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Cambios de planes

Cuando cruzaban el estrecho Álvaro se fijó en que Aslam escudriñaba las olas poniendo en ello toda su atención.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—Dicen —contestó el viejo—, y Dios es quien más sabe, que en la Antigüedad Alejandro Magno construyó un puente uniendo las dos orillas que ha de volver a elevarse al final de los tiempos. Miro para ver si consigo descubrir sus restos.

Aslam había pasado veinte años encerrado en el Alcázar de Córdoba por su propia voluntad, rodeado de libros antiguos y componiendo algunos nuevos, un bibliófilo apasionado al que se le había dado una oportunidad tardía de sacar provecho de su erudición. Cada nombre de pueblo o ciudad, cada accidente geográfico, cada lugar, despertaban inmediatamente asociaciones en su cerebro: batallas que se habían producido en las cercanías, personajes importantes que nacieron allí, leyendas ubicadas en tal o cual risco, en aquella roca o en esta. Antes de desembarcar en Ceuta aún acertó a contarle el mito que afirmaba que ese punto había sido el lugar de partida de Moisés y el inmortal al-Jadir, el cual había guiado al Profeta en su búsqueda de la Fuente de la Vida. Álvaro le permitía explayarse. El anciano estaba encantado de demostrar sus amplios conocimientos, lucir su sabiduría, aunque no había presunción en su forma de actuar. Era como un cántaro rebosante, tan lleno que bastaba el menor movimiento para que derramase una fracción del agua que contenía.

El tercer vértice de aquella sociedad era Ibn Jayra, el hijo bastardo de un visir, de quien su padre se había librado convenciendo al chambelán de que era la persona ideal para ejecutar el proyecto alumbrado por Aslam. El viejo no estaba tan seguro, y aún lo estuvo menos después de que los primeros intentos de instruirle fueran un fracaso. Álvaro e Ibn Jayra habían estudiado juntos, y juntos escucharon las lecciones de Aslam, que tenía la tendencia de ponerse a divagar pasados los minutos iniciales, pero mientras que el cristiano conseguía comprender más o menos lo que se esperaba de él, el hijo del visir solía dormirse en medio de las lecciones, suspiraba largamente o seguía el vuelo de las moscas con la mirada en vez de estudiar los libros que se le recomendaban, contentándose con rogar que los designios de Aslam se quedasen en agua de borrajas, evitando que tuviera que hacer nada fatigoso.

Para colmo de males, Ibn Jayra resultó ser bastante enfermizo. Habían tenido que permanecer dos semanas en Algeciras aguardando a que se repusiese de una enfermedad que ni las sangrías ni el vino añejo consiguieron aliviar, hasta que el antiguo bibliotecario, cansado de tantas interrupciones, acabó sacándolo de la cama para llevarlo a rastras al barco. Desde entonces no le hacía el menor caso, como si hubiera perdido las esperanzas de obtener algún provecho del joven, tratándolo con la misma rudeza que al resto de sus pertenencias.

—Tendríamos que habernos quedado en Ceuta —le comentó Álvaro al anciano—. Míralo, casi no consigue sostenerse en la silla.

Aslam se dio la vuelta de mala gana. El rostro de Ibn Jayra estaba más macilento que de costumbre. Llevaba las riendas sueltas en las manos y contemplaba con excesiva fijeza los bosques de las colinas.

—Perdimos dos semanas en Algeciras, ¿y de qué sirvió? Y por otra parte, Farach ya estaba impaciente. Si le hubiera dicho que tenía que demorarse aunque fuese un solo día más habría enviado a su representante sin nosotros.

El delegado de Farach ibn Ufayr cabalgaba entre los jinetes de la vanguardia. Apenas había hecho caso a Aslam; eran los valiosos regalos que el funcionario traía desde Córdoba lo que realmente le interesaba.

—¿Y qué? Él quería únicamente los regalos, ¿verdad? Después de entregárselos no había ninguna necesidad de que le acompañáramos.

