4

Aclimatación

Los guías, un padre y su hijo adolescente, precedían a la columna montados en unos asnos roñosos. Avanzaban despacio, bordeando por el sur el reino de Nekor, un antiguo aliado de los Omeyas andalusíes cuyas relaciones con la corte cordobesa se habían deteriorado después de que la proclamación del Califato amenazase con reducirlos a la condición de vasallos. Y era de esperar que se deteriorasen aún más cuando descubrieran que Abd al-Rahman III había decidido firmar un pacto con Musa ibn Abi’l-’Afiya, que llevaba años desafiando la autoridad de los soberanos de Nekor. Lejos quedaban los tiempos en los que el emir Muhammad I había intercedido en la liberación de dos princesas de los Banu Salih secuestradas durante una incursión de madjus llegados del helado Norte. El reciente giro de la política de los cordobeses en el Magreb parecía implicar, como inevitable conclusión, el final de las excelentes relaciones que antaño mantuvieron los dos estados.

—Los Banu Salih están en declive, igual que los idrisíes —comentó Aslam al respecto—. Hay que buscar nuevos aliados, sangre fresca. Caudillos ambiciosos que no se conformen con repetir los ritos de una gloria pasada.

«Es curioso que digas eso precisamente tú, con tu edad y habiendo entretenido tu vida entre tratados polvorientos», pensó Álvaro.

Sus ropajes anteriores, un regalo de Musa, los habían cambiado por otros proporcionados por los guías: unos capuces de lana sin teñir, similares a los que empleaban los pastores de cabras, algo raídos, y más abrigados de lo que recomendaba la estación. Ya no estaban en un país amigo; con cada paso se aproximaban a las regiones controladas, aunque fuera difusamente, por los fatimíes. Sin embargo la vida continuaba, idéntica, como si las consecuencias de la conquista de Ceuta por la flota omeya todavía estuvieran por desvelarse. La única pista de que algo pudiera estar sucediendo era el polvo que levantaban los veloces caballos de los mensajeros, y que quedaba suspendido en el aire calmo, señalando el paso en aquella dirección de una noticia. Tal vez los jugadores manoseasen nerviosamente sus piezas, planeando y desechando estrategias, pero la partida apenas había comenzado.

Padre e hijo seguían las indicaciones de Aslam de utilizar senderos poco transitados y evitar los pueblos importantes. Aquella decisión hacía que llamasen la atención más de lo necesario. Eran un grupo numeroso. A la escolta original se habían sumado los hombres ofrecidos por el caudillo Miknasí, y cuando eran divisados desde una aldea los campesinos huían a las colinas y encerraban sus rebaños, confundiéndolos con una de las tribus beduinas que ocasionalmente abandonaban las zonas semiáridas del Rif oriental para saquear cualquier población que apareciese en su camino.

Por este y otros motivos, su marcha era errática. Los guías afirmaban conocer el territorio, pero Álvaro sospechaba que mentían. Avanzaban sin abrir la boca, deteniéndose solamente para examinar una roca, unos árboles, buscando indicaciones de por dónde ir. A la puesta de sol, al hacer un alto en el camino, se retiraban a un rincón en el borde del grupo, taciturnos, entregados a dudosas reflexiones, insoportablemente serios. Pero bastaba con mencionar de forma fugaz la persecución de un ciervo o de un jabalí para que abandonaran su mutismo y se unieran con apresuramiento al coloquio para relatar, en un árabe vagamente comprensible, sus aventuras cazando leones, leopardos e incluso serpientes monstruosas en las montañas. La caza era su pasión, su locura, la excusa infalible para que las bocas de padre e hijo se llenaran de palabras. Álvaro y los guardias no decían nada; era su cara de pocos amigos la que declaraba su incredulidad cuando la aventura relatada superaba lo plausible y siempre, al apreciarla, el mayor de los dos hombres juraba por la memoria de sus antepasados que tenía guardada en casa una piel de león macho con una melena tan dorada como el sol, con la que había vestido a su hijo durante la niñez para que se hiciera más fuerte, y que se la enseñaría sin falta en cuanto se presentase la ocasión.

Al quinto día de viaje por una comarca en donde la agricultura de subsistencia y la trashumancia eran las principales fuentes de riqueza, los guías se detuvieron misteriosamente a media milla de un poblado que había brotado en la falda de un altozano como un sarpullido de edificios de adobe. A poca distancia, como una infección que adoptara una traza diferente, un pequeño grupo de palomares se alzaban semejantes a panes de azúcar.

