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Travesías

Año 931 d. C. Junio

El agua era un resplandor azul con tintes verdosos. Donde los rayos del sol poniente se posaban en el mar centelleaba un rocío rojizo como el azafrán. El viento era débil. Los esclavos bogaban en silencio, cansados. La flota avanzaba despacio, los navíos muy juntos, mástiles y vergas oscilando al unísono como árboles sin hojas, sacudidos por la tormenta; un bosque en movimiento.

Dihya volvió a inclinarse por encima de la borda para vaciar su estómago pese a que el mar estaba tranquilo. De nuevo notó los dedos en su cintura, leves, apenas apoyados en la tela, listos para aferrar su túnica si se inclinaba demasiado. Al-Asayy aún temía que ella hiciera una locura. Había intentado quitarse la vida dos veces en los últimos meses, y en ambas ocasiones estuvo a punto de tener éxito.

Unas cuantas gaviotas revoloteaban en torno a los barcos esperando su ración de desperdicios. La costa de la que procedían era una línea insinuada a sus espaldas. Frente a ellos otra línea, otro continente, otro mundo. Después de limpiarse los restos de vómito de los labios Dihya se protegió los ojos con la mano para contemplar el horizonte. El resplandor del agua se reflejó en su mirada.

«¿Es este el océano que Asbag pintaba con colores tan hermosos? —se preguntaba—. A mí me parece un lugar terrible; no he dejado de sentir náuseas desde que puse los pies en el barco. El suelo oscila de tal manera que se diría que un gigante lo empuja por debajo, y en cierto modo es así, aunque no hay en las leyendas un gigante que pueda comparar su tamaño y su fuerza con los del mar. Ojalá nos hubiéramos quedado en tierra. Esta no es un arca como la de Noé que pueda protegerme de las olas ni yo soy Moisés para caminar sobre las aguas».

—Ya sé que te has embarcado a disgusto y solo porque yo he insistido —le dijo Al-Asayy al oído, adivinando sus pensamientos—. Pero, ¿qué querías que hiciera? Los poetas como yo tenemos que viajar constantemente para probar fortuna. Y en al-Ándalus ya no me queda lugar alguno al que acudir, excepto la corte del califa, y no soy tan iluso como para suponer que vaya a concederme audiencia. Confiemos en que sea cierto que los príncipes del Magreb tienen poetas a su servicio, continuando la tradición que se inició en Damasco.

—¿Y si descubres que en realidad los príncipes del Magreb no sienten inclinación por la poesía? ¿Qué haremos entonces? —le espetó Dihya.

—Buscar otras cortes más clementes, por supuesto. Es todo lo que podemos hacer, querida prima. Ir aquí y allá, como las palomas mensajeras, tan pronto al norte como al sur, hasta dar con alguien que nos reciba con los brazos abiertos.

Aparecieron unos delfines brincando sobre el oleaje, moviéndose con una gracia infinita, y Dihya los observó asombrada, pensando que se trataba de gerifaltes sin plumas que habían adquirido la capacidad de volar dentro del agua. El barco crujía y gemía bajo sus pies, sin un ápice de la desenvoltura que caracterizaba a los delfines. Luego los marineros comenzaron a gritarse saludos y los delfines se escondieron en el mar. Estaban a punto de cruzarse con una escuadra que navegaba en sentido contrario, empeñada en regresar a Algeciras antes de que anocheciera. El tránsito entre las dos orillas era constante; a los soldados que engrosarían la guarnición de la recientemente conquistada Ceuta había que sumar los comerciantes que aprovechaban la apertura de la nueva ruta comercial y los albañiles encargados de reforzar las defensas de la ciudad, volviéndola invulnerable ante un posible contraataque.

