6

Reencuentros

El hombre tenía la apariencia de un viejo jefe. Era todavía apuesto, pese a su avanzada edad, sentado sobre el pedregullo a la entrada de la casa. Aunque hacía calor no tenía pellejo para beber, ni cayado, y su turbante era tan blanco como si acabase de sumergirlo en cal.

—Busco a al-Makhtum —dijo Álvaro.

El hombre evaluó a Álvaro con la mirada. Luego se levantó con dificultad y entró en la casa. Unos minutos más tarde salió el hijo, idéntico al padre salvo por ser unos veinte años más joven. Tampoco le habló. Simplemente se puso las sandalias antes de echar a andar. Álvaro golpeó suavemente con los talones los ijares del caballo y se dispuso a seguirle.

En la orilla del río seco había cuevas excavadas, amuralladas con piedras colocadas de cualquier manera. Aún estaban ocupadas algunas de las cuevas, rostros oscuros asomados por encima de los precarios muros, alertados por el repicar de los cascos del caballo. Pero la mayor parte de los vecinos se habían marchado al nuevo emplazamiento. La principal, casi la única ventaja, era el mayor resguardo frente a las inundaciones, cuando las lluvias torrenciales revivían el río y este arrastraba hacia el mar todo lo que obstaculizara su avance. Casas de barro y chozas cubiertas de pieles de cabra componían el poblado. La mezquita, si la había, no se diferenciaba de las restantes construcciones.

La siguiente parada en la llanura era un palmeral que contrastaba con las áridas sierras alzadas a lo lejos como avanzadas del Atlas, cuyas cumbres cerraban el paisaje. Unas tapias bajas de arcilla dividían el terreno en sectores, agujereadas en la base para permitir el paso de los canalillos que llevaban agua a los árboles. Varios muchachos ataviados únicamente con unos zaragüelles trepaban por los troncos de las palmeras para insertar en sus partes femeninas unos brotes dorados, los penes de la palma.

Subieron por un camino en pendiente hasta la cima del montículo que dominaba el palmeral. Buena parte de su superficie estaba cubierta por un aduar improvisado: tiendas, camellos de rodillas y caballos sacudiendo la cabeza para librarse de las moscas. La cima, sin embargo, estaba ocupada por una casa alargada, con un grueso muro alrededor. El acompañante de Álvaro le dijo algo al esclavo que montaba guardia. Este palmeó la empuñadura de la espada, que era enorme, e hizo una seña al visitante para que le acompañara. El otro hombre dio la vuelta y se fue, sin haberle dicho ni una palabra a Álvaro, sin mirarle siquiera.

El esclavo le condujo a un patio interior. Se fue tras dejar a Álvaro resguardado en la sombra de una palmera. La figura que apareció poco después, enmarcada por el dintel de la puerta, era tan alta como la recordaba, si bien mucho más oronda.

—¿Ibn Daisam? —murmuró inseguro.

—Que las bendiciones de Dios sean contigo, Ali ibn Abi al- Makhtum —repuso Álvaro—. Sí, soy yo.

—Dios ha decretado que volvamos a reunimos —asintió él. Y enseguida dijo con los párpados entrecerrados—: No has cambiado nada.

«Tú sí», pensó Álvaro.

Habían transcurrido al menos quince años desde su último encuentro. Entonces al-Makhtum era joven y aguerrido, y soñaba con fundar un reino propio en al-Ándalus después de que Ibn Hafsun consiguiera derrocar la dinastía de los Omeyas. Después de la muerte de Ibn Hafsun dicho sueño fue reemplazado por la posibilidad de que los fatimíes encargaran a los Banu Asafu gobernar en su nombre la mitad oriental del reino de Nekor, el cual acababan de conquistar, pero cuando los hijos del soberano depuesto lograron expulsar de sus dominios a los fatimíes también esa aspiración se vio truncada. Los sucesivos fracasos no le habían sentado bien a al-Makhtum. Su rasgo más distintivo continuaba siendo la nariz que le habían aplastado cuando un barco omeya atacó el suyo cerca de la costa de Pechina. El resto de su fisonomía era menos imponente. Había engordado mucho y la negra barba no conseguía encubrir por completo la flaccidez del cuello. Desde el principio a Álvaro le pareció un hombre de humores cambiantes, capaz de oscilar en un instante del éxtasis a la desesperación, y al revés. La extraña tensión de su cuerpo le indicaba que era una característica que se había acentuado con los años.

