5

La ciudad de las langostas

—Ese será un buen lugar para comenzar —dijo Aslam, satisfecho.

El horizonte parecía haber cobrado vida. La primera luz del día movilizaba a las perdices, que remontaban afanosas el vuelo. Dihya notó un olor dulzón en el aire. El viento le alborotaba el cabello. A lo lejos, detrás de las colinas, antes de las montañas, una franja azul enredada con la bruma. Un lago.

Aslam alquilaba guías a su capricho y los despedía cuando los consideraba amortizados. En el siguiente pueblo contrataba nuevos acompañantes. A Dihya le daba la impresión de estar avanzando en zigzag, como una presa intentando despistar a los sabuesos que la persiguen. La única constante era la dirección. Continuaban yendo hacia oriente, hacia los escenarios de las fabulosas leyendas que escuchó de niña, como la epopeya de la Kahina, la hechicera de los montes Aures que fue capaz de reunir a las tribus de Ifriqiya bajo su mando y detener durante cinco años el avance de los conquistadores árabes.

—Deberíamos entrar nosotros primero. —Aslam señalaba con un dedo puntiagudo la ciudad extendida a un par de millas de distancia—. He oído cosas prometedoras, pero es conveniente que las compruebe por mí mismo.

Hizo una seña a Álvaro. Este avanzó inmerso en un silencio hosco. La barba, el turbante, la forma de montar en la mula y llevar la espada. Se había convertido en una réplica eficaz de los guerreros con los que se cruzaron durante el trayecto. Un guerrero pobre, tal vez, pero tan arrogante como cualquiera.

—¿Y qué vamos a hacer nosotros? —inquirió el guardián de al-Asayy.

—Volveremos pronto. Una hora. Dos a lo sumo. Si tardásemos más tiempo será porque nos retienen, de modo que entrad en el pueblo a sangre y fuego y no dejéis a nadie con vida hasta encontrarnos.

Dihya se alarmó. Desconfiaba del guardián de su primo. Jamil era un hombre de extremos. Calmado en apariencia, como un toro que rumia en silencio su pasto, pero que bajo el imperio de la cólera podía acometer con brutalidad a cualquiera que le hubiera exasperado, ya fuese un desconocido con el que se cruzaban por casualidad, un guía u otro miembro de la escolta. A Álvaro lo respetaba, o quizá le tenía miedo, y a Aslam le obedecía; si los dos se marchaban, ¿quién iba a refrenar sus arrebatos?

Obtuvo la respuesta enseguida. Jamil comenzó a dar órdenes apenas Aslam y Álvaro se perdieron de vista. A un sirviente que se demoraba en cumplir sus instrucciones le golpeó en la cara con el dorso de la mano, rompiéndole el labio inferior. A ellos dos les mandó que se sentasen al abrigo de unas rocas y que no se movieran de ahí. Cuando al-Asayy replicó que prefería caminar por las cercanías para estirar las piernas, Jamil le espetó:

—¿Quieres que te ate? —Jamil rebuscó en su alforja y extrajo una de las cuerdas que usaban para asegurar las mulas—. Podría taparte también la boca con una mordaza para impedir que sigas importunándonos con tus bromas, ¿te gustaría? —Arrancó un higo maduro de la chumbera más cercana y comenzó a pelarlo con el cuchillo—. Harás lo que yo te diga y cómo yo te diga. El viejo te ha malacostumbrado y ahora crees que puedes hacer lo que te dé la gana. Pues te equivocas.

Masticó un trozo de higo y apuntó con el cuchillo chorreante de jugo al espacio entre rocas. Ambos se sentaron allí y al instante se dieron cuenta de por qué lo había elegido Jamil: era como una prisión natural, a la que solamente le faltaba una pared para estar completa, precisamente donde se apostó el guardián.

—Al menos este no disimula lo que es ni cuál es nuestra condición —dijo al-Asayy.

—Siempre hemos sido prisioneros —repuso ella—. Desde que vinieron a buscarnos en Fez.

—Es verdad, pero el anciano lo disfraza con tal artificio que a veces me hago la ilusión de ser su invitado. Un invitado al que no se le permite negarse a nada, claro está.

—¿Te ha dicho ya lo que pretende de ti?

