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El asedio

Año 929 d. C. Junio

El traslado les afectó como una segunda derrota, no por previsible menos dolorosa. Justo cuando se habían acostumbrado a la hacienda, cuando ya la consideraban un sustituto aceptable del hogar perdido en Mojáfar, tenían que renunciar a ella. De nuevo tenían que recoger sus cosas, llenar precipitadamente baúles y atadijos, apresurarse impulsados por los gritos de Hilal, yendo de edificio en edificio, repitiendo en cada uno la misma consigna: nos vamos.

Karim y Mahmud se habían reunido al caer la tarde, después de que el primero regresase de una incursión con el cabello emblanquecido por el polvo, moviéndose pesadamente, abrumado por el cansancio. Llevaban semanas atacando a los destacamentos de Ibn Ilyas, a cualquier hora del día o de la noche, para que no tuvieran un momento de reposo. Del mismo modo que aquellos asolaban los campos, talaban los bosques y destruían los molinos, los hombres de Karim aprovechaban el más mínimo descuido para abalanzarse de improviso contra los campamentos Omeyas, quemando las tiendas, alanceando a los soldados desprevenidos, lanzando pellejos llenos de piedras contra los caballos para que se asustasen, rompiendo sus ataduras y saliendo al galope.

Era una guerra de desgaste en la que los partidarios de los Banu Marwan llevaban inevitablemente las de perder. Porque las fuerzas dirigidas por Ibn Ilyas eran simplemente una avanzadilla, y cuando por fin llegó el ejército califal a la Marca inferior y Karim vio desde lejos a Abd al-Rahman III ciñendo espada, rodeado por sus cadíes y sus escuadrones en perfecta formación, y vio la multitud de insignias bordadas en banderas y estandartes, entre ellas el águila que el califa había inventado, el muro que habían reforzado con harta diligencia le pareció por completo insuficiente y perdió la esperanza de que pudiesen defender la hacienda contra esa marea. Todo lo que habían hecho era en balde. Solo tras las murallas de Badajoz tendrían alguna posibilidad de sobrevivir.

Había necesitado algunas horas para convencer a su padre. El buen anciano proponía motivos para mantener viva la ilusión de que era posible conservar la finca y Karim y Hilal los desbarataban pacientemente, aguardando a que a Mahmud se le ocurriera la siguiente objeción. Hasta que ya no se le ocurrió ninguna y tuvo que reconocer, igual que su hijo había reconocido al ver avanzar al ejército omeya, que debían retirarse a un lugar más seguro o perecer.

Entonces, como si tratasen de recuperar las horas que malgastaron discutiendo, Hilal movilizó al clan sin perder un instante. Un mensajero partió para Badajoz. Esa misma noche se irían. Al-Yilliqí les había prometido un palacio en la ciudad. Era hora de recordarle su promesa.

Lloviznaba cuando Dihya salió de la vivienda principal llevando en brazos al niño, bien envuelto en la manta. Estaba tan bien envuelto, en realidad, que se asustó pensando que lo hubieran asfixiado sin querer. El niño respiraba tranquilamente, medio dormido, y ella se propuso preservar a toda costa su sosiego. Alrededor de ellos se habían impuesto las prisas, las urgencias, las riñas por los motivos más nimios, pero no pensaba permitir que nadie perturbara a Firqan. La espalda de Dihya sería su escudo, sus brazos la cerca que le separase de los horrores que poblaban la noche.

Subió a la misma mula en la que había llegado a Badajoz. No era lo único que se repetía. Volvían a llorar las mujeres, volvían a desplazarse los hombres con el paso errático de los fracasados. En vano les prometía Mahmud comodidades y riquezas en cuanto se hubieran instalado en la ciudad. Miraban atrás, veían el fuego que comenzaba a prender los techos de las casas, estremeciéndose al recibir la caricia afilada de la llovizna, los animales muertos que eran arrojados a la alberca y el pozo para que los soldados Omeyas tuvieran que buscar el agua para beber y abrevar a sus bestias en otra parte. Algunos corderos que se negaban a moverse fueron sacrificados en el acto; Hilal y sus compañeros se convirtieron en matarifes improvisados, tratando de juzgar la dirección en la que se encontraba La Meca antes de degollar a los animales. Luego llenaron las canastas de carne aún tibia y las subieron resoplando a los carros.

