5

La buena hija

Repicaban las campanas de la basílica de san Zoilo acallando todos los demás sonidos en el suburbio de los tiraceros. Como palomas inquietas, los ecos de las campanadas volaban de tapia en tapia, de pared en pared, provocando en los artesanos una breve aprensión que los hacía interrumpir sus labores. Miraban la calle, se miraban entre ellos, asomando la cabeza desde sus talleres. Parecían esperar un acontecimiento extraordinario, una alteración que extraviase el orden establecido, pero puesto que nunca sucedía nada, y la vida continuaba fluyendo sin pausa, enseguida retomaban su tarea.

Álvaro también se detuvo mientras sonaban las campanas de san Zoilo. Luego, cuando cesó su tañido, reanudó aquella forma de caminar tan característica en él, con pasos cortos y medidos, propios de alguien que había crecido pisando los suelos empinados y traicioneros de las montañas y aún se sentía fuera de su elemento en el llano. La calle estaba vaciándose. Se acercaba la hora en la que los artesanos darían por concluida la jornada cerrando los pequeños portales en los que trabajaban a la vista de los viandantes. Álvaro se fijó en ellos, impacientes ya por ir a descansar, y su distracción le hizo tropezar con un personaje bien vestido que le cubrió de injurias. Tras apartarse descubrió con un escalofrío que se trataba del censor, la persona que ejercía las funciones judiciales entre los cristianos de Córdoba. Se fue rápidamente, murmurando disculpas, preocupado porque el hombre insistiera en perforarle con la mirada. Entonces olisqueó la manga de su blanca túnica con expresión de asco y Álvaro recuperó la calma. El censor no le observaba con reprobación por haber reconocido a un antiguo secuaz de Ibn Hafsun; era su olor lo que le había irritado. Álvaro venía de visitar las tenerías situadas a orillas del río, donde admiró los cueros de vivos colores puestos a secar sobre la calle mayor. Sin querer se le había pegado a la piel y a las ropas la exhalación apestosa del cuero macerado.

Álvaro continuó hacia adelante, esquivando a un número decreciente de peatones que también regresaban a sus hogares. Los barrios orientales estaban menos atestados que la medina dentro de la muralla pero compensaban su menor densidad de población con una extensión aparentemente ilimitada. Córdoba se expandía hacia el este, el oeste y el norte como una infección incontrolable, prolongándose en almunias y fincas de recreo, empeñada en no acabarse nunca. Allí, en el corazón de uno de sus arrabales extramuros, la ciudad parecía mucho menos difícil de abarcar. Sin embargo Álvaro se la imaginaba desde uno cualquiera de los minaretes y campanarios que alteraban la parda monotonía de su contorno; una suma de ciudades posibles, la romana, la visigoda, la mahometana, ninguna de ellas completamente olvidada, ninguna de ellas completamente triunfante, entrecruzadas, unidas, y junto a ellas, como semillas de otras ciudades que quizá algún día llegasen a germinar, el barrio de los judíos, el de los mozárabes, el de los muladíes, incluso el barrio prohibido de los leprosos, a los que todo les estaba proscrito.

A medida que Álvaro se internaba en las áreas residenciales la anchura de las calles disminuía, aunque sin alcanzar las estrecheces de la medina. Esta era una parte de la capital más moderna, más transitable. Tampoco se observaba allí aquel esfuerzo de los habitantes por encerrarse en cascarones herméticos. Dentro de las murallas las calles se convertían en callejones, los callejones en adarves; Córdoba se enrocaba sobre sí misma. Solamente en el exterior, librada de la presión de los muros, se atrevía a mostrarse, a permitir que la luz y el aire la penetraran.

De todas formas, el callejón en el que vivía Félix habría podido encajar en la medina sin causar sorpresa alguna. Tenía incluso una puerta en el extremo que se cerraba por la noche. Álvaro llamó a la aldaba y uno de los hijos de Félix vino a franquearle el acceso a la vivienda. El zaguán era sombra y quietud. Tras él un patio minúsculo, un pozo, la pila de lavar, los batientes que ocultaban el retrete cortejado por las moscas. Varias habitaciones se abrían al patio. Leocricia estaba en la cocina haciendo la cena; escuchaba sus pies descalzos frotando el suelo de tierra. El niño que le había abierto la puerta se incorporó rápidamente a los juegos de sus hermanos. Álvaro sacó agua del pozo para asearse. En la habitación mejor iluminada, rodeado de sedas e hilos, Félix completaba un encargo que había sacado a escondidas del taller califal en el que trabajaba.

