Amarillo
Había sido un día agitado. En cuanto Ahmad Ibn Abdallah volvió del oratorio de barrio al que iba a rezar por las tardes encontró en el salón de recibir de su domicilio a varios visitantes que venían a despedirse. Algunos eran amigos que tenían la intención de establecerse en un ribat en la frontera donde contribuirían a proteger los territorios musulmanes de los atacantes cristianos. El grupo restante estaba formado por unos mercaderes que pensaban emprender inmediatamente la peregrinación a los Lugares Santos, un viaje de varios meses por la cuenca mediterránea que implicaba arrostrar toda clase de peligros. Ahmad les advirtió que el viaje resultaba especialmente arriesgado en aquellos tiempos porque los califas abasíes de Bagdad eran demasiado débiles para defender La Meca y Medina como era debido.
—Dios Altísimo ha querido que los usurpadores pierdan gran parte de su poder desde que al-Muqtadir fue coronado —dijo Ahmad—. Si las cosas siguen así, ni siquiera el sepulcro del Profeta, que Dios le conserve en la paz, estará a salvo.
Los comerciantes reconocieron que sería un viaje difícil, pero su deseo de celebrar los ritos sagrados en los lugares en los que vivió el Profeta era tan fuerte que ninguna advertencia les haría cambiar de opinión.
—No quiero disuadiros, ni mucho menos —repuso Ahmad—. Si un hombre está lo suficientemente fuerte y tiene los medios económicos necesarios para hacer la peregrinación, no tiene excusas para no hacerla. Me limito a señalaros que al cumplir con el santo deber en estas condiciones, cuando los caminos son peligrosos para los viajeros y la autoridad es poco respetada, vuestro premio será todavía mayor. Estoy convencido de ello.
Bendijo a sus visitantes y luego los despachó con una impaciencia disfrazada con los velos de la cortesía. Ansiaba quedarse solo. Antes de acudir a la mezquita se había encontrado con el zalmedina de la ciudad, con el que estaba enemistado desde el año anterior, y este había tenido la desfachatez de continuar su camino sin hacerle el menor caso. Era cierto que el alfaquí llevaba varios meses negándole el saludo, pero que el zalmedina le pagase con la misma moneda era intolerable. Había resuelto enviar una carta al califa pidiendo la destitución fulminante de aquel truhán y no quería demorar ni un minuto más la redacción de la misma. El desplante tenía que ser denunciado y corregido lo antes posible o sería el prestigio de Ahmad Ibn Abdallah el que fuese echado por tierra.
Eligió en el texto coránico las frases que consideró más apropiadas para defender su caso. Sin embargo, cuando ya había compuesto media carta en su cabeza, se le ocurrió que esas frases tendrían mayor fuerza si las pronunciaba él directamente en lugar de confiarlas al pergamino. Hizo la prueba. Un esclavo se asomó, creyendo que solicitaba sus servicios, y el alfaquí le gritó para que se fuera. Sí, era indudable. Su voz, acostumbrada a dirigir la oración de los musulmanes, era el engaste más adecuado para las nobles palabras que había escogido. Lástima que el califa no pudiera escucharlas él mismo, ya que se encontraba dirigiendo el asedio de Badajoz. Tendría que ser el chambelán Musa ibn Muhammad quien recibiera y escuchase a Ahmad, y tras hacerlo seguro que castigaba adecuadamente al rufián que no había respetado la ciencia ni el linaje del alfaquí.
Aplacado por su resolución pidió leche y unas tajadas de melón para cenar. Luego subió al piso superior de la casa iluminándose con una bujía que dejó sobre el atril. Se preparaba una noche igual de calurosa que la tarde previa. Pronto tendría que hacerse invitar a una de las almunias de las afueras de Córdoba para pasar allí unos días disfrutando del frescor de sus jardines. La casa de Ahmad era espaciosa y agradable; tenía incluso un surtidor que caía sobre un pilón. Sin embargo no podía compararse a las mansiones situadas en los márgenes del Guadalquivir. En numerosas ocasiones, cuando el sol azotaba la ciudad como si sus rayos fueran lenguas de serpientes que no cesaban de agitarse, había resuelto utilizar una parte de la fortuna familiar para construir una residencia como aquellas. Solo le refrenaba el recelo de que su construcción acrecentase las habladurías de los envidiosos.
