7

El rescate de los huesos

Álvaro comenzaba a experimentar una cierta atracción hacia la Córdoba nocturna, a la que estaba conociendo íntimamente. Buena parte de sus andanzas teman lugar después de que el ocaso derramase el almizcle de la oscuridad sobre calles y plazas. Entonces salía de la casa de Félix, como uno de los ladrones que acechaban a los incautos a fin de degollarlos, para familiarizarse con aquellos barrios laberínticos que crecían como la vegetación en un jardín desatendido, desbordando las limitaciones que se les habían impuesto en un principio.

Todos esos paseos y algunas entrevistas, la mayor parte sin fruto, sirvieron para preparar lo que estaba haciendo ahora. El último preparativo, sin embargo, lo llevó a cabo el día anterior llevando a cuestas un largo palo en el que había clavado otros transversales, mucho más cortos, para formar una escalera tan sencilla que parecía ser una herramienta que Álvaro transportara hacia una de las huertas a orillas del río. Solo que el palo no llegó a ninguna huerta. Cuando nadie le miraba tiró la escalera en medio de unos arbustos entre los que pasaría desapercibida. Y ahora se disponía a recogerla.

Miró hacia atrás para cerciorarse de que el chico aún le acompañaba. Aquel joven se movía con tanto sigilo que de vez en cuando experimentaba el temor de que su única compañía fuese el enorme saco de arpillera que llevaba colgando del hombro, el más grande que Álvaro había podido conseguir. Estaba seguro de que el saco serviría. No estaba igual de seguro del chico.

—Dos dírhams de plata —había exigido por sus servicios—. Ni uno menos.

—Te daré uno antes de salir y otro cuando hayamos terminado.

Era un precio elevado, y sin embargo tuvo que pagarlo. El joven era la única ayuda que pudo conseguir. Un pícaro que se ofrecía para cualquier asunto; no era la clase de compañero que Álvaro deseaba. Ya había supuesto, acertadamente, que Félix se negaría a intervenir. Lo que no supuso era que los cristianos de Córdoba con los que había mantenido reuniones fueran igualmente reacios a colaborar con Álvaro. Tenían demasiado miedo al califa, más poderoso y decidido que ninguno de los Omeyas que le precedieron, con la posible excepción del primer Abd al-Rahman. Y tampoco contemplaban a Ibn Hafsun con un exceso de simpatía. En los diez años transcurridos desde su muerte se había difuminado en Córdoba el recuerdo de sus hazañas. Y puesto que difícilmente se le podía considerar un santo, puesto que había apostatado en más de una ocasión, no existía la posibilidad de que sus restos se convirtieran en reliquias dignas de ser veneradas. La mención de Argentea despertaba mayor interés, aunque no el suficiente para que alguien se brindase a cooperar con Álvaro.

Al aproximarse al recinto amurallado de la medina se pegaron instintivamente a los altos muros. Frente a ellos tenían ya el Rasif, el paseo pavimentado junto al río, y se vislumbraba la vasta corriente de agua, reflejando en su superficie una malla de estrellas perplejas y los molinos situados en la represa formada por el puente romano. Allí el calor era menos intenso, el aire corría con menores impedimentos, se dispersaban los olores, con frecuencia molestos, que ocupaban día y noche los callejones de la capital. Álvaro respiró agradecido e indicó al chico que se apresurara. Apenas había luz suficiente para esquivar los peores baches de la calzada. La noche que había escogido Álvaro era tan oscura que los ojos no podían distinguir la tierra del cielo; la primera noche sin luna después de que partieran de Córdoba las tropas que iban a sitiar a los rebeldes de Badajoz.

Félix y él habían acudido con otros miles de curiosos a la Musara, donde se congregó el ejército antes de salir de campaña. Iban por separado, pues Félix evitaba asociarse en público con Álvaro, y así, cada uno a su sabor, asistieron a la ceremonia de anudado de las banderas. Fueron tres las enseñas anudadas a las lanzas, una tras otra, mientras el imam recitaba suras del Corán la azora de la Victoria, y al terminar de hacer los nudos estallaba una tormenta de jaculatorias y exclamaciones piadosas proferidas por los imanes, almuédanos y wasifes. Concluida la ceremonia el tesorero salió en dirección a la Puerta de la Azuda acompañado por los wasifes y los almuédanos que portaban las banderas. En la puerta les aguardaba un magnífico destacamento, rodeando al califa como la caja que esconde en su interior una valiosa joya.

