11

Cazadores y cazados

Dos horas después de la puesta de sol el cielo parecía una vasta y negra estera salpicada con las piedras preciosas procedentes de un tesoro saqueado. Los habitantes de Córdoba se tornaron sombras en los callejones sin salida y después desaparecieron engullidos por otras sombras. No había más sonido que el silbido del viento al rozar los saledizos de los edificios, ni más reclamos para la vista que las antorchas que brillaban como fuegos fatuos antes de apagarse.

De repente a Álvaro le entraron ganas de descender y alejarse de aquel alero en el que se sentía expuesto, como si la noche estuviera llena de depredadores que planeaban pacientemente bajo las estrellas. Pero moverse con rapidez suponía arriesgarse a llamar la atención. Las patrullas estaban allí, en algún sitio, arrastrando los pies y quejándose de sueño. Tenía que esperar, temblando de frío, en silencio, hasta que la oscuridad se inmovilizara por completo.

Hacía tiempo que se había apagado el lejano resplandor de los hornos de cal, al norte, aunque todavía estaba suspendido en el aire el humo de los alfares, aprovechando la quietud para cernirse sobre la medina como una colección de marchitos espectros. Álvaro interpretó favorablemente su aparición y se puso en pie, flexionando sus articulaciones entumecidas por la larga espera antes de comenzar a desplazarse por los techos. Andaba con cuidado, temiendo romper una teja o alertar a un gato dormido. Aun en la lánguida noche de otoño había peligro.

Estaba cerca del Alcázar enclavado en el ángulo sudoeste de la medina, construida encima de la Urbs Quadrata romana, sin embargo la distancia era mayor en las alturas que en el suelo y él andaba muy despacio. Le dolían los músculos agarrotados tras haber pasado la tarde escondido debajo de un cesto que olía a hortalizas. El sudor que empapó sus ropas durante la espera se había secado, si bien notaba una irritante rigidez en la camisa. Notaba un principio de mareo; una advertencia de que ya no era joven, de que ya no podía exigirse tanto. Había pasado el día entero desplazándose de un escondite al siguiente, igual que una lagartija, hasta llegar a la azotea escogida y al cesto que debía resguardarle, y ahora se sentía exhausto, casi desfallecido, antes de haber hecho nada de lo que tenía planeado.

Álvaro inspiró profundamente para ahuyentar el cansancio mientras escuchaba el fresco susurro, impropio en aquel silencio, de una fuente que tal vez fuese la que Abd al-Rahman III había mandado construir frente a la Puerta de la Justicia del Alcázar. No gastó tiempo en comprobarlo. Ya tenía ante sí la torre más alta de Córdoba, que incluso en la oscuridad nocturna relucía con el leve fulgor de sus policromías y el brillo helado, metálico, del adorno de plata maciza que completaba el alminar de la mezquita mayor, el primer elemento reconocible descubierto por los viajeros al acercarse a la capital del califato.

Álvaro había oído decir que dos almuecines velaban toda la noche en la cámara superior del alminar aguardando el momento en el que convocaban a los fieles a la primera oración de la mañana. Aquellos hombres, en el caso de existir de verdad y no ser una simple fabulación, disfrutaban del asombroso poder de movilizar a una ciudad entera, y sin duda el mismo Califa debía envidiarlos, puesto que la llamada de los almuecines era obedecida con mayor rapidez y menores reticencias que las suyas.

«¿Se sentirán orgullosos esos dos de ser los que despiertan a la ciudad? —pensó Álvaro—. ¿O estarán simplemente sentados ahí arriba, como dos pajarracos, ansiosos por cumplir con su deber e irse a dormir?».

Buscó la luz delatora de una lámpara de aceite. No la vio. Los almuecines velaban a oscuras o, en realidad, dormían. Álvaro calculó la distancia existente entre el tejado de la vivienda en la que se encontraba y el techo del oratorio, ancho como un océano que al agitarse elevaba las olas de sus cubiertas a dos aguas. Llevaba encima una cuerda pintada de negro que lanzó con maestría. Cuántas veces había estudiado aquel estrechamiento de la calle durante las semanas previas y los merlones en los que pensaba encajar el peso atado a la cuerda. Y cuántas veces había ensayado el lanzamiento en su imaginación, soñando con la perfección que alcanzó en el primer intento. Tiró con fuerza hasta convencerse de que el ladrillo quedaba fijo y luego ató la cuerda a un saliente del tejado, asegurándose de que estuviera bien tensa. Cruzar la callejuela suspendido de la cuerda fue menos sencillo que cuando se entrenaba en los bosques próximos a Córdoba. Quizá se debiese a los nervios o al cansancio acumulado. Sin embargo consiguió alcanzar la corona de merlones que remataba la mezquita aljama y pasó entre ellos para pisar al fin el techo de madera. Dejó la cuerda en su sitio. Puede que la necesitase para regresar, o puede que ya no la volviera a necesitar nunca; de cualquiera de las maneras no tenía sentido recogerla.