—No, y tampoco consigo figurarme lo que pueda ser. Sus lecciones versan fundamentalmente sobre los fatimíes y sus opiniones heréticas, y teniendo en cuenta que son enemigos declarados del Omeya y la dirección que llevamos deduzco que tiene la intención de infiltrarse en sus dominios para perjudicarlos de alguna manera. Pero no alcanzo a imaginar para qué me necesita.

—Sin embargo el hecho es que te necesita.

—Por el modo en que nos vigilan es evidente. Aunque lo considero un desperdicio. ¿Cómo vamos a escapar? Esta no es nuestra tierra. No sabría dónde ir ni a quién acudir. Por Dios, ni siquiera sé a ciencia cierta dónde estamos.

Dihya miró alrededor. Las rocas parecían recrear un anfiteatro en miniatura, aunque los únicos espectadores eran las chumberas, quemadas y retorcidas, y el único espectáculo lo ofrecía una rapaz martilleando con el pico la cabeza de una serpiente.

—En al-Ándalus me sentía bereber y aquí me siento extranjera —dijo abrazándose a sí misma. Un gesto habitual en ella—. ¿Es que ya no somos de ninguna parte?

—Olvida esas nostalgias de lo que nunca has conocido —la reprendió su primo—. Somos de allí, no de aquí. Tal vez sería distinto si localizásemos la tribu exacta de la que procede nuestro clan; podríamos hacer valer nuestros vínculos de parentesco. Pero para el resto somos como aquel viajero del cuento, que estuvo fuera de su casa tanto tiempo que al volver ya no le reconocía nadie y se burlaban de él cuando trataba de explicar quién era.

Aslam y Álvaro regresaron antes de la hora convenida. Rápidamente el grupo escondió las armas y cualquier elemento que los identificase. Al acabar parecían comerciantes que han realizado un largo viaje y ya no tienen nada que vender.

Al tiempo que se producía la transformación del grupo, el anciano funcionario entregó sendos paquetes de ropas atadas con una soga a Jamil, que se los entregó a su vez a Dihya y al-Asayy, o más bien se los tiró a la cara.

—Cambiad vuestra indumentaria. Deprisa.

Dihya se fue lejos, desplazándose por el roquedal hasta llegar a una pared que era prácticamente infranqueable. Al detenerse se sintió aliviada por estar completamente sola, sin ninguna mirada que la acechase, ningún guardián que contara sus pasos. Orinó acuclillada y luego deshizo el paquete para vestirse. Eran unas sayas gastadas, viejas; un tacto áspero, arenoso, al rozar su piel.

«Karim se angustiaba por no poder proporcionarme tantos vestidos hermosos y joyas como hubiera querido y ahora, en cambio, me visten con sacos y me engalanan con el polvo de los caminos —pensó Dihya—. ¡Qué penosa es la vida en este mundo!».

A al-Asayy le había correspondido una capa corta, de lana, no menos gastada que la de Dihya y un blanco turbante amarilleado por el sudor de su anterior propietario. Al encontrarse con su prima giró sobre sí mismo para mostrarse por delante y por detrás, exhibiendo una mueca de fastidio:

—Desde luego no esperaba que me regalasen trajes tan ricos como los que envió el califa a Ibn Abi’l-’Afiya, pero tampoco que fueran a disfrazarme así. —Estiró las puntas de la capa para examinar mejor el burdo tejido de lana—. Parezco un pastor; solo me faltan las cabras, la vara y tener la sarna… aunque seguro que estas ropas me la contagian pronto.

El comentario arrancó a Dihya una débil sonrisa. De todas formas Jamil ya estaba reclamando a gritos que volvieran para ponerse en marcha junto con el resto de la expedición.

La localidad a la que se encaminaron era una ciudad fortificada venida a menos, zarandeada por uno de los golpes de fortuna que decidían el destino de las poblaciones. En su caso, una variación en las rutas que seguían las caravanas y los peregrinos, que se habían desplazado algo más al sur, llevándose la bienaventuranza a otra parte. Dihya apreció algunos huertos y arboledas, y otros tantos que languidecían por falta de atención. Una noria tan alta como una casa de tres pisos irrigaba los huertos, por encima de los alminares de un par de mezquitas, a los que empequeñecía. Además de por su tamaño destacaba por el ruido que hacía al girar; Dihya lo encontró curiosamente semejante a los gritos de una mujer que da a luz. Aquella noria era el elemento fundamental en el paisaje, la piedra angular. Todo lo demás aparentaba haberse organizado en torno a su enorme silueta, como unos peregrinos que se detienen debajo de un árbol frondoso en busca de sombra.