En la parte superior del mástil se agitaba la bandera blanca de los Omeyas, la que Dihya había visto en sus sueños, la que el príncipe al-Radi, señor de Ceuta, vio al amanecer del día en el que dejó de serlo. Esta flota era insignificante comparada con la que había servido para tomar Ceuta, pero a Dihya le resultaba más que considerable, una muestra más de la ingenuidad que había demostrado el emir de Badajoz al oponerse al rey de Córdoba. Había pensado muchas veces en la enormidad del estado omeya y sus instituciones, sin saber si sentirse orgullosa por el arrojo de Karim al hacerles frente o avergonzada por su candidez al creer que era posible ganar una apuesta tan arriesgada. Las consecuencias del fracaso habían sido terribles, aunque Dihya las soportó sin prestar apenas atención a lo que ocurría a su alrededor, igual que una sonámbula. Las humillaciones y maltratos que padeció junto a los demás habitantes de Badajoz después de que se rindiera el emir eran una nimiedad, una molestia insignificante después de lo que ya le había ocurrido. Por mucho que los esbirros de los Omeyas se esforzasen, ¿qué más podían quitarle? ¿De qué otra forma podían herirla?

De pronto advirtió la presencia de una persona en el barco que se mantenía apartada de marineros, soldados y pasajeros por igual. Y lo hizo porque él la miraba con una insistencia rayana en el descaro. Su primo solía decirle que era hermosa. ¿Lo era aún? Los ojos de aquel desconocido le decían que sí.

—Parece que has enamorado a otro hombre —se burló al-Asayy. Por su lado pasó un esclavo cargando un cubo lleno de agua salada con la que limpiaba los vómitos esparcidos por la cubierta—. Aquel, en cambio —apuntó con la barbilla a un enjuto anciano que llevaba un manto rojo y el cabello arreglado conforme a un estilo que estaba pasado de moda desde hacía más de un siglo—, parece que se haya enamorado de mí.

El primer hombre apartó la mirada, bajando la cabeza como si reflexionase. Luego le dio una palmada a la borda con la mano abierta y avanzó en su dirección. Dihya contuvo el aliento. Se giró hacia al-Asayy, pero el poeta se había apartado sutilmente. Más tarde, si juzgaba la situación propicia, intervendría de forma brusca, presentándose como el ofendido hermano de Dihya y exigiendo una compensación al extraño por su desvergüenza.

—¿Os encontráis bien? —preguntó.

Dihya murmuró que sí. Era un hombre moreno, de rasgos afilados, con unos ojos castaños a los que no se les escapaba ningún detalle. La espada enganchada al cinto le identificaba como un militar, si bien perteneciente a una clase distinta de la formada por los que viajaban para unirse a la guarnición de Ceuta. Llevaba una cruz colgando del cuello, como un desafío.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que atravesé este estrecho. Apenas si me acordaba.

—Yo nunca me había subido a un barco.

—Se nota. No os preocupéis, enseguida llegaremos. Es un trayecto breve.

—Yo lo encuentro interminable.

Se sorprendió de su audacia al responder con tranquilidad a las preguntas de un desconocido en lugar de alejarse encogida y en silencio, buscando la protección de al-Asayy. Quizás quedaba dentro de ella un rescoldo de la mujer que había quemado vivo al asesino de su marido.

—¿Os esperan en Ceuta?

—No. —Señaló a al-Asayy, que fingía estar abstraído contemplando las aguas que surcaba el barco—. Mi hermano y yo vamos de ciudad en ciudad, con la ilusión de hallar un bienhechor que nos acoja.

—¿De veras? Lo siento. Algo en vuestra apariencia me hizo creer que sois o habéis sido una prisionera. Llevo tanto tiempo entre cautivos que los reconozco fácilmente. O al menos suponía tener la habilidad de reconocerlos.

—No estáis equivocado. He sido prisionera —reconoció ella. Se preguntó cuáles eran las señales que la delataban. ¿Una manera de moverse, quizá? ¿El reflejo de curvar la espalda, de retirar la cabeza cada vez que oía dar una orden, aunque no estuviera dirigida a ella, como si temiese recibir un golpe o un latigazo?

