12

El velo de las tinieblas

Año 930 d. C. Febrero

Algunos se mostraban ya indiferentes al destino de la ciudad. Sentados todo el día, con las piernas encogidas, levantaban la mirada de vez en cuando, como corderos preguntando por qué tardaba tanto en besarles el cuchillo del matarife. Otros buscaban esperanzas por cualquier sitio, inventándose chismes cuando ninguno de los que circulaban por las calles les satisfacía. Y estos rumores inventados daban la vuelta a Badajoz y volvían a ellos, transmutados por las inexactitudes cometidas al repetirlos, alimentando las ilusiones de los mismos que los habían creado.

Lo cierto era que hacía frío. Lo cierto era que los habitantes de Badajoz pasaban hambre. Lo cierto era que las epidemias se extendían como el aceite derramado y los sollozos de los enfermos volvían inhabitables ciertos barrios.

Lo cierto era que el ejército omeya seguía acampado frente a la ciudad.

El califa no había vuelto. Después de aceptar el arrepentimiento de Jalaf ibn Bakr prefirió ir a Córdoba para aislarse del invierno dentro del Alcázar. Así que no tuvo que soportar las lluvias, ni el barro, ni la escarcha que recubría la hierba igual que delgadas esquirlas de cristal, sembradas por una princesa caprichosa. Todas esas penalidades las tuvieron que soportar sus soldados solos, pero no les importaba, porque Ibn Ilyas les había concedido al fin el permiso para saquear Badajoz. A diferencia de los desmoralizados súbditos de los Banu Marwan, ellos tenían las miradas hambrientas; en sus conversaciones ya daban forma a la violencia a la que pensaban entregarse en cuanto se rindieran los rebeldes.

Dentro de Badajoz las noches eran particularmente peligrosas, porque la oscuridad amparaba a los ladrones de comida, y los ladrones se convertían fácilmente en asesinos, si tropezaban con cierta resistencia. Por eso en la puerta de la casa de Karim siempre había un vigilante con la mano sujetando la empuñadura de la espada, y si a un transeúnte se le ocurría detenerse a olisquear los pobres guisos que se cocinaban en el interior, inmediatamente escuchaba el susurro del metal deslizándose contra el cuero y tenía que irse deprisa, so pena de que un tajo certero le cortase una oreja. Karim era uno de los pocos aliados de al-Yilliqí que no se había trasladado aún a la alcazaba. No había sitio. De modo que tenían que hacer frente como podían a la creciente insatisfacción, una insatisfacción que cada vez volvía más atrevidos a los hambrientos. Incluso el semental del emir había sido degollado por una turba que comenzó a cortarle pedazos de carne con los cuchillos que llevaban en el cinto sin esperar siquiera a que cesasen los estertores del animal. Los caballerizos que trataron de detener a la muchedumbre acabaron asesinados. Nadie osó preguntar qué había sucedido con sus cuerpos, por miedo a que la respuesta fuese que ellos también formaban parte del montón de tejido sanguinolento que quedó en el suelo.

Por estas y otras razones, la comitiva que salió de la vivienda, dejando en ella un puñado de hombres de guardia, parecía dirigirse hacia alguna batalla que estaba por comenzar en lugar de a la placentera reunión a la que Karim había sido invitado. Soldados armados en un extremo y en el otro, llevando escudos de cuero endurecido y antorchas encendidas, para que nadie pudiese aproximarse sin ser visto. Hilal se había adelantado unos metros, como un explorador que comprobase el camino. Era una forma de actuar que le gustaba; ser el lobo solitario que acompaña a la manada desde lejos, huraño pero imprescindible.