—Las ruedas de agua no son comunes en esta región —apuntó al-Asayy—. Deben haberla construido unos emigrados de al-Ándalus.

La decadencia de la ciudad se volvía más palpable al acercarse a sus puertas. La muralla estaba desmoronada en varios tramos, unos cuantos reparados ineficazmente con ladrillos de adobe, otros abandonados a su suerte. Las malezas habían suplantado la mitad de los huertos; la mitad restante sobrevivía con dificultad. Y la noria, que desde lejos provocó el asombro de Dihya, de cerca revelaba la torpeza de sus giros, el cansancio de un gigante a punto de sucumbir a la vejez. Al terminar cada vuelta se detenía, estremeciéndose, y tras producir unos ruidos semejantes a jadeos, como si le faltase el aliento, volvía con lentitud a ponerse en marcha. Al-Asayy calculó que a la ciudad no le quedaban más que unas cuantas décadas por delante antes de despoblarse por completo. Cincuenta años más y solamente permanecería de su existencia una mención, breve, en los escritos de algún viajero famoso que durmió allí una noche durante su peregrinación a La Meca.

—Leí que el último príncipe que reinó en esta ciudad tenía trato carnal con su hija mayor —explicó Aslam, acercándose a ellos mientras unos hombrecillos con las palmas de las manos teñidas de henna abrían ceremoniosamente las puertas—. «¿Por qué voy a permitir que otros prueben primero los frutos de mi huerto?», decía para justificarse. Como castigo Dios arrojó una plaga de langostas sobre la ciudad y desde entonces se halla en este lamentable estado.

Al entrar Dihya observó una notable abundancia de saltamontes, como si la plaga mencionada por Aslam no hubiera remitido todavía. Estaban por todas partes: sobre los tejados, en los árboles, cubriendo el suelo como alfombras palpitantes. Luego reconoció los símbolos de la devastación, presentes en el interior igual que en el exterior. Muros roídos, cúpulas rotas, como cáscaras de huevo perforadas por un dedo curioso. Tumbas con el yeso desconchado desprendiéndose de las paredes como las escamas de un reptil enfermo, sobre la bóveda desplomada, vencida por el tiempo. A esos muertos ilustres, cuyos majestuosos mausoleos debían servirles de protección contra el olvido, ya nada los conmemoraba. Hasta sus nombres, inscritos en relieve junto a frases del Corán, se habían vuelto ilegibles, los habían borrado la lluvia y el viento.

Los habitantes mostraban una apariencia acorde con la de su ciudad. No eran numerosos. Macilentos, como si padecieran alguna dolencia, vistiendo galas anticuadas, herederos de linajes que fueron importantes. Contemplaban la procesión con curiosidad, quizá el primer grupo importante de forasteros después de una retahíla de años inertes, mientras acudían a las mezquitas, tan pequeñas que apenas se distinguían de las casas inmediatas. La única que era bastante capaz y ofrecía a la vista buenas proporciones arquitectónicas estaba destruida en parte; junto a las galerías se extendían, como una hemorragia aún sin controlar, los groseros ladrillos de los que habían estado compuestos los muros desplomados.

—No abundan los edificios que sean lo bastante amplios para darnos cobijo a nosotros y las bestias —les informó Aslam—. Había posadas para que se recogieran de noche las caravanas, pero están deshabitadas y en ruinas. El sitio que he escogido es malo, pero entre lo malo es lo mejor.

Avanzaban por una calle bastante ancha, por la que podían transitar tres hombres a caballo de frente. La calle desembocaba en un edificio que también era el pálido reflejo de unas glorias pasadas. Un palacio saqueado y nunca reconstruido, tal vez el mismo en el que el príncipe pecador atrajo la cólera divina. A Dihya le pareció posible. Allí la densidad de cigarrones era mayor que en el resto de la población, como señalando que aquel era el sitio en el que se originó la catástrofe.