Se sentó frente al atril y tomó el cálamo tallado en una caña traída de las marismas de Babilonia. El tintero de porcelana estaba lleno de hibr, hecho con agalla, la excrecencia que crece en ciertas plantas después de que los insectos hayan depositado en ellas sus huevos. Era la mejor clase de tinta, la única que permanecía inmutable, asegurando que la memoria de la sabiduría y la religión pasase sin alteraciones de una generación a la siguiente. Los tratados que Ahmad escribía tenían que ser todo lo contrario de las hurub al-gubar, las letras de polvo que los aritméticos trazaban en una mesa cubierta de arena, borrando luego los cálculos realizados con la palma de la mano. Ahmad escribía para la eternidad. Por medio de sus libros pretendía moldear el futuro del mismo modo que con sus acciones moldeaba el presente, pues era uno de los sabios que habían ideado justificaciones para la proclamación califal. Su obra debía alargarse más allá del término de su vida, convertirse en universal, transmitir su pensamiento a los siglos venideros para que estos se organizaran de acuerdo con sus inclinaciones. Otros maestros exponían sus enseñanzas oralmente, esperando que fuesen compiladas más tarde por los alumnos que las habían memorizado, pero Ahmad no estaba dispuesto a confiar sus obras a la memoria de nadie. Él mismo se encargaba de la transmisión de su sabiduría, y era tan celoso de que se conversase conforme a sus deseos que no aceptaba ningún tipo de ayuda, temiendo que la intervención de otros introdujera errores en aquellos textos que producía incansablemente. Siempre maniático, Ahmad volvió a ordenar el tintero y los pequeños frascos con el agua para desleír la tinta y la arena tamizada que se le añadía posteriormente. Solo entonces se dispuso a continuar con el manual de jurisprudencia que estaba elaborando.
Apenas había escrito un par de líneas cuando le distrajo el ruido. Apartó el cálamo y fue a servirse agua. El ruido volvió a repetirse un instante después de que se sentase en el blando taburete de cuero. Se levantó de nuevo, reprendió a gritos a sus esclavos para que dejasen de importunarle. Ahmad exigía el silencio cuando estaba escribiendo. De lo contrario la inspiración escapaba de sus sesos como un palomo de alas palpitantes.
Le extrañó que los esclavos no subieran a disculparse. De todos modos mojó la punta de la caña en el tintero y escribió algunas palabras más con su pulso infalible. Le interrumpió el ruido, que era igual que los anteriores, un repiqueteo como si un puñado de nueces hubieran sido arrojadas contra la pared. Volvió a llamar a los esclavos. No le contestó nadie. Una calma sepulcral dominaba la vivienda y bajo su influencia Ahmad comenzó a inquietarse. De repente echaba de menos aquellos sonidos domésticos, triviales, que por regla general tanto le irritaban.
—¿Dónde estáis, puercos? —chilló, suponiendo aún que los sirvientes aparecerían en cualquier momento—. Venid ahora mismo o preparaos para recibir un castigo que no vais a olvidar fácilmente.
Temió que sus esclavos se hubieran fugado. En ese caso tendría que acudir al cadí de la ciudad a la mañana siguiente para denunciar la huida, lo cual hizo que se redoblara su furia. Le dio una patada a un cojín que voló fuera de la algorfa, aterrizando junto al pico de una sombra antes ausente. Ahmad se quedó mirando la extraña sombra con el corazón en vilo, inmóvil, hasta que esta se retiró de improviso, tan sigilosamente como se había manifestado.
—¿Quién está ahí? —jadeó—. ¿Quién es?
Por toda respuesta oyó una especie de carraspeo. Ahmad retrocedió hacia el atril repasando sin cesar las cuentas del tasbih entre sus dedos. Cogió el cálamo y lo empuñó como si se tratase de una daga. Era una caña dura y firme; le serviría para apuñalar al menos una vez a quien le acechaba antes de romperse. Y si asestaba la puñalada con buen tino, quizá una fuera suficiente.
—¿Cómo te atreves a entrar en la casa de un hombre pío que ha aprendido de los más reputados maestros de la doctrina musulmana? —exclamó el alfaquí—. Dios te maldecirá por tus actos. Y el califa, cuando averigüe lo que has hecho, te someterá a horribles suplicios. ¡Vete! ¡Vete de inmediato y salvarás la vida, aunque tu espíritu ya esté condenado al fuego eterno!
En el exterior estalló una sucesión de chillidos exasperados y de pronto una forma pequeña, ágil, entró de un salto en la habitación. Ahmad se abalanzó contra ella esgrimiendo la caña y se detuvo sorprendido cuando la hubo acorralado contra una esquina del cuarto. Se trataba de un mono como los que participaban en los espectáculos callejeros. Tenía la piel cubierta de calvas y abscesos que daban al animal un aspecto miserable y agotado. Después de su breve despliegue de actividad parecía aterrorizado ante lo que Ahmad pudiera hacerle.
—¿Un mono? —bufó colérico—. ¿Te has colado para robar comida, verdad? ¡Pues yo calmaré tu apetito, ya lo verás!