—Ahí —dijo el guía de mayor edad.

Aslam no pidió más explicaciones. Tampoco los guías se las dieron. Hicieron que sus asnos dieran media vuelta con la intención de emprender enseguida el camino de vuelta a su hogar, preocupándose solamente de renovar la promesa de mostrar la piel de león a Álvaro, pero él contestó con un bufido que sonaba más a recriminación que a despedida.

—Eres severo con nuestros guías —dijo el viejo funcionario—. Se diría que no te han agradado.

—Nunca me agradaron los fanfarrones. Y esos dos lo son, aunque no lo parezcan. Según ellos, los trabajos de Hércules fueron unas chiquilladas en comparación con sus cacerías.

—¿Fanfarrones? No lo creo. ¿Ingenuos? Desde luego. Y un tanto exagerados, pero es su manera de ser. Gente simple, con más imaginación que entendimiento. ¿Te acuerdas de aquel lugarteniente de Musa ibn Abi’l-’Afiya que aseguraba conservar la suela de una de las sandalias del Profeta, Dios le bendiga y salve? Yo le felicité y luego le di las gracias por permitirme tocarla, una suela mugrienta y destejida, que a saber a quién habrá pertenecido en realidad. Ya ves, se puso contentísimo. Y más tarde mi comportamiento tuvo su recompensa: cuando expuse mi proyecto ante Musa y sus clientes fue el primero en apoyarlo, aunque dudo que el pobre necio entendiera lo que yo estaba explicando.

El último tramo del sendero era polvoriento y olía a estiércol recién pisoteado. Había un huerto de reducido tamaño aportando una estridencia verde al amarillo parduzco de la tierra, al ocre ceniciento de los adobes. Un niño salió a recibirles. O, mejor dicho, se tropezó con ellos cuando sacaba al campo una cabra. Enseguida se refugió en una de las casas y los gritos saltaron de vivienda en vivienda, incomprensibles, extendiendo por el poblado el acontecimiento de su visita.

Esperaron en el borde de la aldea como invitados que descubren que han llegado demasiado pronto o incluso en el día equivocado. Finalmente apareció un joven prematuramente encanecido que les hizo señas para que le siguieran. El edificio en el que les introdujo era un poco más grande que los otros. En la habitación trasera un ventanuco cubierto con una celosía de madera proyectaba un claroscuro de sombra y luz. Junto a él, sentado en una estera, respiraba con dificultad un anciano con la piel del color del pergamino. El joven, sentándose a su lado, lo señaló con la punta de los dedos, sin tocarle.

Aslam metió en la mano en su bolsa. Sacó una moneda de plata y se la entregó solemnemente al patriarca. Este la miró con mucha atención; parecía que nunca hubiera visto nada por el estilo. Abrió la boca para morderla con los tres dientes que le quedaban. Álvaro temió que alguno de ellos saltase de la encía, vencido por la prueba. Resistieron. Luego la moneda desapareció en algún pliegue de sus ropas y el anciano se inclinó hacia Aslam, que tal vez tuviera una edad similar pero estaba mucho mejor conservado.

Hasalat barakah —dijo, introduciendo largas pausas entre las sílabas—. Habéis traído bendiciones con vosotros. Sed nuestros huéspedes todo el tiempo que queráis.

—Que Dios te recompense por tu bondad —contestó Aslam.

El joven fue el encargado de llevarles a una casa recién vaciada. Se encontraba en mal estado, con las paredes inclinadas y un encaje de telarañas suspendido de las esquinas del techo como las velas de un barco encallado en un arrecife. A cambio había sido equipada velozmente con todos los lujos que aquella gente era capaz de reunir: varias esteras, vasijas para las abluciones, un cántaro con agua fresca, cuencos con comida y un tapete de piel de cabra con el agujero de una antigua quemadura en el centro.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Álvaro.

—Sería una imprudencia continuar sin haber corregido algunas deficiencias. —Aslam olisqueó uno de los cuencos. Dentro había una especie de gachas, muy claras, con un leve tono amarillento—. A Ibn Jayra le dediqué ocho meses de instrucción, que podrían haber sido ocho minutos y no habría obtenido peor resultado. Qué menos que dedicarle unas semanas a este otro desgraciado. Además, necesita aprender a hablar correctamente la lengua de estas tribus.

