6

Vidas breves

Creyó escuchar el llanto agudo de un bebé enroscado en las postrimerías de sus sueños. Se despertó sobresaltada, jadeante, tratando de localizar la cuna en la penumbra. Al descubrirla se acercó de puntillas. Muy despacio, conteniendo la respiración. El colchoncito estaba vacío y ella sacudió la cabeza, incapaz de comprender la ausencia del niño, hasta que recordó que la nodriza y la comadrona lo estaban cuidando. Y de inmediato, como si el recuerdo de la debilidad que la aquejó después del parto se extendiera a través de su cuerpo, notó que le flaqueaban las rodillas y le faltaba el aire en los pulmones. Se sentó en la cama, despacio, manteniendo a raya el mareo con un esfuerzo de voluntad. Luego respiró profundamente. Los días y las noches pasados habían transcurrido en un estupor de voces cariñosas, remedios que tragaba sin rechistar, siluetas que venían a acompañarla y se iban sin haber dejado ninguna impresión en Dihya. Luz y sombra. Ruidos y silencios.

Experimentó un deseo punzante de regresar a ese abandono, ese estupor, pero se forzó a levantarse. Caminó torpemente, como si aprendiese a andar de nuevo. Primero dio un paso. Después el siguiente. Aún le dolía su desgarrado perineo. Aún echaba en falta la sangre que había perdido. Usó el aguamanil para lavarse entre sus piernas. El agua estaba templada, le hizo bien. Cogió una aceituna del plato. El sabor llenó su boca, que también parecía desacostumbrada a cumplir con sus funciones.

«¿Cuánto habré dormido? —se preguntó—. Me siento extraña, de vuelta en el mundo cuando me figuraba haberlo abandonado, como aquel Lázaro al que dicen que el hijo de María, que Dios le conserve en la paz, levantó de entre los muertos».

El parto fue difícil. Eso lo recordaba. Ni siquiera tuvo fuerzas para comprobar si su hijo era un varón. Se consoló pensando que había cumplido su deber proporcionando a Karim un heredero y cerró los ojos segura de que aquel dolor, aquella sangre que brotaba como una fuente en medio de sus muslos, eran la antesala de la muerte. Pero no había fallecido. Solo había estado dormida durante un número indeterminado de días, recuperándose.

Abrió la puerta. Dos de sus esclavas estaban cerca. Distraídas. Hablando. Dieron un respingo cuando ella salió arrastrando los pies.

—¡Señora! ¡Creíamos que estabais durmiendo!

Aceptó los brazos que la sujetaron como un andamiaje de carne y hueso. Pero no aceptó los consejos, la suave presión que la empujaba de vuelta al dormitorio. Quería ver a Firqan.

—Se encuentra bien, señora. Las mujeres y la nodriza le están cuidando.

—Llevadme hasta él —dijo Dihya. Notaba los pechos pesados, llenos de leche desaprovechada—. Tengo que amamantarle.

—La leche de la nodriza es buena, señora.

—Mejor es la leche de la madre.

Avanzó apoyada en las esclavas. Se habían producido cambios en la hacienda, podía advertirlo. Hombres bronceados por el sol, desnudos de cintura para arriba, llevaban capazos cargados de tierra y paja. Unas chiquillas, vestidas solo un poco más decentemente, amasaban la arcilla con los pies descalzos para fabricar ladrillos de adobe. El muro que ceñía la hacienda estaba creciendo. Dihya ya no lo reconocía. Era más alto, más grueso que antes.

Supo enseguida en cuál de las viviendas se encontraba Firqan. Su suegra estaba en el exterior, como una centinela, dando órdenes a los sirvientes. Trató de apresurarse aunque la entrepierna le dolía cada vez que daba un paso. Tenía el temor de que le arrebatasen a su hijo. Con sonrisas y amables palabras en lugar de con violencia, pero cuando hubieran terminado el resultado sería el mismo. El niño era demasiado importante para el clan. El Firqan del que había tomado el nombre murió sin dejar descendencia. Por esta razón el hijo de Dihya sería el heredero, el líder del clan cuando Mahmud y Karim faltasen. En él estaban depositadas sus esperanzas, sus deseos; había que prepararle cuidadosamente, desde la más tierna infancia, para que pudiese satisfacer las expectativas de la familia. Y no permitirían que Dihya, que por su juventud estaba prácticamente excluida de aquel círculo de mujeres, interfiriera.