Dihya era la única mujer en el grupo. Todavía experimentaba un extravagante placer distanciándose de sus parientes femeninas, cuyas vidas insoportablemente monótonas se empeñaba en rechazar. Utilizando a Firqan como excusa aprovechaba para hacer lo que le apetecía y no lo que debía, aunque sin rebasar ciertos límites. Era consciente de que aquel comportamiento la convertía en el blanco constante de las pequeñas conspiraciones con las que las demás mujeres se distraían, pero no se animaba a renunciar a su diferencia y confundirse con ellas. Y ocasionalmente, cuando se sentía lo suficientemente segura, llegaba al extremo de escandalizarlas a propósito, igual que un niño que se divierte atormentando a un perro atado a un poste. Esa noche era, junto con la visita a su primo poeta, la mayor de sus provocaciones. De tanto en cuanto Dihya sonreía recordando la expresión de su suegra cuando le dijo que iría con Karim a la reunión que ofrecía al-Miknasí. La anciana se había quedado tan asombrada que fue incapaz de articular palabra, mientras ella se hincaba las uñas en las palmas de las manos para contener la carcajada que la condenaría para siempre al ostracismo.

Hacía tiempo que no salía de la casa. Al principio ella y el resto de las mujeres del clan acudían a un baño público una o dos tardes por semana. Tomaban el baño casi por asalto, expulsando a las clientas que habían olvidado que esa era su tarde, para pasar las horas charlando y tomando la merienda. Desde que comenzó el asedio se terminaron las excursiones al baño público y sus salidas se redujeron tanto que sus pies parecían extrañados al poder andar a su antojo sin el obstáculo inmediato de un tabique que los obligase a cambiar de dirección. Pero no estaba disfrutando del paseo. El silencio en las calles era ominoso, como si estuviera compuesto de muchos ruidos alarmantes conteniendo la respiración. Y cada pocas decenas de metros se veía uno de los edificios destruidos por las piedras lanzadas por los almajaneques situados en la orilla contraria del río que habían conseguido elevarse por encima de las murallas. En la mayoría de los casos ningún vecino había limpiado los escombros ni retirado los cadáveres atrapados debajo, y al pasar junto a la vivienda destrozada por el impacto, el olor a corrupción que surgía de la pila de cascotes revolvía las tripas de Dihya.

«Karim no me había hablado de esto —pensó asustada—. Ha hecho bien. ¿Cómo podría acostar a Firqan tranquila sabiendo que quizá en ese preciso instante ya vuela por los aires la piedra que ha de aplastarnos a todos?».

Su inquietud se difuminó en parte al atisbar el palacio de al-Miknasí. Daba la impresión de pertenecer a una ciudad completamente distinta, una que no estaba sometida a un cerco. Al-Miknasí tampoco había querido trasladarse a la alcazaba y disponía de los recursos necesarios para controlar los riesgos derivados de aquella decisión. La guardia formada ante la puerta era numerosa, y un simple vistazo reveló a Dihya que eran guerreros experimentados. Saludaron a Karim y a Hilal con frialdad pero también con cortesía, como si los guardias y ellos se conocieran ya por haber luchado codo con codo en alguna escaramuza contra los omeyíes.

La primera impresión se confirmó al entrar. Voces jubilosas. Perfumes. Música. La discrepancia con el ambiente de la casa en la que residía era tan acusada que consideró increíble que se pudiera vivir así. Era como pasar en un segundo de la oscura noche a un día soleado, aunque se tratase de un sol encerrado entre cuatro paredes.

En verdad el salón brillaba como si el sol estuviera en su cénit, merced a las bujías encendidas. Los invitados se sentaban en divanes bajos o sobre almohadones y al-Miknasí, riéndose sin parar, los dominaba desde un estrado del que bajó para saludar a Karim y los suyos. Pese a que todavía no confiaban plenamente en él, los recibió con tales muestras de consideración y respeto que al cabo se relajaron sus semblantes y permitieron que los criados los distribuyeran en medio de los invitados llegados con anterioridad.

El rostro de Karim se animó todavía más cuando el escanciador le llenó el cubilete coloreado que acababa de coger. Echaba de menos el vino, que faltaba en su casa desde hacía muchas semanas, y no contento con apurar el cubilete, al llegarle su turno tomó la gran copa que circulaba de mano en mano y bebió un buen trago. Luego tamborileó con los dedos en su rodilla siguiendo el ritmo que marcaban los músicos escondidos tras una cortina antes de volverse hacia Dihya, sonriendo, con los labios teñidos de un intenso rojo a causa del vino ingerido.