—Él es bereber.

—Que sus antepasados fueran bereberes no implica que hable su lengua. Simplemente la chapurrea, y con un acento que despertará sospechas en cualquiera que le oiga hablar. A ti, por cierto, tampoco te vendría mal perfeccionar tus conocimientos del idioma. Y tendrías que dejarte luenga la barba; ahora la llevas demasiado corta para confundirte con los musulmanes.

Álvaro se volvió intrigado. Mientras los guardias bebían agua en corro y se quejaban del alojamiento, al-Asayy y Dihya subían a la azotea de la construcción que les había tocado en suerte por la escalera medio desmoronada.

—Habrá que tenerle vigilado. Aún tengo la impresión de que huirá en cuanto se le presente la oportunidad.

—¿Huir? ¿Cómo? Déjale, deja que suba a esa azotea y mire y remire, hasta que le duela la vista. Así se dará cuenta de que no tiene dónde ir.

Álvaro subió detrás de la pareja, cuidando de posar los pies sobre los escalones que aún conservaban cierta cohesión. La azotea era ancha y estaba cubierta por la sombra voluble de los vencejos que, quizá por haber construido sus nidos bajo la cornisa, insistían en volar en círculos por encima.

Al-Asayy y Dihya miraban en direcciones distintas, como si buscasen rutas de escape, pero nada en el paisaje resultaba prometedor y Álvaro experimentó una punzada de remordimiento. Por muy desagradable que le resultara el poeta, no podía evitar pensar que estaba participando en una coacción no muy distinta de la que él mismo había padecido.

«Sería demasiado fácil convertirme en un agente de los Omeyas, demasiado cómodo. No debo traspasar esa línea. No debo olvidar quién soy o cuáles son mis verdaderas inclinaciones».

—Siempre creí que cuanto más se avanzaba hacia oriente, mayor era el refinamiento y mejor hablaban el árabe los musulmanes —estaba diciendo al-Asayy—. Y sin embargo, fíjate, parece que estemos en una tierra que no ha cambiado desde la primera edad, antes de que apareciesen los Profetas.

Se percató de la presencia de Álvaro en la azotea y se giró para preguntarle con acritud:

—¿Puede saberse en qué sitio estamos?

—Pregúntaselo a Aslam. Supongo que estamos a mitad de camino, pero no estoy seguro.

—Eso me ayudaría si tuviera la menor idea de cuál es nuestro destino.

—Podría decírtelo, ¿y de qué te serviría? El nombre de ese lugar te resultaría tan desconocido como el de este poblacho, si es que tiene alguno. Simplemente considera que aún tenemos que viajar muchas millas hacia el este.

—Al este se extiende el imperio de los fatimíes.

—Cierto.

—Y si los fatimíes os descubren pondrán vuestras cabezas a secar sobre la puerta principal de Qairuán.

—Nuestras cabezas —le corrigió Álvaro—. ¿O te figuras que harán una excepción contigo?

—Yo no tengo nada que ver con vuestros manejos, sean los que sean.

—Por supuesto. ¿Cómo no se me habrá ocurrido? —dijo Álvaro con ironía—. Estoy seguro de que los fatimíes se darán cuenta enseguida de tu inocencia y te dejarán libre sin causarte ninguna molestia.

Dihya había estado contemplando las mujeres que iban a buscar agua a la artesa o fabricaban cerámicas a mano, sin ni siquiera un torno para ayudarse. Daba la impresión de estar comparando la imagen real con las que guardaba en su imaginación: un mundo soñado, sugerido por los cuentos que había oído de niña a las ancianas de su clan.

—¿Por qué nos obligasteis a acompañaros? —inquirió, mirando a Álvaro de una forma que le hizo sentirse incómodo—. ¿Qué os habíamos hecho?

«La he decepcionado. Yo le inspiraba simpatía, a pesar de ser cristiano, y de repente me he rebajado al nivel de los brutos que componen la escolta».

—Soy un esclavo del califa —se defendió, aunque consciente de lo endeble que era la excusa. Él no se consideraba esclavo de nadie, ni entonces ni nunca, y se rebelaría contra cualquiera que opinase lo contrario—. Cuando recibo órdenes, las obedezco.

—¿De veras? Había supuesto otra cosa.

