10

Tentativas

Año 929 d. C. Octubre

Seguía habiendo un centenar de tiendas plantadas frente a Badajoz como un dogal que le apretase el cuello, pero faltaba la más ostentosa, la más llamativa, y faltaban también la mayor parte de los palanquines destinados al transporte de las mujeres. A los hombres que recorrían el camino de guardia aún les llamaba la atención la falta. Sus ojos, acostumbrados a encontrar cada mañana la referencia del lujoso pabellón que ocupaban Abd al-Rahman III y sus invitados, se extrañaban ahora al descubrir el hueco dejado por su marcha. El califa había partido hacia el oeste para tomar Beja y amenazar posteriormente el territorio del rebelde Jalaf Ibn Bakr, una de cuyas fortalezas tenía bajo asedio.

Y no se había marchado solo. Con él se había ido el grueso del ejército omeya.

De pronto sonaron tambores a lo largo de la muralla. Era una novedad, pues desde el principio del sitio casi todas las llamadas se producían como respuesta a movimientos del enemigo. Esta vez, en cambio, los tambores de Badajoz tomaban la iniciativa, redoblando sin que nadie se hubiera dirigido antes a ellos.

Se abrió la gran puerta. Doscientos hombres a caballo con sables y lanzas ligeras. Podrían haber sido más, pero al emir le preocupaba despoblar la guarnición. Incluso aquel ataque lo había autorizado a regañadientes, después de que sus oficiales se desgañifasen para convencerle de que estaban ante una oportunidad única para romper el cerco. Hacía un mes que Abd al-Rahman III había abandonado el campamento; ya nadie podía sostener el argumento de que se trataba de una celada que les tendían los califales.

Los jinetes se concentraron para pasar por el puente, espoleados por los vítores de los ocupantes de la muralla. Tras atravesarlo se abrieron en abanico emprendiendo un trote rápido para cargar contra la hueste omeya. Algunos de ellos llevaban sarmientos a los que habían prendido fuego y que arrojaron sobre las máquinas de guerra para incendiarlas. El resto se lanzó sobre el campamento, que se hallaba separado de las catapultas, a una distancia suficiente de Badajoz para estar lejos del alcance de las flechas o de las piedras que les lanzasen desde allí.

Karim llevaba mucho tiempo sin montar a caballo. El asedio había vuelto inútiles a los jinetes, obligándole a cambiar la gastada silla por las escalas y los paseos de ronda de las fortificaciones. Era un tipo de guerra que detestaba, esperando el momento de actuar sin llegar a hacerlo nunca, ya que las tropas reales habían evitado hasta entonces los asaltos contra el muro, limitándose a bombardear la ciudad con grandes piedras y cortar sus comunicaciones con el exterior. El hecho de volver a cabalgar le hacía sentirse exultante, y su alegría aumentaba aún más al enfrentarse por fin con los soldados Omeyas, a los que simplemente había visto de lejos, sin poder hacer nada contra ellos salvo insultarlos.

—¡Sacad las jabalinas! —ordenó. Para distinguirse se había adornado el casco con una banda de seda con reflejos de oro, destellando como una estrella fugaz atada a su yelmo.

Los atabales sonaron por encima de la confusión del campamento realista, pero demasiado tarde. Los jinetes que habían alcanzado los mal defendidos puestos de vigilancia arrojaban sus jabalinas antes de lanzarse al galope con las lanzas en ristre. Chocaron las dos líneas; una formada precipitadamente, a la que se unían los soldados que salían de sus tiendas a la carrera, la otra una masa de hombres y bestias fundidos en un solo ser que les cayó encima como una ola rompiendo sobre la arena. Algunos se mantuvieron firmes. Muchos fueron atropellados. Los gritos de los jinetes de los Banu Marwan cubrieron los gemidos de los heridos y de los que huían pidiendo piedad. Y enseguida se produjo lo que Karim temía: mientras él y sus hombres se esforzaban por alancear desde atrás a los mercenarios que trataban de escapar, la caballería marwaní se desperdigó rápidamente al entrar en el laberinto que era el campamento de las tropas de Abd al-Rahman III, cada jinete absorto en la persecución de un enemigo o en descubrir los tesoros que, según los rumores, el califa llevaba consigo en cada campaña.