—El chambelán en persona me encomendó custodiar esos presentes, y por Dios que no me quedaré tranquilo hasta tener la certeza de que los recibe la persona a la que están destinados.

—Puede que el coste de tu tranquilidad sea la vida de Ibn Jayra —dijo Álvaro en tono acusador.

—Si es así, el precio de mi tranquilidad será muy bajo —afirmó Aslam—. Fue listo el visir al encasquetarnos a su bastardo. Mil veces he querido tenerle enfrente de mí para repetirle las palabras que utilizó para convencerme de que le aceptara, y tras cada palabra le asestaría un buen bastonazo en el lomo, hasta que su espinazo estuviera tan doblado como el de una vieja mula de carga.

Soltando un bufido, Álvaro clavó los talones en su corcel para acercarse a Ibn Jayra. El hijo del visir nunca había sido excesivamente hablador, prefería perderse en sus ensoñaciones, pero no había abierto la boca desde el amanecer, ni siquiera para pronunciar sus habituales quejas sobre las llagas provocadas en sus nalgas por la silla de montar.

—¿Podrás resistir hasta Fez?

Ibn Jayra no dio señales de haberle oído. Parecía completamente ensimismado en un sueño, o en una alucinación. Álvaro le rozó la frente con la yema de los dedos. Estaba ardiendo.

—Aguanta. Ya queda poco.

Unos metros por detrás del manso caballo de Ibn Jayra comenzaba la columna de acémilas que transportaban el equipaje y los regalos, flanqueada por los jinetes encargados de proteger la impedimenta. Y allí, entremezclados con los esclavos que iban a pie, atendiendo a las acémilas, caminaban al-Asayy y Dihya, haciendo todo lo posible por pasar desapercibidos. Aslam no había explicado a Álvaro las razones de su interés en el poeta. En cuanto supo su nombre, su oficio, y el porqué de la mugrienta venda que cerraba como una cortina la mitad de su cara, su curiosidad quedó satisfecha. Aunque debía haber algo más, porque no había hecho el menor intento por expulsarlos tras averiguar que marchaban con la delegación y compartían las comidas de los esclavos sin haber pedido autorización a nadie.

Las inclinaciones de Álvaro se dirigían más bien hacia su hermana; tuvo que contenerse para que su mirada solamente se detuviera en ella el tiempo imprescindible para confirmar que seguía viajando junto a los sirvientes. Pese a la permanente tristeza que nublaba las pupilas de la mujer, en Dihya resplandecía la belleza áspera de aquellas bereberes a las que la vida en al-Ándalus no había arrebatado todavía las peculiaridades heredadas de sus antepasados nómadas. Su estado de ánimo, que Álvaro atribuía al hecho de ser viuda, provocaba que semejase estar permanentemente cubierta por una sombra, pero él intuía que en otras condiciones sus ojos negros, el pelo largo, lacio y aún más oscuro, y aquella tonalidad atezada de la piel le darían la apariencia de una princesa salvaje, procedente de uno de los ignotos reinos africanos de más allá del desierto.

«¿Voy a volver a fijarme ahora en una mujer? —se preguntó Álvaro—. Pardiez, a mi edad ya tendría que estar a salvo de esas tribulaciones».

Regresó con Aslam a fin de informarle acerca del estado de salud de Ibn Jayra. Pero el funcionario mostró la misma indiferencia de siempre.

—Acampemos aquí —propuso Álvaro—. Unas horas de descanso le harán bien.

—Lleva descansando desde que nació —dijo Aslam—. Y no parece que le haya hecho mucho bien.

—Acampemos —repitió Álvaro—. Fez está muy cerca. Ya no hay peligro de que perdamos de vista al grupo.

—¡Válgame Dios y déme refugio! —se escandalizó el anciano—. ¡Un esclavo dándome órdenes a mí, que provengo de uno de los mejores linajes de al-Ándalus! Será mejor que te andes con cuidado. Yo soy un hombre calmado y tengo en poca estima estas cuestiones, pero el carácter de los demás siervos del Príncipe de los Creyentes es bastante distinto. Háblale a uno de ellos de la manera que me hablas a mí y te castigará con dureza.