Evitó las cubiertas de cada una de las naves caminando por el borde del alfarje, sin perder de vista en ningún momento el alminar en el muro septentrional del patio, temiendo ser sorprendido por un almuecín que entretuviera su vigilia contemplando la ciudad dormida. De esta guisa, agachado, vigilante, alcanzó el punto sobre la fachada occidental que buscaba. Se asomó con precaución y miró hacia el nivel de calle. A unos metros por debajo de la posición que ocupaba Álvaro se hallaba el sabat, el paso elevado que el emir Abd Allah estableció para acceder directamente desde el Alcázar a la maqsura, el pequeño recinto ante el mihrab reservado al soberano que lo mantenía separado del resto de los fieles. Álvaro sacó la segunda de las cuerdas que llevaba consigo y rodeó otro de los merlones. Era una cuerda larga, pero se soltó cuando todavía estaba varios metros por encima del pasadizo. Y consiguió lo que pretendía: al caer rompió la débil cubrición de madera del paso y aterrizó en el interior en medio de un remolino de serrín y astillas que se le enganchaban inofensivamente en la ropa.

«Abd Allah usaba este pasadizo para ocultarse de la comunidad y evitar su ira —pensó Álvaro—. Resulta irónico que yo lo utilice ahora para llegar hasta donde se oculta su nieto».

Se quedó quieto mientras se desvanecían los ecos del ruido que había hecho al atravesar el techo del pasadizo. Nada sucedió. No hubo gritos de alarma, ni cambiaron de lugar las antorchas, provocando un loco baile de luces sobre la muralla. El estruendo había pasado desapercibido.

En ambos extremos del pasaje había puertas cerradas. A su espalda la puerta en la fachada del oratorio. Delante la puerta en el muro del Alcázar. Caminó despacio, de puntillas, como para compensar el ruido anterior, y tanteó la puerta. Era sólida. Por suerte no necesitaba forzarla. Le había costado muchos ruegos y alguna que otra amenaza, pero al fin había conseguido que Félix robase la llave.

Metió la llave en la cerradura. El simple hecho de que entrase con suavidad le produjo un gran alivio, puesto que creía capaz a Félix de entregarle una llave cualquiera con tal de librarse del acoso de Álvaro. Al girar la muñeca el cerrojo se desplazó con un chirrido y un pequeño empujón le despejó el camino. Estaba en el Dar al-Imara, el Alcázar primero, una reconstrucción del monumento visigodo cuyo emplazamiento ocupaba, arrinconado por los nuevos pabellones y la alcazaba, alta e inaccesible. Al otro lado de la puerta existían unos escalones, necesarios para salvar la diferencia de altura entre el pasadizo y el piso de la estancia en la que desembarcaba. Era una habitación grande y ampulosamente decorada, donde la esencia de violetas, repartida con prodigalidad, no alcanzaba a disfrazar por completo el olor a mampostería húmeda. Dos candelabros irradiaban una iluminación aceitosa, estirándose como mantequilla derretida sin ir más allá de sus pies de cobre sobredorado. El resto era vaguedad, penumbra, y una insinuación de suntuosas telas que recubrían por igual las paredes y el pavimento, confundiéndolos. Caminó un rato de puntillas; luego se dio cuenta de que las alfombras, echadas unas encima de otras, hacían innecesaria esa precaución. La habitación había sido preparada para impedir que los pies del califa sufrieran fatiga alguna cuando acudía a la mezquita. Caminar por ella era como caminar sobre nubes.

Cruzó la estancia repasando el plano que Félix le había dibujado en un trozo de pergamino. Era un plano tosco y repleto de imprecisiones, y Álvaro solo podía figurarse cuál era el pabellón en el que dormía el califa, pero estaba dispuesto a recorrer el Alcázar entero para encontrarlo. Se sentía menos cansado después de haber conseguido entrar. La posibilidad de completar su venganza le llenaba de gozo; ningún inconveniente le parecía excesivo. Estaba convencido de que esa noche el destino de al-Ándalus descansaba en el filo de su cuchillo. Aunque él tampoco sobreviviera, le daba igual: la muerte del Califa autorizaba todas las esperanzas de los enemigos de los Omeyas.