—Es una lástima que Abd al-Rahman el tercero no esté —jadeó Hilal, que cabalgaba a la derecha de Karim—. Si hoy le cortásemos la cabeza sería el fin de los Omeyas y de su tiranía.

—Si Abd al-Rahman estuviera ten por seguro que no habríamos podido atacarles con esta facilidad —fue la respuesta de Karim—. Fíjate lo tranquilos que estaban. De haber estado presentes el califa y sus generales, vive Dios que se habrían preocupado por mantener la disciplina.

Arrancó una bandera del soporte y la encajó en su silla, inclinándose para esquivar una flecha lanzada con mala puntería. Desenvainó el sable y se abalanzó contra los arqueros, que huyeron a la desbandada. Consiguió alcanzar a dos de ellos, que intentaron taponar con las manos la sangría que brotaba de sus cuellos. Luego recogió un leño de una de las hogueras que calentaban desayunos desatendidos para extender el fuego por las tiendas y provocar la estampida de los caballos del enemigo. Quería infligir el máximo daño posible después de tanta inactividad, pero su caballo ya se estaba fatigando. Y debía haber quedado un general en el campamento omeya, después de todo, porque los atabales continuaban sonando y podía percibir por el rabillo del ojo que las fuerzas califales estaban reorganizándose a toda prisa.

Una vociferante multitud de mercenarios y sirios se unió al combate. Otra más estaba congregándose donde la caballería no tuviera la oportunidad de molestarles. Karim hizo un cálculo rápido. La conclusión fue simple: a pesar de sus pérdidas y de la marcha de una porción considerable del ejército aún eran demasiados. Y ellos carecían ya de la ventaja que les otorgaba al principio la sorpresa. Llamó a sus hombres y a regañadientes señaló las fortificaciones de Badajoz. Varios jinetes, habiendo observado lo mismo que él, empezaban a hacer girar a sus caballos para volverse por donde habían venido.

Todavía cortó con el sable las cuerdas que aseguraban algunas tiendas de campaña. Al darse cuenta de que los omeyíes habían conseguido juntar una fila de caballería ligera se apresuró a emprender la retirada.

—Ya hemos conseguido suficiente gloria para nuestra tribu —exclamó—. Démonos la vuelta, que aquí solo nos espera la muerte.

Se aseguró de reunir a todos los caballeros de su servidumbre y retrocedieron entre las catapultas en llamas mientras la caballería omeya se aproximaba a medio galope. No eran más numerosos que los marwaníes, pero sus caballos estaban frescos y les ganaban terreno a cada batida. Karim tenía la espada preparada por si les alcanzaban, y cuando tuvieron que cruzar de nuevo el Guadiana hubo un momento en el que estuvo convencido de que tendría que luchar para abrirse paso. Sin embargo los ingenios que disparaban piedras desde las murallas lograron entorpecer la persecución el tiempo necesario para que ganasen las puertas. Los marwaníes solamente habían perdido treinta jinetes en total; una pérdida pequeña. Si Karim regresaba a Badajoz con una sensación desagradable en la boca del estómago era debido a que no habían podido obtener una victoria incontestable y eso equivalía a una derrota. Era su primera salida contra el ejército omeya, y la última. Cuando incendiasen los puentes sobre el Guadiana y el Rivillas, lo cual sucedería una de aquellas noches, ya no les quedaría otra opción que esperar hasta que Abd al-Rahman III tomase la decisión de asaltar la ciudad.

—Gracias a Dios hemos logrado destruir sus máquinas de guerra —dijo Hilal para consolarle.

—Construirán otras.

—Y hemos matado lo menos a un centenar.

—Detrás de cada uno de ellos que muere hay otros mil. Pero nosotros no podemos reemplazar a cualquiera de los nuestros que perdamos.

Su lugarteniente desistió de proseguir. Era evidente que Karim no estaba dispuesto a dejarse consolar.

—Tenemos que ir a ver al emir inmediatamente. Querrá conocer el resultado de la salida.

—Ve tú. Yo iré a ver a mi hijo.

Hilal se lo quedó mirando estupefacto.

—¿No vas a informarle en persona? Se disgustará contigo.

—¿Disgustarse? —se irritó Karim—. ¡Válgame Dios!, si al-Yilliqí me hubiera concedido aunque fuera trescientos infantes para acompañarnos, hoy habríamos puesto en fuga a las tropas del califa y Badajoz estaría a salvo hasta el año próximo. Que se disguste consigo mismo si quiere. La culpa de este fracaso es solamente suya y no voy a fingir lo contrario para contentarle. Tal vez más delante, pero ahora no.