«Pero es mi hijo —pensó ella—. Sus vientres están secos, como ellas. El mío es el único que todavía puede dar la vida».

—¿Qué haces, hija mía? —le reprendió su suegra—. Tendrías que estar descansando.

—No es necesario. Ya estoy completamente recuperada.

—¿Qué dices?, si apenas te tienes en pie…

Algo en la mirada de Dihya hizo que la madre de Karim se apartase. Dentro había una cuna similar a la que ella tenía en su habitación. Una cuna ocupada. Se separó de las esclavas para tomar su mano. Era tan pequeña… El niño continuó dormido, aun cuando ella hubiese jurado que su expresión se relajaba al sentir el contacto de la piel de su madre.

«Ya le han colgado los amuletos —pensó ella—. ¿Por qué tan pronto? Él es fuerte. Me di cuenta mientras luchaba para sacarle de mi interior. Es fuerte. No precisa amuletos para sobrevivir».

Renunció a quitarle los amuletos de azabache del cuello. Era prematuro pelearse con la madre de Karim en su estado. Más tarde. Cuando estuviera bien. Su rango dentro del clan cambiaría ahora que había dado a luz al heredero de Karim, sin embargo era consciente de que las demás mujeres no aceptarían el cambio sin luchar.

—¿Cómo está? —preguntó a la nodriza, que aguardaba sentada en una esquina a que el bebé se despertase.

—Muy bien, señora. —La joven lucía una sonrisa vacilante—. Come mucho. A este paso me dejará en los huesos.

—¿No estarás tomando ningún alimento ilícito?

—Por supuesto que no, señora. Solo como lo que me dan.

Intentó sacarse un pecho de la camisa para dar de mamar al niño, pero el incontenible temblor en sus rodillas se lo impidió. Con la ayuda de las esclavas salió del aposento, haciendo un esfuerzo sobrehumano para disimular su debilidad. Intercambió unas frases corteses, insustanciales, con la madre de Karim. Ella tal vez no considerara a Dihya una rival digna de tener en cuenta, pero pensaba hacer que se llevase una buena sorpresa.

—Llevadme a un sitio en el que pueda sentarme —pidió a sus esclavas—. No, ahí no. Llevadme junto a mi suegro.

El ajetreo en la hacienda la perturbaba. ¿De dónde había salido aquella gente? ¿Qué hacían en la finca? Preguntó por Karim. Estaba fuera. Mahmud y un tío abuelo de Karim, por su parte, conversaban con un asceta, uno de los recién llegados a la finca. Cuando llegó Dihya, Mahmud sonrió con su característica afabilidad mientras le preguntaba por su salud. Pero enseguida volvió a concentrar su atención en el asceta, como si este hubiera conseguido picarle la curiosidad con sus enseñanzas.

—Es posible que quieras comer —le dijo Mahmud al asceta—. Llevamos una hora aquí sentados sin tomar nada.

—No se me ha indicado que coma —replicó el asceta.

Mahmud frunció el ceño. La respuesta le había desconcertado.

—¿No te lo han indicado? ¿A qué te refieres? ¿Es que sigues las órdenes de alguien?

—Ciertamente.

—¿Y quién es ese que te dice lo que puedes hacer y lo que no?

—Aquel que nos gobierna a todos, y es obedecido en este mundo y en el otro.

—Nadie gobierna en este mundo y en el otro excepto Dios —repuso Mahmud.

—Exacto. Y Dios concede Su gracia a quien Él quiere.

Mahmud asintió complacido. Parecía que el misionero estaba por fin dispuesto a satisfacer su curiosidad.

