7

El lugar del exilio

Año 932 d. C. Febrero

Los sonidos de la ciudad: los chasquidos de los cigarrones superpuestos a los ocasionales chirridos de otros insectos. Cinco veces al día el muecín llamaba al adhan, desgañitándose para hacerse oír. Y entonces los saltamontes redoblaban sus esfuerzos, como si respondieran al desafío. En contados momentos los insectos parecían detenerse para recobrar el aliento y ruidos inesperados ocupaban los intersticios. Los habitantes de la ciudad callaban, asombrados por aquella interrupción de un sonido que para ellos era tan familiar y constante como el latir de sus corazones. Pero en una ocasión el silencio de los cigarrones precedió su elevación de la tierra para unirse a las nubes de langosta que llegaban entonces, procedentes del sur, arrojando una sombra tan espesa que pareció que se había producido un eclipse de sol.

Aslam, siempre atento, salió del palacio para proclamar que aquella oscuridad en mitad del día era una señal de descontento divino, molesto porque los creyentes no hubieran recuperado todavía la Piedra Negra. Al oírle una mujer se desmayó repentinamente. Otra aseguró que no volvería a reír hasta que la Piedra Negra hubiera sido restituida a La Meca. La mayoría preguntaba cómo se podía apaciguar al Altísimo, y a estos les respondía el anciano señalando las profundidades del palacio.

—Ahí dentro está el que ha de salvaros —exclamaba—. El descendiente del Profeta que disipará el error y restaurará la verdadera religión.

Había enviado guardias a algunas de las semiarruinadas torres para que vigilasen el paso de las nubes de langosta. Cuando comprobaron que el horizonte clareaba fueron a llamar a al-Asayy para que saliese al exterior, de modo que su aparición coincidiese con el alejamiento de las últimas langostas y el retorno de la luz. Levantó la mano para saludar, intimidado por la muchedumbre que se había congregado delante del palacio. No solamente estaban allí los vecinos que quedaban en la ciudad, sino también un número considerable de curiosos procedentes de otros pueblos y los Banu Asafu que vinieron con Álvaro.

Dentro de los muros del palacio batieron tambores, y una voz que aparentaba proceder de los cielos gritó: «Escuchadle, porque este es mi enviado». Inmediatamente se desencadenó la locura. Las gentes se tiraban al suelo, lloraban, confesaban sus pecados arrancándose los cabellos, mientras Aslam continuaba dirigiéndose a la multitud desde la decrépita cerca a la que se había encaramado. Un guardia agarró por la cintura al poeta y le hizo regresar a la fuerza al interior. No era conveniente que le vieran más, por el momento.

Dihya se había subido a la atalaya que los esclavos habían construido aprovechando el encuentro de dos muros todavía en buen estado. Una simple plataforma de madera, de reducidas dimensiones, que coronaba las ruinas del palacio como un sucio bonete. Le gustaba subir cuando nadie la vigilaba; era una forma de escapar de la atmósfera opresiva del palacio, impregnada de vejez y de humedad, como si sus paredes conservasen el mismo aire de año en año sin que lo renovara ninguna corriente, a pesar de estar llenas de boquetes y grietas. Pero bajó enseguida cuando su primo volvió a entrar en el edificio. Su aspecto era de profunda turbación. Sin duda le había cogido por sorpresa la cantidad de partidarios que Aslam había logrado reunir en poco tiempo.

—¿Has visto eso? —le preguntó al-Asayy, su ojo visible parpadeando a causa de la emoción o del miedo—. ¿Les has visto aclamarme?

—Sí, lo he visto.

—Jamás me había ocurrido nada semejante —balbuceó el poeta—. Jamás. Una multitud de gente llamándome, aclamándome… La cabeza me daba vueltas, las manos me temblaban; no sabía dónde mirar para tranquilizarme.

—¿Te ha impresionado esa minucia? —intervino Jamil, que había llegado a la sala poco después que Dihya—. Aslam acaba de contarles que tienes cien mil seguidores en Siria y en Irak esperando que los avises para acudir aquí. Difícilmente hubieras conseguido tantos admiradores con tus versos, ¿eh?

—¿Y la voz? ¿No la has escuchado?

—¿Escucharla? —Jamil esbozó una sonrisa irónica—. Era mi voz, idiota. Hay un rincón bajo el tejado con una pequeña saetera; parece diseñado a propósito para que un arquero pueda matar a traición desde ahí a quien le plazca. Yo estoy acostumbrado a mandar a las tropas en las batallas contra los infieles. Solo tuve que acercar la boca a la saetera y gritar con fuerza, como si ordenase cargar a la caballería.