—Como yo. —El hombre estudió su rostro detenidamente, buscando señales que le sugiriesen cuál era su procedencia y la causa de su castigo.

«¿Qué es lo que supondrá? —pensó ella abochornada—. ¿Creerá que soy una prostituta o una concubina caída en desgracia?».

—Las tropas del califa nos apresaron tras apoderarse de Badajoz —aclaró.

—Disculpadme —repuso azorado su interlocutor—. Soy curioso por naturaleza y a veces me olvido de ser también discreto. ¿Así que estabais en Badajoz cuando el asedio?

—Sí.

—A mí me habría gustado participar en la contienda —dijo el hombre, sin aclarar con cuál de los dos bandos habría elegido luchar—. Pero ciertas obligaciones me retuvieron en Córdoba.

—Habláis del asedio como si hubiera sido una gran celebración.

—Soy un guerrero, y a los de mi clase les atrae la pelea igual que a otros les atrae la música y el canto. Es nuestra naturaleza, y el que no lo siente así se engaña al considerarse un guerrero: simplemente es un hombre que carga con un arma.

El anciano con el manto rojo se levantó para hacerle una seña impaciente al desconocido. Este frunció los labios con rencor antes de obedecer.

—Tendréis que volver a disculparme —dijo—. Os habrá parecido una falta de decoro imperdonable que me haya acercado de esta forma, pero ha sido ese viejo pelmazo el que me lo ha pedido. Por alguna razón que solo él conoce está interesado en vuestro hermano.

—¿Y por qué no se ha dirigido directamente a él?

—Dios lo sabe. Es retorcido como una raíz. Nunca cogerá el camino recto si puede evitarlo.

—Ya me había llamado la atención. Viste elegantemente, aunque lleve ropas anticuadas.

—Es un funcionario omeya. Una especie de secretario del califa. Se ocupaba de la biblioteca del Alcázar hasta que le encomendaron una misión en la Berbería.

—Y es vuestro señor.

—Eso es lo que él piensa —gruñó el hombre—. ¿Estáis dispuesta a satisfacer su curiosidad? ¿Me diréis quién es vuestro hermano?

—Nadie que merezca tanto interés —contestó ella, turbada—. Se llama Asbag y tiene la pretensión, que muchos juzgarían desaforada, de encontrar un lugar en el que pueda vivir de sus versos.

—¿Y esa venda que le tapa el rostro? ¿A qué se debe?

—Sufrió un grave accidente hace años. Desde entonces lleva una venda para ocultar los daños.

—Gracias. Ahora me toca a mí corresponder a vuestra amabilidad revelando mi nombre: soy Álvaro de Monterrubio, al que los árabes llaman Ibn Daisam.

—Yo soy Dihya bint Hannun.

—No parecéis árabe, ni tampoco siria ni muladí.

—Pertenezco a la tribu de los Maghrawa.

—¿Bereber? Entonces volvéis a vuestra tierra.

—En cierto modo sí, aunque hace siglos que mis antepasados la abandonaron para unirse al ejército que domeñó a los politeístas. —Dihya se acordó demasiado tarde de la cruz que llevaba su interlocutor—. Lo que hago ahora es justo lo contrario de lo que hicieron ellos.

«No lo había pensado —se dijo Dihya—. Es verdad que me estoy acercando a los lugares de los que procede mi tribu. Ahí, en ese lado del mundo, se hallan mis orígenes».

Les interrumpió el descubrimiento de la perentoria mole del Monte de Abila unida al continente por un cordón de tierra, como una enorme tortuga atrapada por la cola. La península a la que se dirigían estaba rodeada de agua por todas partes, excepto por poniente, donde arrancaba el istmo que le impedía ser isla. La vieja urbe, heredera de la Septem romano-bizantina, empezaba a volverse visible sobre las siete colinas en las que fue construida. Unas murallas arruinadas, el minarete de la mezquita principal, con visos de haber sido con anterioridad iglesia cristiana, vestigios de otras que tuvieron culto hasta tiempos recientes y el largo perfil de un acueducto uniendo la ciudad con un punto distante, inapreciable aún.