Al-Makhtum le dio paso al interior de una habitación en penumbra. En la oscuridad se hallaban congregadas siete, ocho figuras, inmóviles o jugando con sus puñales. Él se sentó sobre un cojín desocupado, observando de reojo aquel lánguido baile de cuchillos. Quizá, si cometía un error al escoger sus palabras, si los que integraban la tribu de los Banu Asafu tenían presentes antiguas ofensas que Álvaro había olvidado ya, alguna de las hojas que destellaban débilmente al dar vueltas acabase rebanando su pescuezo.

«¿Por qué no encienden las malditas velas? Apenas puedo ver más allá de mis rodillas».

—Unos parientes han venido a pasar unos días conmigo, miembros de mi casa —dijo al-Makhtum. Unas cabezas se inclinaron en la penumbra—. Habrás visto sus tiendas ahí fuera.

Álvaro pronunció los saludos corteses de rigor, sin poder apreciar si era escuchado o no.

—¿Recibiste a mi mensajero?

—Sí. Él me informó de que vendrías. —Al-Makhtum hizo una pausa antes de dirigirse a sus parientes nómadas—: Ibn Daisam y yo navegamos juntos en la época en la que todavía me aventuraba en el mar. Hace tanto tiempo que me parece que fue otra persona quien lo hizo, Dios sea loado. Él luchó conmigo el día en el que me rompieron la nariz y sin su ayuda tengo por seguro que habría sufrido peores heridas que esta. Nos sorprendieron al caer la noche, por cada uno de los nuestros había dos contrarios, y sin embargo vencimos. —Movió la mano en el aire como si reviviera unos de los tajos que asestó durante la pelea—. Ibn Daisam y yo luchamos como leones acorralados y al final los marineros Omeyas tuvieron que huir para salvar la vida.

La escena que encontró Álvaro rebuscando en su memoria era algo distinta. Después de que les asaltaran el mar se había alborotado de repente. El agua cambió su color a un azul negruzco, magullado, y los marinos que les atacaban regresaron apresuradamente a su galera temiendo que un vaivén de la misma pudiera dejarlos aislados en una nave enemiga. Al girarse descubrió a Ali ibn Abi en cuclillas, cubriéndose con las manos las narices reventadas por un golpe, ignorando que aquel incidente le haría ganarse el sobrenombre por el que iba a ser conocido de ahí en adelante. Pero Álvaro se guardó para sí su versión de los hechos. Solo los muy imprudentes se atreven a contradecir a su anfitrión.

—Oí que los seguidores de Ibn Hafsun habían sido vencidos y desperdigados.

—Es cierto.

—¿Y has llegado hasta aquí escapando de la ira de Abd al-Rahman? Ha debido ser un largo viaje. Alégrate, sin embargo, porque has llegado a un buen destino. Puedes contar con la hospitalidad de los Banu Asafu. —El gesto de al-Makhtum parecía poner a su disposición la casa entera, el palmeral, incluso los familiares que escuchaban en silencio—. Quédate con nosotros. Aquí estarás a salvo.

—Dios os recompensará por vuestra bondad, Ali ibn Abi —dijo Álvaro.

Le incomodaban los familiares agazapados en la penumbra, mirándole sin pestañear mientras jugaban incesantemente con sus cuchillos, así que se inclinó para susurrar en la oreja de Al-Makhtum:

—¿Podríamos hablar a solas?

—De acuerdo —dijo su amigo después de una corta reflexión. Se disculpó ante sus familiares y juntos salieron al exterior y a la luz, que Álvaro sintió en sus pupilas como un bálsamo.

—Debes disculpar a mis parientes —dijo al-Makhtum—. Son gente sencilla que carece de modales. Vienen a mi casa y se comportan igual que en sus tiendas, en medio del desierto. No entienden la diferencia.

—Parecen aguerridos.

—Son unos bárbaros, que Dios los perdone. Unos salvajes. Estoy deseando que se vayan. —Al-Makhtum se rascó la nariz arruinada, brotando como un violáceo tubérculo en medio de su rostro—. Al menos el anuncio de tu visita me alegró el ánimo. Me hizo recordar una época feliz. Entonces yo creía poder ganar territorios para mi familia. Pero todas las promesas fueron incumplidas. Ya ni siquiera tenemos barcos, ni nos acercamos al mar por motivo alguno. Hemos tenido que volver a asentarnos en esta comarca, que es tan pobre que prácticamente nadie nos la disputa, y si Dios no lo remedia acabaremos retornando al desierto.