«Aslam es hábil —reconoció Dihya a su pesar—. Lo tiene todo pensado para sacarle el máximo provecho a las oportunidades».

Continuó el jaleo durante un rato, y aún duraba cuando Aslam se cansó y fue a reunirse con el resto. Tenía las piernas acalambradas por el esfuerzo de sostenerse en pie sobre la cerca y apenas podía hablar, todo lo más emitir unos jadeos que sus interlocutores conseguían descifrar a duras penas.

—Os dije que sería fácil engañarlos —resolló—. Con las ideas que se me están ocurriendo haremos que venga tanta gente a postrarse ante ti que no los podrá contener el más ancho espacio.

—¿Todavía más? —se alarmó Al-Asayy.

—¿Y tu amigo? —Ahora Aslam se dirigía a Álvaro—. ¿Qué opina?

—A ti no te ha matado y a mí no me ha obligado a huir. Así que supongo que le gusta tu plan.

—Quisiera negociar con él inmediatamente, pero primero necesito hacer gargarismos con agua de miel y descansar. De momento convéncele para que aguarde hasta que yo me recupere. Y luego coge quinientos dinares de los sacos y reúne por lo menos a un centenar de obreros. Hay que fortificar la ciudad, por si acaso. Quizá no nos quedemos más que unas semanas o quizá tengamos que resistir aquí el primer asalto de los fatimíes. Compra hierro y encarga herramientas a los herreros, si es que hay alguno que aún practique el oficio en estos parajes. Encontrarás piedra en abundancia entre las ruinas; aprovéchala. En siete días la ciudad tiene que estar preparada para soportar un ataque decidido.

—Harán falta más de quinientos dinares.

—Coge quinientos y procura que sean suficientes. No podemos empezar a gastar y gastar sin medida. ¿Te figuras cuánto dinero en sobornos le ha costado la defección de Musa ibn Abi’l-’Afiya a la hacienda califal? El chambelán aprobó mi plan precisamente porque le prometí que el coste sería mínimo. Pasada la primera inversión, que tampoco puede ser muy grande, nuestros ingresos procederán de lo que nosotros mismos seamos capaces de generar.

El anciano se puso la mano en la garganta. Era evidente que cada palabra que pronunciaba le hacía daño.

—En cuanto a ti —Aslam volvía a girarse hacia al-Asayy—, mantente oculto. Cuando te vean, que sea rezando. Tienen que verte rezar de noche y de día. No basta con que nosotros digamos que eres un hombre admirablemente piadoso: has de parecerlo.

—Parecerlo lo parezco, desde luego —resopló el poeta—. Con los harapos que llevo puestos solamente se puede pasar por un asceta o por un mendigo.

Aslam hizo un gesto indicando que ya no estaba en condiciones de hablar más. Con sus últimas reservas de voz encargó a los esclavos que cogiesen algunos arcones de buena apariencia, los llenasen de piedras y los cerrasen con todo cuidado. Luego se retiró a descansar. Parecía frágil y encogido, como un pollo a medio desplumar. Su avanzada edad, que normalmente disimulaba gracias a sus modales enérgicos, quedaba ahora al descubierto igual que un antiguo fresco tras resquebrajarse el yeso que lo mantenía oculto.

Al-Asayy y Dihya se retiraron a su habitación. El tabique delantero se había deshecho en un montón de escombros tiempo atrás y de la puerta no perduraba ni una marca en el suelo para indicar dónde solía estar. Cualquier hombre que caminase por delante podía ver lo que hacían o escuchar lo que decían, de modo que los primos se habían acostumbrado a hablar en susurros, a veces cubriéndose la boca con la mano. Pero era imposible esconderse de las miradas y a cada momento Dihya se sentía asediada por el interés de los guardias, que la contemplaban con descaro, sin hacer el menor caso a las amenazas de Jamil.

—Hasta hoy pensaba que ese viejo se había vuelto loco —dijo al-Asayy, sentándose en su estera—. Y yo fingía atenderle como se finge con los locos furiosos, por miedo a que nos agredan si les llevamos la contraria. Sin embargo empiezo a pensar que es el ancho mundo el que está loco y no él, porque de lo contrario encuentro inexplicable lo que hoy ha sucedido.