«No sé si aceptó traerme para presumir ante Tariq de tener una esposa joven o lo que quiere es presumir ante mí de las ventajas que le reporta su reconciliación con Tariq, sobre todo ahora que el emir le rehúye por haber hablado con demasiada sinceridad —pensó ella con afecto—. Está tan ansioso por demostrarnos que es capaz de mejorar la suerte del clan…».

Unos criados sacaron dulces y pasteles para acompañar las libaciones. Los invitados hablaban de temas triviales o intercambiaban amables bromas mientras hacían pasar el kabir de mano en mano y en Dihya se repitió la sensación de haber viajado por medios mágicos a un lugar muy lejano en el que no existía la escasez y la guerra solamente aparecía como una breve mención en las narraciones de los ancianos.

—Gracias al Altísimo tuve la previsión de almacenar víveres en abundancia antes de que se iniciase el bloqueo —dijo Tariq como si hubiera adivinado el pensamiento de Dihya—. Esta es la razón de que en mi casa no falte nada.

—Y nosotros te lo agradecemos con todo nuestro corazón —apuntó uno de los presentes—. Gracias a ti, ¡oh, anfitrión nuestro!, podemos disfrutar aún del vino y de la música, sin los cuales me sería imposible subsistir. La vida solo es agradable por la flauta y el vino.

Karim asintió en silencio. El copero parecía especialmente pendiente de que él y los otros miembros del clan tuvieran siempre sus cubiletes llenos. A Dihya le ofreció también su garrafa, pero ella prefirió seguir bebiendo agua. Todavía daba de mamar ocasionalmente a Firqan y no deseaba que el consumo de vino volviese impura su leche.

—Sí —dijo Tariq—, pero, ¿hasta cuándo será agradable nuestra vida? Los Omeyas llaman a las puertas de Badajoz, y cuando las traspasen no tendrán piedad de ninguno de nosotros.

Hubo algunos gemidos de pesar, que a Dihya le parecieron impostados. Y enseguida al-Miknasí orientó su atención hacia Karim:

—Dime, querido amigo, ¿has meditado ya acerca de lo que te propuse?

—He meditado. Pero no creo que sea la ocasión apropiada para hablar de ello.

—¿Por qué no? —Los labios de Tariq se abrieron en una amplia sonrisa al tiempo que señalaba con un vuelo de la mano derecha a sus invitados—. Puedes hablar con tranquilidad. Los que están aquí son amigos de toda confianza.

—Yo no les conozco.

—Yo sí. Y si han venido esta noche no se debe solamente a la promesa de que podrán beber hasta caer redondos. Han venido para discutir conmigo los pormenores de este grave negocio, en el que han jurado asistirme.

—¿De veras?

Karim se giró lentamente. Y uno a uno, a medida que les alcanzaba su mirada, los desconocidos inclinaban la cabeza o le guiñaban un ojo.

«Así pues, no se trata de una simple reunión de amigos —pensó Dihya a la par que se removía con nerviosismo en su asiento—. Se está tramando una conjura, en la que Karim participa aunque ahora, por prudencia, prefiera mostrarse reservado».

Su marido ignoró la invitación que le había hecho Tariq y se obstinó en beber sin apenas hacer ningún comentario, aguardando a que los demás tomaran la iniciativa. A Dihya le entraron ganas de recomendarle que bebiera con mayor moderación, pero se contuvo temiendo avergonzar a su marido en público si lo hacía. Estaba aprovechando la generosidad de al-Miknasí con el vino como si temiera que después de aquella noche ya no podría beberlo más. Y no era el único. El escanciador tenía que ir de un lado a otro con tanta frecuencia que se le veía claramente fatigado. Al acabarse la garrafa que llevaba encima consultó a Tariq y este le conminó con un gesto a traer una nueva garrafa de la bodega inmediatamente. Parecía ansioso porque el vino corriera en su palacio tan deprisa como las aguas del Guadiana; en cuanto el escanciador se paraba un momento su amo fruncía malhumorado el entrecejo y el muchacho tenía que apresurarse a rellenar las copas.