Señaló vagamente los camellos tumbados o atados, estirando nerviosos el cuello hacia las gavillas de hierba para forraje que los esclavos desataban a fin de alimentarlos.

—No parece que os haya beneficiado mucho la alianza con los fatimíes —dijo Álvaro, sorprendido por la miserable apariencia de la residencia de al-Makhtum.

«Ha sido una suerte que los espías Omeyas te hayan sobrevalorado —reflexionó—. Si Aslam hubiera sabido el estado en el que verdaderamente te encuentras, no habría mostrado ningún interés en atraerte para su causa ni se habría fijado en mí para ayudarle a conseguirlo».

—Nos benefició en un principio. Después los fatimíes comenzaron a dar preferencia a otras tribus y desde entonces se limitan a ofrecernos unas migajas de vez en cuando.

—Y pese a ello continúas siendo su aliado.

—Podría rebelarme —Al-Makhtum se encogió de hombros—, pero haciéndolo solo adelantaría la vuelta de mi clan al desierto. Los fatimíes son un mal enemigo. El califa al-Mahdi ha aniquilado todas las rebeliones que se han producido en sus dominios, y si esos rebeldes, que eran más fuertes que yo, terminaron perdiendo la cabeza y las orejas, ¿cuáles son mis posibilidades? No tengo mucho, pero no deseo renunciar a lo que tengo. Y aún deseo menos ver cómo mis parientes nómadas sonríen con desdén cuando les pida un sitio para mí y para mi familia entre sus apestosas tiendas.

—Lo que dices es sensato. Sin embargo, da gracias a Dios, porque puede que yo te traiga la solución para tus problemas.

Al-Makhtum frunció el ceño, escamado.

—¿Una solución?

Álvaro se relajó. Había lanzado el anzuelo, había sentido el tirón. Ahora se trataba de tirar suavemente hasta que tuviera el pescado a sus pies.

—No es cierto que haya escapado de la ira del Omeya. La verdad es ahora sirvo a sus órdenes.

—¿Tú al servicio del Omeya? Vaya sorpresa.

—El mundo ha cambiado en los años transcurridos desde que compartimos la cubierta de un barco por última vez. Y yo he cambiado con él.

«Y sería lo más lógico, desde luego. Pero no es verdad».

—Todos cambiamos. Incluso las sepulturas se desmoronan y los muertos se convierten en polvo, por voluntad de Dios. —Al-Makhtum hizo una pausa—. ¿Y cómo es entonces que has llegado hasta mi casa, si no es huyendo de Abd al-Rahman? Me halagaría pensar que has viajado desde al-Ándalus solo para saludarme y recordar conmigo los viejos tiempos, pero no soy tan ingenuo como para pensar que esa sea la causa.

—Es verdad, la causa es otra —confirmó Álvaro—. He venido acompañando a un alto funcionario de Abd al-Rahman, el cual, como sabrás, tiene intenciones de disputarle el Norte de África a los fatimíes. Y se me ha ocurrido que, puesto que estaba aquí, bien podía aprovechar la coyuntura para hacerle un favor a un amigo.

—Que Dios premie tus buenas intenciones. Pero, ¿de qué clase de favor se trata?

«Al-Makhtum siempre fue un hombre práctico. No tiene sentido que discutamos acerca de quién tiene más derecho a reclamar la dignidad de Califa y dirigir a los musulmanes. Debo espolear su codicia o su miedo… o las dos cosas a la vez».

—¿Te han informado ya de que Musa ibn Abi’l-’Afiya entró en la obediencia de Abd al-Rahman?

—No, no sabía nada.

—Pues es lo que acaba de suceder. Musa ha comprendido que obtendrá mayores beneficios abrazando la causa de los Omeyas que defendiendo la de los fatimíes. Lo mismo le sucedería a cualquiera que imite su ejemplo: Abd al-Rahman está dispuesto a proporcionar subsidios, aliento y ayuda a los jefes que se le sometan.

—¿Subsidios mayores que los que entregan los fatimíes?

—Desde luego. Además, acabas de decirme que de un tiempo a esta parte a vosotros solo os entregan migajas.

Al-Makhtum comenzó a manosearse la barba. Su mirada vagaba inquieta, como si respondiese a los cálculos que hacía en su cabeza.

—También te he dicho que es una locura enfrentarse a los fatimíes.