«El hijo mayor de Abd al-Rahman es muy joven todavía —reflexionaba Álvaro—. Y dicen que es de temperamento melancólico, debido a que su padre le mantiene alejado de los placeres íntimos. Si logro acabar con Abd al-Rahman esta noche, sin darle la oportunidad de asegurar convenientemente la sucesión, sin lugar a dudas provocaré un enfrentamiento entre los hijos del Califa, secundados por los ambiciosos que los patrocinen. Y tal pelea, Dios lo quiera, bien pudiese acarrear el final de la dinastía».

De pronto, mientras fantaseaba con provocar una guerra civil que permitiera el inicio de una nueva insurrección en torno a Bobastro, notó un leve movimiento en una de las telas de las paredes. Sacó el cuchillo de su funda antes de acercarse a investigar, pero al instante las telas se agitaron como banderas sacudidas por un vendaval y los guardias escondidos tras ellas aparecieron apuntándole con sus lanzas. Álvaro solamente acertó a lanzar una exclamación de sorpresa. Las lanzas le rodeaban por todas partes y no había un hueco por el que escapar.

«Ay de mí, qué idiota he sido —se dijo—. Creí haberme infiltrado en el Alcázar gracias a mis planes y mi habilidad, y en realidad lo que hacía era acercarme a la trampa que los cazadores han preparado».

Tenía la intención de vender cara su vida y para ello escogió a uno de los esclavos con ánimo de atacarle. Sin embargo los otros adivinaron sus propósitos y se le echaron encima en el acto para derribarlo.

Aún trató de lanzar una última cuchillada. Unas manos grandes sujetaron su brazo al tiempo que alguien le aplastaba brutalmente la cara contra la alfombra. Estuvo cerca de gritar que apenas podía respirar estando en esa postura, pero enseguida comprendió que a los guardias que lo retenían no les importaría nada saberlo.

La oscuridad habría sido más soportable si hubiera estado acompañada por el silencio. Así habría podido hacerse la ilusión de estar ya muerto, en un purgatorio que era la antesala de alguna otra cosa que pronto conocería. Quizá una vida mejor, con el auxilio de Cristo, si le eran perdonadas sus faltas, que no eran pocas ni fáciles de ignorar.

Sin embargo la oscuridad estaba henchida de sonidos que le recordaban su estado presente e incrementaban su angustia. Oía la fatigosa respiración de otros presos, sin saber si los tenía a su lado o estaban lejos. Oía sus chillidos, sus inútiles peticiones de clemencia, sus confesiones desesperadas. Oía a las ratas correteando por la paja maloliente del suelo. Y, sobre todo, oía periódicamente unos rugidos lejanos, que provocaban la histeria de los prisioneros, y que Álvaro atribuyó a los leones traídos de África para agasajar a Abd al-Rahman III, los cuales vivían en un pabellón detrás del palacio. Por Córdoba circulaba el rumor de que al-Nasir los azuzaba contra los criminales para divertirse con la matanza resultante y cada vez que escuchaba su rugido Álvaro temía, al igual que los demás, que se acercase la ocasión de renovar aquellas fechorías.

Desconocía el tiempo que llevaba allí encerrado. En la prisión subterránea del Alcázar, que era donde suponía que le habían llevado puesto que el trayecto que hizo suspendido de los brazos de sus carceleros fue corto, no existían el día ni la noche, ni ninguna circunstancia que señalase el paso de las horas. Cuando se sentía demasiado agotado para mantener abiertos los ojos dormía. Más tarde despertaba. No apreciaba ninguna diferencia entre las dos situaciones. Las tinieblas, los lamentos, el hedor, todo era idéntico, como si no hubiera transcurrido ni un minuto desde que cerró los ojos. Pero tenía que haber pasado algo de tiempo porque había dormido, y había soñado o, mejor dicho, sufrido pesadillas que luego se mezclaban sin transición con sus pensamientos. Ya no se preguntaba por la identidad del traidor. Félix, probablemente. Delatar a Álvaro debía haberle parecido la única manera de protegerse a sí mismo y a su familia de las represalias por la muerte del Califa.

Le dolían las heridas en el rostro, los golpes recibidos durante su captura, las patadas soportadas por las costillas. El dolor se había convertido en el vínculo infalible con esas piernas que no veía, con esas manos que movía en la oscuridad como murciélagos cautivos, haciendo entrechocar los hierros con los que estaba cargado. Había perdido uno de sus sentidos: la vista. Solo le quedaban el tacto, el oído, el olfato… y con gusto hubiera prescindido también de este último. Nadie venía a recoger sus heces o a secar su entrepierna, empapada de orina. Un carcelero ciego echaba agua en la jarra y comida en el plato de barro. Bazofia. Álvaro evitaba hablar solo, excepto para quejarse de los desperdicios que les servían para comer. No quería ser como los prisioneros que hablaban sin parar, tratando de llenar el vacío de sus vidas con castillos de palabras. Odiaba las voces monótonas de los asesinos, los ladrones, los parricidas; su impudor, sus osadías execrables y el modo en el que callaban repentinamente siempre que trataba de comunicarse con ellos.