De improviso uno de los asistentes comenzó a ensalzar al emir de Badajoz. Fue rápidamente imitado por un segundo asistente y en pocos minutos una cacofonía de elogios se extendió desde los divanes, volviendo inaudible la música. Al principio Karim los miraba con incredulidad. Meneaba la cabeza, confuso, mascullando. Luego tiró su cubilete en medio de la sala y se levantó gritando:

—¿Estos son los que habían jurado secundarte? —se burló dirigiéndose a Tariq—. ¡Si parecen esos consejeros que rondan por la alcazaba, que alaban incluso los pedos de al-Yilliqí como si fueran el más delicado de los perfumes!

Dihya temió que su esposo desenvaina el sable contra alguno de los invitados, pues solía ponerse violento durante sus borracheras. Afortunadamente se conformó con recoger el cubilete del suelo y sentarse en su sitio.

—Tú, desde luego, opinas de otra forma —dijo al-Miknasí.

—¡Válgame Dios! ¡Por supuesto! ¿Y tú no? ¿O es que has cambiado de parecer por completo? —Karim se atragantaba a causa de la indignación—. Badajoz caerá por culpa de ese idiota, bien lo sabes. Lejos de conducir al ejército a un choque decisivo, aprovechando las ventajas de las que ha dispuesto, se conforma con sentarse en la alcazaba rodeado por sus concubinas, bien alimentado y bien vestido, confiando en que el Todopoderoso le conceda una victoria que no se ha esforzado ni un ápice en conseguir. ¿Y por qué? Te diré por qué: a él, en el fondo, no le angustia la derrota, pues está convencido de obtener el amán igual que lo obtuvo Jalaf ibn Bakr. Al-Yilliqí marchará a Córdoba con sus familiares y deudos para disfrutar de las mercedes que le otorgue el califa y nosotros nos quedaremos aquí, expuestos a que las tropas Omeyas hagan con nuestras familias y nuestros bienes lo que les apetezca, salvo que hagamos algo para impedirlo.

—¿Y qué podríamos hacer para impedirlo?

—Ya lo hemos discutido una y mil veces. Depongamos al emir. Aún estamos a tiempo. Quitémosle el mando del ejército para entregárselo a alguien que esté dispuesto a exponerse a las fatigas de la guerra.

—¿Alguien como tú?

—Dios sabe si yo sería el más adecuado. Pero una cosa te puedo asegurar: si yo tuviera el mando no permaneceríamos encerrados tras las murallas de Badajoz como viejas asustadas. No nos queda otro escape que luchar contra ellos, y si nos matan tras hacer cuanto esté de nuestra mano, mejor será que el que se apoderen de nuestra ciudad sin lucha.

Una mueca tensó la boca de Tariq antes de que dijera, mirando al techo de la habitación como si se dirigiese al Creador:

—¡Oh, tú que ves y a quién no se ve!

«¿A qué se refiere? —pensó Dihya—. ¿Acaso pide a Dios que le ilumine en este negocio? Antes mencionó que era grave y no hay duda de que lo es».

Se abrió la cortina. Entre los músicos había un hombre de pie que no tocaba ningún instrumento. Su apariencia era noble, su expresión muy seria, y al verle Karim se encogió como si fuese a vomitar.

«¿Qué sucede?».

Cada invitado sacó una daga oculta en la cintura y apuñaló al hombre que tenía a su derecha o a su izquierda. Mahmud se levantó para coger la espada que había colgado de un gancho, pero su compañero de diván le clavó antes su daga en la espalda y el anciano se derrumbó derramando el vino de las copas volcadas.

—¡Karim! —gritó Dihya—. ¡Karim!

Alguien la empujó con brutalidad. Ella consiguió incorporarse justo a tiempo para ver cómo Tariq se acercaba a Karim y lo atravesaba con una lanzada tan fuerte que marcó la pared que había detrás con la punta. Luego se volvió hacia el hombre que estaba oculto entre los músicos.

—Ved que se ha acabado la amenaza que pesaba sobre el emir, al que Dios favorezca —fanfarroneó—. Este infame pretendía hacerle beber el veneno penetrante de la muerte y en cambio ha sido él quien ha apurado la copa hasta el fondo.