—Pues yo lo encuentro muy comprensible. ¿No te fijaste en las gentes? —El poeta tuvo que reconocer que no. Estaba demasiado alterado para fijarse en nada—. Si te hubieras fijado habrías advertido que viven en la miseria. Están acobardados, faltos de dirección; Dios sabe cuántos golpes habrán recibido a lo largo de las generaciones. Y de pronto llegan unos visitantes y les traen una esperanza nueva. ¿Cómo no van a recibirla con los brazos abiertos? Recuerda las últimas semanas en Badajoz, cuando el asedio tocaba a su fin. Recuerda la alegría de los vecinos cada vez que alguien, basándose en un absurdo rumor, aseguraba que la salvación estaba cerca.

—Sí, sí, es verdad, pero lo importante es… si Aslam está en lo cierto, si es posible hacer creer a estos infelices que yo seré su libertador, podría convertirme en su soberano. Podría convertirme incluso en emir. ¿Te lo imaginas?

—No caigas en falsas ilusiones —repuso Dihya—. Aslam nos está utilizando. No seas como aquel asno que creía que las gentes le vitoreaban a él, cuando en realidad vitoreaban al héroe que iba montado en su lomo.

—Espera, esa historia te la conté yo —protestó el poeta.

—Bien, da igual quién me la contase. La cuestión es que no cometas el error de comportarte como el asno de la historia.

—Hay una diferencia. Aquel asno era un estúpido, pero yo tengo cierta inteligencia. No demasiada; jamás he presumido de ser un sabio. Mis reflexiones más certeras se las he robado a otros, es verdad, igual que mis mejores versos son copias retocadas de obras orientales. Y sin embargo no carezco de astucia. Aslam me utiliza a mí para alcanzar sus fines. ¿No podría utilizarle yo para alcanzar los míos?

—¿Y cuáles son?

—Me conformaría con vivir sin penurias. ¿Tú no? Las faltas que pudiéramos cometer ya las hemos expiado con creces. Tal vez sea hora de volver a degustar los placeres terrenales.

—Los placeres de la vida son efímeros —dijo ella—. Solo los ignorantes pueden dar valor al mundo: hay que preparar la vida futura y temer a Dios.

—Entonces todos los soberanos son unos ignorantes, porque no conozco a ninguno que renuncie voluntariamente a sus palacios, sus concubinas y sus efebos para irse a vivir a una cueva.

—Y bien que los castiga Dios por ello, haciendo que sean despojados de cuanto tienen cuando descuidan sus obligaciones por entregarse de lleno a los placeres. —Dihya le apuntó con el dedo—. Y a ti también te castigará por colaborar con una herejía.

—Espero, querida prima, que sea el mismo castigo que recibió al-Yilliqí. Él, que fue un libertino sin freno, reside en Córdoba y el califa le trata afablemente. Y nosotros, que habíamos cometido algunos pecadillos, porque un pobre no puede pecar mucho ni queriendo, sufrimos todas las calamidades.

Dihya bajó la cabeza. Prefería no pensar en lo que le había sucedido en Badajoz, pese a que aquel dolor nunca se apartaba de ella, como un veneno que le quemaba las entrañas y que no conseguía vomitar.

—Fue la voluntad de Dios —murmuró, sin atreverse a confesar que la devoción de la que hacía gala últimamente era una manera de encubrir que había perdido gran parte de su fe aquella noche, cuando sus plegarias fueron ignoradas una tras otra.

—Tranquilízate, prima —dijo el poeta, poniendo una mano en su mejilla—. Hablaba por hablar. ¿Qué sé yo lo que me espera? Nada bueno, probablemente.

—Sería mejor escapar. Aún estamos a tiempo.

—Imposible. ¿De dónde sacamos los caballos y las provisiones? Andando no íbamos a llegar muy lejos.

«Ibn Daisam continúa mostrándose amable conmigo. Puede que acepte ayudarnos si yo se lo pido».

Ambos se callaron. Un criado descalzo había entrado en el cuarto para llevarles la comida. Al-Asayy miró con incredulidad las gachas que le servían y gruñó enfadado:

—Creo que te equivocas. Las gallinas están en el patio de ahí atrás.

—Ya me lo han dicho.

—Pues ya que estás enterado de dónde las guardan, llévale este pienso a ellas y a mí tráeme comida de hombre.

—Aslam ha ordenado que te preparemos estos platos a partir de ahora.