—Dijisteis que habíais sido prisionero.

—Puede decirse que todavía lo soy.

—¿Y os permiten llevar espada?

—Me han concedido algunos privilegios. Señuelos para encubrir que no soy libre de hacer lo que quiera.

La voz de Álvaro fue perdiendo fuerza paulatinamente hasta que se calló por completo, embebido en sus reflexiones. El silencio se prolongó largo rato, luego las galeras que componían la flota entraron en el puerto y los pasajeros se dispusieron a desembarcar. El puerto era grande, pero el intenso tráfico comercial que había motivado sus sucesivas ampliaciones pertenecía al pasado que las alumbró. La conquista por parte de las tropas Omeyas había hecho que el puerto recuperase parte del ajetreo que antaño lo caracterizaba; era de esperar que, ahora, al pertenecer ambas orillas al Califato de Córdoba volviese a adquirir pujanza la actividad comercial.

Cuando los esclavos en el muelle hubieron atado las amarras, Dihya descendió por la pasarela, después de colocarse el pañuelo con el que se cubría el rostro, seguida por al-Asayy, que le pedía detalles de la conversación sin dejarse amilanar por la negativa de ella a dárselos. Se tambaleó cuando sus piernas volvieron a pisar tierra firme. Estaba confundida, alterada por el aire con olor a sal, el cielo infinito, el bullicio de los muelles. Sintió que experimentaba un desasosiego creciente, cosa extraña teniendo en cuenta que pocas horas atrás estaba deseando llegar al final del viaje.

—¿Qué os ocurre? —le preguntó Álvaro, acercándose de nuevo al notar que vacilaba—. ¿Todavía estáis mareada?

—No, es que… —Dihya dudó—. Estoy muy lejos de mi hogar. Me encuentro desorientada.

—Consolaos pensando que podréis volver a vuestro hogar algún día. Yo, por desgracia, no tengo esa posibilidad a mi alcance.

El anciano funcionario se movía con una agilidad sorprendente, precediendo a los pasajeros como si los guiase. Llevaba consigo un nutrido grupo de guardias, del que Álvaro parecía y no parecía formar parte, dependiendo del momento. Ordenó a la mitad de los soldados que se quedasen a supervisar el desembarco de su equipaje y de las otras mercancías que transportaba el barco y al resto les obligó a adaptarse a su paso vivo, nervioso, mientras salía del muelle.

—Rápido. Sigámosles —indicó al-Asayy.

—¿Seguirles? ¿Por qué? —rezongó Dihya. Su cojera se hacía más patente si tenía que andar deprisa.

—Gasté mis últimos dírhams comprando los pasajes, querida prima. Si quieres cenar esta noche y dormir a cubierto tendremos que recurrir a la amabilidad de los extraños. Y ese hombre se ha interesado por ti.

—Prefiero pasar hambre a comer con mis pechos —repuso ella con rabia.

—Eres injusta, prima —se quejó al-Asayy—. ¿Acaso me acusas de incitarte a la prostitución? Ni se me ocurriría mencionarlo siquiera. Solo te pido que sonrías y le hables con dulzura, nada más. Recuerda que me he ocupado de alimentarte desde que huimos de Badajoz pese a que no soy tu marido, ni tu hermano, ni tu padre, y no tenía, por tanto, la obligación de hacerlo. ¿No te parece que te estás mostrando ingrata conmigo al negarme lo primero que solicito de ti?

Era cierto que al-Asayy se había hecho cargo de Dihya. Fuese por caridad o por un vago sentimiento de lealtad hacia el clan al que pertenecía, aunque se tratara de una pertenencia marcada por el apartamiento, aceptó cuidar de su prima, a veces recurriendo a estratagemas extravagantes, como cuando hizo que se disfrazase de anciana para evitar ser violada por los soldados que saqueaban Badajoz, y a veces cometiendo actos censurables que él justificaba rápidamente con las excusas más peregrinas, como fue, por ejemplo, asaltar y robar a otro poeta, antiguo rival suyo en la corte del emir, al que alcanzaron huyendo de la ciudad conquistada, cuyos ahorros, que guardaba en un bolsillo cosido a la parte interior de los calzones, habían servido para sufragar los gastos de la pareja hasta aquel día.