Pero había hablado demasiado pronto. Hilal y otros dos hombres del clan de Karim habían sobrevivido a las puñaladas recibidas y estaban bañando las hojas de sus sables con la sangre de los cómplices de Tariq. Uno de ellos, perdida la daga, se arrodilló ante Hilal suplicando piedad y aquel respondió con un golpe lateral que le seccionó el cráneo por la mitad. Pese a su ebriedad, y a estar en inferioridad numérica, eran guerreros experimentados, cuyos brazos se movían solos tras desenfundar las espadas, mientras que los asistentes a la reunión no eran más que simples camaradas de tertulia a los que Tariq al-Miknasí había convencido para que empuñasen las dagas en aquella ocasión.

—¡Id a avisar a los guardias, maldita sea! —pedía Tariq a voces—. ¿O es que no han oído la señal?

Los guardias aparecieron al fin en la sala, repartiendo tajos sin ton ni son, de modo que sus primeras víctimas fueron los invitados que huían de la furia de los contríbulos de Karim. Dos de ellos les cerraron el paso y el tercero, Hilal, corrió hacia Tariq.

—¡Ocúpate de al-Miknasí, Hilal! —gritó uno de los que se interponían ante los guardias—. ¡No permita Dios que escape vivo esta noche!

Los músicos aprovecharon la confusión provocada por la irrupción de los guardias para escapar, aferrando sus instrumentos a modo de escudo. Y el noble que estaba escondido junto a ellos los imitó también en esto, sin hacer el menor intento por sacar del apuro a Tariq.

Mientras tanto Dihya trataba de llegar hasta Karim atravesando lo que parecía una distancia infinita. Había cuerpos encima de la alfombra, comida desparramada, sangre y vino mezclados en una única mancha carmesí que la lana absorbía con avidez. Tropezó dos veces y cada vez se irguió y continuó, a pesar de que las lágrimas ofuscaban sus ojos, a pesar de que había gastado el aire de sus pulmones en súplicas desatendidas y chillidos que pasaron desapercibidos. Solo pudo coger la mano de Karim entre las suyas. Él ya estaba muerto. Dihya creyó posible que despertase de repente, como sucedía en los sueños, que la mirase, que sonriera. Pero Karim estaba quieto, muy quieto, ensartado por la lanza que impedía que se desplomara, con los ojos abiertos y la boca agarrotada en un rictus sorprendido.

Recibió un nuevo empujón. El asesino de Mahmud, haciendo gala de mayor presencia de ánimo que el resto de los invitados, estaba intentando situarse de forma que tuviera la oportunidad de atacar a Hilal por la espalda. Dihya vio en el suelo el puñal que había dejado caer algún moribundo. Se agachó a recogerlo y lo sujetó con las dos manos, sintiendo el tacto viscoso del cuero empapado en sangre que recubría el mango. No dudó. Hundió la hoja en los riñones del hombre, hasta que la guarda del puñal impidió que pudiese clavarla más profundamente, y luego la retorció con todas sus fuerzas a derecha e izquierda.

—¿Qué has hecho, perra? —preguntó incrédulo el asesino de Mahmud. Ella no le respondió. Simplemente selló con una bofetada aquellos labios mentirosos que media hora antes la entretenían con banales acertijos.

Hilal y al-Miknasí peleaban junto al estrado. Al-Miknasí casi doblaba en edad a Hilal, pero estaba sobrio y su oponente no había salido indemne de la cuchillada que le habían asestado. La sangre calaba la pechera de la camisa de Hilal y un reguero rojo comenzaba a extenderse por sus calzones. Parecía desfallecido, sustentado únicamente por la furia; sus golpes eran cada vez más desesperados, como si fuera consciente de que el tiempo se le acababa.

Consiguió acertar a Tariq en la muñeca. Al-Miknasí se distrajo mirando de reojo la herida y Hilal lanzó una estocada contra sus costillas que hizo que reverdeciera la esperanza en el pecho de Dihya. Pero a la estocada le faltaba fuerza. Mientras caía, Tariq pudo alzar la lanza y ensartar a Hilal como antes había ensartado a Karim. Hubo un crujido cuando Hilal, al girarse, partió el asta; agarró la lanza rota que emergía de su vientre con la intención de arrancársela, pero no fue capaz. Luego retrocedió, tambaleándose y se derrumbó hacia atrás, levantando los brazos para reclamar la atención del Dios que le había abandonado.