Bajó de la azotea, abochornado, y en el proceso se cruzó con el soldado al que Aslam había ordenado proteger a al-Asayy de noche y de día. Jamil se llamaba, aunque distase de ser hermoso. Tenía el físico de un luchador y una barba en forma de luna cornuda. Su sonrisa era ambigua; no se podía decir a ciencia cierta si prometía placeres o tormentos.

«¿Qué diferencia hay entre nosotros? —pensó Álvaro—. Que Dios me perdone, para ella ese animal y yo debemos ser parecidos. Y no lo somos. Maldita sea, no lo somos».

La instrucción se inició inmediatamente. Esa misma tarde el patriarca trajo a un joven de baja estatura, nariz aplastada, con un ojo a mayor altura que el otro, como si hubiera seleccionado al hombre más feo de la aldea para que al-Asayy no saliera malparado en la comparación. La tarea encomendada al infeliz era pasarse el día entero hablando con el poeta en bereber, dentro de la casa o fuera, y se tomaba su ocupación con tal empeño que era raro ver al pupilo sin encontrar a su lado al maestro, parloteando incansablemente. Solían pasear por los alrededores del poblado, al-Asayy con aspecto de estar harto, su improvisado preceptor caminando detrás con el dedo índice extendido, enunciando los nombres de las cosas, de los animales y de las plantas. Solo se libraba de su eterno acompañante cuando Aslam comenzaba sus propias lecciones, que tenían lugar en el interior de su vivienda, a puerta cerrada.

Al mismo tiempo, ya fuese por imitación o porque el patriarca consideró equivocadamente que Aslam también pagaría aquel servicio, una mujer vestida con una prenda que recordaba a un sudario exhumado, sujeto al cuerpo por medio de unos nudos, se pegó a Dihya como una segunda sombra, de modo que por las tardes era frecuente ver a los primos caminando cada uno por su lado, apresuradamente y con la cabeza gacha, pretendiendo tal vez librarse de los maestros que los perseguían.

—¿De qué habláis? —acabó por preguntar Álvaro, picado por la curiosidad.

—Al principio no entendía una palabra de lo que me explicaba —suspiró Dihya. Seguía enfadada con él, pero estaba tan ansiosa por desahogarse que respondió sin vacilar—. Era dichosa. Ahora entiendo la mitad de lo que me dice, más o menos, y me gustaría taponarme las orejas con barro para dejar de escucharla. Hoy ha estado contándome la historia de una oveja que tuvo su padre, y a pesar de haber hablado durante horas asegura que no le ha dado tiempo a contarme la parte más interesante y que ya lo hará mañana. ¡Una oveja! Tiemblo pensando en que se le ocurra contarme la historia de su tribu.

Pese a las lamentaciones de Dihya y al-Asayy, ellos al menos tenían algo que hacer. Para entretenerse Álvaro salía a cazar liebres, que escaseaban, y participaba en simulacros de combates con los soldados. Esta era un tipo de distracción que le parecía particularmente útil, puesto que no descartaba la posibilidad de tener que luchar contra ellos algún momento, y los duelos simulados le permitían conocer por anticipado sus virtudes y sus defectos. Ninguno era particularmente peligroso, ni siquiera Jamil, que apenas dominaba un par de golpes y los repetía en exceso, como un jugador de dados que siempre apuesta a los mismos números. Un entretenimiento más emocionante, y más peligroso, tuvo lugar cuando los jóvenes de una aldea vecina vinieron con palos y garrotes después de la oración del viernes para enfrentarse con los niños de la aldea. Los hombres se unieron a la contienda encantados, hartos de aquella tranquilidad sin sobresaltos, y al cabo de un rato los participantes de ambos bandos estaban tirándose piedras con intención de hacer daño; fue pura suerte que nadie saliera malherido.

Participar en la refriega, y haberla desnivelado a favor de los jóvenes del poblado, les proporcionó un prestigio que Álvaro aprovechó para ganarse la confianza de los campesinos que iban a trabajar medio desnudos, llevando unos simples zaragüelles, aun cuando estaban demasiado ocupados para dedicarle más de unos minutos al amanecer y al volver de los campos. Le gustaban las gentes sencillas, salvo cuando esa aparente sencillez ocultaba una gran arrogancia, como en el caso de los guías. Ya había tenido la oportunidad de hartarse de intrigas y engaños en Bobastro; las estancias en el Alcázar de Córdoba y en Fez agrandaron ese disgusto suyo hacia los individuos que cortejaban sin escrúpulo alguno el favor de los príncipes.

