisaje estaba en calma. El viento mecía suavemente los árboles y la hierba desprendía un destello plateado bajo la luz del sol. Los copos de nieve bailaban en el aire como pálidos insectos, empujados hacia un destino desconocido. El frío se había intensificado y Álvaro sentía que le penetraba hasta los huesos, sin que las ropas que llevaba puestas pudieran defenderle de su gélido abrazo.

—Se antoja difícil creer que al otro lado de la cordillera los vientos son abrasadores, ¿verdad?

Álvaro estuvo de acuerdo. A medida que descendían por el camino de la fortaleza cambiaba su perspectiva de las montañas, y el blanco deslumbrante de sus cimas parecía desmentir la existencia de otros lugares más allá, como si en aquellas cumbres el mundo encontrara su término y su comienzo.

—Dios misericordioso ha puesto ahí las montañas para que detengan los vientos y la arena, permitiendo que la vida sea agradable en esta parte —prosiguió Ibrahim—. Lo asombroso es que haya quien rechace esa bendición de Dios y prefiera vivir en el lado equivocado de la cordillera.

—Te refieres a tus parientes, supongo.

—Sí. La mayoría de los integrantes de mi clan aún son nómadas y viven en el desierto, algunos muy cerca de Sijilmasa.

—¿Es tan rica como se cuenta? —preguntó Álvaro, picada su curiosidad.

—Mis parientes dicen que sí, pero yo desconfío de ellos: de cada cuatro palabras que pronuncian, tres son mentira y la cuarta una estupidez. Un día tengo que ir a comprobarlo por mí mismo.

«Y yo».

La vuelta sería tranquila, en absoluto semejante a la presurosa cabalgada nocturna. Pensó en el recibimiento de Aslam, que se emocionaba con cualquier pequeña victoria como un chiquillo al que se le ofrece un dulce. Y pensó en los hermosos ojos de Dihya, suplicándole una ayuda que él no estaba dispuesto a prestarle por el momento.

«Podría facilitar su huida, pero no la de al-Asayy. El viejo removería cielo y tierra para encontrarle y entre tanto acabaría por averiguar que he sido yo el que le ha ayudado a huir. Además, para qué engañarme. Yo también le necesito. Aslam no es el único que planea utilizarle».