Levantó la mano para azotar al mono pero le interrumpió el susurro de unos pasos amortiguados por la alfombra de lana. Se quedó paralizado, con la mano aún en alto y la boca abierta. Notaba una presencia detrás de él, muy cerca, aguardando la reacción del alfaquí.
—¿Qué…?
Sintió que le agarraban por el pelo. Un brazo vigoroso le lanzó hacia la pared golpeando su rostro contra los ladrillos. Sin que tuviera tiempo de pedir misericordia o lanzar una nueva amenaza, el intruso continuó golpeándole con fuerza creciente hasta que los dientes de Ahmad se aflojaron y la sangre ahogó sus posibilidades de decir algo coherente. Incluso sus gritos se convirtieron en un borboteo ininteligible, como el de una olla puesta en el fuego. Luego el brazo de su atacante, al que todavía no había visto, le arrojó sobre el atril. Ahmad, mareado, tratando inútilmente de escupir los trozos de diente que atascaban su garganta, no pudo evitar que le sujetasen otra vez por la nuca antes de aplastar su cráneo contra los pergaminos. Intentó reunir fuerzas para rogar que le llevasen a otro sitio en el que su sangre no arruinara las páginas del manual, pero el roce de un filo de metal en su garganta provocó que el pánico suplantara el resto de sus pensamientos. Trató de revolverse, patear al desconocido mientras este le rebanaba la garganta. El cálamo trazaba caligrafías desesperadas en el aire, buscando un trozo de piel en el que escribir un último signo, una despedida. Sin embargo no encontró ninguno y cayó frustrado al suelo cuando los dedos exangües de Ahmad lo soltaron por fin.
—Te empeñaste en despertar a Samuel de su sueño, cabrón —susurró Álvaro—. Pues fíjate, tu empeño ha tenido un resultado que no preveías. A él le habéis sacado de la tumba y a ti te meterán en una, mañana o pasado mañana. ¿No te parece que esto es lo más justo: compensar a la tierra por lo que le arrebatasteis?
Salió a buscar el morral que había traído. Después de terminar de separar del tronco la cabeza del alfaquí usó unos cuantos pergaminos para limpiar la hoja del cuchillo y el cuello cortado por la mitad. Envolvió la cabeza en la sábana de seda que había en la cama y la introdujo en el morral. Las ropas de Ahmad le quedaban pequeñas, pero no podía salir a la calle con las suyas, manchadas de sangre; eligió un atuendo sencillo en el cofre de madera y se cambió. Desde la esquina, sin moverse, el mono le observaba fascinado, feliz por no ser el protagonista del espectáculo en esta ocasión.
Bajó al primer piso llevando al mono bajo un brazo y el morral y el montón con sus ropas debajo del otro. Ya no se escuchaban las protestas de los esclavos a los que había encerrado en la despensa. No iba a liberarlos; ya los sacarían cuando alguien viniera alertado por la inesperada desaparición de Ahmad. Desde luego no corrían peligro de morirse de hambre. La despensa del alfaquí estaba bien provista.
En cuanto estuvo en el callejón soltó al mono, que subió a toda prisa al alero de un tejado cercano y huyó. Con suerte encontraría un amo mejor que el que se lo había vendido a Álvaro. Él, por su parte, trepó por la puerta que cerraba la calle, como una versión más grande y desmañada del animal que brincaba encima de las tejas. Se le daba bien trepar desde que era un niño, pero nunca había utilizado tanto esa habilidad como lo estaba haciendo desde que vivía en Córdoba. No avizoró guardianes en el exterior del callejón, solo aquella profunda soledad de las noches de la capital, a la que ya estaba habituado.
Caminó deprisa por el laberinto de calles clausuradas, que había recorrido una docena de veces, hasta asegurarse de que podría ir y venir a su antojo por el arrabal sin perderse. Afortunadamente el alfaquí vivía fuera de la medina. Allí, impedido por las murallas que la rodeaban, Álvaro se habría visto obligado a esconderse con su macabro equipaje esperando a que el amanecer trajera consigo la apertura de sus ocho puertas. Del arrabal, en cambio, se podía salir libremente, sin más impedimento que los pasadizos que no conducían a ningún sitio.
Su plan le condujo a la orilla del río, que era, junto con la luna, el acompañante fiel de sus correrías. Cuántas veces ya se había dejado guiar por su voz, bravía cuando superaba la represa del puente, aletargada cuando la corriente volvía a sosegarse, aguas abajo. Y el río le había llevado en sus brazos hacia un lugar resguardado, eso tampoco lo olvidaba.