Descendieron de los asnos y se adentraron en los restos del palacio pisoteando las astillas de cerámica que muchos pies habían triturado antes que ellos. Ninguna de las habitaciones conservaba intacto el techo. De todas formas no era la época de lluvias. Aslam escogió una estancia grande y con algunas evidencias del antiguo esplendor. Unas cuantas teselas sueltas sugiriendo la desaparición de un mosaico y un par de azulejos de color verde. Jamil limpió un rincón sombreado por un trozo de cubierta que aún no se había desprendido y situó en él su manta. Echó las mantas de Dihya y al-Asayy a unos pasos de distancia y el poeta volvió la cara disgustado.

—Por lo que se ve, el cabrón considera que no hemos sufrido suficientemente sus ronquidos —pronunció entre dientes—. Antes que al lado de Jamil preferiría dormir con las mulas; son más delicadas y fragantes.

Nadie le escuchó, aparte de Dihya. El guardián se había acercado a Aslam, que vagaba por el palacio señalando sus características a Álvaro.

—Es una lástima que una residencia tan bella acabase convertida en refugio de delincuentes —suspiraba el anciano—. Cuando he comentado en el zoco mi intención de instalarme aquí todos pensaron que había enloquecido: «Si los ladrones no te matan, te devorarán las langostas». Los ladrones habrán huido al ver que nos aproximábamos y las langostas no me dan miedo.

Precisamente había un saltamontes de gran tamaño posado frente a Dihya, sus ojos compuestos fijos en los suyos hasta que ella lo espantó dando una palmada.

—¿Este es el lugar en el que vamos a dormir? —gruñó Álvaro, apartando con los pies unos escombros que estorbaban el paso.

—Mañana contrataré a unos trabajadores para que lo adecenten un poco.

—Harían falta meses para adecentarlo.

—Tendremos que adaptarnos —dijo Aslam—. Ya has visto que hay pocas opciones para alojarse en esta ciudad.

—Pues continuemos adelante.

—No —repuso testarudo el anciano—. El sitio es perfecto. Los fatimíes no mantienen una guarnición en la ciudad y dudo que tengan representantes de ninguna clase. Aquí podemos establecernos y dar nuestros primeros pasos sin que nadie nos moleste ni se entere de lo que hacemos. Pero aunque sean de poca importancia los apoyos que podemos obtener, dado el estado de abatimiento de la ciudad, es probable que al menos los obtengamos con facilidad. Aquellos que sueñan con las riquezas perdidas son proclives a creer a quien les promete recuperarlas.

Hizo una seña a al-Asayy para que entrase con él en una de las habitaciones vacías del palacio. La luz del sol apenas podía entrar por una ventana alta y minúscula, cegada a medias por las telarañas, y en la penumbra se escuchaba, repetido hasta la locura, el crujir de las patas de los cigarrones.

—Ahora te toca a ti actuar —dijo Aslam—. Estarás oculto unos días, mientras nosotros extendemos la noticia de tu llegada. Diremos que has bajado de las montañas para predicar y que nosotros somos tus primeros seguidores. Al principio seremos discretos; buscaremos a las gentes que tengan algún peso a la ciudad y las atraeremos aquí para que tú las recibas. No tendrás que hablar mucho, por el momento. Nosotros hablaremos por ti y, además, los encuentros serán breves, para excitar su interés. Limítate a sentarte en la oscuridad, leyendo el libro que yo te daré, y ellos verán lo que yo les haya dicho que iban a ver.

El poeta carraspeó con nerviosismo. Giraba la cabeza a derecha e izquierda, como buscando en el cuarto una explicación para las palabras del funcionario.

—No acabo de comprender lo que quieres de mí —se quejó con voz débil.

—Quiero que seas mi instrumento. El que levante contra los fatimíes el estandarte de la rebelión.

—¿Yo? Que Dios me ayude, ¿cómo voy a hacer yo eso?

La pregunta había sonado como un graznido. Dihya notó que las manos de su primo habían comenzado a temblar y sintió que la embargaba la inquietud.