—¡No! —exclamó Dihya.

Desde el suelo Tariq la miró como si se diera cuenta entonces de que ella estaba todavía en el salón. Sus heridas no eran graves y Dihya comprendió que se recuperaría rápidamente después de que le atendieran los médicos del emir.

Y eso era inaceptable.

Dio un salto hacia adelante. Tenía varias posibilidades a su disposición. Una daga tirada en la alfombra, similar a la que ya había utilizado, el sable que se le escapó a Hilal. Tariq intentaba levantarse apoyándose sobre un codo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente cuando ella levantó la lámpara por el pie de cobre.

—¿Qué…?

Al-Miknasí gritó cuando Dihya derramó el aceite caliente de la lámpara sobre su rostro. Sin embargo sus gritos se convirtieron en alaridos cuando el fuego de la mecha que cayó encima suya poco después incendió las ropas empapadas de aceite. Ella cogió una segunda lámpara y se la arrojó también para avivar la hoguera. Y después volcó las que quedaban, todas las que estaban al alcance de su mano, creando un muro de fuego que contuvo a los guardias después de que rematasen al último de los hombres que aún les hacía frente.

«No —pensó Dihya, trastornada—. El Altísimo no ha permitido que Tariq escapara vivo esta noche».

El calor era inaguantable pero se mantuvo firme, contemplando cómo el asesino de su esposo se encogía consumido por aquel calor infernal. Incluso cuando los guardias huyeron del fuego que se extendía velozmente por el salón ella continuó allí, observando, hasta que tuvo que preguntarse a sí misma si quería morir abrasada o intentaría huir a su vez.

«Firqan —pensó—. Mi hijo me necesita. Ya ha perdido a un padre. Sería demasiado cruel que hoy me perdiese a mí también».

Era ya imposible rescatar el cuerpo de Karim de las llamas y por un instante Dihya se arrepintió de haber iniciado el incendio. Para consolarse se dijo que al menos había evitado la humillación de que las cabezas de su marido y de su suegro fuesen clavadas en picas para amedrentar a otros posibles conspiradores. No quedaría nada que el emir de Badajoz pudiera exhibir. Y tampoco quedaría nada de al-Miknasí. Fuego y ceniza: esas eran sus recompensas.

Dihya se dio la vuelta. Alguien chillaba pidiendo auxilio en el interior de la casa. Se dirigió hacia la fuente de los chillidos y al hacerlo encontró la empinada escalera que subía hacia el piso superior. Ascendió como pudo, cegada por el humo, tosiendo, con las manos adelantadas para que las paredes le sirviesen de guía. En la planta superior las concubinas de Tariq vacilaban entre salir de sus cuartos o aguardar detrás de las celosías de las puertas a ser rescatadas. Dihya apartó bruscamente a las mujeres que la estorbaban; a una esclava etíope que insistía en abrazarla, balbuciendo ruegos incomprensibles, la mordió para que se soltase. Tal vez ellas no supieran lo que tenían que hacer, pero Dihya sí. Fue de habitación en habitación hasta dar con el único tragaluz que daba al exterior, en una pieza en la que se aireaban unos cueros. Estaba demasiado alto y se vio obligada a arrastrar un arcón para poder encaramarse al mismo. Luego se quedó paralizada, con medio cuerpo dentro y medio cuerpo fuera, estremecida por la diferencia de altura con la calle. Cerró los ojos, musitó una plegaria. La caída fue breve y el dolor, tan terrible como había imaginado.

Se puso en pie a duras penas, jadeando. Tras ella el resplandor del incendio iluminaba Badajoz, atrayendo espectadores que acudían igual que polillas a la luz. Comenzó a alejarse cojeando. Tenía los codos despellejados, se había dado un buen golpe en la frente y el dolor en su pierna izquierda le cortaba la respiración cada vez que la apoyaba en el suelo. Pero no se paró. El ansia por reunirse con Firqan hacía que olvidase los daños que había sufrido al saltar por la ventana. Solo lamentaba ser incapaz de correr; lo intentó, sin embargo la pierna lastimada se dobló como un junco y tuvo que recurrir a un poste providencial para mantenerse derecha.