—Le habrás escuchado mal y entendido peor. —Al-Asayy removió las gachas mientras reclamaba la atención de su prima—. Fíjate. Estoy seguro de que no le han añadido carne ni grasa a la harina, ni siquiera sebo. Solamente han teñido la harina con agua de almagra para que parezca que han usado caldo de carne, como acostumbran a hacer los tenderos deshonestos.

El criado se encogió de hombros.

—Yo hago lo que me dicen.

Cuando salió del cuarto, el poeta cogió el plato como si fuese a tirarlo contra una pared. Dihya, que sospechaba que no les traerían nada más de comer aunque se negaran a tomarse las gachas, se lo quitó de las manos.

—No te quejes tanto. Hemos comido cosas peores —dijo.

—Sí, pero no después de que me aclamen cientos de personas.

—Eso te indica el valor que realmente tienen sus aclamaciones.

Un viento frío procedente de las montañas del Atlas les mantuvo en vela durante las primeras horas de la noche. Los dos tiraban de las puntas de sus mantas para cubrirse más eficazmente, pero eran demasiado cortas y estaban apolilladas. Pese a que se habían barrido las estancias del palacio y arrancado las zarzas que crecían en las grietas del pavimento, el techo continuaba ausente en la mayor parte de las habitaciones y sus ocupantes parecían estar a un tiempo dentro de un edificio y al raso. Cuando por fin se durmieron empezó a llover y tuvieron que acurrucarse en un rincón con algo de tejado por encima, tan juntos que Dihya se sintió incómoda a causa de la conducta inapropiada de su primo.

Por la mañana estaban cansados, igual que combatientes que llevasen toda la noche peleando con un enemigo infatigable. El desayuno consistió en unas gachas muy claras, similares a las del día anterior, mezcladas con una hierba que les daba un tono amarillento. Esta vez al-Asayy no se quejó, ni tampoco lo hizo cuando Jamil le forzó a salir fuera a rezar a la vista de los seguidores acampados enfrente del palacio. En cambio avanzó a grandes zancadas hacia Aslam en cuanto le vio dejar su cuarto, el único en el edificio que tenía el techo intacto y contaba con un brasero.

—¿Estas van a ser mis recompensas por cumplir tus instrucciones? —exclamó—. ¿Gachas aguadas y noches a la intemperie?

—Tu dieta no tiene nada que ver con recompensas o castigos —replicó el funcionario, que había recuperado casi por completo la voz—. Para conseguir el apoyo del populacho tendrás que llevar una vida ruda y tener una apariencia humilde. Cuanto más humilde mejor.

—Y humilde pareceré, desde luego, cuando no tenga más que la piel encima de los huesos.

—Excelente, tu delgadez enternecerá a la chusma —ironizó Aslam—. Hemos dedicado mucho tiempo y esfuerzo a hablar de ti a las gentes para aumentar sus ganas de conocerte y escuchar tus predicaciones, y ahora tendrás que ajustarte a lo que hemos contado. Aquí predominan las creencias propias de los jariyies, una secta oriental que ha echado raíces entre los bereberes. Postulan la igualdad de los musulmanes, sin atender a su origen, y proclaman el deber de los creyentes de nombrar como líder de la comunidad al mejor y más piadoso musulmán. Y para convencerles tendrás que simular que lo eres, haciendo los sacrificios que sean necesarios.

«¿Mi pobre primo el más piadoso de los musulmanes? —se maravilló Dihya—. Si Aslam consigue hacerles creer eso, podrá hacerles creer cualquier cosa».

Notó que los guardias se ponían en tensión. Un grupo de hombres armados estaba entrando en aquel momento en el palacio, sorteando los fragmentos de mampostería y los charcos diseminados por el suelo, aunque los guardias se tranquilizaron al descubrir que Álvaro caminaba al lado del que parecía ser su jefe.

—Sepárate un poco —le pidió Aslam a Dihya—. A ti ya te presentaremos luego. Por cierto, ¿has hecho los ejercicios que te recomendé?

—Los he hecho, pero me siento ridícula practicándolos.

—Que Dios me ampare, ¿es que nadie va a obedecerme sin rechistar? —se lamentó el anciano—. Tú practica los ejercicios y memoriza los textos que te entregué, y no te preocupes de sentirte ridícula.