—Lo que he dicho es razonable.

—No es lo que dices, es cómo lo dices. Te crees que eres nuestro igual, y no se pueden comparar la seda y el lino. Dirígete a nosotros con mayor respeto o acabarás pagando por ello.

«¿Pagar? —pensó Álvaro—. ¿Quién va a hacerme pagar? Ni tú ni los guardias que te acompañan estáis en condiciones de hacerlo, viejo. Cuando haya concluido este negocio de Fez y estemos solos dependerás enteramente de mí, y entonces veremos quién tiene que dirigirse con respeto a quién».

Columbró en el centro del estrecho valle tres alminares elevándose como picas clavadas por un héroe de la Antigüedad entre las colinas. Inmediatamente giró la cabeza a derecha e izquierda para fijarse en los espesos bosques que les rodeaban, temiendo una emboscada. El gobernador de Fez era Madyan, el hijo primogénito de Musa ibn Abi’l-’Afiya, un miembro de la confederación de los Miknasa que había sido hasta entonces el representante de los fatimíes en el norte del Magreb, sucediendo en el cargo a su primo Masala. A favor de los fatimíes, Musa había devastado el reino de Nekor y combatido encarnizadamente a los idrisíes; se contaba que la única razón de que no los hubiese exterminado aún era que los más grandes entre los líderes de los clanes y tribus del Magreb le habían echado en cara que, siendo un simple bereber, tratase de matar a toda la estirpe de Idrís, el cual descendía del Profeta. Álvaro imaginaba el motivo de que viajasen cargados de regalos para visitar al más importante de los vasallos de los fatimíes en Occidente, pero estaba acostumbrado a aquella clase de intrigas desde los tiempos en los que servía a Ibn Hafsun y sus hijos, y era consciente de que algunos supuestos cambios de bando eran meros ardides para hacer que el enemigo descuidara las precauciones. También era consciente de que no tendrían apenas posibilidades de salvarse en el caso de ser traicionados. El tamaño del grupo había sido suficiente para espantar a los bandidos en el trayecto desde Ceuta, pero si Musa ibn Abi’l-’Afiya los estaba atrayendo a una celada ya podían darse por muertos.

Uno de los exploradores volvía corriendo por el camino. Álvaro sacó media espada de la funda, suponiendo que viniera a advertirles de un ataque. Volvió a meterla cuando los jinetes que iban en cabeza se limitaron a detenerse y elevar los estandartes.

Otros estandartes ondeaban en el viento a medida que la columna surgía del recodo del camino. Álvaro juzgó su importancia por el polvo que levantaban al avanzar: era grande. No reconoció ninguna de las enseñas que vibraban en las telas. Era, desde luego, un territorio diferente de los que él conocía, y se sintió extranjero e ignorante, y demasiado caduco para aprender un conjunto de nuevas reglas. Álvaro no poseía la insaciable curiosidad de Aslam, que compensaba cualquier sensación de extrañamiento. Para él lo novedoso era simplemente una fuente de confusión. Pero al menos pudo reconocer en parte la simbología empleada y eso calmó parcialmente su desasosiego: el verde, propio del Paraíso y del Profeta, los suras y aleyas coránicas, de doble lectura, y varios animales con las fauces abiertas, pavorosos.

«Es todo lo mismo —se dijo con el fin de tranquilizarse—, aunque cada uno le dé la forma más a su gusto».

Los hombres de Musa ibn Abi’l-’Afiya llevaban vestiduras sueltas, ligeras, si bien Álvaro estuvo atento a la presencia de armaduras que delatasen un propósito menos pacífico que el que aparentaban tener. Sus caballos eran hermosos, de piernas delgadas y menudos de cuartos, más pequeños que altos, pero había oído decir que los caballos criados en la Berbería soportaban bien el frío y el calor, y podían viajar treinta días consecutivos de la mañana a la tarde sin más descanso que el de la noche ni más alimento que el que se les diera al caer esta.