Álvaro estaba adormilado cuando la luz de un candil de aceite, azulada a causa de la falta de aire, abrió un agujero en las tinieblas. Despertó a causa del gemido de los presos, siluetas encogidas que tiraban de sus cadenas tratando de huir del resplandor, intuyéndose protegidos por el anonimato que les concedía la oscuridad. Él apartó la mirada de aquel brillo. Le hacía daño en los ojos. Luego volvió a fijarse en los intrusos al darse cuenta, no estaba seguro de si con alegría o con temor, de que las pisadas se acercaban al rincón donde le habían encadenado.

—Es ese —dijo un guardia de piel clara.

La punta de un garrote arañó su cuello. El carcelero soltó las cadenas del muro y tiró de ellas para obligar a Álvaro a levantarse. Se cayó. Los empujones y los insultos eran insuficientes para hacer que sus piernas respondieran correctamente después de una inactividad tan prolongada. Apretando los dientes consiguió dar un paso. El siguiente fue más fácil. Después, con Álvaro aún tropezando y tambaleándose, salieron de las mazmorras precedidos por el resplandor fúnebre del candil.

Le llevaron a unos baños dotados de agua corriente para quitarle la suciedad incrustada en su piel. Los harapos que Álvaro llevaba puestos los tiraron directamente a un horno. Las ropas que los sustituyeron eran sencillas, pero a él le parecieron dignas de un príncipe del oriente en comparación con los andrajos anteriores. Luego, cuando vino también un barbero para recortarle la barba y el cabello, empezó a dudar acerca de las intenciones de los guardianes.

«Si fueran a cortarme la cabeza o a crucificarme no se tomarían tantas molestias. ¿Por qué me preparan con tanto cuidado?».

Ignoraba cuántas semanas o meses había durado su encierro. Al ser arrastrado por el Alcázar y mirar por las ventanas que encontraban a su paso supuso que estaban ya en invierno. En los jardines las plantas se encogían intimidadas y un viento frío vaciaba los expuestos senderos.

Una larga galería los condujo a un pórtico en el que estuvieron reunidos esperando la autorización para entrar. De repente se abrió la puerta del pabellón y Álvaro fue empujado dentro. Seguía teniendo las manos encadenadas. Era el único aspecto de su apariencia que aún le identificaba como prisionero.

Lo primero que notó al ser introducido en la cámara fue el olor. Olía tan bien que le entraron ganas de llorar. Unos pedazos de ámbar azafranado reposaban sobre los carbones encendidos de un brasero y experimentó el deseo irresistible de acercarse más, para compensar a su nariz por las penalidades sufridas en el calabozo. Pero no estaba solo en la cámara. Había un hombre tendido boca arriba sobre unos cojines, con la barba teñida, esperando a que la henna se la colorease, observando a Álvaro con una combinación de indiferencia y fastidio, como si ya hubiera olvidado el motivo por el que le había hecho llamar.

—Tú eras uno de los capitanes de Ibn Hafsun —dijo, sin especificar si se trataba de una pregunta o una afirmación.

Álvaro asintió con lentitud mientras examinaba al desconocido con la sospecha de estar en presencia del mismísimo Califa, a quien nunca había visto de cerca. Era un hombre de edad avanzada sin ser viejo, de cuello corto y nariz prominente. Álvaro buscó sus ojos, que eran de color castaño en lugar del azul que caracterizaba al Omeya. Y las piernas eran de longitud regular, y no excepcionalmente cortas, como decía Félix que eran las de al-Nasir. La edad tampoco coincidía. Abd al-Rahman III tenía cuarenta años. Aquel hombre era mayor.

«Si no es Abd al-Rahman, ¿quién es? Su expresión y sus gestos son los de un funcionario con mucho poder, tal vez uno de los visires».

—Álvaro ibn Daisam —continuó el desconocido—. Mi predecesor fue amigo de tu señor Umar. Es posible que hayas llegado a conocerle.

—¿Vuestro predecesor? —dijo Álvaro, sorprendiéndose al comprobar que el encierro parecía haber alterado el timbre de su voz.

—El eunuco Badr, Dios haya tenido misericordia de él.

«Puesto que se refiere a Badr como su antecesor debe tratarse de Musa ibn Muhammad, el chambelán del califa —se dijo Álvaro—. Con razón me causó la impresión de ser un funcionario importante, pues aparte del Califa no hay persona en al-Ándalus que sea más poderosa que él».