Solo uno de los campesinos se mostró abiertamente desagradable con él. Un bereber achaparrado, brusco, que precedía cada encuentro casual escupiendo al suelo y lo concluía recitando:

—Allah iharraq buk.

Los otros habitantes de la aldea, o no caían en la cuenta de que Álvaro era cristiano o, habiendo caído, no les importaba. Pero aquel hombrecillo insistía en desearle a su padre las llamas del fuego eterno, provocando las sonrisas malévolas de Aslam y sus guardias, hasta que Álvaro concluyó uno de los encuentros estrellando contra su boca una piedra envuelta en tela que llevaba oculta en el bolsillo justo cuando decía: «…iharraq».

—¿Qué has hecho? —fue a preguntarle Aslam poco después.

—Puedes verlo por ti mismo —contestó Álvaro. La tela estaba manchada de sangre y salpicada de trozos de incisivo, como un pastel espolvoreado con almendras machacadas.

—Avergüénzate. El jefe de la aldea se ha quejado. Aquí somos huéspedes y hemos de comportarnos con corrección.

—La hospitalidad que nos ofrecen se la has pagado tú por adelantado, y tendrían que avergonzarse por ello. Además, ¿qué nos harán si se enfadan? ¿Atacarnos con sus garrotes? Podríamos matarlos a todos fácilmente. Pero si deseas una solución más pacífica, dale otra moneda de plata al patriarca y cesarán sus quejas.

—Ya le he dado una. Y tú ahora tendrías que disculparte.

—¿Por qué? Sé muy bien que mi padre arde en el Infierno. Es lo que se merecía. Pero a mí no se me insulta gratuitamente. Ese campesino debería alegrarse de que me haya contentado con romperle los dientes en vez de envainar mi espada en sus tripas. Le ha salido barata la lección.

—Está bien —consintió el anciano—. No te disculpes, no hace falta. Tienes razón en que es un desperdicio mostrarse considerado con estas bestias. Sin embargo es preciso que moderes tu orgullo. Ya te lo he dicho antes y te lo repito. En Fez nos recibieron como a embajadores de la paz y de la prosperidad. Y aquí podríamos apoderarnos de la aldea en unos minutos, si nos apeteciera. A medida que nos desplacemos hacia el este será distinto. Tendremos que pasar inadvertidos, al menos al principio, y aparentar humildad para ganarnos la estimación de la plebe. ¿Serás capaz de hacerlo?

—Si tengo que hacerlo, lo haré.

—Más te vale. Más nos vale. Y también tendrás que disimular con mayor acierto que eres un infiel. A nuestro señor Abd al-Rahman no le importa tener por servidores a gentes del Libro, tal es su benevolencia, siempre y cuando le sirvan con lealtad y eficacia, pero no hallarás tanta tolerancia por aquí.

—He tenido amigos en Ifriqiya y jamás tuve que ocultarles que Cristo es Mi Señor.

—Pues muéstrate tal como eres cuando estés entre tus amigos. El resto del tiempo sé cauto o te meterás en aprietos demasiado graves para que te saque de ellos una moneda de plata.

Álvaro se separó enojado de Aslam. En el fondo era consciente de que la postura del anciano era correcta, sin embargo los años transcurridos al servicio de los hafsuníes le habían acostumbrado a una situación de relativa igualdad entre cristianos y musulmanes. Aceptar que dentro del Estado califal formaba parte de una comunidad subordinada, expuesta a todo tipo de restricciones, le había resultado y le seguía resultando difícil.

Dihya estaba sentada en una roca ancha y con la superficie plana, a modo de asiento para gigantes. Se había adormilado; sus pestañas temblaban como tallos zarandeados por la brisa. Bastó que la sombra de Álvaro se pasease por su rostro un segundo para que despertara en el acto, alerta, y él reconoció un hábito adquirido en aquellos tiempos difíciles.

—Veo que habéis esquivado a la maestra —dijo.

—Puede que os pida prestada vuestra piedra para silenciarla —bromeó Dihya—. No le deseo ningún mal a la pobrecilla, pero por Dios que ya no la soporto más.

—Estáis haciendo progresos a una velocidad extraordinaria, por lo que me cuenta Aslam.