—Tú no eres de aquí. Diría que vienes de Ifriqiya, donde vivieron nuestros antepasados. Dime: ¿qué haces tan lejos de allí?

—Se me ha confiado el conocimiento de uno de los secretos de Dios. Y con este conocimiento he de curar de sus males a las gentes de estas tierras, y traerles la prosperidad, y quitarle el poder a los que hoy les gobiernan, para entregarles el poder a ellos.

—¿Hablas de los Omeyas o del emir de Badajoz? —inquirió Mahmud alarmado.

—De los Omeyas, por supuesto. El emir de Badajoz podrá conservar su mandato, siempre y cuando acepte la verdad.

Tras haber aclarado ese aspecto el misionero se puso a hablar largo y tendido. Ni una sola vez mencionó a los ismailíes, pero su mensaje era el suyo y pronto el tío abuelo de Karim estiró el cuello para dirigirse al asceta, recordándole a Dihya a una tortuga que saliera de su caparazón:

—Te ruego que nos transmitas ese poderoso secreto para que nos salve, del mismo modo que te ha salvado a ti.

El asceta levantó la mano para pedirle calma.

—Primero debes purificarte. Y luego pronunciar un juramento como el que pronunciaron ante Dios los profetas. Entonces te contaré lo que deseas saber.

—Ya hemos pronunciado nuestros juramentos —le interrumpió Mahmud.

—Podéis pronunciar otro.

Mahmud le dirigió una mirada sombría al asceta.

—¿Nosotros? ¿Jurar? ¿Delante de quién?

—De mí.

—Tú solamente eres un vehículo. El pichón que transporta el mensaje. Pero, ¿quién te envía? ¿A quién representas?

El misionero se giró hacia él con expresión grave.

—Represento al que ha restituido la verdadera religión, al que ha hecho triunfar el bien sobre el mal, el que terminó con la represión de los creyentes, el descendiente de Fátima, el amigo de Dios.

—¿Te refieres al Mahdi?

—Sí. Me refiero al séptimo y último Imam. El que revelará la Verdad y restaurará el Edén. Él acabará con las discordias que dividen a los musulmanes, depondrá a los falsos califas y tomará posesión de la herencia de su ancestro, el Profeta.

—¿Y por qué no lo ha hecho ya? —preguntó maliciosamente Mahmud—. Hace años que al-Mahdi gobierna en Ifriqiya. ¿A qué espera?

—Espera el momento oportuno.

—De acuerdo con la tradición —intervino el tío de Karim—, el Mahdi tendrá escritas las palabras “el Mahdi, Profeta de Dios” en sus hombros, igual que el Profeta, la misericordia de Dios sea con él, tenía el sello de su misión estampado en los suyos. Dime: ¿le han examinado los notables para comprobar que presenta los signos?

—Esas son creencias paganas que nada tienen que ver con la verdadera religión —contestó irritado el misionero—. ¿Quién es el necio que te ha confundido con tales bobadas?

El tío gruñó, molesto, y Mahmud se vio obligado a intervenir para evitar el inicio de una pelea:

—Tengo entendido que al-Mahdi residía originalmente en Salamya, en Siria. ¿Cómo es que acabó yendo a parar a Ifriqiya? Es un largo camino el que ha hecho.

—El Mahdi estuvo oculto durante años, para que estuviera a salvo de sus enemigos. Pero mientras permanecía escondido, uno de los da’i que instruían a las gentes en la doctrina de la familia del Profeta fue a Ifriqiya acompañando a unos peregrinos de la tribu de los Kutama a los que conoció en La Meca. —La mención de los Kutama, viejos enemigos de los Zanatas, hizo que el tío de Karim murmurase con desaprobación—. Antes había averiguado por medio de sus conversaciones con ellos que allí las condiciones eran favorables para preparar el regreso del Mahdi.

—Y es cierto que lo eran.