—No tuve la oportunidad de conocerle —reconoció—. Me contaron que era un hombre notable, a pesar de su falta.

—Fue un gran hayib. Me gustaría poder decir que le he sustituido ventajosamente, pero no me agrada mentir salvo que obtenga algún provecho haciéndolo. ¿Y qué provecho podría obtener yo mintiendo a alguien como tú?

«Si lo que pretendes es convencerme de que mi vida no vale nada, estás gastando saliva en vano. Eso ya lo sé de sobra. En realidad, lo que me extraña es encontrarme aquí cuando lo lógico sería que estuviera de rodillas junto al verdugo, mirando fijamente el tapete de cuero en el que ha de caer mi cabeza».

—¿Vino? —preguntó Musa de repente.

Álvaro dudó antes de contestar. Luego aceptó ansiosamente. El chambelán hizo una seña al tiempo que se incorporaba y un esclavo sirvió dos copas.

—A mí también me gusta el vino, que Dios me perdone —murmuró Musa ibn Muhammad tras beber de la suya—. En muchas ocasiones he disipado mis preocupaciones con un vino amarillo como este, y aunque después me arrepiento, vuelvo a recaer cuando las preocupaciones se espesan en mi cabeza.

Dejó la copa medio vacía para coger una lámina rosada no menos sutil que la seda, cubierta de caracteres escritos. Al advertir el desconcierto de Álvaro el chambelán alargó el brazo para enseñarle mejor aquella novedad.

—Es papel —dijo—. Un descubrimiento, aseguran que procedente de China, que nos han traído los mercaderes de Bagdad y Damasco. Es mucho más tenue que el pergamino, ¿veis? Y más liviano y fácil de manejar. Pero lo importante es lo que hay escrito en él. —Musa ibn Muhammad señaló el texto con un dedo y Álvaro, estirando el cuello, alcanzó a descubrir su nombre mezclado con los caracteres cúficos—. Esta es la historia de tu vida. Aquí aparece lo que has sido, lo que has hecho, incluidos tus últimos crímenes. —Musa chasqueó la lengua—. El pobre Ahmad Ibn Abdallah, ¿qué te había hecho?

—A mí nada —contestó Álvaro—. Pero humilló a mi señor.

—Umar merecía ser humillado. Era un forajido, un rebelde, un asesino. Y además un apóstata; le encontramos enterrado al modo de los cristianos.

—Esa es vuestra opinión.

—Es evidente que tu postura es distinta de la mía. Pero es preferible que olvidemos este asunto. No merece la pena que perdamos el tiempo hablando de Umar o de Ahmad. Ambos están muertos y son los vivos los que me preocupan.

Álvaro frunció el ceño.

—¿Es qué no os importa que matase a Ahmad? —Su voz denotaba incredulidad.

—No más de lo imprescindible —replicó el chambelán—. Los alfaquíes son solamente herramientas que nos ayudan a controlar al pueblo. Mi señor no echará de menos a uno de ellos más de lo que echaría de menos un cortaplumas extraviado. Y Ahmad, en particular, estaba volviéndose presuntuoso, así que podría decirse que nos has hecho un favor al asesinarle antes de que se convirtiera en un problema serio. —Musa se inclinó hacia adelante y Álvaro pudo apreciar que una vena semejante a un gusano agazapado bajo la piel palpitaba en su frente—. Me parece mucho más grave que idearais la locura de matar a mi amo.

—¿Locura?

—Sí, locura. ¿Qué motivos podías tener para querer matarle?

—Tardaría menos tiempo en dar los motivos que se me ocurren para no querer matarle —respondió Álvaro con arrogancia.

—Pues tendrás que empezar a olvidarlos, si es que quieres vivir. —Musa se detuvo para añadir enseguida—: Porque supongo que querrás vivir.

Álvaro lo pensó un instante. Sí, el deseo existía. Su carne quería seguir viviendo, aun cuando su espíritu proclamara no temer a la muerte. Pero era la curiosidad lo que realmente le incitaba a mostrarse sumiso. Le habían sacado del calabozo por una razón. Y anhelaba conocer cuál era esa razón.

—Sí, quiero vivir.

—Entonces tendrás que convertirte en uno de los esclavos de mi amo.

A Álvaro se le escapó una sonrisa. Notaba un principio de mareo. El vino era fuerte y él tenía el estómago vacío.

—¿Yo? ¿Y cuáles son mis méritos? ¿Haber intentado asesinarle?

—Por suerte para ti has acumulado más méritos que ese.

—Así que estáis dispuesto a perdonarme en nombre del Califa, a pesar de todo.