La distancia no le había parecido tan larga a la ida. Siempre había una calle más que recorrer, una esquina más que doblar, y la casa que había ocupado su clan no aparecía nunca. En su mente rodaban las frases que servirían para advertir a los suyos, las posibles opciones que se le ocurrían para sustraerse a la venganza del emir. De una cosa estaba segura: necesitaba imponerse desde el primer momento a la madre de Karim; ella perdería el tiempo con lamentaciones cuando no tenían tiempo que perder. Después sí, después habría tiempo para desgarrar sus vestiduras, para lacerarse las mejillas con las uñas, para hundirse en la aflicción. Pero eso sería después, cuando estuvieran todos a salvo.

Por fin la última esquina. El caserón, feo, viejo, silencioso. Le extrañó ese silencio. Firqan solía llorar por las noches; la nodriza, las esclavas y ella se turnaban para acunarle. Y su extrañeza creció al ver la puerta abierta y el zaguán desierto, sin los centinelas que lo vigilaban de noche.

Había sangre en el umbral. Al entrar jadeó de angustia al reconocer en la sombra tendida en el suelo el cadáver del tío abuelo de Karim. Nunca llegaría a recordar plenamente lo que había sucedido tras aquel descubrimiento. Una sucesión de habitaciones a oscuras, una sucesión de cuerpos. Sus pies chapoteando en la sangre, todavía tibia, como si los asesinos acabaran de irse, unos minutos antes de que ella llegase. Y su dormitorio, y la nodriza con el cuello cortado, y el pequeño bulto en sus brazos que no había logrado proteger.

Salió fuera. Llevaba a Firqan con ella. Susurraba viejas canciones de cuna, las canciones que a él más le gustaban. Echó a andar. Sus pies se movían irreflexivamente, sin que Dihya fuese consciente de dirigirlos. ¿Había algún sitio al que ir? Tal vez sus pies lo supieran. Ella no. Se sentía como una hoja seca que empuja el viento, como una rama rota que se lleva la corriente. Ya no era dueña de sus actos. Ya no era dueña de su vida. Pronto empezarían a buscarla. Alguien se daría cuenta de que había sobrevivido, alguien repararía en las huellas sanguinolentas que salían de la casa. Alguien afilaría un cuchillo para degollarla. Y quizá supusiera un alivio para ella que lo hiciese.

«Estoy sola —se dijo Dihya—. Sola. Sola».

A lo lejos un brillo inconstante, humo. El incendio seguía alzándose sobre el perfil de la ciudad como una bestia burlona, un intruso que desafiaba a sus habitantes a derrotarlo. Dihya caminaba sin prestar atención a lo que hacía, guiada por sus instintos o por un pensamiento que se mantenía oculto, ocupándose de dirigir sus movimientos sin hacerse notar. Ya no lloraba. Se le habían acabado las lágrimas, estaba vacía. En cambio experimentaba un ardiente deseo de reír, pero se contenía porque era consciente de que sería una risa deforme, retorcida; la horrible risotada con la que celebra el loco su descenso al abismo.

No entendió al principio porque se detenía al pie de aquella fachada. La pared llena de manchas, el conglomerado de reparaciones mal hechas que era la puerta. Llamó. Y volvió a llamar, con más fuerza, al no ser atendida. Luego un arrastrar de pies, unas pisadas suaves, un gruñido:

—Ruido y más ruido, y ahora esto. ¿Es que esta noche no duerme nadie en Badajoz?

Se entreabrió la puerta. Asomó una cabeza por el hueco, ajustándose la venda que cubría la mitad del rostro. La expresión de fastidio se convirtió enseguida en incredulidad. Asombro. ¿Cómo podía ser de otra forma? Ante él se presentaba una mujer con las ropas hechas jirones y un paquete ensangrentado en los brazos. Tardó un rato en darse cuenta de que era Dihya, y solo en ese momento pareció recuperar la compostura.

—Que Dios me asista, prima. ¿Qué te ha sucedido?

Dihya le empujó adentro. Se sentía insegura en la calle. Fueron al patio y de ahí a la sórdida vivienda de Al-Asayy. La cama de su amigo estaba desierta, él la señaló con el dedo.