El séquito que venía de Fez se detuvo y dos hombres vestidos con ostentación se adelantaron ligeramente. Aslam susurró en su oído que uno de ellos era el cadí de Jayyan, Ibn Abi Isa, un descendiente de bereberes que en el pasado ya había realizado misiones para Abd al-Rahman III tratando de atraer a los príncipes idrisíes al bando omeya. Y el hombre que iba con él, un par de pasos por delante, debía ser, por su juventud, Madyan, el hijo de Musa ibn Abi’l-’Afiya.

—Fíjate cómo busca el cadí los regalos —dijo Aslam con sorna—. Sin ellos todo lo que ha hecho en Fez no sirve de nada. Es como un documento oficial, que carece de valor hasta que el califa le ha puesto su sello: son solamente palabras en un papel. ¿Qué digo palabras? Garabatos son, nada más que garabatos. Es el sello del soberano el que los convierte en órdenes incuestionables.

El funcionario estaba en lo cierto. A Ibn Abi Isa se le iban los ojos hacia el final de la hilera, hacia la confusión de asnos y mulas cargados de paquetes, con el lomo viscoso a causa del sudor. Al enviado de Farach ibn Ufayr le regateaba su atención, y no solamente lo hacía el cadí, también Madyan se mostraba intranquilo; su cabeza estaría haciendo cálculos, preguntándose hasta donde alcanzaba la generosidad de Abd al-Rahman III.

—Mirad, mirad cuanto os apetezca —seguía farfullando Aslam—. Que sin mi consentimiento no conseguiréis ni una tela deshilachada.

Los saludos concluyeron y ambos hombres, dejándose llevar por la impaciencia, se despegaron al trote en dirección al extremo contrario de la fila. Inmediatamente Aslam se cruzó en su camino de modo que fuese imposible sobrepasarle o ignorarle, haciendo una seña a Álvaro y a sus guardias para que se situasen a su espalda, al tiempo que se engallaba levantando los hombros y adelantando la barbilla, encantado de que hubiera llegado al fin su momento de gloria.

La ciudad de Fez se componía en realidad de dos ciudades separadas por el río. Una era la ribera de los Andalusíes y la otra era la ribera de los Qayrawaníes, las dos fundadas en la época idrisí. En la ribera de los Qayrawaníes se hallaba la hermosa mezquita Qarawiyyin, con sus puertas recubiertas por grandes placas de bronce decoradas con una filigrana de caracteres cúficos que impulsaron a Aslam a descabalgar con una celeridad exagerada y arrodillarse delante de las inscripciones, murmurando entre dientes como si quisiera grabar en su memoria lo que se había grabado en el bronce.

—Cuanto regrese a Córdoba escribiré un libro —dijo el viejo cuando terminó de leer las inscripciones—, y en él describiré todo lo que haya visto y oído en estas tierras lejanas, para instrucción de las gentes.

El palacio que ocupaba Musa ibn Abi’l-’Afiya después de desalojar al último gobernante idrisí era un fiel reflejo de la prosperidad de la ciudad. No todos los daños habían sido reparados, y algunas de las fuentes en los jardines continuaban rotas y se había interrumpido el flujo del agua en sus caños, sin embargo la impresión generalizada era de una opulencia suavemente matizada por el declive de la dinastía que creó el palacio y la ciudad misma. Fez era rica. Además de la madera de sus bosques, disponía de minas de plata y cobre. Y su posición era inmejorable. Todo el comercio del Magreb pasaba por aquella encrucijada. La ruta del oro, que unía Fez con el Medio Atlas y con Sijilmasa. Y las rutas que conducían a Ceuta y a Tánger, en el norte, y, al este, hasta Tremecén y Tahert.