Fue durante el avance de las columnas, con sus oficiales al frente y desplegando sus insignias, cuando Álvaro notó en la oreja el roce cálido de un aliento humano. La mano que ya se dirigía hacia el cuchillo se detuvo al identificar la voz de Félix:

—Observa —le dijo—. El alto con la barba canosa y el turbante. ¿Le ves? Es Ahmad Ibn Abdallah, un alfaquí de gran prestigio. Formó parte del séquito que el califa llevó a Bobastro y me han asegurado que fue él quien convenció a Abd al-Rahman para que mandase abrir los sepulcros de Samuel y Yafar.

Álvaro anotó el nombre en su cabeza y continuó contemplando la ceremonia. La procesión con los abanderados llegó hasta el destacamento y todos montaron a caballo, incluido el califa. Por el paso abierto entre la masa de ciudadanos el ejército marchaba entre gritos y vítores para iniciar su campaña.

«Todos estos que parten hacia Badajoz no estarán en Córdoba para estorbar mis movimientos —pensó en aquel momento Álvaro—. Y si el califa tampoco está en la ciudad, se relajará la vigilancia en el Alcázar. Es la ocasión perfecta».

Había esperado a que la luna se ausentase del firmamento para actuar. Era arrojado, pero también precavido. Deseaba cumplir la promesa hecha a Argentea y para ello tenía que actuar con cautela. Ya había demasiados factores en su contra. No necesitaba incrementar su desventaja comportándose de manera desatinada.

Cruzaron el paseo deprisa, sin encontrarse con ninguna patrulla. Había lámparas encendidas sobre las puertas de la muralla y largas sombras de centinelas que oscilaban cansadas por la ribera del río. Por la noche las puertas estaban cerradas para que nadie pudiera entrar en la medina. Esas horas estaban reservadas a los criminales y los fugitivos, a los amantes que alimentaban pasiones prohibidas. Las voces que se escuchaban en la ribera eran el monótono crujir de los azudes y la tos áspera, repentina, de un centinela acatarrado. Álvaro y su acompañante tenían que andar con cuidado. Por tenue que fuera el sonido de sus pasos, más tenues todavía eran los ruidos que podrían encubrirlos.

Álvaro entregó el saco al chico y se aventuró en la maleza para rescatar la escalera. Luego se dirigieron al espacio entre el edificio del Alcázar y el río, iluminado por una solitaria lámpara. Álvaro trató de vislumbrar si había alguien custodiando los patíbulos. Sabía de la existencia de una patrulla armada en las semanas posteriores a que Ibn Hafsun y sus hijos fueran clavados en los maderos. Pero el paso del tiempo debía haber convencido a las autoridades de que los cuerpos estaban seguros. No había guardias a la vista en el prado. Cambió de posición para examinar la azotea situada encima de la Bab al-Sudda. También estaba desierta. Solamente las cabezas rellenas de estopa y sal contemplaban a su vez a Álvaro; la luz de la lámpara deformaba sus rasgos de forma que parecían estar haciendo muecas, burlándose de aquellos que las suspendieron por el pelo.

Iba a destruir la lámpara con una piedra, pero se le ocurrió a tiempo que el ruido podía llamar la atención. Además, cualquier guardia que hiciese su ronda advertiría el súbito oscurecimiento del prado. Así que recurrió a quitarse la camisa para cubrir la lámpara, con cuidado para que no llegase a entrar en contacto con la llama en el interior. La penumbra resultante era menos llamativa que una oscuridad total y serviría igualmente para enmascarar sus facciones. Aquella luz ambigua los convertía a él y a su ayudante en siluetas sin rasgos distinguibles, igual que las ilusiones que proyectaban los artífices de sombras chinas en sus espectáculos.