Se alejó guiando a su exhausto caballo hacia los establos de la ciudad. Otros jinetes que habían participado en el ataque iban en la misma dirección, y al notar el enfado de Karim ellos también agachaban la cabeza y murmuraban entre dientes, compartiendo su frustración por la oportunidad que habían perdido.

Los establos estaban abarrotados. La forzada cercanía ponía a los caballos nerviosos y los sirvientes trataban inútilmente de sujetarlos. Pero lo que realmente molestaba a Karim y a cualquiera que se acercase por allí era el hedor del estiércol acumulado detrás en grandes montículos. Antes de que comenzara el asedio el estiércol generado dentro de la ciudad era comprado por los campesinos de la región. El clan de Karim había utilizado el que producían sus monturas para abonar los campos de la hacienda. Ya no existía esa posibilidad. Una cierta cantidad de estiércol se había guardado para arrojarlo encima de los soldados Omeyas en el supuesto de que intentasen tomar al asalto las murallas. El resto estaba amontonado hasta alcanzar alturas superiores a la de un edificio. Cuando llovía, los montículos se deshacían en espesos torrentes que anegaban calles y sótanos. Era una suerte que los establos estuvieran situados en la parte baja del cerro. De haber estado situados más arriba, junto a la alcazaba, aquellos torrentes habrían inundado de estiércol licuado toda la ciudad.

Él y Hilal atravesaron una cortina de moscas para llegar hasta sus caballos. Tampoco era difícil tropezarse con las ratas que acudían a las montañas de excrementos para devorar el heno sin digerir. Uno de los sirvientes trataba de ahuyentarlas con un palo, mientras otro le advertía que se detuviese:

—No las molestes, idiota. Piensa que pronto tendremos que cazar esas ratas y es preferible que estén confiadas.

Los caballos estaban flacos, mal alimentados, excepto el preferido de al-Yilliqí, un semental negro con una mancha blanca en la frente que disfrutaba de una posición de privilegio. La montura de Karim era menos llamativa, aunque él la apreciase mucho por tratarse de un corcel rápido y ágil, perfecto para dar vueltas en torno al enemigo y replegarse súbitamente. Palmeó el belfo del animal, que relinchó agradecido, ignorando cuál era el motivo de la visita de su dueño. Después Karim cogió la silla y el resto de los arreos y se marchó. Sabía que nunca vería volvería a ver a su caballo, excepto en forma de albóndigas asadas. El hambre comenzaba a acuciar a los habitantes de Badajoz y era cuestión de días que tuvieran que sacrificar a los caballos para comérselos.

—Cómo me gustaría que nos atacasen —gruñía Hilal—. Esta espera sin sobresaltos es insoportable.

—No lo harán —repuso Karim—. Conquistar las murallas les supondría sufrir grandes bajas. Si el tiempo no les acucia, y no parece que sea así, resulta más juicioso permitir que sean las privaciones las que nos venzan.

—Pues ataquémosles nosotros a ellos. Deberíamos salir de nuevo al alba para conseguir contra el enemigo todo cuanto Dios quiera. Aprovechemos antes de que sacrifiquen a los caballos.

—Tú presenciaste lo que tuve que pelear con al-Yilliqí para que aprobase una salida y cómo me ha echado en cara la falta de resultados de la que aprobó. No autorizará ninguna más.

—¿Y cómo pretende obtener entonces la victoria?

—Lo ignoro. Quizá confía en que Dios le liberará del califa haciendo que muera mientras lucha con Jalaf.

—Dicen que Jalaf ha enviado emisarios al califa para pedirle perdón y rogarle que le confirme la posesión de la cora de Ocnosoba a cambio de pagarle tributos y ayudarle en sus expediciones militares.

—Yo también he oído ese chisme. Mi padre lo escuchó ayer. De todas maneras, mal haríamos en creer que Jalaf ibn Bakr va a librarnos del califa. Él es menos fuerte que los Banu Marwan, y los Banu Marwan se han limitado a obstaculizar los movimientos del califa sin ocasionarle ningún daño duradero.