—Parece que la propaganda desplegada por nuestro califa, Dios le conserve en paz, para obtener la adhesión del Magreb ha dado sus primeros resultados —comentó Aslam mientras entregaban las riendas de los caballos a unos criados—. ¿Te imaginas? Si Musa ibn Abi’l-’Afiya acepta convertirse en vasallo de Abd al-Rahman, los fatimíes perderán en un instante casi la mitad de su imperio. Qué golpe para ellos. ¡Qué golpe!

—Antes que la propaganda —respondió Álvaro—, lo que debe haber hecho reflexionar a Musa es la conquista de Ceuta. Habrá pensado que Ceuta está más cerca de Fez que Qairuán y que en estos momentos tiene más razones para temer a los Omeyas que a los fatimíes.

—Sea cual sea el motivo, lo importante es la consecuencia. Era imprescindible detener la expansión fatimí y que la lucha se desarrolle en África en lugar de en al-Ándalus, como pretendían los bastardos seguidores de al-Mahdi.

—Pero los fatimíes se lanzarán pronto a la ofensiva. No pueden permitirse sufrir una pérdida tan grave sin reaccionar.

—Es muy probable. Aunque, con la ayuda de Dios, yo me ocuparé de que se vean impotentes para contrarrestar la defección de Musa ibn Abi’l-’Afiya.

—¿Tú? —se asombró Álvaro—. ¿Y cómo? ¿Te plantarás frente a los ejércitos fatimíes y los harás retroceder pronunciando citas de tus autores favoritos?

—Búrlate si quieres —repuso Aslam, impertérrito—. He estudiado mucho, y he revisado mis planes una y mil veces, y te aseguro que he dado con la manera de librar al mundo de la iniquidad de esos herejes, Dios mediante. Y tú, con tus conocimientos de armas y tácticas militares, me ayudarás a conseguirlo.

«Solo si obtengo una ventaja haciéndolo», pensó Álvaro.

Se fue a ver cómo se encontraba Ibn Jayra. Tenía el rostro macilento, surcado de arrugas de dolor. A pesar de que el caballo se había detenido ya, continuaba tambaleándose sobre la silla, igual que un trozo de pan flotando a merced de las olas.

—Ayudadle a desmontar —mandó a los sirvientes—. Llevadle a una habitación fresca y tranquila para que se acueste, y que vaya enseguida un médico a examinarle. Y no se os olvide ponerle un paño mojado en la frente.

Luego supervisó la descarga de los presentes para Musa ibn Abi’l-’Afiya. Cada paquete era bajado de las mulas con infinita delicadeza por un número excesivo de esclavos, evitando correr el más mínimo riesgo de que alguno de los bultos cayese por accidente al suelo. Álvaro los contaba a medida que eran trasladados, hasta que estuvo completamente seguro de que no faltaba nada.

—Confiemos en que el contenido de los paquetes sea merecedor de la atención que les hemos dedicado —le dijo Aslam—. Por Dios, qué cara pondría Musa si los regalos que le envía nuestro califa resultan ser insignificantes.

«Sí, desde luego su cara de decepción sería digna de verse. Y probablemente también sería una de las últimas cosas que tú y yo veríamos en nuestras vidas».

En la fachada del palacio había varias columnas provenientes de los templos o construcciones romanas presentes en la región, que contenían en su fuste inscripciones grabadas posteriormente en árabe, como tratando de esconder su origen. Los esclavos les entregaron vasos de agua aromatizada con esencia de azahar que se mantenía fresca guardándola en vasijas enterradas en el suelo mientras les guiaban a la sala de audiencias. Allí les recibió un gran alboroto. La sala estaba tan llena de gente que les pareció pequeña y sofocante, muy inferior en tamaño a las sombrías estancias del Alcázar de Córdoba. Era una multitud desarticulada, ruidosa, sin que se apreciaran nexos de unión entre ellos, como si se hubieran reunido por casualidad unos cuantos curiosos en una plaza pública. Y su actitud era la de compradores y vendedores, llamándose, riñéndose, dando grandes zancadas para intervenir de improviso en una conversación ajena o paseando en grupos. Daban la impresión de llevar ahí mucho tiempo, entreteniéndose de cualquier manera, sin ninguna prisa por resolver los inciertos asuntos que les hubieran conducido al palacio.