—Sí, el deseo de perder de vista a esos dos es un gran acicate. Sin embargo sospecho que los echaremos de menos. —De pronto la mirada de la mujer se tiñó de desconfianza—. Porque lo haremos, ¿verdad? Recordaremos esta aldea como un remanso de paz, el último sitio en el que nos sentíamos seguros.

—Depende.

—¿De qué?

—Del éxito de los planes de Aslam o de su fracaso.

—El éxito de sus planes solo beneficiará a Aslam. Lo sé. Así funcionan las cosas. Es su fracaso lo que compartiríamos.

Dihya era joven, pero Álvaro ya había advertido que sus reflexiones solían estar cargadas de pesimismo. Y la única razón que encontraba para ello era que había sido sacudida duramente por la desgracia.

—Eres viuda, ¿me equivoco?

—También perdí un hijo.

—Lo siento. ¿Fue durante el asedio de Badajoz?

—Sí —corroboró ella—. Karim era mi tío. Un bereber de la confederación de los Zanata, como yo. Y presumía de serlo, a diferencia de los malnacidos, Dios los castigue, que se inventan antepasados árabes para encubrir sus orígenes. Era alto y fuerte, alegre. Conseguía sobreponerse a la adversidad de un modo que yo no acierto a imitar. Cuando él y mi hijo murieron se apagaron los soles que me iluminaban y desde entonces he vivido en la oscuridad de día y de noche.

Dihya se detuvo, herida por el recuerdo. Luego, habiéndose repuesto, preguntó a Álvaro:

—¿Habéis tenido mujer? ¿Hijos?

—Ninguna con la que me haya casado y ninguno que me haya llamado padre alguna vez —repuso él—. Mi oficio era la guerra y mi principal preocupación servir bien a mi señor. Esa es la huella que he dejado en el mundo.

«En otras palabras, no he dejado ninguna huella —pensó Álvaro—. La causa por la que luché fue vencida, aplastada. El caudillo al que juré fidelidad es un amasijo de piel y huesos burdamente trabados que cuelga de un madero, y el único amigo que conservaba probablemente sea la persona que me traicionó. Aparte de la esperanza de vengarme algún día de los Omeyas, ¿qué es lo que me queda?».

—Siempre habláis de vuestro señor en pasado. Pero Abd al-Rahman está vivo.

—Abd al-Rahman no es mi señor —repuso Álvaro. Puede que fuese una declaración demasiado sincera, acaso intentando corregir la mala impresión que le causó el otro día—. Simplemente es el dueño de la cadena por la que estoy sujeto.

—Es una afirmación valiente. A Aslam no le gustaría.

—Aslam no está aquí. Y en cualquier caso, ya lo sabe. O lo intuye. Nunca he fingido devoción hacia el Omeya. Me convirtieron en su esclavo y tengo que hacer lo que se me manda, pero mi devoción es para Ibn Hafsun y lo seguirá siendo mientras yo viva.

—Parece que os acordéis de Ibn Hafsun como yo recuerdo a mi Karim —dijo Dihya con una débil sonrisa—. ¿Era un buen hombre?

Álvaro consideró la pregunta. Había lances que no había contado a nadie ni tenía intención de hacerlo nunca. Por ejemplo, el modo en el que había derrotado a su hijo Sulayman en una pelea provocada por un estúpido desacuerdo: golpeándole por la espalda, a traición. O su participación, bastantes años antes de que Álvaro entrase a su servicio, en el envenenamiento del emir al-Mundhir por su hermano Abd Allah mientras el primero asediaba Bobastro. Sin embargo se sentía incapaz de acusarle por aquellos y otros actos deshonrosos. Igual que Ibn Hafsun los desestimaba con una sonrisa, como si fueran travesuras fáciles de disculpar, también Álvaro encontraba sorprendentemente sencillo justificarlos.

—No, probablemente no era un buen hombre —reconoció—. Apostató varias veces, según le convino, del islam al cristianismo, y luego al chiísmo, que es la rama a la que pertenecen los fatimíes, y de nuevo al cristianismo. —Dihya parecía escandalizada. Él decidió ignorar su desconcierto y continuar—: Ofrecía su alianza a quien consideraba un apoyo válido para sus aspiraciones: aglabíes, fatimíes, asturianos… Y si, conseguida la alianza, no le procuraba el provecho esperado, la abandonaba para buscar otra. Me atrevería a decir que su postura respecto a la religión era la misma. Pero yo no era nadie y Samuel me convirtió en un hombre digno de respeto. A mi padre y mi hermano nuestros vecinos los temían más que a los lobos. Les odiaban, odiaban a mi familia. Menos a mí, porque yo era uno de los capitanes de Ibn Hafsun. Sin la confianza de Samuel, ¿qué habría sido de mí? Es mejor no pensarlo.