—Está bien —aceptó Dihya a regañadientes—. Pero te lo advierto: no caeré en la fornicación.

—Las mujeres ricas pueden permitirse ser virtuosas, querida. Sin embargo las mujeres pobres, incluso las bien nacidas como tú, a menudo tienen que elegir entre la modestia y la subsistencia.

—Sabes perfectamente cuál elegiré yo.

—Dices eso porque hoy hemos comido. Espera a pasar dos días seguidos sin probar bocado y descubrirás lo persuasivo que puede ser un estómago vacío.

Ella pensó que irían hacia la ciudad y sus viejos edificios de piedra. Sin embargo el rumbo que tomaron el anciano y sus guardianes fue el del arrabal, establecido cincuenta años antes por unos emigrantes andalusíes, huyendo de las pestes y sequías que asolaban entonces al-Ándalus. Era un barrio de reducida extensión, extramuros, y para llegar resultaba preciso cruzar un foso con una longitud de dos tiros de flecha, el cual servía para separar la península del continente si se presentaba la necesidad. Una hueste de los Omeyas, sin propósito definido, estaba acampada junto al arrabal en un amontonamiento de tiendas de cuero. Había pocos caballos, que se adaptaban mal al terreno, y un número bastante superior de mulas y asnos, así como unos cuantos camellos.

Una empalizada de estacas puntiagudas protegía el pequeño campamento. Dentro de la misma los escuderos se afanaban llevando forraje a las bestias, acarreando armamento o leña para las hogueras. El aroma espeso del trigo cocido con grasa sobrevolaba las tiendas.

El anciano entró en el campamento sin dar explicaciones a ninguno de los centinelas, bien por despiste, bien por considerar que su rango le evitaba la molestia de identificarse. Fue hacia una de las hogueras encendidas, donde una veintena de soldados comían sentados en el suelo. También se sentaron sus guardianes, y al-Asayy y Dihya, comportándose como unos acompañantes que se habían retrasado por alguna causa. Nadie les preguntó quiénes eran. El esclavo entregó a los recién llegados unos cuencos llenos de papilla caliente igual que a los demás, y tras meterse la primera cucharada en la boca el poeta le dio un suave codazo a su prima, como para recordarle que cenaban gracias a su astucia.

—¿Por qué no dormimos en Ceuta? —preguntó un hombrecillo de unos veinte años de edad en quien Dihya no se había fijado antes. Quizás se debiese al reflejo de las llamas, pero su piel sencillamente no tenía el color correcto—. Se estará más cómodo.

—Y aquí estaremos más seguros —replicó el viejo.

O no había advertido la presencia de al-Asayy y Dihya, o advirtiéndola había decidido tolerarla. Se metió un par de cucharadas de papilla de trigo en la boca y envió un mensajero para averiguar qué sucedía con el equipaje. Luego él mismo se levantó y se fue. Los guardias se miraron entre sí, perplejos, y cuatro se apresuraron a ir detrás. Álvaro no mostró ningún deseo de seguirlos. Aún parecía un satélite del grupo, más cercano que los primos pero manteniendo las distancias.

Sonrió a Dihya desde donde se encontraba, y en respuesta a un nuevo codazo de al-Asayy, ella se sentó a su lado.

—Decíais que perdisteis vuestro hogar. ¿Cuál era?

—Bobastro —replicó el hombre.

—He oído hablar de ese castillo. —Dihya hizo un esfuerzo por recordar—. ¿Ibn Hafsun?