—Los corderos que nos comamos nosotros no se los comerán ellos —decía Hilal—. Así tengan que alimentarse de guisantes verdes y yerbas.

Los sirvientes abrieron la puerta por última vez. Sin esperar a que los miembros del clan terminaran de salir, comenzaron a derribar el portón a hachazos. Arrancaron los refuerzos de hierro para llevárselos también. Y por último desataron la bandera atada a la lanza clavada en el suelo, certificando definitivamente la renuncia del clan a la hacienda.

«Parecemos condenados a destruir con nuestras propias manos lo que hemos construido con tanto esfuerzo, como si el Todopoderoso nos estuviera castigando por alguna falta que hemos cometido», pensó Dihya.

—Ahora Tariq puede quedarse con la finca si le apetece —dijo Karim con aspereza. Por detrás de la tapia el humo de los diversos incendios se confundía en una turbia neblina.

La posición de la luna solamente podía deducirse por un borrón de remota claridad inscrito en las nubes. Para iluminar su camino encendieron algunas antorchas, la única diferencia respecto al éxodo anterior, cuando huían igual que ladrones en la noche, a oscuras, orientándose gracias a las estrellas.

Pronto avistaron las oscuras aguas del Guadiana. Y el campamento de chabolas levantadas con palos y lonas en el que dormían los campesinos expulsados de sus tierras por las algaradas Omeyas. Estaba tan cerca de Badajoz como se lo permitían los soldados de los Banu Marwan. Las peticiones de asilo de aquellos que lo habitaban eran rechazadas mañana tras mañana, pero los rechazos no impedían que los exilados insistieran de nuevo al día siguiente, haciendo cola frente al portón de la muralla hasta convencerse de que tampoco hoy iban a ser admitidos. Pero entonces los centinelas, que se habían acostumbrado a los regalos con los que trataban inútilmente de sobornarlos, recomendaban a los campesinos volver a intentarlo y ellos, impulsados por esa falsa esperanza, cometían el error de hacerles caso.

Al escuchar los caballos se resquebrajó la quietud del campamento. Primero uno, después ciento, los exiliados salían de las chabolas cubriéndose con mantas para protegerse de la lluvia. Algunos, temiendo la competencia, aconsejaban a los jinetes que dieran media vuelta porque en Badajoz no se admitía a nadie. Una vieja les amenazó gritando que tendrían que esperar a que ellos hubiesen entrado antes de intentarlo. No prestaron atención a ninguno. Hilal se situó entre el clan y el campamento con la lanza en ristre y él solo consiguió mantener a raya a los campesinos desplazados. Acostumbrados a mostrarse sumisos ante los más fuertes, que tenían en poco la vida y la muerte, se atemorizaban con facilidad, incluso cuando su número les concedía una innegable ventaja. Las amenazas se convirtieron en ruegos; reclamaban su protección, su ayuda, querían ir tras ellos, intuyendo que serían recibidos en la ciudad. Una hilera estaba formándose rápidamente detrás de los carros e Hilal, temiéndose lo peor, reunió a media docena de soldados y se fue a ocupar la retaguardia.

