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El jardín de cráneos

Se habían instalado en la ribera de los Andalusíes, más económica y también más industriosa. Del día a la noche se escuchaba el ruido de los martillitos laboreando el cobre, el bronce y, acompañándolos, la ronca canción de las sierras y los buriles de los ebanistas. Al-Asayy gruñía fastidiado, se daba la vuelta en el jergón, lanzaba las manos a un lado y a otro como anzuelos, tratando de atrapar algo con lo que taparse los oídos. Por fin se levantaba encadenando maldiciones e insultos, inclinándose hacia el aguamanil para enjuagarse la boca con un sorbo de agua templada.

—¿Para qué tanto trabajo? —decía—. ¿Es que no se dan cuenta de que se morirán igual cuando suene su hora, hayan trabajado mucho o poco?

La habitación era pequeña, reconcentrada, tenebrosa. Los muros eran de barro, irregulares, las pellas habían sido amontonadas unas encima de otras hasta alcanzar la altura necesaria y con frecuencia Dihya tenía la sensación de estar dentro de un nido de golondrina al que había accedido gracias a un encantamiento o una maldición. El resto del tiempo, en cambio, se asombraba de lo semejante que le resultaba aquel rincón minúsculo e insalubre al cuartucho que ocupaba al-Asayy en Badajoz.

«La opulencia tiene caras distintas en cada lugar —pensaba—, pero la miseria es parecida en todas partes».

La mentira que solía contar el poeta, presentándose como el hermano y mahram de Dihya a la par que mostraba el falso certificado que lo probaba, había servido también entonces para que les permitieran compartir habitación. Y aún así, no podían pagarla. Al-Asayy utilizó todo su arsenal para embrollar a la dueña: dulces palabras, frases piadosas, referencias a su triste condición de tullido, añoranzas de al-Ándalus… Aseguró que ambos habían tenido que exiliarse, de la misma forma que lo hicieron los andalusíes que fundaron aquella mitad de Fez, tan mal avenida con su contraria, después de ser expulsados de Córdoba, y cuando la dueña, animada por la patraña, comenzó a relatar las desventuras de sus antepasados, él escuchó con fingida atención, celebrando cada acontecimiento, incluso los más triviales, estableciendo forzados paralelismos entre las vivencias de los ancestros de la mujer y las suyas hasta conseguir que les dejasen habitar el cuarto sin tener que pagar ni un dírham por adelantado.

—¿No te da vergüenza engañar a la gente? —le regañó Dihya después de la entrevista.

—La vergüenza escuece, querida, pero te aseguro que dormir en la calle causa molestias mucho peores —dijo al-Asayy con una mueca—. Sin embargo eres libre de buscar tu alojamiento en el bosque, entre las bestias salvajes, si ese es tu gusto. Estoy convencido de que la satisfacción de ser una persona sincera compensará todas las demás incomodidades.

Dihya se había quedado en el cuarto. El delgado colchón en el que dormía ocupaba la mayor parte del espacio que dejaba libre el jergón. Era tan fino que se le clavaban en la espalda los juncos de la estera dispuesta sobre la tierra del suelo. En cualquier caso, la incomodidad era la menor de sus preocupaciones durante la noche. Se despertaba con frecuencia, alertada por algún ruido, y en la oscuridad parecían pasearse ante sus ojos, como un leve vapor, los fantasmas de sus seres queridos. Solo a Firqan pudo enterrarlo, e incluso aquel fue un funeral llevado en secreto, silencioso, realizado como si de un acto execrable se tratara.

—¿Queda algo de comer?

Ella asintió. Una de sus nuevas vecinas le había dado un plato lleno de sobras que Dihya aceptó con lágrimas en los ojos, dándose cuenta de lo cerca que estaba de convertirse en una mendiga.

«Hace apenas un año me enorgullecía contemplando nuestros huertos y nuestros frutales —recordó apenada—, y hoy tiemblo de agradecimiento por unos puñados de sémola fría».

Aquel era un manjar que ambos desconocían antes de desembarcar en África: sémola de trigo cocida al vapor y rociada con caldo. El paso de las horas había hecho que tuviera una apariencia muy poco apetitosa, pero al-Asayy amasó impacientemente toda la sémola que quedaba con la mano derecha y luego, al concluir, rebañó el barro cocido con la lengua.

—No hay condimento en el mundo que se pueda comparar con el hambre —dijo el poeta, adivinando lo que pensaba Dihya—. El azafrán más caro no conseguiría que la comida supiera mejor.