—El proceso fue largo y difícil, en realidad. Este da’i del que os hablo, Abu’Abd Allah, Dios le maldiga, tuvo que predicar y luchar durante dieciocho años hasta que al fin los aglabíes huyeron a Egipto y el Mahdi, que para entonces residía en Sijilmasa esperando la hora de su triunfo, pudo tomar posesión de sus dominios y proclamarse califa.

—¿Cómo es posible que hables así de Abu’Abd Allah si trabajó dieciocho años en favor de al-Mahdi? —se pasmó Mahmud.

—Es cierto que Abu’Abd Allah y su hermano trabajaron duramente para que el descendiente de Fátima heredase los estados de los aglabíes —aceptó el misionero—. Y que Dios les recompense por aquellos esfuerzos. Pero después Satán confundió sus mentes y les llenó de arrogancia, a ellos y a algunos líderes de los Kutama, provocando que se rebelaran contra el gobierno del Mahdi. —El asceta tomó aire para pronunciar adecuadamente el verso del Corán—: «Quien se aleje de las enseñanzas del Misericordioso será asociado a Satán, porque tendrá al diablo por aliado. ¡Cuidado!, porque el diablo les apartará del recto camino pero ellos creerán ir en la dirección correcta».

Dihya, aburrida por la discusión, reclamó a las esclavas que se la llevasen a un sitio más tranquilo. Ellas la condujeron a un huerto donde había sembrados árboles frutales, donde se acomodó apoyando la espalda en un tronco.

—Por Dios, prima, antes eras hermosa y tenías el talle tan flexible como una rama de sauce pese a estar encinta. ¿Tanto transforma el parto a una mujer?

Dihya se volvió con brusquedad. Al-Asayy estaba echado en la sombra de un árbol vecino, mordiendo una manzana que había arrancado de la rama.

—Bueno, al menos tus ojos siguen pareciéndose a los de una gacela, alabado sea el Misericordioso.

—¿Qué haces aquí?

—Además de estropear tu talle se diría que el parto también te ha estropeado el carácter —rezongó el poeta—. ¿Qué he de hacer aquí? Visitar a tu hijo, naturalmente. O intentarlo, al menos, porque ese cancerbero con izar que guarda su puerta me ha impedido entrar. Por lo que parece la invitación que me enviasteis era una pura formalidad; nadie esperaba que se me ocurriera venir.

—¿De veras creías que te iban a permitir acercarte a mi hijo llevando esas ropas mugrientas?

—¿Mugrientas? ¡Si hoy me puesto mis mejores ropas!

—Entonces te compadezco.

—Si Karim se hubiera tomado la molestia de recomendarme al emir quizás ahora mi aspecto no te inspiraría compasión.

—Karim está muy ocupado. Ya le hablará al emir en tu favor cuando haya resuelto los asuntos que son más urgentes.

—Más me valdrá resignarme a la indigencia, pues, porque las ocupaciones de Karim no van a hacer sino aumentar.

—¿Qué quieres darme a entender?

Al-Asayy escupió una pepita al suelo y cogió por el rabito el corazón de la manzana para enseñárselo a Dihya.

—Esta manzana la he tenido que conseguir por mi cuenta, pero cuento con que os ocupéis de aliviar la terrible sed que me aqueja. El Profeta recomendaba conceder tres días de hospitalidad a los visitantes; a mí, de momento, tu familia no me ha concedido ni un segundo.

Dihya dio una palmada que hizo que las esclavas se aproximasen.

—Id al pozo a por agua. Yo también tengo sed.

—El agua no me sienta bien, prima, ¿podrían traerme tus esclavas…?

—Agua —le cortó Dihya—. Para los dos.

Al principio al-Asayy miró con asco la copa. Luego cerró el ojo visible, encogió la nariz y se tragó el contenido sin respirar, como si fuera un purgante.

—Tienes una mala opinión de mí, prima —dijo tras devolver la copa vacía a la esclava—. ¿A qué se debe? Poseo elegancia, buena educación, humor dulce y talento. Solo me perjudica el hecho de que mi cara no sea como la luna, que llega a estar llena tras haber estado incompleta, aunque permíteme añadir que esta venda que me afea no impide que mi boca exponga pensamientos refinados.