—A lo que estoy dispuesto es a utilizarte. Mi señor y yo no desperdiciamos nada, ¿no lo sabías? —Musa se llevó los dedos a la frente y sus labios se curvaron en una mueca de dolor—. Ignoro el tiempo que me queda, llevo muchos años sirviendo a mi amo en diversos puestos y serví a su abuelo antes que a él, y deseo asegurar la seguridad del califato tanto como me sea posible antes de que Dios decrete el final de mi vida. Tú serás uno de los medios que emplee para conseguirlo.

—¿Cómo? ¿Integrándome en el ejército omeya?

—Por Dios, no. Ya hay demasiados antiguos rebeldes formando parte de nuestro ejército y más valdría ejecutarlos a todos por el servicio que nos hacen, excepto unos cuantos que aún conservan cierto arrojo. Pero a mi señor le gusta alternar el castigo y la misericordia, y a la vista está que ha sido una política acertada porque él ha reducido a unidad el fraccionamiento de al-Ándalus.

—Y si no os intereso como soldado, ¿cuál es la ocupación que pensáis darme?

—Una que supongo que te sorprenderá. —Musa tomó un largo trago de vino y pidió al sirviente que le rellenara la copa. Los dientes le rechinaban periódicamente, tal vez a causa de una jaqueca—. Hubo una época en la que Ibn Hafsun era abastecido por barcos procedentes de Ifriqiya y otros territorios bajo dominio fatimí. Y salvo que me hayan informado mal, fuiste tú quien cerró el acuerdo con los representantes de los fatimíes.

El chambelán tenía razón. Álvaro no contaba con que le mencionaran ese hecho de un pasado que le parecía muy lejano ya.

—Sí, fui yo. Pero, ¿qué relevancia tiene que fuera yo el que cerró el acuerdo?

—Bastante. Y podría ser mucha. Dime: ¿qué sabes de los fatimíes?

—En aquella época sabía algo, poco, y ahora sé lo mismo o menos. Lo único que sé con certeza que son enemigos declarados de los Omeyas.

—Siendo así, sabes lo que es necesario saber —dijo Musa—. Los fatimíes son nuestros enemigos. Y unos enemigos peligrosos. Los cristianos del norte son una espina clavada en el costado de mi amo, pero los herejes fatimíes son una espina más grande, más aguzada y clavada más profundamente.

—¿Es por ellos que Abd al-Rahman se proclamó califa? —preguntó Álvaro.

Musa inclinó la cabeza a un costado, sonriente.

—Eres listo, desde luego, aunque la inteligencia puede conducir a un hombre a la perdición si se envanece en exceso. Había otros fundamentos, por supuesto. Sin embargo debo reconocer que es uno de los que contemplamos. Si unos descendientes de judíos tienen el atrevimiento de proclamar califa a uno de sus miembros, ¿por qué va a quedarse atrás mi señor, que los supera en todo? Puesto que su poder es incuestionable a lo largo y ancho del orbe, resulta acertado que reclame el mayor título conocido. Además, si los abasíes han declinado hasta el extremo de permitir el saqueo de La Meca, ¿quién puede reclamar el título de califa, que los abasíes han deshonrado, con más derecho que mi amo?

—¿La Meca ha sido saqueada?

—Así es. Los cármatas, unos herejes chiítas, la peor escoria que haya pisado jamás la tierra, se han llevado la Piedra Negra de la Kaaba. Y los abasíes han sido incapaces de impedirlo. ¿Comprendéis ahora que no hay nadie en el mundo que pueda hacer sombra a mi señor?

«Es cierto —reflexionó Álvaro—. Si los califas de Bagdad han degenerado hasta ese extremo significa que hoy en día Abd al-Rahman es el primero entre los soberanos musulmanes».

—Si Dios nos lo concede, nosotros mismos corregiremos la afrenta. El destino natural de mi amo es convertirse en el líder indiscutible de la comunidad, y aun cuando yo no pueda ya verlo, tengo la certeza de que llegará el día en el que los Omeyas recuperen su herencia y la autoridad de mi señor sea reconocida también en Bagdad. Pero entre Bagdad y al-Ándalus hay un obstáculo interpuesto ante nosotros.

—Los fatimíes.

—En efecto. Los fatimíes. Monos hijos de monos, los más viles entre los herejes, atreviéndose a reclamar el derecho de gobernar a los creyentes. ¿Qué podría ser más agradable a Dios que la destrucción de esos falsos musulmanes? —El chambelán meneó disgustado la cabeza y continuó—: Tú conoces a unos cuantos integrantes de la chusma fatimí, ¿no es cierto?

—Solo a un puñado. Los agentes que mencionasteis. Ni siquiera conozco bien Ifriqiya, aparte de las playas donde concertábamos nuestros encuentros.