—¿Has vuelto a ir al prado? —le preguntó sin apartar la vista del tiraz que estaba rematando.

—No. Hoy he ido a ver las curtidurías.

—Menudo sitio has escogido —rezongó Félix—. En ocasiones el viento nos trae aquí su pestilencia y ese día no soy capaz de probar bocado sin que me entren ganas de vomitar.

—He comprado una funda nueva para mi cuchillo. —Álvaro la sacó de debajo de su camisa para que Félix pudiera examinarla—. La anterior se caía a pedazos.

—¿Cuánto te costó?

—Seis dírhams.

—Te han engañado. —Félix hizo una mueca—. En fin, supongo que es preferible a que vayas una y otra vez a visitar los postes.

—¿Y qué te parece el hecho de no ir nunca?

—Yo no tengo tiempo de ir. —Félix señaló las sedas extendidas por el suelo, esperando a que las bordase—. Ni tampoco siento deseos de hacerlo, para ser sincero. ¿Qué conseguiría? Apenarme, en el mejor de los casos. Y en el peor, enfurecerme. Y ninguna de las dos cosas me conviene. Yo no soy como tú. Estoy contento de haber servido a Samuel, pero mi vida ha cambiado por completo en estos años.

«No sé si tendría que censurarte o considerarte afortunado —pensó Álvaro—. Yo soy incapaz de olvidar, incapaz de encaminarme por una senda nueva, como si mi vida se hubiera detenido el día que me forzaron a abandonar la causa de los hafsuníes».

Observó el trabajo de su compañero de armas. Resultaba asombroso que las manos de Félix, acostumbradas desde la infancia a manejar lanzas y espadas, tuvieran la habilidad de tratar con aquella delicadeza los hilos de oro que adornaban el tejido.

—¿De qué te extrañas? —preguntó Félix tras adivinar los pensamientos del amigo—. Solías decir que yo tenía manos de mujer.

—Solo era una broma.

—Aunque fuese broma, la verdad es que no andabas desencaminado. Tú también podrías aprender el oficio, si quisieras.

—Tú sabes cuál es mi oficio.

—Pues en esta ciudad no podrás practicarlo, salvo que pidas un puesto en la policía o en la guardia personal del califa.

—¿Crees que iban a aceptarme después de conocer mi pasado? —argumentó Álvaro.

—Tu pasado solamente es importante porque tú te empeñas en darle importancia. El califa vive rodeado de antiguos enemigos. ¿Cuántos militares de su ejército fueron antes rebeldes? Te lo diré: muchos. Incluyendo a alguno que tú conoces bien. Lo único que hicieron fue someterse y pedir el perdón del califa.

—Yo no necesito ser perdonado.

—Ese orgullo que tienes es un ancla que te traba —se lamentó Félix—. Harías bien en desprenderte de ella.

—Los barcos sin ancla se pierden en el mar —repuso Álvaro—. Y yo no quiero perderme.

«En realidad hace mucho tiempo que estoy perdido —pensó—. Solo ahora, después de haber visitado Bobastro, comienzo a sentir que mi vida vuelve a tener una razón de ser».

—Como quieras —dijo Félix—. Pero te lo advierto: Si continúas yendo al prado un día detrás de otro acabarás por llamar la atención.

—Hace poco me crucé con el censor. Me llevé un susto de muerte.

—¿Ese? No le tengas miedo. En lugar de investigar los crímenes y las denuncias entre cristianos, como es su obligación, se dedica a vigilar que paguemos nuestras capitaciones a tiempo. Lo demás le trae sin cuidado.

Leocricia se cruzó un instante en el umbral de la puerta. La cena estaba preparada. Félix terminó de coser y luego recogió con cuidado el hilo de oro y las piezas de seda, guardando con especial mimo una que procedía de Iraq.

—¿Para quién es el traje?

—Este es para el caballerizo de las yeguadas reales. Y el de allí es para el barbero del califa, un eunuco. Tengo varios encargos de gente notable, gracias a Dios.