Se limpió la boca con la palma de la mano antes de volver a colocarse con cuidado la venda. Solo en aquellas ocasiones podía entrever Dihya el hemisferio oculto en el rostro de su primo, la brusca interrupción de sus rasgos, transformados de repente en un fárrago de cicatrices. Como versos en un pergamino rasgado, eternamente incompletos.

«Qué accidente tan horrible. Perder de repente la apostura, la juventud, la admiración de las mujeres. Con razón evita siempre referirse a lo que le ocurrió».

Al-Asayy se atusó los cuatro pelos que hacía pasar por una barba. Cogió el astroso turbante que había descubierto abandonado en la habitación y se lo probó, intentando sin éxito sujetar sus pliegues.

—Primero saldré a encontrar a algún comerciante que me parezca simpático y le dedicaré unos versos. Quizá nos regale una bolsa de cebada. Después preguntaré dónde reside el gobernador de Fez e iré a preparar una esquela explicando quién soy y cuáles son mis talentos. De este modo, si el portero me prohíbe la entrada a palacio, le pediré que al menos entregue la esquela al gobernador.

—Con ese traje lo más probable es que te prohíba pasar, en efecto —dijo Dihya, examinando con ojo crítico las burdas ropas de su primo—. Seguro que te tomará por un campesino.

—Confío en la esquela para corregir tal impresión. «La luz que viene de Occidente», así pienso darme a conocer. La única duda que me asalta es que Ibn Abi’l-’Afiya es un príncipe de los Miknasa —al oírle Dihya se conmovió involuntariamente, acordándose de que otro Miknasa había arruinado su vida—, y no sería prudente por mi parte confesar que soy Maghrawa. ¿Sabes por casualidad qué tribus mantienen buenas relaciones con los Miknasa en el Magreb? Tal vez tendría que recurrir a las gentes del barrio para averiguarlo.

—En lugar de mentir acerca de quién eres, ¿no podrías presentarte ante un príncipe Maghrawa?

—No conozco a ninguno. Y aunque lo conociera, estamos en Fez. Y en Fez, nos guste o no, gobiernan los Miknasa.

El poeta salió de la habitación lleno de optimismo, asegurando a Dihya que, si no volvía él mismo, enviaría un mensaje para informarla de sus progresos. Ella se quedó aislada en la penumbra, con la puerta entreabierta para que entrase algo de aire, confiando en las variaciones del rayo de luz que penetraba por el resquicio para enterarse del discurrir de las horas. Su estómago se quejaba agriamente, pero se obligó a sí misma a permanecer sentada, incapaz de soportar la infamia de suplicar otro plato de comida a sus vecinas. Apenas se asomó un instante a la calle, impulsada por el tedio, para ver a un grupo de niños que jugaban desnudos. Ni siquiera atendió las llamadas del almuédano. Al principio se encontraba sin ánimos para ir sola a la mezquita del barrio; más tarde tuvo miedo de sufrir un mareo mientras iba o volvía.

«Unas semanas más viviendo así y haré cualquier cosa para salir de la pobreza —pensó con amargura—. Cualquier cosa».

Al-Asayy no volvió ese día, ni tampoco vino un mensajero en su nombre. Dihya esperó hasta que la oscuridad de fuera se igualó con la oscuridad de dentro y entonces atrancó la puerta del cuarto y se arrebujó en la apolillada manta, buscando consuelo en la almohada que estrechaba entre sus brazos. Se sentía aplastada por el peso de los recuerdos, que la impedían dormir llenando su cabeza de imágenes y sonidos que hubiera querido y que no podía olvidar: la muerte de su marido, el descubrimiento del cadáver de su hijo, los gritos desgarradores de sus habitantes cuando los soldados Omeyas traspasaron las puertas de Badajoz, abiertas traidoramente en una noche semejante a aquella. Revoloteaban los recuerdos por su cabeza como negros pajarracos, sin que hubiera un espantapájaros que los amedrentase, nada que impidiera que se descolgasen continuamente de un cielo negro, odiosos, disputándose el derecho de hacerla sufrir. Tantas cosas habían sucedido en un año, y todas parecían dirigidas por un destino adverso. Había llegado a dudar de la religión, de Dios, y luego se había arrepentido de su falta de fe. ¡Qué fácil era aceptar la voluntad del Altísimo cuando vivía feliz y despreocupada! ¡Y qué difícil resultaba ahora guardar en el fondo de su alma la creencia en un Dios poderoso y bueno! Abandonada por la fortuna, creía ser como una hoja seca expuesta a todos los vientos, evitando contemplarse demasiado a sí misma en los espejos, no fuera a descubrir que la mano de la adversidad había escrito en su frente: «Tú ya no eres tú».