—Esos individuos te presentarán a otros muchos. Tu reputación te avalará. Tú siempre rehuiste todo compromiso con mi señor, lo cual resulta una ventaja para lo que ahora pretendemos. Al menos hará que no te miren con sospecha.

—Sí, pero, ¿con qué propósito? ¿Qué esperáis de mí?

—Primero has de prestar el juramento de obediencia al Califa. Puedes hacerlo aquí mismo. Yo lo recibiré en su nombre.

Álvaro titubeó ligeramente y luego hincó la rodilla. Musa ibn Muhammad tuvo la precaución de hacer que jurase con la mano puesta sobre una Biblia bellamente encuadernada. Se habría sentido menos tranquilo de haber sabido que, en su mente, Álvaro articulaba palabras muy distintas de las que pronunciaba su boca, tratando de dar a entender a Dios que el juramento verdadero era aquel y no el que salía de sus labios.

—¿Y ahora?

—Ahora debemos prepararte. Tienes mucho que aprender. Por suerte disponemos de tiempo mientras elegimos a la gente que trabajará contigo.

Se levantaron. Pese a haber prestado juramento las cadenas de Álvaro continuaban en su sitio y dos guardias esclavos caminaban tras él al salir de la cámara.

—Por cierto, ¿dónde está la cabeza de Ahmad? —dijo el hayib—. Durante el funeral sus discípulos tuvieron que recurrir a una estratagema un tanto burda para disimular la ausencia.

—La tiré al río.

—Pobres peces —se burló Musa—. Pronto confundirán a los pescadores con disertaciones sobre la ley y el derecho cuanto traten de meterlos en sus cestas, y la culpa será tuya.

Subieron unas estrechas escaleras hasta un mirador de gran tamaño desde el que se divisaba el Guadalquivir y la campiña circundante. Había bastantes personas allí, la mayor parte de pie, unos pocos recostados indolentemente sobre cojines. Álvaro no hizo caso a sus miradas de desprecio. Estaba más interesado en descubrir dónde le llevaban.

—Mi señor quiere hablar contigo —le aclaró el hayib antes de que se lo preguntase—. Vigila tu lengua o todavía hay una posibilidad de que acabes ahí abajo.

Se asomó. Como sospechaba era la atalaya que dominaba la Puerta de la Azuda y el prado en el que se exhibían los ajusticiados. Ibn Hafsun y sus hijos continuaban allí, colgados de los maderos, pero prefirió no fijarse demasiado.

Varias aves de plumas verdes y rojas revoloteaban por la azotea tanto como se lo permitían sus alas recortadas, recitando versos con voz de mujer doquiera que se posaban. Un hombre corpulento y con una enorme barba se complacía en espantarlos con su perrazo, un animal de presa al que los años comenzaban a pesarle. El chambelán lo identificó como Abd al-Rahman ibn Waddah, un rebelde de Loja, famoso por su crueldad, que el califa había añadido a su guardia personal después de lograr su rendición bajo la promesa del amán.

—Un día alguien envenenará a ese perro —gruñó Musa—. Y, por Dios, que no lo lamentaré en absoluto.

En la zona delantera de la atalaya un círculo de cortesanos, eunucos y esclavos estaba entregado a la contemplación de las vistas y la conversación. Álvaro dedujo que el Califa estaba en su centro, si bien le llamó la atención encontrar ahí una figura vestida modestamente y sentada en una estera, con la cabeza baja e ignorando a los que le adulaban. Solamente interrumpía sus meditaciones para mirar a un bufón ciego, disfrazado de soldado, que con una espada de madera lanzaba tajos sin orden ni concierto mientras los cortesanos esquivaban sus acometidas riendo y empujándose entre sí.

—Mi señor califa, campeón del Islam, al-Nasir li-din-Allah, nieto del emir favorecido por Dios, Abd Allah ibn Muhammad. El primero entre los fieles, suya es la gloria. Os traigo a Álvaro ibn Daisam.

Álvaro se arrodilló. Uno de los guardias consideró que el saludo no era suficientemente cortés y le agarró por la nuca, obligándole a tocar el suelo con la frente.

—Tú eras el que pretendía matar al Príncipe de los Creyentes —dijo Abd al-Rahman.

Álvaro se incorporó con el cuello dolorido. Muchos de los que visitaban la corte no se atrevían a alzar la vista hacia el rostro del califa debido a la hayba, el respeto temeroso, o simplemente por miedo. Pero él lo hizo.

—Sí, señor.