Cruzaron en fila el puente sobre el Guadiana, seguidos por una procesión de optimistas. Ante ellos tenían la silueta del gran cerro, desfigurada por las construcciones de la medina y la alcazaba. Dihya observó con agrado las fuertes pendientes y los afloramientos rocosos presentes entre la muralla urbana y el río, diciéndose que los soldados Omeyas se acobardarían ante la perspectiva de tener que ascender por tales pendientes acosados por las flechas y las piedras que les arrojarían desde los parapetos. Enseguida se dio la vuelta para inspeccionar el horizonte. No pudo ver nada, excepto la franja de un azul menos oscuro que separaba la tierra del cielo, pero su imaginación llenó aquel espacio todavía desierto con banderas y estandartes, y el grosero tumulto de un ejército en marcha. De repente se sintió inquieta por lo despacio que atravesaban el puente, por la lentitud de los vigías a la hora de responder a las llamadas de Karim. Deseaba entrar en Badajoz lo antes posible, y no a causa de la lluvia, sino para interponer las murallas de la ciudad entre su hijo y aquella llanura por la que habían de venir más tarde o más temprano las tropas del califa.

Al final les hicieron caso. Se abrieron las puertas, pasaron los componentes del clan, uno por uno. Y luego, cuando el último hubo transpuesto el umbral, los guardias se dispusieron a cerrar las puertas en las mismas narices de los campesinos que trataban de aprovechar la confusión para colarse en Badajoz. Dihya tuvo que hacer un esfuerzo para seguir mirando hacia adelante sin volverse, ignorando las rudas advertencias de los soldados, las súplicas de los desplazados; el ruido de los cerrojos y las trancas asegurando la entrada, que para ellos significaba la paz y para los que se quedaban atrás el inicio del pánico.

—Son de la tribu de los Miknasa, Dios los maldiga —murmuró desdeñoso Hilal, quizá para encubrir el silencio apresurado que había sucedido al cierre de las puertas—. Mejor que permanezcan fuera. Si entrasen en Badajoz acabarían reforzando el partido de al-Miknasí.

«Qué más dará a qué tribu pertenezcan —pensó Dihya—. Allí también había madres con niños pequeños, que llorarán esta noche por no haber tenido la suerte que yo he tenido».

La ostentosa residencia prometida por al-Yilliqí era en realidad una reliquia de los tiempos en los que Badajoz era una aldea insignificante, antes de ensancharse con la afluencia de los cristianos y muladíes procedentes de Mérida, que el emir Muhammad I había decidido desmantelar en castigo a su rebeldía. Los esclavos corrían por las habitaciones encendiendo fuegos y llevando lámparas, sin conseguir extirpar la penetrante humedad o la penumbra trabada por las telarañas y el polvo en suspensión. Había goteras en el descuidado techo, y corrientes de aire hilvanando los agujeros en las paredes, que hacían que el interior fuese apenas un poco más confortable que el exterior.

—Aquí no cabremos todos —se quejó Dihya. Buscaba un rincón seco en el que depositar la cuna de Firqan y solamente encontraba trastos apilados y personas desorientadas que no sabían dónde meterse. Era una suerte que varios de los que se habían unido al clan recientemente, como el misionero fatimí que intentaba sin éxito convertir al clan al chiísmo, se hubieran marchado antes de que decidiesen trasladarse a Badajoz.

—Por hoy tendremos que conformarnos —repuso Karim—. Mañana hablaré con al-Yilliqí para que nos acomode en un lugar mejor.

—Será difícil que encuentre un sitio —dijo Mahmud—. He oído comentar a los soldados que la ciudad está superpoblada.

—Pues entonces que eche de sus casas a algunos de los inútiles que le rodean —fue la malhumorada respuesta de Karim—. Somos nosotros los que vamos a defender su ciudad de los Omeyas. Le conviene tenernos contentos.

Con movimientos y estratagemas los partidarios de los Banu Marwan evitaron entrar en batalla con las tropas gubernamentales al tiempo que procuraban entorpecer su avance. Karim y los suyos frecuentemente fingían haberse descuidado para que les persiguieran y utilizaban su conocimiento del terreno para evadirse antes de que consiguiesen darle alcance. En uno de estos juegos del gato y el ratón lograron separar a las huestes reales de una parte de sus acémilas de provisiones, y una segunda partida de caballería, que estaba al acecho, sorprendió a las recuas y se las arrebataron a los califales.