Cuando estuvo satisfecho, Álvaro apoyó la escalera en el patíbulo que ocupaba Ibn Hafsun. Encargó al chico que se colocase debajo y abriera bien el saco, y luego comenzó a subir. La escalera era endeble, se cimbreaba demasiado, pero no fue la inestabilidad lo que hizo que el estómago se le encogiera a Álvaro a medida que subía. Encontrarse cara a cara con el cuerpo suturado de su antiguo señor, suspendido en las alturas como el esqueleto de un gran pájaro atrapado en pleno vuelo, hizo que Álvaro experimentase un temor inexplicable, un deseo repentino de bajar al suelo y marcharse. Se tenía por un hombre valiente, sin embargo había algo en aquel cónclave de muertos colgados de los maderos que lo invitaba a irse de inmediato. Puede que realmente estuvieran malditos. O puede que aprovechasen las horas vacías de la noche para entablar coloquios que él iba a interrumpir con sus torpes manejos, provocando el rechazo de los participantes. Ni siquiera estaba seguro de que realmente fuesen los huesos de Samuel y no los de un impostor. La muerte los había despojado de todo lo que singularizaba a Ibn Hafsun; por mucho que mirase, sus ojos no descubrían en el cadáver ninguna prueba convincente de su identidad.

Un golpe interrumpió el curso de sus pensamientos. Se volvió alarmado y vio al chico que huía corriendo tras haber tirado el saco y las herramientas. Llamarlo a gritos hubiera supuesto condenarse; Álvaro tuvo que permanecer en silencio mientras su cómplice lo abandonaba. No había razones aparentes que explicasen su huida. Ningún guardia que hubiese aparecido de pronto, ningún chirrido sospechoso. Tal vez había llegado a la conclusión de que era mejor obtener un dírham a cambio de nada que dos corriendo un riesgo.

«Más te vale esconderte bien —se dijo Álvaro—. Si llego a tropezarme contigo de nuevo te haré devolverme ese dírham con intereses».

Dudó acerca de bajar a por las herramientas que su cómplice había tirado. La escalera había alcanzado un equilibrio que no quiso alterar; pensó que le bastaba con el cuchillo que siempre llevaba encima. Las delicadezas resultaban inútiles en una situación como esa. Los restos de Ibn Hafsun ya habían sido maltratados de muchas maneras distintas. Poco importaba que sufrieran alguna magulladura adicional durante su rescate.

De todas formas Álvaro murmuró una oración antes de sacar el cuchillo. Seguía sintiéndose vigilado, rechazado, un intruso entre las víctimas del califa. Estuvo tentado de decirles que él era igual que ellos: un rebelde, un enemigo de los Omeyas. Sin embargo estaban separados por una barrera infranqueable. Aunque compartieran la misma causa, la hermandad entre vivos y muertos resultaba imposible. Aquellos cadáveres a los que importunaba entonces siempre le reprocharían que aún respirase, que aún caminase, mientras ellos estaban fijados a los postes, transformados en simples elementos del paisaje. Como los árboles. Como las piedras. Esperando solamente que una crecida del río cuya orilla adornaban les concediera el regalo de un último viaje hacia el mar.

Las cuerdas eran fuertes. Se resistían. Consiguió cortar una y la mano de Ibn Hafsun se descolgó exhausta. Otra cuerda y fue el brazo entero el que se desplomó con un chasquido. Álvaro subió un peldaño. Dos cuerdas sujetaban el cráneo contra el patíbulo, obligando al caudillo a mirar de frente el Alcázar en el que residía su adversario más enconado. Antes de morir, Ibn Hafsun había entregado sus ciento sesenta fortalezas a las autoridades de Córdoba. Firmó la paz con Abd al-Rahman III e hizo cuanto le solicitaba el gobernante. Esta obediencia tardía, empero, no había evitado que su cadáver fuese crucificado en público. Después de muerto Ibn Hafsun solo tenía valor como símbolo, en este caso de la victoria total de Abd al-Rahman III. La apostasía había resultado útil como justificación; Álvaro sospechaba que de no haber existido ese motivo los cortesanos al servicio del califa habrían fabricado otro. Nadie es vencedor si no existe un vencido, y para enaltecer el triunfo de Abd al-Rahman III en Bobastro hacía falta un vencido a la altura de las circunstancias. Hafs ibn Umar no era suficiente. Además, se le concedió el aman al rendir la fortaleza. Había sido preciso recurrir al padre, fallecido diez años antes, para que Abd al-Rahman pudiera escenificar un triunfo acorde con la gloria que reclamaba.