La pueril satisfacción de Félix por tener clientes bien situados le resultó chocante a su amigo. En los días de Bobastro se jactaba de haber atravesado con la lanza a un favorito de Abd al-Rahman III que cometió la imprudencia de separarse de su escolta en el fragor de la batalla. Y de pronto ahí estaba, encantado de alimentar la vanidad de otros favoritos igual de despreciables que aquel al que mató.

«Realmente has cambiado, amigo mío —pensó Álvaro—. No te pareces al que eras más de lo que la mariposa se parece al gusano que fue».

Cenaron en silencio. En una mesa baja en la que comían apiñados. Pan y vino, y una sopa de hierbas y levadura servida en escudillas de loza. Leocricia no abría la boca, pero sus miradas de soslayo eran suficientemente explícitas: estaba harta del invitado que no se iba nunca.

Después de cenar Álvaro y Félix salieron al patio a contemplar las estrellas. Félix llevaba en la mano un puñado de pasas que consumía despacio, una por una, como si quisiera impedir que se le acabasen.

—¿Has averiguado lo que te pedí?

Félix meneó tristemente la cabeza.

—No sigas por ese camino.

—Tengo que hacerlo.

—¿Por qué tanta testarudez? ¿Ya te has olvidado de lo que sucedió cuando insististe en hacer algo que no tenía sentido?

—Hice lo que Samuel habría querido que hiciera.

—¿Estás seguro? Fíjate en las consecuencias: Bobastro está en ruinas y los hijos de Ibn Hafsun que continúan con vida son rehenes a merced de los caprichos del califa. Por no ensuciarte con una pequeña traición acabaste siendo cómplice de la mayor traición de todas. ¿Crees que los huesos de Samuel colgarían hoy de un poste si tú le hubieras sucedido? Permitiste que unos necios administrasen su herencia y ya has visto el resultado. No queda nada de lo que él edificó.

«Cállate —quiso decir Álvaro—. No me lo recuerdes más».

Dos de los hijos de Félix se habían acercado atraídos por la discusión entre los adultos. Su padre les amenazó con castigarles para que se marcharan.

—Vive con otras doncellas en el convento de santa Eulalia —murmuró de repente Félix—. Está allí desde que salió de Bobastro.

—¿Has ido a visitarla?

—Conozco a una mujer que finge estar interesada en entregarse al servicio divino para ir a los conventos a vender baratijas. Ella es la que me ha dado la información.

—¿Dónde se encuentra el convento?

Félix le dio unas indicaciones rápidas, pero se sorprendió mucho al descubrir que Álvaro tenía la intención de ir enseguida.

—Ya es de noche.

—Si voy de día me verán. Preferiría que nuestro encuentro sea secreto, por su bien y por el mío.

—Las calles de Córdoba son peligrosas por la noche. Además, el convento estará cerrado.

—Más razones tienen los ladrones para temerme a mí que yo a ellos. —Álvaro se palmeó el cuchillo oculto debajo del caftán—. En cuanto al convento, ¿es muy alta la tapia?

—No, no demasiado. —Félix escupió una pasa en mal estado y luego continuó—: La mujer que me dio la información mencionó también a una tal Emilia, una esclava cristianizada que vino con ella de Bobastro. Sospecho que es la Emilia que tú y yo conocemos.

—Sobre todo la conociste tú.

—Calla —siseó Félix—. Que no te oiga Leocricia.

Salieron de la casa con la excusa de cerrar el pasadizo exterior. Álvaro dio un paso fuera mientras Félix se quedaba atrás para echar el cerrojo que clausuraba el adarve.

—Hoy tendrás que dormir al raso —le avisó Félix—. Este cerrojo no se vuelve a descorrer hasta que amanece.

—Tranquilo. Estoy acostumbrado a dormir en cualquier sitio.

Álvaro se despidió con un gesto. Pronto escuchó el chirrido del cerrojo que le encerraba en el exterior y, como si esa fuera la señal que esperaba, comenzó a andar con paso rápido, adentrándose en la oscuridad y el silencio.

Aquel era el reverso de Córdoba; la ciudad taciturna, recóndita, despoblada y confusa. Los pasadizos estaban cerrados, de las casas no escapaba ni un destello efímero de luz. Solamente los pasos de los guardianes y las riñas de los gatos reanimaban unas calles tan solitarias que parecía que la ciudad hubiese sido abandonada repentinamente por sus habitantes.