De repente restalló el silencio como un latigazo que hiciese huir de la sala, amedrentados, todos los ruidos, todas las inanes conversaciones. Madyan ibn Musa, Ibn Abi Isa y el enviado de Farach acababan de entrar, precediendo la procesión de paquetes descargados de las mulas. Un hombre se separó de la multitud y extendió las manos para saludarlos. Era Musa ibn Abi’l-’Afiya.

Álvaro le había supuesto de mayor edad. Tenía el rostro colorado, sanguíneo, interrumpido por el bigote y la barba, de un negro reluciente, que se extendía hacia el cuello, rodeándolo cual una oscura cadena. La frente, alta, la piel áspera, los ojos dominados por una pasión violenta, irresistible. Era alto, grueso. Pesado de apariencia. Pero se movía con agilidad, desplazándose de un pie a otro como ejecutando una danza de su invención. Las manos, por su parte, no se estaban tampoco quietas, y sugerían a un malabarista que había extraviado momentáneamente los frascos con los que ejecutaba sus trucos. Sin embargo aquel era entonces el dueño del Magreb, el azote de los príncipes idrisíes, a los que había obligado a abandonar los lugares en los que vivían y reducido a la miseria, en venganza por la muerte de su hijo Minhal, que falleció combatiéndolos.

—Ah, señores —exclamó sonriente—, perpetua sea vuestra ventura y alabado sea vuestro propósito. Sé que habéis venido a desatar mis ligaduras y romper mis trabas, las que me sujetaban a los fatimíes, que son las criaturas más detestables de la tierra: inmundos, de aspecto desagradable, compañeros de los leprosos. Desdichado el día en el que los conocí y feliz el día de hoy, en el que puedo salvarme del abismo y regresar al buen camino. Que Dios os galardone; vuestra venida a Fez es un beneficio divino, tanto más grande cuanto que llega cuando estaba abrumado por el pesar y pasaba las noches en amargo llanto.

Se sucedieron las salutaciones y las fórmulas retóricas, cada una más florida que la anterior, hasta que Aslam inició un discurso tan recargado de metáforas y alusiones a los primeros tiempos del Islam que la mayoría de los presentes se quedaron perplejos, sin saber a ciencia cierta qué estaba diciendo y con qué intención.

Para contrarrestar la impresión causada por el discurso del anciano, el embajador de Farach ibn Ufayr hizo que comenzasen a pasar al interior los esclavos doblados por los presentes de honor que transportaban. Uno a uno los paquetes eran depositados en el suelo, en el centro exacto de la sala, antes de ser desenrollados para descubrir los tesoros guardados en el interior. Ante la mirada ávida de Musa ibn Abi’l-’Afiya, y para admiración de sus contríbulos, aparecieron excelsos trajes, lujosas joyas, maravillas creadas por los mejores artesanos de Córdoba y diversas banderas, que el caudillo bereber debía lucir en sus futuras campañas contra los fatimíes, incluyendo un estandarte rojo con letreros de plata por los tres lados. Por último, los esclavos acarrearon grandes bolsas llenas de dinero, que se sumaban al montón reunido en el medio de la sala con un estruendo metálico semejante a un entrechocar de diminutas espadas.

—Decías la verdad cuando afirmabas que los dones del califa de los creyentes exceden a toda difusión y que para sus dádivas jamás se encuentra obstáculo —proclamó Musa con los ojos aún brillantes de codicia, refiriéndose a Ibn Abi Isa—. Aunque serían vanos mis esfuerzos para servirle, trataré de corresponder su generosidad enviándole excelentes corceles y un rebaño de camellas preñadas, junto con un pastor experto en su cuidado y el de sus aparejos.