—No he oído ninguno todavía.

—Ni los oirás mientras te muestres tan huraña conmigo. Un hombre con mi sensibilidad es como un gato: se te acercará si te diriges a él con ternura, pero escapará corriendo si le riñes.

—¿Y a qué esperas para escapar? Nadie te lo impide.

Al-Asayy apartó la vista, alzó la mirada hacia las nubes que cruzaban blandamente el cielo.

—A decir verdad, prima, además de derramar mis bendiciones sobre tu hijo tenía la intención de hablar con el padre de Karim. Sin embargo me han denegado incluso una breve entrevista.

—Él también está ocupado. Está charlando con un misionero.

—¿Un misionero? ¿Prefiere la compañía de un piojoso misionero a la mía? —se ofendió el poeta—. En fin, ya veo que no hace falta gran cosa para que os consideréis ocupados. Demasiado ocupados para recibir a un pariente que ha sido sacudido por el infortunio, pese a que dicen que impío es quien reniega de sus parientes, por remotos que sean. En fin, supongo que fue un acceso de locura el que te hizo venir a verme. Pero puedo ser útil, ¿sabes? Yo vertería en el oído del emir epigramas que fueran como dardos dirigidos al corazón de vuestros rivales. Mis sátiras harían tambalearse la posición que ocupa al-Miknasí en Badajoz; yo conseguiría que el emir le aborreciera. Aunque, ¿cómo voy a hacerlo desde el cuchitril en el que vivo? Tendría que residir en el palacio y pasar largas horas junto al emir para lograrlo.

—Me temo que mi marido confía más en el acero que en las palabras.

—Es un error —dijo al-Asayy—. Un error. A veces las palabras son como el veneno, que no mata a los áspides que lo llevan pero sí a las personas a las que muerden.

—Hablaré con Karim.

—Es lo mismo que me prometiste durante tu visita.

—¿Y qué quieres que haga? Tengo un marido al que satisfacer, un hijo al que cuidar y una suegra a la que contentar. Deberías estar agradecido porque te dedique estos instantes.

—Tal y como lo planteas, parece que nuestra conversación es una limosna que me entregas. —Al-Asayy se lamió el jugo de la manzana de la palma de la mano—. Olvídalo. No pierdas el tiempo hablando con Karim. Si ya ignoró mi ruego cuando sus preocupaciones eran menores, ¿qué esperanza hay de que me preste atención en las presentes circunstancias?

—Es la segunda vez que mencionas que han aumentado las ocupaciones de mi esposo —protestó Dihya—. ¿A qué te refieres?

Al-Asayy puso cara de sorpresa.

—Por Dios, querida prima, ni que hubieras pasado las últimas semanas encerrada y sin hablar con nadie.

—Es exactamente lo que ha sucedido. Llevo tumbada en la cama, recuperándome, desde el día en que di a luz a Firqan.

—Lo siento. Ojalá lo hubiera sabido, te habría enviado… Oh, no habría podido enviarte nada. Únicamente mis buenos deseos. De todas formas ya te has levantado de la cama. ¿No has notado ningún cambio?

—Desde luego. He visto en la finca a varias personas a las que no conozco, la mayoría trabajando para reforzar la tapia.

—Asilados. Tu Karim, tan generoso como siempre, les ha acogido a cambio de que trabajen en la ampliación del muro. Aunque, si te interesases por conocer mi opinión, te diría que es dinero y sudor malgastados. El muro podría ser el doble de alto y el doble de grueso de lo que es en la actualidad y seguiría siendo inservible. Carecéis de hombres suficientes para defenderlo como es debido.

—¿Defenderlo? ¿De quién?

En vez de responder al-Asayy se levantó del suelo sacudiéndose la tierra adherida al manto.

—Acompáñame, prima. Voy a enseñarte algo.