—Lo era, estando solo y sin recursos. La situación es muy distinta ahora, y por eso he querido prevenirte. Musa ibn Abi’l-’Afiya es ambicioso; pronto se lanzará a la ofensiva contra sus antiguos señores. Y tú debes preguntarte si te conviene más interponerte en su camino o colaborar con él y, por ende, con Abd al-Rahman. En Fez tuve la oportunidad de visitar el jardín que Musa ha dedicado a sus enemigos. ¿Sabías que conserva sus cráneos y hace crecer flores en ellos?

—He oído rumores —admitió su amigo—. Pensaba que eran habladurías sin fundamento, pero si tú las confirmas será que son verdad. De todas formas, Hamid, el primo de Musa, gobierna la ciudad de Tahert en nombre de los fatimíes y es igual de feroz que su primo. Cuando descubra la traición de Musa estallará una guerra civil entre los Miknasa.

—Y tú estarás en medio.

—Sí.

—Te toca elegir un bando, pues, dado que la guerra es inevitable. Ya conoces lo que puedes esperar de los fatimíes. —Álvaro aludió con un gesto a las tapias de barro y el mugriento anafe en el que se preparaba comida sin cesar—. Abd al-Rahman será más generoso.

—¿Me lo prometes?

—Yo no tengo autoridad para prometer. Ven conmigo y habla con el funcionario al que me han encargado escoltar. En Córdoba le concedieron plenos poderes para otorgar o denegar lo que considere oportuno, y es con él con quien tendrías que llegar a un acuerdo. —Álvaro puso la mano derecha sobre el hombro de Al-Makhtum. Notó que aún había una sugerencia de vigor bajo la carne reblandecida—. Aunque yo procuraría influir para que el acuerdo te sea favorable, por supuesto.

El sopor del mediodía comenzaba a tenderse sobre el aduar. Los bufidos de los caballos estaban apagándose, se difuminaban los quejidos de los camellos. El sol azotaba con fuerza el montículo y solo las moscas parecían ajenas a su influencia.

—No sé —dudaba al-Makhtum—. Estamos más próximos a Tahert que a Fez. ¿Qué ocurrirá si Hamid averigua que he cambiado de partido?

—¿Qué tamaño tienen las tierras de los Banu Asafu? —repuso Álvaro.

—Mis tierras llegan a medir tres jornadas por cuatro —respondió su amigo—. La rama de mi clan que todavía es nómada asegura que el desierto entero les pertenece. Pero, ¿de qué les sirve? Si llenas tu copa de arena, ¿se puede beber? Si llenas tu plato de arena, ¿se puede comer? Un solo valle fértil vale por toda la extensión del desierto, es lo que yo pienso.

—¿Y no te gustaría incrementar tus propiedades?

—¿Le gusta la carne al león? —bromeó al-Makhtum—. Sin embargo he de ser prudente. Si Musa se hubiera puesto en movimiento yo me uniría a su ejército con gusto. Pero mientras él continúe en Fez y Abd al-Rahman en Córdoba, no tendré a nadie que me auxilie cuando la cólera de los fatimíes caiga sobre mí.

—Tahert no está tan cerca. Y los fatimíes están distraídos intentando conquistar Egipto. Dispondrás de tiempo para prepararte.

—Da igual de cuánto tiempo disponga; nunca estaré en condiciones de hacer frente a los fatimíes por mi cuenta.

—El funcionario del que te hablo también tiene respuesta para eso. Trae consigo a un hombre, un predicador que desea establecerse y predicar en la ciudad.

—¿Un predicador? ¿Un qass? —Al-Makhtum se rio—. ¿Un qass errante? ¿Ese es el que va a lograr que aumente mis dominios?

—También al-Mahdi podría haberse preguntado lo mismo acerca de Abu Abd Allah, y él le sacó de la cárcel y le entregó un imperio.

—Sí, y al año siguiente al-Mahdi recompensó a Abu Abd Allah y a su hermano con la espada del verdugo —repuso al-Makhtum—. Siempre me ha parecido una historia graciosa. Abu Abd Allah tardó dieciocho años en lograr que las tribus de los Kutama se sublevaran en favor de los fatimíes y los condujeran a la victoria en Ifriqiya, pero después de vencer solo le hizo falta uno para perder el favor del Mahdi y la vida. Es como uno de los cuentos que relatan los ancianos del clan. Algo para que los jóvenes aprendan a tener cuidado.