—Dios es agradecido y ama a los agradecidos —contestó el cadí de Jayyan—. Habéis clamado y se os ha oído: Por fin estáis libre de la despreciable corrupción de los fatimíes.

—Cierto es, amigos míos, cierto es. Y para que quede constancia ordenaré ahora mismo que acudan carpinteros a las mezquitas de las ciudades que gobierno para que destruyan los púlpitos en los que se pronunció el nombre maldito de al-Mahdi, pues desde este instante me resultan aborrecibles, y construyan nuevos púlpitos de ocho peldaños desde los que se realice el sermón del viernes en nombre de Abd al-Rahman al-Nasir, el dirigido por Dios por la buena vía.

Dicho esto, Musa dejó de refrenarse y se acercó al montón de regalos para acariciar con dedos trémulos las exquisitas telas, el brillo portentoso de las piedras preciosas y los corales, como fuegos atrapados en delicadas labores de orfebrería. Enseguida le siguió la multitud de sus familiares y compañeros de tribu, y algunos pedían que se echasen los presentes a suertes, como era costumbre entre los bereberes, pero Musa hizo caso omiso de sus demandas y se renovó en la sala de audiencias el alboroto que había precedido la llegada de los embajadores de Abd al-Rahman III.

—Bien, ya está, ya es prácticamente oficial —comentó Aslam—. Solamente falta que Musa ibn Abi’l-’Afiya envíe una carta a nuestro soberano anunciando que acata su autoridad y dispondremos de un jefe digno de confianza en el Occidente para llevar a cabo los propósitos del califato.

—Con esta maniobra, sin embargo, nos aseguramos de arrojar a los idrisíes en brazos del enemigo —repuso Álvaro—. No bien sepan que Musa se ha adherido al partido de Córdoba, ellos se volverán hacia Qairuán en busca de protección.

—Había que elegir. Musa ibn Abi’l-’Afiya o los príncipes idrisíes, y estos últimos están en franca decadencia. Aunque podría intentarse una reconciliación. Saldría caro, sin duda, pues en este mundo todos ponen un precio a sus abrazos y no se da ninguno que no haya sido pagado con anterioridad, de una forma o de otra.

—Parece que esta guerra vaya a librarse con sacos repletos de dinares en vez de con soldados —dijo Álvaro con tono seco.

—¿Y cuál no? Algunos creyentes van a la guerra excitados por la perspectiva de convertirse en mártires de la religión, pero si faltasen los subsidios necesarios para equipar el ejército sería imposible conservar a las tropas mercenarias que constituyen el núcleo más sólido de nuestros efectivos. La intervención que ha comenzado en África supondrá un grave quebranto para las arcas reales, desde luego, pero, ¿qué se podía hacer? Las rutas comerciales que enlazan el califato con Egipto y con los países de los negros, en el sur, se encuentran interrumpidas o seriamente amenazadas, y por si fuera poco los fatimíes estaban ya en las puertas de al-Ándalus, llamando con violencia. Era preciso que el califato contraatacara, conquistando plazas fuertes en la costa y atrayendo aliados que enarbolen la bandera de los Omeyas en estos territorios.

—Poco valor tendrán esos aliados, creo yo, si hay que comprar su lealtad día tras día.

—Peor sería intentar la anexión del Magreb. Demasiado desgaste. Y haría falta demasiado tiempo. Es preferible procurar que se sometan los jefes tribales, como ha ocurrido hoy. Y lo que nosotros haremos, por supuesto, que supondrá para el califato un beneficio aún mayor y más duradero. Apoco que nos descuidemos África puede convertirse en un pozo sin fondo, en el que haya que echar dinero continuamente para comprar la paz. Gracias a nuestra intervención el precio de esa paz no será demasiado alto.