—Mi señor. Le serví desde que tuve uso de razón y fuerza suficiente para sostener una lanza como es debido. Y luego serví a sus hijos, hasta que uno de ellos intentó matarme.

—¿Por qué?

—El hijo del que os hablo se llamaba Sulayman. Cuando asesinaron a Yafar, que era el heredero designado por Samuel, los conspiradores llamaron a Sulayman para que dirigiese a los hafsuníes. Sin embargo Sulayman les recompensó con la tortura y la muerte. También a mí pretendía someterme a diversos suplicios, a pesar de que yo no intervine en el asesinato de Yafar, y me vi obligado a escapar. Era un guerrero valiente, pero muy desconfiado, y los hombres desconfiados encuentran enemigos donde quiera que posen la mirada.

La noche había comenzado a extender sus alas negras sobre el campamento. Pronto las hogueras se transformaron en capitales de pequeños estados en los que aún había actividad y ruido. Los soldados se retiraban a las tiendas, se echaban a dormir en el suelo o jugaban a los dados. Alrededor de otra hoguera, un país vecino, un escudero cantaba monótonamente acompañándose con la pandereta.

Dihya se estremeció a causa del frío y el cansancio. Giró la cabeza para ver si volvía el viejo y se extrañó al comprobar que su visión parecía empañarse por momentos. Al principio pensó que el aire estaba lleno de humo y que se estaban quemando unos rastrojos en las cercanías. Luego notó que el humo era blanco en vez de negruzco, y que aparentaba reflejar la luz de los fuegos y de la luna o, incluso, traer consigo una luz propia, acumulada misteriosamente en su interior. Finalmente intuyó que se trataba de niebla procedente del mar, aunque nunca hubiera visto una niebla que se desplazase tan deprisa, como un invasor ansioso por apoderarse de todo antes de que pudieran reaccionar los centinelas. La ilusión de que la niebla transportaba una luminosidad natural se fue diluyendo poco a poco, a medida que se difuminaban las formas, se volvían dudosas las distancias y unas trémulas aureolas envolvían las hogueras. En un tiempo que ella consideró prodigiosamente breve, una nube se había posado sobre la península y ya no había nada a lo lejos que fuera todavía perceptible, solo un blando y rosado muro que absorbía con avidez las miradas. De pronto aquel paisaje nuevo se había escabullido, ocultándose de ella. Como una mujer que disimula sus facciones con un velo para hacer gala de su modestia, esta tierra recién sojuzgada utilizaba la niebla para privar a sus conquistadores del placer de contemplarla. Los soldados se revolvían, nerviosos, echaban más leña al fuego, innecesariamente. Habían cruzado el mar, fuente inagotable de temores, para llegar a… ¿dónde? A ninguna parte, parecía.

Un crujido delató el regreso del viejo y de los guardianes. Tenía el pelo ralo y encanecido aplastado contra el cráneo a causa de la humedad.

—¿Todavía no llega el equipaje? —se lamentó—. ¿Tendré que ir a buscarlo yo mismo? Lo necesitamos ya. Mañana nos iremos en cuanto vengan nuestros guías. Me han dicho que viven en el poblado de Awiyat, a tres millas de distancia.

—¿No nos quedamos en Ceuta unos días? —se angustió el hombrecillo.

—Solo el tiempo imprescindible. Partiremos después de la oración matinal. Si es que para entonces ha llegado nuestro equipaje, claro está.

El viejo se acuclilló frente a la hoguera. Sacó un pedazo de pescado seco de debajo del manto y se puso a masticarlo lentamente.

—¿Sabéis que aquí existe un pez que es único en el mundo? —dijo como si hablara consigo mismo—. He oído que hay varios marineros empeñados en pescar uno para obsequiárselo al Califa, y el que lo consiga con toda seguridad verá elevada su posición.

—¿Qué pez es ese?