—El poder se parece al fuego —dijo Álvaro—. El que está cerca disfruta de luz y calor, pero también corre el riesgo de quemarse si se aproxima en exceso o un soplo de viento dispersa las brasas.

«Y bien que puedo decirlo —pensó—. Cuando Sulayman dirigía a los hafsuníes poco faltó para que me ejecutaran sin que yo hubiera hecho nada para merecerlo».

—Sin embargo el poder nos atrae, incluso cuando el peligro es evidente. ¿Por qué? Dios lo sabe. La ambición forma parte de la naturaleza de los hijos de Adán y no podemos librarnos de ella, igual que yo, ahora, no puedo evitar sentir curiosidad por tu oferta. ¿Sugieres que tu qass haría por mí lo que Abu Abd Allah hizo por al-Mahdi?

—Ese qass será nuestro instrumento, recuérdalo. No actúa por voluntad propia, aunque ello deba permanecer en secreto. Si tu clan le protege, como el clan de los Saktan protegió a Abu Abd Allah en los comienzos de su misión, él refrendará tu autoridad y hará que su ascenso sea el tuyo, de la misma forma que ocurrió con los Saktan cuando Abu Abd Allah triunfó sobre los aglabidas.

—Es un negocio extraño el que me propones. Y arriesgado.

—Sin riesgo no hay ganancia. Podrías aguardar a que Musa avance hacia el este para separarte de los fatimíes, pero, ¿a qué podrías aspirar entonces salvo a ser su vasallo? En cambio, si aceptas la oportunidad que te ofrezco, podrás mirarle de igual a igual cuando venga y no habrá intermediarios entre los Omeyas de Córdoba y tú.

Al-Makhtum no respondió. Se apartó de la sombra que los protegía y dio unos pasos bajo el sol, meditabundo. La luz desnudaba los defectos de su físico con precisión, casi con crueldad. El joven de rostro afilado y músculos bien definidos al que había conocido Álvaro, un pirata risueño, lleno de ilusiones, se había convertido en un hombretón corpulento al que se le adivinaba una propensión a la melancolía.

«Los sueños que tenemos en nuestra juventud son como una maldición —pensó Álvaro al verle deambular—. Nos envenenan, nos perturban el ánimo. Nos llaman por las noches, cuando tratamos de dormirnos, como niños aporreando la puerta, preguntando por qué los hemos abandonado».

Mientras al-Makhtum meditaba se produjo un súbito tumulto. Un hombre joven hacía rodar a otro dándole patadas, provocando que los animales y los jinetes, adormilados por el calor, se levantaran corriendo para evitarlos. Cada vez que el agredido conseguía incorporarse a medias, el agresor le propinaba una patada en las nalgas que le hacía caerse de nuevo, y así sucesivamente. De esta guisa estaban cruzando el aduar, uno dando patadas y el que iba delante recibiéndolas, ensuciándose con los cagajones de los camellos cada vez que caía.

Al-Makhtum, al reparar en la escena, montó en cólera y les gritó que se detuvieran, pero el hombre que llevaba la ventaja en la contienda estaba demasiado excitado para oírlo. Solamente cuando notó que se le acercaban los hermanos del infeliz que rodaba sin parar, esgrimiendo las espadas, se detuvo el tiempo necesario para sacar la suya.

—¡Parad! —exclamó al-Makhtum. No resultaba una figura excesivamente formidable, con el vientre flojo temblando como un odre lleno de agua. Sin embargo su aparición contuvo la pelea que estaba por iniciarse—. ¿Qué ocurre?

—Estaba espiando a las mujeres —dijo el que daba las patadas—. Le sorprendí subido a la tapia, con el miembro viril en la mano.

—¡Es falso! —chilló el aludido—. ¡Está mintiendo!

—¿Ah, no? —El joven apuntó con la punta del pie el puño que su víctima cerraba—. Miradle la mano y veréis que está manchada de semen. Adelante. Abridle la mano para que todos lo vean.

Sus hermanos eludieron hacer la prueba. Simplemente le ayudaron a levantarse y luego le obligaron a ir con ellos, agarrándole del cuello y dándole alguna bofetada de vez en cuando.

—¿Realmente le sorprendiste haciendo lo que dices?

—No —reconoció el joven—. Simplemente estaba tratando de encaramarse a la tapia. Pero era evidente lo que pretendía. Y ya debe haberlo hecho con anterioridad o sus hermanos no se habrían conformado tan fácilmente.