Dihya se incorporó con dificultad. Sentía las piernas más firmes que antes, pero seguía necesitando el apoyo constante de una de las esclavas, como un bastón que caminase con ella.

Dentro de la hacienda había dos altozanos. Uno de ellos estaba ocupado por la vivienda principal, orientada al mediodía. En el segundo altozano, pequeño y de superficie irregular, se plantaron árboles frutales para proteger del viento a la heredad. Al-Asayy la guio a esta otra elevación. Se plantó entre dos árboles y señaló más allá de la tapia Las vistas eran excelentes; Dihya había escuchado a Karim comentar que sería bueno instalar en el altozano un puesto de observación para vigilar los alrededores.

—Fíjate.

En un principio los ojos de Dihya se dirigieron a Badajoz y al río y el arroyo que confluían en el noroeste, los dos fosos naturales que rodeaban la ciudad. Después observó que en el camino había más actividad que de costumbre. Gente a pie, carros atestados de utensilios, distinguidos por el aire desolado que da la miseria. Y en el sentido contrario partidas de caballeros armados que se marchaban de la ciudad, haciendo retemblar el estrecho puente sobre el Guadiana. Vio los estandartes que palpitaban encima de los jinetes, oyó los tambores que los despedían o convocaban a nuevos soldados, redoblando dentro de las murallas, y le entró miedo. ¿Dónde estaba Karim?

—¿Por qué tanta agitación? —preguntó asustada—. ¿Qué sucede?

—Sucede que el califa se ha puesto en marcha. Los espías cuentan que el ejército que ha partido de Córdoba es más oscuro y espeso, más ancho que una nube de tormenta. Si esto es verdad, tendremos que rogar a Dios que nos libre de su cólera, o de lo contrario concluirá en este mundo el tiempo de los Banu Marwan.

Dihya comprendió que aquellas gentes a pie iban a buscar refugio en la ciudad. Eran como ellos, o como ellos habían sido, aunque sin el alivio de las espadas para facilitar su admisión en Badajoz.

—Mientras tanto —continuó al-Asayy—, el general Ibn Ilyas está preparando la llegada del califa hostigando a los campesinos de modo que no puedan resistir y tengan que dejar sus tierras. Allí los tienes, cientos y cientos, pidiendo que se los reciba, pero el emir ya ha dado instrucciones de que no se acepte a nadie, excepto a los que puedan comprar su entrada en Badajoz con riquezas o influencias.

La fila era ya larga y se alargaba sin cesar. Los fugitivos suspiraban por ponerse a la sombra de las murallas, creyendo que dentro estarían a salvo. Sin embargo la puerta estaba cerrada para ellos. Solo se permitía pasar a las personas que podían acreditar ser ciudadanos de Badajoz, a los carros cargados de provisiones y a los pequeños rebaños que eran conducidos hacia la urbe.

—¿Y Karim? ¿Te han dicho dónde está?

—¿A mí? No, prima. Y si preguntara no me responderían. Imagino que habrá salido a luchar contra los destacamentos de Ibn Ilyas. El emir ha ofrecido una recompensa por cada cabeza de soldado omeyí que se le entregue y hay muchos que aspiran a hacerse ricos con ese macabro comercio.

La idea de que en aquel preciso instante Karim estuviera exponiendo su vida en algún lugar provocó que las fuerzas abandonaran el cuerpo de Dihya como un pájaro cautivo cuya jaula queda abierta por un descuido. Al verla desfallecer, las esclavas la trasladaron con rapidez a su cuarto. Ni siquiera se despidió de al-Asayy, que se quedó con la palabra en la boca, sorprendido por el desmayo de su prima. Necesitaba dormir. Descansar.

La acostaron. Pero no estuvo dormida mucho tiempo. Una pesadilla hizo que despertase sobresaltada, y al tratar de recordar lo que había soñado apenas pudo recuperar la imagen de una infinidad de banderas cubriendo los caminos, anegando los valles mientras avanzaban.

Banderas blancas, como las de los Omeyas.