—Es un pescado cuya mitad comieron Jesús y Moisés, que sobre él sea la paz, sobre una roca que hay en Ceuta. La mitad restante, habiéndola resucitado Dios, brincó hacia el mar y se elevaron las aguas para recibirlo a la manera de un puente. Este pescado sigue teniendo descendencia hasta el día de hoy, y dicen que es más largo que un brazo y de un palmo de ancho. La mitad del cuerpo es hueso y espina, y una membrana que protege sus entrañas, por lo que cualquiera que lo contemple desde ese ángulo pensará que es un pez muerto y devorado. En cambio la otra mitad está entera y sana. Se cuenta que este pescado es portador de la buena suerte y por ello muy apreciado como obsequio para la gente venerable.

Álvaro asintió solemnemente mientras sujetaba la cruz entre el pulgar y el índice. Dihya se mordió el labio, confundida. Álvaro era prácticamente el primer mozárabe que conocía y, pese a que recordaba la advertencia del Corán de que los creyentes no debían tomar a los infieles por amigos en lugar de los que comparten su fe, se trataba de una de las pocas personas que había conocido en los últimos meses que le inspiraba confianza.

—¿Has ido a la ciudad, Aslam? —inquirió Álvaro aprovechando que el funcionario se había apartado de la hoguera.

—Sí.

—¿Y además de concertar la cuestión de los guías has hablado con el general?

La mueca del viejo fue más elocuente que sus palabras.

—¿Qué quieres saber?

—Si iremos solos o formando parte de un ejército.

—A Farach ibn Ufayr se le encargó simplemente tomar posesión de Ceuta y de sus alrededores en nombre de nuestro señor Abd al-Rahman. Tampoco cuenta con fuerzas suficientes para intentar nada más.

—Podría llegar a tenerlas, si continúan enviándole refuerzos desde al-Ándalus.

—Imposible. Harían falta más soldados de los que pueden contarse para apoderarse por la fuerza de estas tierras. El Califa ya ha realizado un esfuerzo sobrehumano construyendo la armada que le ha permitido conquistar las plazas de Ceuta y Melilla. Sus recursos son enormes, pero no ilimitados.

—Eso significa que iremos solos.

—Tampoco. Mañana se nos unirá la delegación que Farach ibn Ufayr envía a Fez. O nosotros nos uniremos a ella, si prefieres considerarlo así. El caso es que iremos todos juntos.

—¿Fez? ¿No sirve su gobernador a los fatimíes?

—Las cosas cambian —murmuró Aslam con aire misterioso—. Las cosas cambian.

Al-Asayy agarró a Dihya por el brazo, acercando el rostro a escasos centímetros del de su prima.

—¿Has oído? Estamos de suerte —dijo—. Con la ayuda de Dios dispondremos de una escolta para viajar a Fez.

—¿Es allí donde quieres ir?

—Mientras haya un príncipe o un gobernador al que pueda recitar mis composiciones, me da lo mismo el este que el oeste. ¿Quién puede decir en qué sitio nos aguarda la fortuna? Lo único de lo que estoy seguro es de que no deseo viajar al norte, pues supondría volvernos por donde hemos venido.

Álvaro sacó una piedra de amolar de su bolsa y se dispuso a afilar la espada. Entonces reparó en los bostezos del anciano y en la forma en que preparaba el suelo antes de acostarse.

—Yo puedo dormir a la intemperie —dijo señalando al hombrecillo—. Pero, ¿y él? Ya está suficientemente enfermo.

—Eso no ha de preocuparte —intervino uno de los guardianes.

—Pues me preocupa. Consíguele una tienda y una manta de buena lana. La noche se presenta fresca.

—Haz lo que te dice —confirmó entre bostezo y bostezo el anciano—. Mañana hemos de partir temprano y sería una inconveniencia que Ibn Jayra se enfriara.

—Y consigue otra tienda para ella. Una en la que pueda estar sola.

El guardián se inclinó para preguntar a Aslam si debía cumplir también esa orden, pero el anciano ya estaba dormido, y después de un rato se levantó refunfuñando y fue a buscar dos tiendas que pudiera desocupar sin grandes dificultades.