Se perdió varias veces vagando por las desiertas regiones de la Córdoba nocturna y al fin llegó a la Puerta del Osario, o de los Judíos, que enlazaba la medina con la hermosa finca de recreo de Ar-Rusafa. El convento se encontraba en las proximidades de la puerta; una construcción rectangular, sobria, sobresaliendo por su tamaño y su caduca apariencia entre las construcciones más recientes que la rodeaban. Álvaro se detuvo a orinar contra un árbol. Después, con la vejiga aliviada, fue a tocar el muro, a acariciarlo igual que un enamorado tratando de seducir a una muchacha reticente. Sintió en la punta de los dedos el tacto terroso de la arcilla mezclada con paja, la suavidad de las esquirlas de roca que daban mayor consistencia a la fábrica. Entonces se sujetó a una esquirla que sobresalía más que sus compañeras y tomó impulso. Era verdad que la tapia no tenía una gran altura. Al cabo de un instante ya estaba en cuclillas sobre la coronación del muro, enfrente de la luna, blanca y enflaquecida, que descollaba en el firmamento como una concha depositada por la marea.

Desde el muro contempló el jardín descuidado, el tejado podrido, pidiendo unas reparaciones que no llegaban… las señales de la decadencia que afectaba a los templos cristianos por toda Córdoba.

«Samuel habría contenido el declive de nuestra religión —se dijo Álvaro—. Si hubiéramos triunfado, él habría hecho de Bobastro una nueva Roma».

Cogió unos terrones sueltos de tierra que se habían desprendido del remate de la tapia y los arrojó contra el convento. El ruido que producían estos terrones al chocar con las paredes era leve, pero no se atrevía a utilizar proyectiles más pesados. Finalmente unos gruñidos contestaron a uno de sus lanzamientos. Una mujer apareció en el jardín ajustándose a manotazos la pesada falda. Llevaba en alto un candil que alargaba su sombra hasta posarla sobre los azules macizos de lirios en flor.

—Pillastres del demonio —refunfuñaba la mujer—. Ojalá os hagan pasear por la ciudad montados de espaldas en un asno y cubiertos de estiércol.

Se agachó para recoger del suelo unas piedras con las que responder al ataque. Entonces oyó el silbido de Álvaro, y al descubrir al hombre acuclillado encima del muro estuvo a punto de lanzar un grito, evitado en el último momento por la pregunta nerviosa que él le dirigió:

—¿Emilia? ¿Eres tú?

—¿Y tú? ¿Quién eres? —replicó ella con desdén.

—Soy Álvaro de Monterrubio. ¿No te acuerdas de mí?

—¡Ay, Dios! —exclamó Emilia—. ¿Álvaro de Monterrubio, el campeón de Ibn Hafsun? ¡No puede ser! ¡Con los años que han pasado! ¿Pero qué hacéis ahí, encogido como una lechuza? Bajad, bajad deprisa, antes de que alguien os vea.

Álvaro bajó de un salto. Emilia se acercó para comprobar que era él y al cabo se retiró satisfecha. Debía haber cambiado menos que la antigua esclava, mucho más ajada y rolliza que cuando Félix frecuentaba su compañía.

—¿Qué hacéis aquí? —inquirió ella con suspicacia. Miraba hacia atrás a menudo, como temiendo que otra sirvienta pudiera sorprenderles.

—He venido a visitar a tu señora. Es una suerte que hayas salido tú a interesarte por los ruidos.

—Duermo mal desde que nos obligaron a mudarnos a Córdoba; cualquier cosa me alarma y me despierta —explicó Emilia antes de añadir—: No entiendo para qué queréis visitar a la princesa y menos a estas horas. Ella vive aquí encerrada, sin ocuparse de los cuidados del mundo. Supongo que se alegrará de veros, pero no estoy segura. Ya sabéis que desdeña todo lo que no sea oración y ayuno.

—Así ha sido desde que era niña. Sin embargo confío en que le interesará el asunto que pretendo discutir con ella.

—Tal vez, aunque lo dudo. Cada vez es más raro que sienta interés por cuestiones desligadas de la religión. Últimamente, además, le ha entrado la manía del martirio; desde que empezó a recibir cartas de un varón muy piadoso ya no confía en sus propias mortificaciones para obtener la salvación y habla continuamente de morir por su amor a Jesucristo. Os confieso que me tiene muy preocupada.