—Has tenido suerte. Hoy no está. Se ha ido a hacer no sé qué, no sé con quién.

—¿Qué tengo suerte? ¿Es eso lo que has dicho? ¿Qué he tenido suerte?

El chillido de Dihya hizo que al-Asayy diera un respingo. Un vecino se quejó detrás de la pared y Dihya le chilló a él también. Tal vez fuera la ferocidad que traslucía en su voz, pero ninguno de los interpelados se atrevió a replicar.

—Tranquilízate, prima. Hablaba por hablar. ¿Qué te ha pasado?

Al-Asayy se inclinó hacia adelante, para ver más de cerca el paquete envuelto en paños que traía Dihya. Cuando intuyó de qué se trataba, palideció.

—Tariq —dijo ella, contestando a una pregunta aún no formulada—. Y los hombres del emir. No ha sobrevivido nadie. Solamente yo.

—¿Los hombres del emir? ¿Por qué? Si Karim y él eran uña y carne…

—Lo eran. Pero Karim estaba molesto con el emir a causa de su indecisión y Tariq aprovechó su descontento para atraerle a una conjura. Una trampa, en realidad.

—Ya te dije que os guardarais de él y no os dejaseis embaucar.

—¿Y de qué me sirve eso ahora? —volvió a chillar ella.

Al-Asayy agachó la cabeza. Tomó el frasco de vino y se sirvió una generosa ración.

—Qué insensatez —farfulló—. Qué derroche de vidas. Al-Yilliqí ya ha pedido el amán al califa. Al menos es lo que me han contado, y el que me lo contó está bien enterado de los asuntos de palacio. Puede que mañana mismo se abran las puertas de la ciudad para que entre el ejército omeya.

—Entonces Karim tenía razón. El emir entregará Badajoz para salvar su pellejo.

—¿Y qué imaginabas? —dijo al-Asayy. Bebió largamente y luego insistió en rellenar el cubilete hasta el borde—. Es más sensato tener confianza en un perro que en un gobernante.

—¿Qué piensas hacer? ¿Emborracharte?

—Me parece una opción muy atractiva, dadas las circunstancias. Si los hombres del emir no te han seguido hasta aquí, mañana vendrán los soldados Omeyas y me quitarán lo poco que tengo. Podría ser buena idea que me encontraran borracho. Así, si Dios ha decidido que ha sonado mi hora, no me dolerá tanto cuando me conviden a probar su acero.

Dihya cerró los ojos. Sentía que el cuartucho daba vueltas a su alrededor. Notaba un agujero en su interior, en el lugar en que debería haber estado su corazón; una grieta abierta en su cuerpo y en su mente, partiéndola en dos.

—Tendremos que disfrazarte —murmuró de repente al-Asayy.

—¿Disfrazarme?

—Los soldados del Omeya harán cola para forzarte, incluso con tu aspecto actual. Con algo de maña conseguiremos que te asemejes a una vieja que vive enfrente. Créeme, nadie querrá tocarte.

—No voy a disfrazarme —dijo ella—. Que me fuercen y que después me maten, si es la voluntad de Dios. Así expiaré mis pasadas faltas.

—¿Tus faltas? —se sorprendió al-Asayy—. ¿Qué faltas, querida niña? A mí no me bastaría otra vida para expiar los pecados que he cometido en esta, pero tú…

—De cualquier manera, ¿para qué voy a vivir? —reiteró Dihya—. Todo lo que amaba ha desaparecido, borrado de la faz de la tierra.

—Es una buena pregunta. ¿Para qué vivir? ¿Para continuar en la pobreza? Dicen que la muerte es más llevadera que la miseria, pero los míseros insisten en comer y beber igual que cualquier otro. No se dejan morir de hambre para salir antes de este mundo, y hacen bien: ¿Para qué apresurarse si el águila de la muerte planea sobre nuestras cabezas desde que nacemos? —Miró de soslayo el cuerpecillo de Firqan, que Dihya aún sostenía con ternura—. No. Aunque la muerte sea nuestro destino, no es un destino al que nos encaminemos con gusto. Viviremos. Querremos vivir. Tú también, cuando pase tu duelo. Ya lo verás.