—¡Qué Dios tenga piedad de mí, qué imprudente eres! Son nuestros invitados, nuestros parientes. Y tienen mal carácter. Más tarde o más temprano querrán vengarse por el escarmiento que le has dado a su hermano.

—¿Vengarse? ¿Con qué derecho, después de haber ofendido a nuestras mujeres? La culpa es tuya por haber invitado a nuestra casa a esos animales. De tanto vivir con camellos se les han contagiado sus cualidades. Es preferible que se queden en el desierto. Lejos.

—¿Y crees que me apetece tenerlos aquí? Pero podemos necesitarlos algún día.

—Pues llamémosles cuando llegue ese día. Hasta entonces permanezcamos separados. Es lo mejor.

De pronto al-Makhtum se acordó de Álvaro y le presentó al joven. Era su hijo, Ibrahim ibn Ali. De mediana estatura, delgado y moreno, y en vez de barba lucía un descuidado mechón de pelo en la aguda barbilla. La nariz, larga y ganchuda, como lo había sido la de su padre, daba a su rostro una expresión rapaz que parecía conmemorar el hecho de que aquella rama de los Banu Asafu se hubiera dedicado a la piratería hasta tiempos relativamente recientes, lanzándose al abordaje de cualquier barco detenido por las calmas o arrojado por una tempestad a la costa.

—Es Ibn Daisam, al que Dios guarde de todo mal. Un viejo amigo —dijo al-Makhtum—. Cuando los fatimíes me pidieron que llevara suministros a los partidarios de Ibn Hafsun viajó en mi barco varias veces para indicarme calas seguras en las que desembarcar. Un buen guerrero, podrías aprender mucho de él. Luchamos hombro con hombro el día en el que perdí mi nariz.

—Perdiste una nariz y ganaste un nombre —dijo Ibrahim—. No es un mal trato.

—¿Aceptarías tú uno parecido?

—¿Yo? —El joven soltó una risotada—. Ni por asomo.

—Quizá te lo propongan los hermanos del infeliz al que pateaste, Dios no lo quiera.

—Si lo hacen perderemos algo más que una nariz. Ellos o yo. —Ibrahim se encogió de hombros—. Quería darles una lección a nuestros primos nómadas y el idiota me proporcionó la ocasión ideal. Estaba harto de oírlos presumir de su virtud mientras señalan con disimulo tu barriga.

—Es fácil ser virtuoso cuando se vive en el desierto —gruñó al-Makhtum—. Resulta imposible caer en la tentación si no hay ninguna cerca.

Álvaro se fijó bien en el heredero de al-Makhtum. Parecía tan testarudo como ardoroso, una copia perfeccionada del padre, antes de que la madurez le despojase de la pasión.

—Ibn Daisam viene acompañando a un funcionario de los Omeyas y a un qass que tiene la intención de predicar en nuestro territorio —explicó al-Makhtum—. Considera que sería una buena oportunidad para nosotros, suponiendo que les secundemos.

—Ya hay demasiados profetas sueltos por ahí —repuso Ibrahim con tono burlón—. Me faltan dedos en las manos para contar a todos los que han proclamado ser el Mahdi en los últimos años.

—Ya le he explicado a tu padre que es un medio para que Abd al-Rahman alcance sus objetivos en el Magreb —aclaró Álvaro—, no como esos ilusos a los que haces referencia, que confunden una insolación con la Iluminación. Deberíais verle para juzgarle con propiedad.

Ibrahim y Álvaro cruzaron las miradas. Ambos se mantuvieron firmes hasta que, poco a poco, una sonrisa taimada fue abriéndose paso entre los labios del joven.

—Está bien —dijo al-Makhtum con aire resignado—. Iremos a oír a tu predicador. Y hablaré con ese funcionario omeya. Pero más les valdrá a ambos convencerme o tendremos que decapitarlos en el acto y enviar sus cabezas a Qairuán para demostrar nuestra fidelidad a los fatimíes. En cuanto a ti, Ibn Daisam, confío en que hayas escogido un buen caballo. En atención a nuestra vieja amistad te concederé una pequeña ventaja. Pero eso es todo cuanto estoy dispuesto a concederte si nos pones en un aprieto para nada. —Al-Makhtum carraspeó para aclararse la garganta y enseguida apostilló—: Unos minutos de ventaja. ¿De acuerdo? Cinco. No más.