Emilia le condujo a una puerta escondida. Tras ella un pasillo largo, vacío, envuelto en una oscuridad que desplazaba la luz grasienta del candil. Olía débilmente a mirto en el interior del convento. Las habitaciones estaban cerradas para impedir el paso a los ratones que, no obstante, correteaban buscando huecos por los que colarse en la despensa. Álvaro y Emilia hablaban en susurros, rememorando al alimón los años vividos en Bobastro, que ambos añoraban terriblemente. Cuando alcanzaron la escalera de la celda de Argentea, la sirvienta pidió a Álvaro que esperase abajo.

—Voy a despertarla. En cuanto esté despejada os avisaré.

Subió tras oír la señal. Los escalones se encontraban en mal estado. Cada paso hacía que los escalones rechinaran y se combasen, haciéndole temer que su peso, superior al de las mujeres que los utilizaban habitualmente, terminara de quebrarlos.

La celda era tan sencilla como las restantes instalaciones del cenobio. Paredes desnudas, el estrecho ventanuco, un ovillo de lana y cartas encima de la mesa montada sobre unos caballetes. La palpitante llama de la única lámpara encendida emitía una pringosa fetidez junto con un poco de luz. Álvaro miró la cama. Nadie. Giró la cabeza. En la silla, inmóvil como una talla de madera, estaba sentada Argentea, llevando un hábito de lana basta y el crucifijo de marfil que le había regalado Ibn Hafsun.

—Mi señora —dijo arrodillándose.

—Tú eras uno de los capitanes de mi padre —musitó ella con los ojos entrecerrados.

—Álvaro de Monterrubio, señora. En varias ocasiones vuestro padre me hizo el honor de permitirme pelear a su lado.

—Lo sé. La clausura nunca ha sido impedimento para que me entere de lo que sucede en el mundo.

Álvaro trataba de disimular su extrañeza. Cuando Ibn Hafsun aún estaba vivo ella tenía la costumbre de asomarse a una de las ventanas de la gran casa, recibiendo con una sonrisa al padre que regresaba de una de sus campañas. Pero al acercarse el resto de la tropa volvía al interior del palacio igual que un cervatillo asustado, labrando en la mente de los soldados la impresión de un rostro pálido, juvenil, exultante de felicidad. Tras la muerte de Ibn Hafsun se había retirado al principal convento de Bobastro y Álvaro dejó de verla, incluso de aquella forma fugaz. No estaba preparado para encontrársela tal como era entonces, flaca, demacrada, consumida por largos años de austeridad y reclusión.

«El tiempo ha sido el peor, el más cruel de nuestros enemigos —pensó—. Félix camina encorvado, Emilia ha perdido su áspera belleza de antaño y a mí me da miedo mirarme en los espejos porque ya no reconozco al hombre que me devuelve la mirada. Hasta Argentea, que era el emblema viviente de la juventud, parece esta noche una mensajera de la muerte».

—Me pregunto si estáis enterada del trato que han recibido los restos de vuestro padre, señora.

—Me lo han dicho —respondió ella con los labios tensos.

—Yo estuve allí. Fue una farsa lamentable.

—Lamentable tenía que ser —repuso Argentea—, porque lamentables eran las intenciones que la inspiraron. El tirano no podía conformarse con inflamar su ira contra las obras de mi padre y abatir todas las cosas que él creó. Se ha arrogado el derecho de juzgarle después de muerto, aunque solamente el Señor puede juzgar a los que reposan en la tierra.

—Ello se debe a su arrogancia.

—No. No es arrogancia. Es rencor. Mi padre desafió mil veces al tirano que nos oprime y a sus antepasados Omeyas antes que a él, y ninguno fue capaz de vencerle. Pidió la amnistía cuando se sentía viejo y cansado, de lo contrario habría vuelto a rebelarse. Así que el rey de los caldeos decidió vengar la afrenta de la única manera posible. Que se ufane si lo desea. Igualmente tendrá que rendir cuentas al Señor por sus actos.

—Pues yo tengo entendido que fueron unos alfaquíes los que le instigaron —intervino Emilia.

—¿Alfaquíes?

—Son como perros rabiosos que no se cansan de ladrar —señaló Argentea con desprecio—. Presumen de su linaje y de su ciencia, llegan incluso al extremo de considerarse hombres santos, pero cuando les apetece dirigen a las masas para cometer pillajes y crímenes en los barrios de los cristianos, a fin de amedrentarlos y que caigan en la apostasía.