Pasó la noche. Llegó la mañana y ella se durmió, agotada, indiferente al ritmo habitual de la vida. Alguien llamó a la puerta. No era la señal convenida con al-Asayy; no contestó. Permanecía acostada en el jergón sin moverse, con los ojos muy abiertos, espiando la nada.

«Esta será mi sepultura —se dijo—. Me encontrarán aquí, aferrada a la manta, cuando el olor atraiga a los perros callejeros».

Por la tarde un repiquetear de nudillos en la puerta. Una voz conocida. Dihya se levantó de un salto para abrir y acto seguido abrazó con fuerza al poeta, al que casi hizo caer de espaldas al suelo, aturdida por la ansiedad y el hambre.

—Por Dios, prima, ¿es que no has salido mientras yo estuve fuera? ¿Ni para vaciar la escupidera? —Al-Asayy arrugó la nariz ante el penetrante olor a amoniaco que escapaba del recipiente, pese a la tapa de madera que lo cubría, y acto seguido sacó de la bolsa que traía consigo dos panecillos—. Toma, para ti. Están duros, pero si los remojas con agua se podrán comer.

—Tenía miedo —confesó ella—. Me asomé a la calle y pensé que si me iba no sabría regresar.

—Podrías haber preguntado.

—¿A quién? ¿Y si me apresaban?

Dihya comenzó a comerse los panecillos, royendo la corteza como un ratón. Su primo se sentó en el jergón, suspirando, friccionándose los pies con las manos.

—¿Cómo te ha ido?

—Tal vez bien, no lo sé. —Captó la mirada sorprendida de Dihya y agregó—: Después de cruzar el río para ir a la ribera que llaman la de los Qayrawaníes fui al palacio del gobernador para solicitar que me concediese una audiencia. Al principio consideré que había llegado al límite de mis esperanzas, pues el oficial que me atendió no me solicitaba más explicaciones que las que di al presentarme y parecía que su labor consistiera exclusivamente en proporcionar alojamiento a los poetas que visitan la corte del gobernador. Pero me temo que hubo una confusión de algún tipo. O él no me entendió a mí o yo no le entendí a él. Ya te habrás dado cuenta de que aquí se habla un árabe endemoniado. El caso es que me condujo a una casa lejos de palacio cuyos muros amenazaban con venirse abajo en cualquier momento. No exagero si te digo que la morada se parecía a las de Firuzabad, por lo vetusta. Y allí me dejaron abandonado y sin recursos, como si yo fuese el guardián al que se le encarga vigilar una finca.

Bajó la voz hasta acabar en un susurro y Dihya se inclinó hacia delante para oírle, pero al-Asayy recuperó enseguida su tono normal.

—Dormí lo mejor que pude, pues la única ropa de cama que encontré fue una esterilla de oraciones. Menos mal que estamos en una época del año en la que las noches son templadas, porque en medio del invierno esa casa debe hacer que sus ocupantes ansíen ir al Infierno para gozar de sus hogueras. Al amanecer, sin embargo, vino a buscarme el oficial y me llevó de vuelta al palacio. Había un jaleo extraordinario. Vi de lejos a los representantes del califa con los que viajamos, incluido ese admirador tuyo, y me imaginé que estarían negociando con Ibn Abi’l-’Afiya para Dios sabe qué, pero no nos acercamos y desconozco lo que habrán venido a hacer a Fez exactamente. Cuando nos metimos en un jardín que estaba vacío, el funcionario que me escoltaba me dejó de repente en un asiento y se marchó de nuevo sin decir palabra. Imagínate mi confusión, yendo de un lado a otro igual que un mueble que estorba el paso, y recibiendo las mismas instrucciones que se le darían a un mueble. Pude detener a un esclavo que llevaba una bandeja llena de manjares y devoré gran parte de lo que transportaba antes de que consiguiera impedírmelo. Y fui astuto al hacerlo, porque de haber confiado en que eventualmente me trajesen comida y bebida, ahora mi estómago estaría gimiendo como una plañidera.

—¿Y de entre esos manjares que devoraste solamente guardaste para mí unos panecillos incomibles? —rezongó Dihya.

—Los panecillos los cogí más tarde, en otro sitio. No iba a ir por el palacio con los bolsillos repletos de pasteles y pescado en escabeche. —Al-Asayy meneó la cabeza ante lo absurdo de la idea—. Estuve ahí otra hora, por lo menos, sentado en el asiento, sin moverme, pero consolado por haber comido. Me levanté para beber agua de una fuente, porque el escabeche me había dado sed, y entonces apareció un séquito en el jardín y al frente un hombre grande, peludo, con el rostro encendido como si viniera de realizar un ejercicio violento. Parecía que acabase de desmontar del caballo para disponer el orden de su hueste. Yo supuse que era Ibn Abi’l-’Afiya, o su hijo, el gobernador de Fez, y me deshice en reverencias y alabanzas, levantando bien las manos para que se apreciara fácilmente que yo no iba armado, pues de sobra sé lo mucho que temen los príncipes a los asesinos y el cuidado que hay que tener para que no te confundan con uno.