Se alegró de entrar en casa. Pese a que la vivienda, que al-Yilliqí todavía no les había cambiado por otra mejor, era insuficiente para albergar a los miembros del clan, resultaba un remanso de paz comparado con las calles atestadas y el griterío del populacho pidiendo noticias a los soldados que subían hacia la alcazaba o bajaban hacia las murallas, no porque tuvieran algo que hacer arriba o abajo, sino simplemente para dar la impresión de estar ocupados.

En la misma puerta sonrió al escuchar el llanto del bebé, un sonido que conseguía arrinconar todos los demás sonidos de la casa. Dihya salió a recibirle. Iba a preguntar por el niño, sin embargo percibió malestar en su rostro. Miedo, quizá.

—Pareces agitada. —Y enseguida, compartiendo la preocupación de su esposa—: ¿Es Firqan? ¿Qué le sucede?

—Firqan está bien. Siempre llora cuando se despierta de su siesta —contestó Dihya—. Tenemos visita.

—¿Quién?

—Al-Miknasí. Quiere hablar contigo.

Karim y Hilal se miraron entre sí, confundidos.

—¿Viene solo?

—Con un par de criados. Te ha traído un regalo.

—Si es comida, tírala inmediatamente. Estará envenenada.

—No es comida. Es una alfombra. Dice que viene en son de paz.

—¿Y por qué iba a venir en son de paz? ¿Qué hemos hecho para que cambie de opinión?

—Nada, excepto servir lealmente al emir.

—Será eso lo que le inquieta. Se ha dado cuenta de que nos hemos ganado la simpatía de al-Yilliqí y se ha llenado de temor y de miedo, recelando que nuestra enemistad le perjudique. —Karim se tiró pensativo de los pelos de la barba—. Dihya, llama a mi padre. Y tráeme una copa de vino. Tengo la garganta seca.

—Apenas quedan unas gotas en el fondo de la tinaja.

—¿Y no hay forma de conseguir más?

—Por el precio que podemos pagar, no.

Karim maldijo en silencio y se dirigió a la habitación en la que les aguardaba al-Miknasí. Aún llevaba encima el hedor y la suciedad de las cuadras, pero no se tomó la molestia de bañarse o cambiarse de ropas. Después se arrepintió. Tariq al-Miknasí iba tan pulcramente vestido y perfumado que sintió vergüenza por presentarse ante él con una apariencia desagradable.

La habitación había sido preparada precipitadamente para acomodar al visitante. Los esclavos sacaron las camas y barrieron el suelo para que al menos el cuarto estuviese limpio. La alfombra en la que estaba sentado Tariq era la mejor que tenían, aunque parecía raída y vieja comparada con la que traía como regalo.

—Te lo agradezco —dijo Karim a regañadientes tras examinar el presente—. Aunque me extraña que acudas a mi casa y me traigas regalos después de haber reñido con nosotros.

—No soy rencoroso, como ves —respondió Tariq—. Nos hemos peleado, sí, pero nuestras peleas fueron poca cosa y sería sensato olvidarlas. Con mayor motivo en estos días, en los que necesitamos estar unidos frente a la desdicha que nos aqueja. Y por cierto, la hacienda por las que peleábamos ya no nos pertenece ni a vosotros ni a mí. Finalmente ha sido el Omeya quien se la ha quedado.

—Es verdad.

Dihya se asomó discretamente para contemplar al hombre cuya sombra había planeado sobre el clan durante meses, pero al que no había visto en persona hasta aquella tarde. Al-Miknasí llevaba el cabello y la barba teñidos con alheña y cártamo, y a ella se le ocurrió que el lunar que lucía en la mejilla también era falso. Las comodidades habían reblandecido sus hombros y deformado su corto cuello con una papada incipiente, pero aún tenía las espaldas anchas y las manos grandes, y Dihya recordó haber oído decir al padre de Karim que durante su juventud la gente solía afirmar que Tariq era tan fuerte como un toro.

«¿Qué hace Hilal que no viene? —pensó—. Karim está a solas con Tariq y sus criados, y si él intenta algo, ¿qué podré hacer yo excepto gritar pidiendo ayuda?».

—He de reconocer que he venido sobre todo porque hay un asunto que me gustaría discutir contigo —dijo al-Miknasí—. Tu valor ya era bien conocido, pero desde que te instalaste en Badajoz, vive Dios que has dado muestras de que tu fama no era inmerecida.