El jefe que llegaba tenía un aire ligeramente siniestro, con su nariz aplastada y un párpado ligeramente caído, como dos señales indiscutibles de su rudeza. Los hombres tras él avanzaban en un bárbaro desorden, deteniéndose apenas veían algo que les llamase la atención para, inmediatamente después, reunirse con sus compañeros con tal celeridad que a veces chocaban con ellos. Se detuvieron a tres pasos de Aslam. Álvaro se apartó ligeramente, quizá para indicar que allí dentro su lealtad pertenecía a Aslam y no a su viejo amigo. También Jamil tomó posiciones y Dihya comenzó a temer que pudiera producirse un enfrentamiento.

—¿Es él? —preguntó el jefe de los recién llegados. Señalaba al poeta con el dedo extendido y expresión irritada, como si estuviera harto de que le tomasen el pelo.

—Sí, al-Makhtum.

El hombre adelantó su corpachón otro paso y sujetó al poeta por la mandíbula. Este se quedó paralizado; no movió una ceja ni le retembló una pestaña. Al-Makhtum le inspeccionaba cuidadosamente, igual que un comprador indeciso meditando la adquisición de un caballo.

—Dicen que si miras a un enfermo con el ojo que hay bajo la venda, sus enfermedades o sus heridas se curan al instante.

Álvaro carraspeó suavemente antes de explicar:

—No hay ningún ojo bajo la venda.

—Es igual. Habrá un hueco. —Hizo un amago de coger su propio ojo izquierdo para sacárselo de la órbita mientras hacía un ruido con la boca.

Aslam se volvió extrañado hacia Jamil y Álvaro.

—Ese rumor no lo he esparcido yo —murmuró.

—Habrá surgido espontáneamente —contestó el cristiano.

La respuesta pareció desazonar a Aslam. Había definido su plan hasta el último detalle; no debía gustarle que aparecieran elementos imprevistos.

—Quítate la venda —ordenó de repente al-Makhtum—. Vamos. Quítatela.

El poeta vaciló en un principio. Luego, al comprobar que nadie se oponía a la petición y faltándole el valor para negarse, se la quitó con un gesto crispado.

La exclamación de Dihya despertó pequeños ecos en la estancia. Algunos de los presentes prefirieron agachar la cabeza. Otros, sin embargo, se inclinaban hacia adelante, espoleados por una curiosidad morbosa. La cara del poeta parecía interrumpirse en el medio, como si el día y la noche se alternaran a ambos lados de un ecuador que separase las dos mitades. Una maraña de cicatrices se extendía por la parte recién descubierta y el espectador, sin querer, se sentía inclinado a seguirlas, recorriendo los vericuetos de aquella torturada geografía. Pero todas las miradas se detenían al llegar a la depresión coronada por unos pelos sueltos remedando una ceja. Ahí debía haber estado el ojo, pero la cavidad estaba vacía y marchita, igual que el lecho de un estanque seco. En cuanto a la boca, estaba fruncida en una mueca permanente de fastidio, ese extremo de los labios pálido y marchito, sobresaliendo como una larva adherida a la piel.

—Algo falla —apuntó con sorna un joven apuesto, situado justo detrás del jefe—. Tu nariz sigue estando aplastada. Y Tawril sigue resfriado; le oigo sorberse los mocos.

—No esperaba lo contrario —dijo al-Makhtum—. Solamente quería confirmar que en verdad estaba desfigurado.

—Y confirmado está —repuso el poeta, tratando de aparentar firmeza—. ¿Puedo ponerme otra vez la venda?

Aslam asintió. Al-Asayy se puso la mugrienta tela en su sitio con tanta rapidez que dio la impresión de que la visión de su rostro al completo había sido un breve espejismo.

«¿Qué le sucedería? —se preguntó Dihya, sobrecogida por la revelación— es aún peor de lo que me había imaginado».

—Ya he visto a tu predicador —le espetó al-Makhtum a Aslam—. Ahora quiero ver tu dinero.

El funcionario llamó a los esclavos para que sacasen los baúles del sótano en el que los guardaba. Eran los mismos baúles que habían llenado de piedras hasta el borde el día anterior y por ello los desplazaban con dificultad, bufando a causa del esfuerzo. Depositaron con delicadeza los cofres en el suelo, dejando escapar suspiros de alivio, junto con una bolsa de arpillera que era el único recipiente que estaba repleto de monedas de oro y plata. Aslam abrió la bolsa para que se distinguiera bien el contenido y a continuación señaló los baúles diciendo:

—Sería demasiado fatigoso abrirlos para volver a cerrarlos después. Como verás, están atados con todo cuidado para que no se puedan abrir con facilidad. Pero puesto que contienen lo mismo que hay en esta bolsa, podrás hacerte una idea de los fondos de los que disponemos. Y no es más que el inicio. Con la ayuda de Dios misericordioso, el Príncipe de los Creyentes enviará mucho más a aquellos que acaten su autoridad.