—Haría falta un príncipe muy perturbado para que viera en ti a un asesino.

—Ah, ¿es que te crees que los asesinos no se disfrazan ni se hacen pasar por personas inofensivas? ¿Te figuras que los traidores se acercan a sus futuras víctimas con gesto severo y diciendo: «Aquí me tienes, soy el que va a traicionarte»? Pues no, querida mía, los traidores suelen ser zalameros y obsequiosos, como tú ya has aprendido de la peor manera —señaló con el índice a Dihya, que se encogió como herida por una puñalada—, y los asesinos tratan de parecer débiles o pacíficos. Y para que no quedase ninguna duda de que mi apariencia era mi realidad, mantuve mis manos en alto mientras hablaba, dando las gracias a aquel gran señor por venir a verme. Él me miraba con curiosidad y con aparente benevolencia, pero yo continué con mis alabanzas, midiendo cada palabra, porque los hombres sanguíneos olvidan la ira tan rápidamente como la recuperan y hay que evitar esto último. Al fin murmuró que era Ibn Abi’l-’Afiya, el dueño del Magreb, y yo fingí maravillarme de que Dios, dispensador de la grandeza, me hubiera concedido la gracia de llevarme delante de un hombre tan poderoso. Le comparé en un momento con todos los reyes de la Antigüedad que pude recordar y él hinchó el pecho complacido. ¿A qué príncipe le disgusta que le equiparen con Alejandro Magno? Te aseguro que no hay ni uno en este mundo, prima querida, que considere exagerada la comparación.

Al-Asayy esbozó una sonrisa. Era evidente que tenía mucha experiencia en dedicar elogios excesivos a gobernantes que no los merecían.

—Se ve que le habían hablado de mí. ¿Qué le contaron? Eso yo ya no lo sabía. Pero tampoco podía preguntárselo. Así que le seguí cuando se encaminó hacia uno de los senderos del jardín y me paré cuando él se paró. Había unas macetas en el suelo en las que crecían flores, aunque en ninguna crecían demasiadas ni con demasiado vigor. Se acuclilló para revisar las macetas de cerca y los ojos le brillaron de alegría. Me hizo una seña para que me acuclillase a mi vez y con tono jactancioso anunció: «He aquí a mis enemigos, incluyendo a los descendientes de Idris que causaron la muerte de mi hijo Minhal».

Hizo una pausa para excitar el interés de Dihya y prosiguió:

—¿Qué pensarías que eran las macetas que me enseñaba? Cráneos, querida mía. Cráneos humanos. Los habían rellenado de tierra y plantado en ellos semillas, antes de colocarlos a lo largo del sendero para que Ibn Abi’l-’Afiya se regocijara al pasear por allí. Uno a uno me los fue presentando, explicando quiénes eran sus antiguos dueños y cómo les había derrotado, y yo me vi forzado a disimular mi espanto, celebrando el ingenio del que encontró tal utilidad a los huesos de sus enemigos. Había treinta en el jardín, quizá más, porque vi otras macetas a lo lejos y es posible que también fuesen cráneos arreglados igual que aquellos. Ibn Abi’l-’Afiya me dijo que ese era su rincón favorito y que no había tesoro en sus cofres ni salón en ninguno de sus palacios del que estuviera más orgulloso. Sin embargo había llegado a la conclusión de que hacía mal en mantener secreto ese jardín que daba cráneos por frutos y debía difundir su existencia para atemorizar a sus rivales. Y para ello, ¿qué mejor medio que llamar a un poeta para que compusiera unos versos acerca del macabro jardín? Por lo visto yo tuve la fortuna de presentarme en su palacio justo cuando la idea cobraba forma en su mente y era el primero al que le hacía el encargo. Aunque me señaló que había varios poetas en Fez a los que pensaba pedir lo mismo, con lo cual la recompensa no es segura, ya que tendré que competir con otros. Luego Ibn Abi’l-’Afiya se marchó, dejándome solo, y el funcionario que me traía y me llevaba trató de devolverme a la horrorosa morada donde había dormido la noche anterior, pero renuncié a su hospitalidad dando innumerables pretextos para volver contigo, como has visto. Durante el camino intenté canjear un poema por un talego de cebada, sin embargo el miserable al que se lo dediqué estimó que no merecía a cambio sino los panecillos que ya eran imposibles de vender. Y esos son los que tú estás comiendo ahora.