Dihya recogió las piernas y se inclinó hasta apoyar la barbilla en sus rodillas, como si considerara cómo habría sido su vida sin Karim.

—Incluso así, no os ha ido tan mal —dijo—. Aunque no os agrade el califa, tenéis un amo, una raíz. A nosotros nos han arrancado de la tierra como a espárragos que van a ser vendidos en el zoco.

—¿Una raíz? —bufó Álvaro—. Preferiría estar tirado en el camino.

—¿Y por qué? ¿Qué razón tenéis?

—Tengo miles. Pero os daré una. Yo también sé algo de asedios. Combatí contra las tropas Omeyas cuando iniciaron la campaña de Talyayra; por cierto fue la última vez que luché por los hafsuníes antes de que Sulayman me forzase a abandonarlos. Tratamos de auxiliar a los habitantes de la fortaleza de Santa Eulalia, que había sido cercada y estaba a punto de sucumbir, pero nos vencieron en el llano y tuvimos que replegarnos. Cabalgué hacia un monte aledaño junto a Abu Nasr, el mejor arquero que jamás haya conocido, para protegerle mientras alcanzaba con sus flechas a los soldados que se ponían a tiro. Mató e hirió a una buena cantidad, sin embargo su esfuerzo resultó baldío. Los mercenarios irrumpieron en la fortaleza y recorrieron el solar asesinando a la gente de los peores modos en patios y casas. Los habitantes, aterrados, huían por donde les era posible y para evitar ser pasados a cuchillo se tiraban de cabeza por los riscos. Yo lo vi. Madres con sus hijos abrazados al pecho, ancianos, hombres heridos durante el asedio. Caían sin cesar desde la cima, como una lluvia siniestra, hasta que no quedó ninguno con vida salvo los prisioneros a los que luego decapitaron en presencia de Abd al-Rahman. El mismo Abd al-Rahman al que se supone que he de servir con fidelidad.

Álvaro se dio cuenta de que la sangre se había retirado bruscamente del rostro de Dihya. Estaba pálida y sus ojos brillaban llenos de furia.

—Si es verdad lo que decís —exclamó—, es aún más indigno que colaboréis con los Omeyas. Cuando ellos asesinaron al hermano de mi marido, mi clan no buscó pretextos para olvidar la afrenta. Se unió al bando contrario para cobrarse el precio de la sangre, y aunque eso les costó la vida, murieron con honor.

—Ya os he dicho que…

—Oh, sí, sé lo que me habéis dicho, Ibn Daisam. Y mentís bien, aunque no estoy segura de si mentís a los demás o a vos mismo.

Resonó la llamada a la oración. Dihya se levantó de un salto, como si se alegrara de la interrupción, para unirse a las mujeres. Su maestra surgió de repente de detrás de los muros parduscos de adobe, apresurándose para alcanzar a su alumna y arrancando una sonrisa triste a Álvaro en el proceso.

«Podría decirle que colaborando con ellos quizá encuentre la forma de perjudicarlos. Pero es demasiado pronto. No la conozco tan bien para arriesgarme a confesar mis intenciones».

No volvieron a conversar en las dos semanas siguientes. Al llegar la época de los primeros calores Aslam juzgó que al-Asayy había alcanzado la soltura necesaria hablando la lengua bereber y comunicó al patriarca de la aldea que se iban. Aquel, para celebrar su partida y las monedas que esperaba recibir, decretó que tuviera lugar una fiesta. Trajeron un carnero viejo que tenía aspecto de haber sido reservado durante años para una ocasión como esta. El animal, sin duda creyendo estar a salvo ya de tales contingencias, adoptó un aire sorprendido cuando lo degollaron. La cabeza se le cayó a un lado haciendo un ruido viscoso y una mancha sanguinolenta y espesa comenzó a formarse en el suelo. Una mujer presionó la palma de la mano contra la sangre y acto seguido plantó la mano en la nuca de una mujer más joven.