Hoy pensaba utilizarlo simplemente como vehículo. Primero arrojó el montón de ropas ensangrentadas, que se desplegaron sobre su superficie igual que esteras preparadas para recibir a los devotos, y después fue la cabeza de Ahmad la que sacó del fardo. A Álvaro se le habían ocurrido diversas posibilidades acerca de lo que haría con ella. Algunas eran abiertamente desafiantes, como por ejemplo dejar la cabeza delante de una mezquita o de una de las puertas de la muralla, para que los poderosos de Córdoba temieran por su seguridad durante el sueño. También había pensado en entregarle la cabeza a Argentea, que le confirmó la participación del alfaquí en el desentierro de su padre. Pero la posesión de aquel trofeo podía comprometer a las doncellas del convento. Era preferible hacerles llegar la noticia de una forma que no pusiera en peligro su seguridad.
La decisión que tomó fue arrojar la cabeza al Guadalquivir para que sirviese de alimento a los peces. De ese modo el espíritu del alfaquí quedaría mutilado al igual que lo estaba su cuerpo, sin que nadie pudiera remediar el daño ligando los pedazos en el sepulcro. El reposo que Ahmad Ibn Abdallah le había negado a Samuel, tampoco él lo disfrutaría, su calavera rodando para siempre por el fondo del río.
Cuando hubo arrojado lo que le estorbaba, Álvaro se lavó a fondo comprobando que no hubiese nada en su apariencia que despertara sospechas. Las ropas de Ahmad le sentaban mal, pero en la ciudad era común encontrarse con gentes que vestían ropa de segunda mano. Un ligero desgarrón aquí y allá y ya ni siquiera parecían nuevas. Ahora solo tenía que preocuparse por el siguiente paso de su venganza.
«El alfaquí incitó al califa —pensó Álvaro—. Pero a Abd al-Rahman le resultó conveniente atender su petición. Puede decirse que le vino al pego que le instigaran a abrir los sepulcros, porque de otro modo no habría podido dirigir la farsa de la crucifixión. Por lo tanto es tan culpable como ese miserable».
Llegó a casa de Félix al rayar el alba. No esperó a que le abrieran el cerrojo; escaló la pared como solía y permaneció acurrucado en el adarve hasta que Félix, bostezando, salió a abrir la puerta.
—Hola —saludó malhumorado al advertir la presencia de su amigo. Le examinó sin demasiado disimulo, buscando indicios del crimen—. ¿Y ese traje?
—Al alfaquí ya no le hará falta, así que he decidido aprovecharlo.
—Tienes que deshacerte de él inmediatamente.
—Hoy mismo, descuida.
Pasaron al patio mientras los almuecines llamaban a la oración desde todos los rincones de Córdoba. En la cocina Leocricia amasaba el pan que luego llevaría a un horno público para que lo cocieran. En el cuarto donde dormían revueltos, los hijos de Félix murmuraban y protestaban, quejándose porque se acercara la hora de levantarse.
—Me alegro de que hayas terminado de una vez —dijo Félix—. Por fin se acabará esta zozobra.
—No he terminado.
Félix se paró en seco.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no he terminado. Ahmad tuvo la idea, pero fue otro el que dio la orden.
—Tal vez. Sin embargo ese otro, si es el que imagino, está fuera de tu alcance.
—De momento, sí. Pero cuando concluya el sitio de Badajoz volverá a Córdoba.
—Estás loco —le espetó Félix con brusquedad—. Aquí o en Badajoz él está fuera de tu alcance. ¿O es que te figuras que entrar en el Alcázar es tan sencillo como entrar en la casa de Ahmad? Abd al-Rahman es desconfiado, y no me extraña, habiendo crecido bajo la tutela del asesino de su padre. Vive rodeado de clientes vinculados a él, y el Alcázar mismo es una fortaleza impenetrable.
—Nunca he supuesto que fuera a ser fácil. Necesitaré prepararme con cuidado. Y al menos tengo la ventaja de conocer a alguien que puede explicarme cómo es el interior del Alcázar.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
Álvaro sonrió ante la ingenuidad de su amigo.
—Coses telas para la corte. ¿Nunca has ido al Alcázar a llevarle tejidos a uno de tus clientes nobles?
Félix le miró horrorizado.
—Alguna vez he entrado, pero… ¿Yo? ¿Guiarte yo?
Álvaro asintió despacio con la cabeza.
—Ya me arriesgo demasiado hospedándote en mi casa después de lo que has hecho. ¿Y ahora pretendes que participe en una conspiración contra el califa? ¿Se te ocurre lo que te van a hacer si te descubren? ¿Lo que nos harán a nosotros?
—Tranquilo. Aunque me atrapasen, moriré antes que delatarte.
—¿Y crees que eso bastará para ocultar tu rastro? —se enfureció Félix.
—Tendrá que bastar —dijo Álvaro, testarudo—. Tiene que bastar. Eres la única ayuda con la que puedo contar en Córdoba. No hay nadie más. —Suspiró como si se diera cuenta de repente de hasta qué punto se había quedado solo—. Nadie.