—Intentando comer, más bien.

—Te aconsejé que los mojases, ¿no? Sosiégate, prima querida, porque pronto dejarás de roer pan duro. Estoy tan seguro de triunfar en esta competencia que es como si ya tuviera los dinares en mi bolsillo. ¿Qué se puede esperar de los poetas de Fez? Imitaciones de los orientales, nada más. En cambio yo deslumbraré a Ibn Abi’l-’Afiya con mi inventiva. Ya tengo pensadas algunas de las imágenes que utilizaré en los versos, en realidad, y dudo mucho que se haya oído por aquí algo semejante. Voy a comparar la lanza de Ibn Abi’l-’Afiya con un árbol que da espléndidos frutos. Y de su jardín diré que se ha abonado con la sangre de reyes, y que de ahí procede su salvaje belleza.

Súbitamente sonó un golpe en la puerta. No reconocieron en él los dedos frágiles de la dueña del cuarto, pero tampoco era tan enérgico como para sugerir el puño de un oficial que venía a desahuciarlos. A pesar de lo cual Dihya se asustó recordando aquella noche terrible, en Badajoz, cuando los soldados Omeyas aporreaban las entradas de las casas, exigiendo a los habitantes de la ciudad sometida que salieran inmediatamente acarreando todos sus objetos de valor, y quien se retrasaba en exceso, o se negaba a abrir la puerta, era sacado a rastras y degollado en medio de la calle. Cuando a ellos dos les tocó el turno de responder a la llamada, el espectáculo era terrible: una hilera de cadáveres, con frecuencia vecinos a los que conocían, amontonados, medio desnudos a causa de un frenético registro, de la que nacía un arroyo de sangre que casi parecía negro bajo la furiosa luz de los incendios.

—¿Será un enviado de Ibn Abi’l-’Afiya, que se impacienta por oír mi poema? —comentó al-Asayy, esperanzado.

Se levantó para abrir. Dihya trató de esconderse, pero en la habitación no había sitio para hacerlo, de modo que tuvo que replegarse a la esquina donde la sombra era más profunda. Desde allí vio a su primo quedarse paralizado, dejando a medias la frase de bienvenida, y cerró los ojos temiéndose lo peor. Sin embargo al- Asayy se limitó a apartarse para que entrase el visitante. Iba tapado con un turbante y un velo que apenas dejaban a la vista una franja de piel entre el nacimiento del cabello y el arranque de la nariz. Cuando se quitó ambos, después de que al-Asayy hubiera cerrado la puerta, Dihya descubrió que era Ibn Daisam, oculta la cruz del cuello y vestido a la usanza de los naturales de lugar.

—Ha sido difícil encontraros —dijo—. Por suerte para mí no eres un hombre que pase desapercibido.

—¿Es por mi talento?

—Es por la venda. —Miró de reojo a Dihya, aún incrustada en la sombra, y su rostro se iluminó un instante.

—¿Y a qué se debe que quisierais encontrarnos? Cuando nos separamos al llegar a Fez, no disteis muestras de desear que continuásemos en vuestra compañía.

—Las circunstancias han cambiado desde entonces. Y el hecho es que ahora Aslam está interesado en hablar contigo.

—Será a causa del poema, claro está. ¿Acaso tu amo también quiere uno?

Ibn Daisam pareció confuso.

—¿Qué poema?

—Ibn Abi’l-’Afiya me ha encargado unos versos. Supongo que os habréis enterado, dado que estáis residiendo en su palacio.

—No sé nada de versos. Y Aslam tampoco. Lo que desea proponerte es otra cosa.

Esta vez le correspondió a al-Asayy aparentar confusión.

—¿Y si no son versos, qué puede pretender de mí? Yo soy un poeta. Ese es mi oficio y mi vida. Pedirme cualquier otra cosa es como pedirle a un gallo que ponga huevos o tire del arado.

—Si Aslam tuviera que dirigir un caserío le veo muy capaz de empeñarse en que los gallos pongan huevos. Y creo que lo conseguiría.

—Quizás, aunque sigo considerando que sería una pérdida de tiempo solicitarme algo para lo que no estoy dotado.

—Por suerte o por desgracia para ti, es prácticamente imposible saber por anticipado si estás capacitado para hacer lo que él quiere —contestó el cristiano—. Pero Aslam considera que sí lo estás, y que Dios te ayude si resulta que está equivocado.