—¿Y por qué? —preguntó el califa despectivamente—. ¿Por haber vencido al miserable al que llamabas amo? ¿Desconoces acaso que Dios Altísimo ha ensalzado nuestra autoridad por las tierras y ha hecho que las esperanzas de los mundos estén pendientes de nosotros? Nuestros súbditos se regocijan por estar a la sombra de nuestro gobierno, y tú también tendrías que haberte regocijado con nuestro triunfo en lugar de extraviarte con desvaríos.

Abd al-Rahman III era un hombre bien parecido. Tenía la piel blanca, como la de los francos del Norte, y los ojos de un extraño color azul oscuro. El cabello teñido de negro semejaba un intento ineficaz de establecer una relación con los beduinos de los que descendía.

Además de por estas características y la posible brevedad de las piernas, que no pudo verificar por estar sentado, Abd al-Rahman destacaba por ser muy fornido. En su semblante Álvaro leyó la melancolía propia del que ha vivido su juventud rodeado de recelos e intrigas, temiendo compartir el destino de su padre. También leyó soberbia, orgullo, perspicacia, y una capacidad ilimitada para la crueldad. Este era el adversario que les había vencido, el debelador del efímero reino serrano de los hafsuníes. No había nadie en el mundo a quien hubiera odiado con más intensidad.

—Si fuiste uno de los campeones de Hafsun debes haber sido un buen guerrero.

—Tuve suerte, señor.

—Y la sigues teniendo. Es tanta nuestra paciencia que soportamos que un forajido se presente ante nosotros sin hacerle clavar inmediatamente en un palo. Pero con ser vasta, nuestra paciencia no es ilimitada. Si en el plazo que el hayib te señale eres incapaz de cumplir con lo que se te ha pedido, vive Dios que no hallarás cobijo en la tierra en el que estés a salvo de nuestra ira.

—Haré lo que me ordenéis, mi señor —mintió Álvaro.

Abd al-Rahman consultó con la mirada a su chambelán. «¿Será capaz de hacerlo?», parecía preguntar.

—En cambio, si cumples satisfactoriamente, tendrás una casa y esclavos, y serás oficial en nuestro ejército.

—Eso me agradaría.

—¿De veras? De esos otros que también nos combatieron con ferocidad puedo creer que se vinieran a nuestra obediencia con agrado porque son gentes que solamente miran por su propio interés —prosiguió severo—. Sin embargo tu caso es diferente. Lo sé. Lo noto. Pero ya tendrás la oportunidad de probar el valor de tus palabras. Y serías un gran necio si fueran mentira. Ayer peleabas por unas míseras fortalezas y a partir de hoy lucharás por el Príncipe de los Creyentes, que conquistará el oriente tanto como el occidente si Dios continúa otorgándonos sus beneficios. Es un honor por el que tendrías que sentirte agradecido.

—Bien podéis decirlo, mi señor.

Un esclavo experto en interpretar las actitudes del Califa tomó a Álvaro por las cadenas y le hizo ponerse en pie. Enseguida Abd al-Rahman volvió a girarse hacia el oeste, hacia la falda del Monte de la Novia, absorto en algo que solo él veía.

«Es raro —pensó Álvaro—. Me ha dado la impresión de ser un hombre solo y desconfiado, igual que lo era Ibn Hafsun, pero sin la jovialidad que redimía a Samuel. Pese a sus títulos y sus palacios, apuesto a que en el fondo de su corazón Abd al-Rahman no se siente menos desgraciado que yo».

—A veces disculpa los pecados más terribles y otras se muestra implacable con pequeñas faltas —dijo el chambelán—. Es su carácter y a ti te ha beneficiado que sea así. Su abuelo no habría sido tan clemente, te lo puedo asegurar. El viejo Abd Allah actuaba con brutalidad cuando se consideraba amenazado. Abd al-Rahman, en cambio, es capaz de perdonar. Yo, por ejemplo, era amigo íntimo de Mutarrif, que fue quien asesinó a golpes a su padre. Y sin embargo al-Nasir me ha mostrado su amistad concediéndome altos cargos.

Caía la tarde. Descendieron del mirador para ir a unas sencillas estancias en el Alcázar antiguo en las que Álvaro supuso que residiría a partir de entonces. El hayib le señaló el lecho, la mesa, y un criado tan seco y callado como una estatua.

—¿Me daréis ya los detalles de lo que queréis de mí? —inquirió Álvaro cuando el chambelán se despedía.

—Ya los irás conociendo —contestó Musa. Se dio la vuelta, y antes de salir hizo entrar a un herrero para que al fin librase a Álvaro de sus cadenas—. Es una misión compleja y necesitaréis tiempo y esfuerzo para comprender todas sus sutilezas. Pero a grandes rasgos se trata de esto: tú pretendiste matar a un califa, el verdadero. ¿Y qué mejor manera hay de redimir tu crimen que ayudando a derribar a un falso califa?