Eso era precisamente lo que Álvaro pretendía arrebatar a Abd al-Rahman. Deseaba proporcionarle un entierro digno al caudillo al que había jurado lealtad, pero también, quizá inclusive con más afán, deseaba disminuir la victoria del califa, quitarle su trofeo, burlarse de aquel que reclamaba un poder omnímodo, incontestable. ¿No era esa la esencia de la rebeldía? Mantenerse firme contra el tirano. Escuchar sus bravatas y luego reírse de ellas. Despreciarlas. Arrugar los mensajes que anunciaban la perdición de los insurrectos y luego arrojarlos al fuego. Aunque el resultado fuese trágico, a él le parecía que el gesto merecía la pena.

Se estiró para cortar la primera de las cuerdas que soportaban el cráneo de Ibn Hafsun. Cuando el filo arañaba el alma de la cuerda notó que cedía el peldaño en el que estaba apoyado. Ahogó un juramento mientras trataba de sujetarse. El poste le ofrecía un asidero fugaz, pero enseguida resbaló y ya no pudo contener por más tiempo el grito agazapado en su garganta. Aterrizó junto al saco, maldiciendo la tozudez que le había impedido bajarse a desplazar la escalera de modo que pudiera trabajar con mayor facilidad.

—¿Qué es lo que sucede ahí? —rugió a lo lejos un guardia apostado en una de las torres de la muralla.

Le dolía el tobillo. Era posible que se lo hubiera torcido. Y la muñeca, tal vez rota. Varios dolores repartidos por su cuerpo, imprecisos, un sabor salado en su lengua. Se puso en pie con dificultad. Dentro del Alcázar los soldados se llamaban entre ellos, reuniéndose. En breve se abrirían la Puerta de la Azuda o la Puerta de los Jardines, o las dos a la vez para que salieran las patrullas.

Tenía que escapar del prado. Inmediatamente.

Recogió su cuchillo, que se había clavado en la tierra a medio codo de distancia. Sin él se sentía más desnudo que sin la camisa. De todas formas desenvolvió la lámpara para recuperarla y luego volcó el aceite en el suelo y pisoteó la mecha. Los guardias habían advertido su presencia. No necesitaba continuar actuando con disimulo.

Las luces que palpitaban en el Rasif le indicaron que debía descartar esa vía de escape. El oeste de la medina y su gran zoco parecían una posibilidad prometedora hasta que recordó que el Alcázar y sus jardines se interponían entre la explanada y el chanib occidental de la ciudad. Retrocedió adentrándose en las tinieblas extendidas sobre el Guadalquivir, pese a que era consciente de que se trataba de un movimiento instintivo que no le proporcionaría ninguna ventaja. Solo unos minutos de falsa tranquilidad mientras los centinelas le acorralaban en la pradera.

«Es demasiado fácil atrapar a alguien en este claro —pensó Álvaro con rabia—. Basta con situar a un puñado de hombres en la ribera y ya no hay forma de huir por tierra. He sido un idiota al no darme cuenta antes».

Desde su posición se escuchaba con claridad el murmullo del río atravesando las aceñas; finalmente tuvo que aceptar que era la única solución. Se adentró en el prado hasta alcanzar la cima del arrecife artificial que Abd al-Rahman II había construido para reforzar el cauce del Guadalquivir. A sus pies las aguas condensaban en su seno la oscuridad de la noche, hiriéndose con las aristas de las rocas del arrecife, abrazando las formas fantasmales de los molinos. A lo largo de los bochornosos veranos de Bobastro, Álvaro solía acudir al Guadalhorce para refrescarse. Pero entonces se limitaba a sentarse desnudo en un banco de arena medio sumergido, sujetándose a una soga enlazada al tronco de uno de los árboles de la orilla. Lo cierto era que Álvaro apenas sabía nadar.