—Soy el hijo de Mahmud y el hermano pequeño de Firqan. Y además pertenezco a la tribu de los Maghrawa, de la confederación de los Zanata, que es famosa entre los bereberes por su bravura: aprendí desde muy joven que la gloria solamente se adquiere en medio de las lanzas y de los sables.

—Me satisface escucharte. Por desgracia, no es habitual escuchar palabras tan nobles en la alcazaba. Los consejeros que rodean a nuestro emir son cobardes, tú lo sabes. Piden prudencia, incluso cuando la prudencia nos ahoga. No son capaces de ver las consecuencias buenas o malas de los acontecimientos.

—A mi entender no son capaces de ver nada, ni bueno ni malo.

—El emir debería despedirlos a todos —asintió Tariq—. ¿Qué digo despedirlos? Por Dios, debería colgarlos. Pero él prefiere escucharlos a ellos y a sus esclavas cantoras, cuyos cantos son igual de inútiles aunque tienen la ventaja de hacer renacer la alegría en nuestros corazones.

—¿Por qué esa inquina? —se sorprendió Karim—. ¿No eres tú a fin de cuentas uno de los consejeros del emir y no bebes con él casi todas las noches en su palacio?

—Tienes razón. Soy un viejo cliente del emir y por ello sé muy bien de lo que hablo. El emir solo recibe malos consejos y esos consejos nos conducen a la ruina. El Omeya está frente a las puertas de Badajoz y a este paso pronto obtendrá lo que anhela. Algo ha de hacerse o estamos perdidos.

—¿Algo? ¿Qué es ese algo?

—Despacio —dijo Tariq, sonriendo con picardía—. De momento me conformo con haber recuperado la amistad entre nuestras familias. Tu padre y yo fuimos camaradas, ya lo sabes. Y he confirmado lo que opinaba de ti: eres valiente y te desconcierta la pasividad de nuestro emir. Por hoy es suficiente. Toma esta alfombra, para que puedas sentarte en ella cuando recibas a tus invitados y te miren con respeto. Si Dios quiere, no será el último regalo que te haga.

Tariq se levantó al mismo tiempo que Hilal y Mahmud entraban en la habitación. Los antiguos amigos, dos hombres aún vigorosos, ambos en la cincuentena, se plantaron frente a frente hasta que la sonrisa de al-Miknasí desarmó a Mahmud. Poco después se disculpó diciendo que tenía prisa por resolver unos negocios. Karim se imaginó de qué se trataba: antes de que comenzase el asedio al-Miknasí había acaparado víveres que ahora revendía obteniendo un beneficio exagerado.

—Debes visitar mi domicilio algún día —dijo Tariq desde el umbral—. Pasaremos juntos una agradable velada, envueltos en vapores de ámbar y oyendo vibrar el laúd.

Ninguno de los tres dijo nada para despedirle. Entonces los lloros de Firqan, tan puntuales como el canto del almuecín, les sacaron de su ensimismamiento.

—¿Qué significa esto?

—Significa que necesita nuestro apoyo para ascender en la estima del soberano. No es tan popular como afirma ser. Yo he oído más de una vez al emir criticarle ásperamente por su avaricia.

—¿Y vamos a apoyarle tras todo lo que ha hecho?

El rostro de Karim se relajó al descubrir a Dihya en el fondo del corredor, llevando a Firqan en brazos. Recordó de repente cómo se había quitado el manto la noche anterior para que apareciera la delicada rama que se escondía debajo. Él la había estrechado contra sus costillas, hasta sentir el corazón de Dihya latiendo junto al suyo. Sus manos habían paseado por el cuerpo de su esposa, del talle a los senos, del costado a la nuca. Ella le correspondió con caricias como alondras que rozaban sus mejillas con las alas y luego, al aproximarse el éxtasis, Karim se había separado de pronto para musitar: «¡Ah, qué hermoso es el capullo que se abre para mostrar la flor!». En aquel momento, al comparar la triste habitación en la que hacían el amor con los lujosos salones de la alcazaba, el placer se vio enturbiado por el reconocimiento de la pobreza en la que vivían. Le resultaba insoportable carecer de los medios precisos para adornar aquella belleza con los ricos vestidos que merecía o para entregarle el palacio que ella iluminaría con su presencia.

—¿Quién sabe? Puede que nos convenga hacerlo —señaló, volviendo de sus recuerdos—. Tariq es rico. Y nosotros no. No nos vendría mal obtener algo de lo que a él le sobra.