«Muchas ilusiones te haces tú. —Álvaro se dio la vuelta. Le disgustaba la agitación que reinaba en la sala y Aslam no tenía necesidad por el momento de sus servicios: se había separado de él con la pretensión de hacerle una consulta a Ibn Abi Isa—. Ese plan del que te enorgulleces será difícil de llevar a la práctica. Lo que resulta evidente en los libros no lo es tanto cuando uno tiene que tratar con personas de carne y hueso, con sus propios intereses y su manera particular de ver las cosas».

Pidió a un sirviente que le llevase a la habitación en la que habían acomodado a Ibn Jayra. El criado llamó a otro, que llamó a otro, y así, sucesivamente, Álvaro fue transferido de criado en criado, internándose con ellos en las profundidades del palacio, hasta localizar a alguien que acertó a guiarle. Atravesaron un patio atestado de carros y arreos, húmedo y cercado por paredes tan altas como el fondo de un pozo. En el oscuro zaguán ardía una lamparilla, ofreciendo una tenue luz, y subieron por la escalera que se abría detrás a tientas en la semioscuridad. Ante la puerta del cuarto deambulaba un esclavo, dando pisotones para espantar a las cucarachas. Por la forma en que evitó su mirada, Álvaro comprendió enseguida que algo malo había sucedido.

—Parecía estar bien —repetía el esclavo, quizá temeroso de que se le castigara—. Parecía estar bien.

La habitación era relativamente fresca, y muy tranquila, como Álvaro había solicitado, pero aquellas eran sus únicas virtudes. Era estrecha y el aspecto del camastro arrimado a la desconchada pared resultaba extrañamente solitario, como un barco perdido en el mar. Notó un olor penetrante, dulzón, que a falta de ventanas por las que escapar se había acumulado al borde de la cama. Ibn Jayra tenía los ojos abiertos. Las moscas se le habían posado en la cara. Un brazo estaba cruzado por debajo de la barbilla, como defendiéndole de la última de sus alucinaciones.

«Tú no pediste venir aquí, igual que yo —pensó Álvaro mientras cerraba los párpados del joven y le colocaba la mano derecha debajo de la cabeza—. Te quitaron tu pobre vida, te sacaron a rastras de tu hogar y te empujaron a la muerte, solo porque estorbabas al hombre que te había engendrado tan descuidadamente».

—¿Por qué no me avisaste? —reprendió al esclavo—. ¿Y el médico de cámara? ¿Por qué no ha venido nadie?

—No sabía en qué lugar del palacio estabais, señor. Y el médico estaba ocupado atendiendo una indigestión.

—Maldita sea, tendría que haberme quedado con él —murmuró, enfadado consigo mismo. Se levantó del suelo para encararse con el sirviente—. Prepara el cuerpo. Será un funeral sencillo.

Aslam estaba muy animado cuando Álvaro regresó a la zona noble del palacio. Su corta entrevista con Ibn Abi Isa había sido fructífera y sonreía luciendo el puñado de dientes amarillentos que le quedaban en la boca. La noticia de la muerte de Ibn Jayra no disminuyó su satisfacción. Al revés: asentía aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima.

—Antes o después iba a suponer un problema —dijo—. Carecía de cualidades para la tarea que debía llevar a cabo. Nos hubiera conducido al desastre con toda seguridad, pero no podía quitármelo de en medio sin ofender a su padre.

—¿Y qué harás ahora? ¿Cómo pondrás en marcha tus planes?

—¿Hacer? —El anciano se movió adelante y atrás sobre los talones, reflexionando—. Lo que estaba previsto. Ni más ni menos que lo que estaba previsto. No ha cambiado nada.

—Yo creo que sí que ha cambiado algo.

—Se ha producido un cambio, pero a nuestro favor. Dios nos ha dado una oportunidad para solventar nuestra mayor debilidad antes de que nos haga daño y hemos de aprovecharla poniendo a un sustituto más capacitado en el puesto de Ibn Jayra.

—No será fácil encontrarlo.

—Yo opino justo lo contrario —replicó Aslam, exhibiendo de nuevo aquella sonrisa suya—. En realidad, me atrevería a decir que ya lo he encontrado.