Un destello de codicia iluminó los ojos de al-Makhtum. También sus acompañantes comenzaron a mesarse las barbas, pasmados por la perspectiva de conseguir riquezas sin número. El caudillo bereber se adelantó para meter la mano en la bolsa; la sacó cargada de dinares que fue mordiendo uno por uno. Luego sonrió ampliamente a los Banu Asafu que iban con él.

—Es oro auténtico, de primera calidad. No lo hay mejor en Sijilmasa ni en Gadamés.

La mención de dos de las ciudades caravaneras más importantes del África causó un efecto inmediato. Todo el mundo se quedó rígido, conteniendo el aliento, hasta que la sonrisa de al-Makhtum se extendió como un incendio. Aunque no se había mencionado todavía de forma explícita, era evidente que los Banu Asafu aceptaban pasarse al campo enemigo, y para refrendarlo al-Makhtum y su hijo sacudieron jovialmente los hombros de Aslam, al que le faltó poco para caerse al suelo cuando le soltaron.

—Hoy es un día grande —anunció, reponiéndose de la sacudida—. Los historiadores mencionarán esta fecha al relatar cómo llegó a su fin la tiranía de los fatimíes. Y para que no les quepa ninguna duda acerca de que el día de hoy inaugura una nueva época en el Magreb, utilicémoslo para cambiar el nombre de la ciudad que ha de ser el núcleo de nuestra rebelión. En lo sucesivo se llamará Dar al-hijra, «el lugar del exilio».

—¿Exilio? —preguntó Álvaro—. ¿Qué exilio?

—Es un nombre simbólico, idiota —gruñó el anciano—. Una evocación de la Hijra: el viaje del Profeta, sobre él sea la salvación, cuando abandonó la corrupción de La Meca para ir hasta Medina, donde fundó la primera comunidad de musulmanes. Además, hemos hecho circular la noticia de que nuestro predicador se ha visto obligado a emigrar desde el lejano Iraq. Por lo tanto es un exiliado, ¿no?

—Debo ser sonámbulo —murmuró en voz baja al-Asayy—. He hecho multitud de cosas sin darme ni cuenta.

Se dio la vuelta para regresar a su cuarto, aprovechando que se le excluía de las celebraciones. Caminaba encogido, arrastrando los pies, sintiéndose humillado por haber tenido que revelar su secreto más preciado. Dihya fue tras él, no sin antes dirigir una mirada de súplica a Álvaro, aunque no estaba segura de que hubiera llegado a su destino. Los rayos del sol de la mañana, penetrando a través de los mil agujeros del techo, se cruzaban en su camino; en su seno se agitaban las motas de un polvo centenario.

—Grandísimo hijo de mala mujer, que Dios le dé mal fin —jadeó el poeta en el momento en el que entraron en el cuarto. Le dio una patada a un montón de cascotes, que se deshicieron en un vapor blanco—. Bárbaro asqueroso, mono repugnante. Puerco cebado, apestando a estiércol. Por mi vida que he de hacer que se presente desnudo ante las gentes, para que se mofen de él en sus narices.

—Cálmate —dijo Dihya. Nunca había visto a su primo tan enfadado—. No hay nada que podamos hacer.

—¿No? —Y enseguida al-Asayy procedió a contestarse a sí mismo—: No. Tú tenías razón. Soy un asno. Y me han puesto un bocado que me hace sangrar al menor movimiento del jinete.

—Entonces estás de acuerdo conmigo en que es necesario que huyamos.

—No, sigo pensando que huir es imposible. Habrá que buscar otro medio para salvarnos.

Al-Asayy estuvo un minuto mencionando y descartando posibles cursos de acción mientras se aseguraba una vez más de que la venda estuviera perfectamente colocada. Tras concluir preguntó intrigado a Dihya:

—¿Qué ruido es ese?

Ambos giraron las cabezas buscando el origen del zumbido que crecía por momentos, cruzando las estancias como el soplo de viento repentino que anuncia la tempestad. Solo al ver el primero de los insectos posándose en el borde de la escupidera se dieron cuenta de cuál era la causa.

Las langostas estaban regresando al palacio.