Pero estas estratagemas, y estas minúsculas victorias, únicamente servían para postergar lo inevitable. Eran como moscas irritando a un buey; las molestias que le causaban eran insuficientes para hacer que se detuviera.

Dihya recibía las noticias en el cuarto que compartía con el niño y la nodriza. Cuando escuchaba que Karim había regresado sano y salvo junto a sus hombres, ambas se cogían de la mano sonriendo, antes de que ella saliera corriendo para recibir a su esposo. Ni siquiera la expresión contrariada del jefe del clan conseguía disipar su satisfacción. Y cuando él se tomaba un par de copas de vino también parecía contento por haber regresado al lado de su familia.

Sin embargo una tarde, a la hora de la azala de la puesta de sol, ni el vino ni los abrazos de Dihya lograron serenar la preocupación de Karim. No respondía a las preguntas, no miraba a los ojos a nadie, embebido en sus pensamientos. De pronto tiró al suelo la última copa que le habían servido, y tras revelar por su torpeza al levantarse que estaba un tanto embriagado, insistió en llevar a su padre a una de las torres de la muralla. Dihya, extrañada por aquel comportamiento, pidió una escolta a Hilal y les siguió.

Había alboroto en las calles, más que de costumbre. La muchedumbre se apretaba en las cuestas como en la id al-fitr, la Fiesta de la Ruptura del Ayuno, pero sin que hubiera canciones ni danzas, ni risas, ni juegos, ni ningún tipo de alegría. Los hombres iban armados y las mujeres alzaban la mirada implorando la ayuda de Dios antes de acudir a las abarrotadas mezquitas. Inesperadamente alguien llegaba desde la cerca exterior asegurando haber obtenido cierta información y en el acto el gentío se inmovilizaba, temblando de esperanza y miedo, hasta que sus revelaciones provocaban un millar de comentarios expresados al mismo tiempo, como un chaparrón hecho de palabras.

La escolta de Dihya tuvo que esforzarse para abrirle camino. A cada paso se presentaba un nuevo obstáculo, una nueva reunión de personas negándose a dejarles pasar de buen grado. Y a medida que iban acercándose a la muralla la densidad de la concurrencia, lejos de disminuir, crecía. Los habitantes de Badajoz hacían cola delante de las torres, pugnando por acceder a las escaleras, como si una perversa curiosidad les hiciera interesarse por confirmar la magnitud del desastre en el que se habían visto envueltos.

Los guardias que acompañaban a Dihya tuvieron que presentar las espadas para franquearle el paso a la torre a la que Karim acababa de subir. Estaba asustada, pero ya no era posible echarse atrás; los empujones se lo impedían. Subió como pudo, agarrándose con todas sus fuerzas a los travesaños de la escalera. Arriba, en la plataforma de madera, Karim mostraba el panorama a su padre, recalcando con gestos lánguidos sus explicaciones.

En un principio Dihya no apreció ningún cambio llamativo. La luna llena perfilaba misteriosamente las colinas a la par que fecundaba con sus reflejos las aguas del Guadiana y el Rivillas. En aquel momento se encendieron varias luces al norte, en los bordes del camino. Sonó un tambor lejano. Y un redoble replicó desde la ciudad. No hubo más sonidos en la muralla, ni desorden. Pero en las calles aumentó el estrépito y ella se alegró de estar arriba, por encima de la desconsolada multitud.

En lugar de bajarse, Karim apartó unos taburetes para que se sentaran. Parecía haber decidido pasar la noche en vela, vigilando, y nadie se animó a contradecirle. Los centinelas con los que compartían la torre eran hombres a los que ya había visto alguna vez con su marido, tensos, sudorosos, con las lanzas en la mano, esforzándose por ver más de lo que era posible ver. Así que hacían conjeturas. La noche era cálida. A sus pies los habitantes de Badajoz hacían notar su presencia con un murmullo tan monótono y constante como el canto de las cigarras.