—Dicen que la impresión de la mano manchada con la sangre del sacrificio sobre la espina dorsal espanta el mal de ojo y cura la epilepsia —explicó Aslam. Y añadió encogiéndose de hombros—: Pura superstición.

Un campesino trasmutado oportunamente en matarife colgó el carnero de una rama y se puso a despellejarlo. Le quitó la piel entera y después ayudó a espetar el animal en un largo palo antes de colocarlo encima de las brasas.

Dihya estaba rodeada de las madres adolescentes cuya compañía había buscado en las dos semanas anteriores, intentando compartir aquellos goces de la maternidad que le habían sido arrebatados tan prematuramente. Un niño de unos cuatro años daba vueltas en torno a ella, asombrado de su piel y sus gestos, hasta que ella le revolvió el pelo, al tiempo que decía a la madre:

—Es un niño muy guapo… ma sha Allah —dijo, incluyendo la frase que ahuyentaba el mal de ojo.

La madre rio encantada, luciendo una dentadura llena de vacíos pese a su corta edad, y cediendo al impulso de corresponder al cumplido fue corriendo a poner la mano en la plasta de sangre del carnero, rebozada de moscas, para adornar la nuca de Dihya con la rojiza señal de sus cinco dedos.

Ella dio unos pasos hacia atrás, aturdida, haciendo un aspaviento que se debía en parte a la gratitud y en parte al asco por tener el cuello manchado de sangre a medio coagular. Álvaro dedujo que se trataba de una mujer que había crecido en un ambiente refinado, dentro de lo que cabe. Como solía suceder con las princesas, incluso con las que habían perdido su reino, no podía evitar ser un poco remilgada.

—Se secará enseguida —dijo Álvaro—. Y entonces será fácil de limpiar.

—Oh, gracias. —Ella, al reconocerle, apartó la mirada—. Estaréis enfadado conmigo.

—¿Por qué?

—Os he rehuido estos días. No me digáis que no lo habéis notado.

—Hablé más de la cuenta. Me sucede a menudo.

—No, es solo que… Me siento frustrada. Tenía una vida, unas ilusiones. Sembré, pero no he recogido nada, excepto aflicción. Por eso me enfado con facilidad.

—Tienes motivos para estar enfadada. En realidad, es preferible la ira al desaliento. El desaliento solamente conduce a la desesperación, pero la ira te servirá para mantenerte firme, con los pies en el suelo.

Dihya se humedeció los labios, nerviosa. Las adolescentes ya venían para rodearla de nuevo y Álvaro sintió la mano huesuda de Aslam posándose en su hombro. El anciano tenía un pedazo de carne humeante en la otra mano y lucía una sonrisa ladina mientras apartaba a Álvaro de Dihya.

—Ese carnero degollado me ha recordado a Ahmad Ibn Abdallah, la misericordia de Dios sea sobre él —dijo Aslam con los dejes propios de un hablante del árabe más culto—. Aunque hay una gran diferencia: el sacrificio del carnero ha traído la alegría a la aldea, en cambio la muerte de Ahmad llenó de tristeza a sus discípulos.

—¿Le conociste?

—Sí. Él acudía al Alcázar a menudo.

—Así que maté a uno de tus amigos. Lo siento.

—¿Amigos? Dios me valga, claro que no. Era un pedante insoportable. Se dedicaba a ensalzar continuamente los tratados de leyes que escribía, como si alguien, aparte de sus discípulos, tuviera el valor de leerlos. —La sonrisa desapareció; los delgados labios de Aslam se habían tensado en una mueca reprobadora—. De todas formas no estuvo bien lo que hiciste. Y tampoco está bien que te juntes con la hermana del poeta como lo haces. Ten cuidado. Cuando un hombre y una mujer se quedan a solas sin estar unidos por el matrimonio, enseguida acude el Diablo para sentarse con ellos.

—¿Y qué te más te da? No te hacía tan puritano.

—No quiero más complicaciones de las necesarias —dijo Aslam, sonrojándose levemente ante el reproche. Señaló a al-Asayy, que había aprovechado la ocasión de beber a placer el vino que hacían en la aldea y ahora estaba asediando a las esposas de los campesinos, sin distinción de edad o hermosura—. Mi plan ya está expuesto a suficientes riesgos.

«Tú tienes un plan —pensó Álvaro—. Y con la ayuda de Dios a mí se me ocurrirá un plan igualmente. Y te aseguro que no te va a gustar lo más mínimo».