«Te figurabas que alejándonos de al-Ándalus escaparíamos de la desdicha —pensó—, pero ya no cabe ninguna duda: la desdicha se ha dado prisa en volver a alcanzarnos».

—¿Por qué no? Tienes las cualidades adecuadas. Hablas bien, eres ingenioso, y con las lecciones que te he dado puedes discutir sobre religión con cualquiera. Perteneces a una de las tribus de los Zanata, que son abundantes en las tierras del Magreb y te escucharán con agrado debido al vínculo que os une. Y la marca que tienes en la cara puede ser interpretada como un signo milagroso: la señal con la que te ha distinguido el Altísimo. Si decimos que es una marca de nacimiento, ¿quién podrá contradecirnos? Así parecerá que estás predestinado a restaurar la verdadera religión en estas tierras castigadas por las blasfemias de los fatimíes.

—Pero yo no sabría qué decir o qué hacer…

—Yo pondré las palabras en tu boca y dictaré tus acciones. No te preocupes, los bereberes son un pueblo al que Dios ha distinguido con la ignorancia aparte de con la turbulencia, no hará falta escoger con demasiado cuidado las palabras. Su comprensión del islam es todavía deficiente y las absurdas predicaciones de los misioneros fatimíes han hecho que esperen encontrar un mesías debajo de cada piedra y cada árbol, por no mencionar lo lastimados que se hallan por la intolerancia de los fatimíes. Será fácil engañarles.

—¿Estás seguro?

—Naturalmente. La verdad es pesada, en cambio la mentira tiene los pies ligeros. Y aún más veloz ha de ser esta mentira, porque al servir para eliminar la nefasta influencia de los fatimíes en el norte de África y hacer que retorne al Islam esta parte del mundo, el Altísimo ha de favorecerla grandemente.

El anciano se agachó para sacar unos pergaminos de su bolsa. Al levantarse se escuchó un chasquido y un espasmo de dolor nubló su cara. Solo, rechazando la ayuda de al-Asayy, consiguió lentamente enderezarse.

—Deja de poner esa cara —refunfuñó—. Sacarás más beneficios de esta farsa que los que podrías esperar jamás de la poesía, si te portas bien. Hasta es posible, si Dios quiere, que ocupes un día el trono en Qairuán. Toma, lee esto y memorízalo. —Aslam golpeó los pergaminos con la punta de los dedos—. Luego puedes añadir lo que creas oportuno, pero ahórrate las extravagancias. Hubo un falso profeta hace años en la región de Tetuán, Habib ibn Mann Allah al-Muftari, que redujo las oraciones diurnas a dos, redactó su propio Corán, prescribió el ayuno hasta el mediodía los lunes y los jueves, y declaró lícito comer los cerdos hembras. No es mala idea plantear alguna exigencia nueva y exagerada, a los crédulos les agradan las prohibiciones, de este modo se hacen la ilusión de ganarse la entrada en el Paraíso, pero que no resulten excesivamente difíciles de cumplir o acabarán por irritarse contra ti. Una pizca será suficiente.

—¿De cuánto tiempo dispongo para aprenderme esto? —inquirió el poeta, cogiendo los pergaminos.

—Estás acostumbrado a estudiar y, de todas maneras, ahí se repite mucho de lo que hablamos durante las lecciones. Te doy dos días.

Al-Asayy repasó los pergaminos, cubiertos con la caligrafía menuda y precisa de Aslam, y se los guardó debajo del brazo. Fuera la luz comenzaba a retirarse del cielo mientras un reflejo anaranjado era el anuncio de la inminencia del anochecer. Luego los soldados encendieron antorchas y las sombras se agitaron en las salas devastadas como genios que despertasen de un largo sueño.

Sonaba de fondo un desagradable chirrido, un sonido marchito, deteriorado, que hizo que Dihya se preguntara de qué se alimentarían las langostas que infestaban la ciudad para alcanzar tales dimensiones. Y así, distraída, no se dio cuenta de que Aslam había reparado de repente en que estaba con ellos en la habitación.

—Y a ti también podríamos aprovecharte —murmuró con malicia—. Esa cojera tuya… podríamos hacerla pasar por otra señal del favor divino. ¿Por qué no?