Pasaron las horas en un inquieto duermevela hasta que vieron palidecer el cielo sobre las murallas y nacer una claridad difusa en el horizonte. Gradualmente discernieron los campos, los bosquecillos, las casas fuera del recinto amurallado, abandonadas por sus ocupantes, y las lomas surgiendo como túmulos dedicados a héroes antiguos, tan olvidados como las hazañas que les dieron fama. Y en la yerma llanura, donde Dihya distinguía la mancha lejana de la hacienda, ya sin vida, o el espacio, ahora vacío, en el que estaban instalados los fugitivos que no hallaron refugio en Badajoz, vio a la hueste califal extendida sobre la tierra como una plaga de langosta que hubiese llegado con la oscuridad: las cocinas, los talleres, los accesorios para las abluciones, los aseos y las tiendas de campaña, y las sombras extrañamente articuladas de las máquinas de guerra. Y escuchó el alarido de un almuecín desafiando a los almuecines de la plaza sitiada, proclamando que sería él a partir de entonces quien llamase a la oración a píos y pecadores.

—Por el señor de La Kaaba, ¿cómo podremos detenerles? Si habrá trescientas tiendas, por lo menos… —susurró Dihya en el oído de Karim—. ¿No ves que son más que todos los hijos de Cam juntos?

—Lo veo. Y, por el Altísimo, que no sé cómo podremos detenerlos —confesó Karim—. Quizá la fatiga y la impaciencia lo hagan, si resistimos el tiempo suficiente. O el hambre. Han traído más de un millar de acémilas transportando el equipaje del ejército y el de sus esclavos, pero esa multitud consumirá una enorme multitud de recursos y nosotros hemos recogido ya las cosechas y envenenado los pozos. En toda la región no hay más comida disponible que la que se guarda dentro de Badajoz.

—Sin embargo ellos pueden recibir suministros de más allá de la región. Y nosotros no.

—Es cierto.

Mahmud había estado roncando, con la cabeza apoyada en un pilar. Despertó sobresaltado, y al fijar la vista en el campamento califal la boca se le abrió de una forma que habría sido cómica de no ser por la seriedad de la situación.

—¿Has visto esas catapultas? —se admiró—. ¿Podrán resistir los azuares las piedras que nos lanzarán con ellas?

—Las murallas son fuertes, y no podrán acercarse mucho a causa del río y el arroyo. Harán falta almajaneques muy poderosos para causar algún daño.

Dihya respiró hondo para expulsar el miedo que había anidado en ella como un pájaro negro. Siempre había considerado que las fortificaciones de Badajoz eran inexpugnables, ¿por qué perder esa certidumbre precisamente entonces, cuando más falta le hacía?

—Nuestra ventaja es que Abd al-Rahman tiene que someter a varios rebeldes en estas tierras —señaló Karim—. Mérida está menos sujeta de lo que parece, pese a que haya un gobernador omeya en la ciudad, y Jalaf ibn Bakr domina la cora de Ocnosoba. Si los emisarios que envió al-Yilliqí a Jalaf logran convencerle para que nos ayude, el califa tendrá que luchar a la vez contra él y contra nosotros, y tendremos una posibilidad de obtener la victoria.

—Yo no confiaría demasiado en la ayuda de Jalaf —dijo Mahmud—. Él y al-Yilliqí han mantenido graves disputas en el pasado.

—Pues ahora tendrán que olvidarlas, si no quieren sucumbir los dos.

—Dios lo sabe. En ocasiones los hombres prefieren la satisfacción de ver destruido a su enemigo, incluso cuando su destrucción les condena a ellos también.

«Y no debería sorprendernos que sucediera así —pensó Dihya—. De cuántos no habremos oído hablar en nuestra tribu y en las otras que eran inexorables en sus venganzas».

—En cualquier caso, con la ayuda de Jalaf o sin ella, vive Dios que para nosotros es igual —anunció Karim—. Hemos venido aquí a ponernos al servicio de al-Yilliqí frente al califa y aquí seguiremos. Gente como nosotros no ha de abandonar la empresa. Aunque perezcamos.