«Una de dos: o me ahogo, o me atrapan y me decapitan —se dijo—. Es como tener que elegir entre el fuego y las brasas».

Descendió por el arrecife con cuidado para no lastimar aún más su tobillo. Aventuró un pie en el agua. Estaba fría. Arriba se acercaban las antorchas y las imprecaciones de los soldados enviados para capturarle. Pronto se darían cuenta de qué era lo que había hecho para eludir la captura.

Cerró los ojos antes de zambullirse. El río le recibió como una amante posesiva, sin dejarle respirar. Braceó para sacar la cabeza del agua. La corriente le transportaba a una velocidad que le pareció aterradora; en unos instantes el fulgor de las teas en el borde del promontorio se había quedado tan atrás como las desventuras de la niñez, incapaces ya de causarle miedo o agitación.

Un pequeño remolino le hizo hundirse de nuevo. El río encontraba muchos obstáculos a su paso por Córdoba. El puente mil veces reconstruido, los molinos, las aguas de albañal que volvían viscosa y maloliente su superficie… Cada uno de las molestias provocaba que el río se revolviera enfurruñado y aquellas sacudidas resultaban peligrosas para un mal nadador. Bajo el agua Álvaro percibió unas verdosas tinieblas y se revolvió tratando de mirar hacia arriba. No había nada que ver. Ni siquiera habría sabido decir en qué dirección estaba el fondo y en cuál la superficie. Todo parecía igual de turbio, igual de lóbrego. Manoteó desesperado, agitando las piernas con la intención de regresar al aire que sus pulmones reclamaban ardientemente.

Lo obtuvo justo a tiempo. Una bocanada frenética alivió el dolor en su pecho; luego giró la cabeza con la intención de descubrir dónde había llegado. Cerca de él giraba la rueda de una noria, semejante a un monstruo que guardase los márgenes del Guadalquivir, escarbando las aguas con sus cangilones en busca de un improbable tesoro. Una espesura de árboles escondía las mansiones de recreo de las que Álvaro había oído hablar, los vergeles que aliviaban el verano de los poderosos. Pero era más lo que imaginaba que lo que veía. Las sombras armonizaban el río y sus riberas. Solo la espuma recubriendo los escollos permitía distinguir a ciencia cierta lo que era flujo, movimiento, de la llanura inanimada que atravesaba el gran río.

Chocó con un tronco podrido que brincaba frente a él y Álvaro se agarró con urgencia al muñón de una rama. Dio gracias al Señor por prestarle aquella ayuda providencial y pataleó tratando de conducir el tronco hacia tierra firme. No fue una tarea fácil. La corriente tenía sus propias intenciones y los empujaba a ambos hacia su centro, de modo que Álvaro tuvo que esforzarse hasta la extenuación para conseguir llevar el tronco donde quería. Embarrancaron en unas raíces que hurgaban en las aguas. Álvaro las utilizó a modo de peldaños que le aproximasen a la orilla, que ganó de un salto, y tras poner el pie en ella se tumbó cuan largo era en medio de unos juncos. Se sentía demasiado cansado para hacer cualquier otra cosa. Incluso quitarse las ropas empapadas era un esfuerzo que estaba por encima de sus posibilidades.

Despertó con el sol en la cara y las aves sobrevolándole bulliciosas. Las sombras se habían esfumado. Un reflejo plateado embellecía el río que la noche anterior parecía teñido con kohol. En el transcurso de unas horas el mundo había cambiado tanto que extrañaba pensar que fuera el mismo de día y de noche.

Álvaro se levantó del suelo. Se sentía débil. Los dedos con los que sujetó ávidamente el tronco le dolían al doblarlos.

«¿Qué le diré ahora a Argentea? —se preguntó—. A partir de hoy redoblarán la vigilancia en el claro y será imposible repetir lo que intenté anoche. Tendré que discurrir otra manera de honrar la memoria de Samuel».

Apretó los dientes y echó a andar. No tenía ni idea de cuál era la distancia que le separaba de Córdoba, pero estaba seguro de que no sería corta.