—Sea quien sea el culpable de esa infamia —dijo Álvaro—, Hafs tendría que haber intervenido para impedirla.

—¿El cobarde de Hafs? —resopló Emilia—. Obtuvo el perdón para sí y para sus hijos. Lo demás no le importa.

—Emilia tiene razón. Mi hermano Hafs eligió la vergüenza de rendirse antes que la gloria de perecer con sus leales en Bobastro. Me da igual si aún respira o entrega el aliento; para mí murió el mismo día en el que entregó la fortaleza. —Argentea hablaba con dureza pero sin ira, como si hablase de una familia que ya no era la suya.

—Me han dicho que vuestro otro hermano, Abd al-Rahman, reside también en Córdoba.

—Es copista en un taller, pero no esperéis de él más de lo que cabe esperar de Hafs. Tiene una letra tan hermosa como corto es su entendimiento. —La hija de Ibn Hafsun apartó la mirada mientras lanzaba un suspiro—. Aunque supongo que no nos habéis despertado en mitad de la noche para discutir acerca del carácter de mis hermanos.

—No, señora.

—Álvaro de Monterrubio… —Estiró el nombre como si fuera un bálsamo con el que refrescaba su memoria—. Me acuerdo de cuando Sulayman te expulsó de Bobastro. Te acusaba de traidor. —Los labios de Argentea se curvaron insinuando una sonrisa—. No hace falta que te defiendas. Sé que mi hermano acusaba de traidor a cualquiera que le contradijese; tomó esa mala costumbre de Yafar. Tú fuiste uno de los capitanes más fieles que tuvo mi padre, le oí comentarlo a menudo, de modo que estoy segura de que es un buen propósito el que os guía aquí.

Álvaro asintió.

—Tiene que ver con vuestro padre, señora. El tratamiento que ha recibido su cadáver es una vergüenza que debe ser reparada. No podemos consentir que sus restos sirvan de recreo para unos cuantos miserables.

—Aquellos que se recrean recibirán su castigo. Si el Señor atiende mis oraciones, hasta el último de ellos será entregado al abismo de los infiernos.

—La solución en la que yo había pensado es un poco más… terrenal.

Argentea frunció el ceño. También Emilia se inclinó hacia adelante, sorprendida.

—¿A qué solución os referís?

—Me refiero a dar a vuestro padre una honrosa sepultura —explicó Álvaro—. Si recuperásemos su cuerpo se le podría enterrar dignamente, esta vez para siempre.

—¿Recuperarlo? —graznó la sirvienta—. ¿Y cómo? El rey no va devolvérnoslo de buen grado.

—No pienso pedirle que me lo devuelva.

—Lo que proponéis es robar el cuerpo, pues —dijo Argentea.

—Permitidme corregiros, señora, porque en realidad el robo es el que ha cometido el califa tomando algo que no le pertenece. Nosotros simplemente recuperaríamos lo que os pertenece por derecho.

—Igual que los cristianos recuperaban del río los cuerpos de los mártires condenados por los cadíes —comentó la hija de Ibn Hafsun con voz enfebrecida por la emoción—. Sí, sería magnífico burlar así los designios del tirano. Pero tendrás que hacerlo solo o en compañía de otros porque yo no puedo ayudaros y mis únicas aliadas en Córdoba son las vírgenes que me acompañan en este convento.

—Descuidad, señora. Ya buscaré yo los medios para retirar el cuerpo de donde hoy está. Lo único que os solicito es vuestro permiso para enterrarlo aquí, en este santuario, donde estará a salvo de nuevos expolios.

Las dos mujeres se quedaron calladas, mirándose, y Álvaro sintió que el silencio le aplastaba. Era un silencio compuesto de deseos reprimidos, de abandono, de soledad. Aquel silencio le habló a Álvaro de una espera interminable; pero en lugar de acabar en gozosa consumación todo parecía indicar que la espera concluiría en desengaño y un silencio aún más profundo.

Por un instante dudó de su decisión. Tal vez lo adecuado sería llevar a Samuel a un lugar en el que hubiera alegría y no renuncia. Él era un hombre alegre, carnal, se había casado con una esclava que arrebató sin pensárselo dos veces a su dueño anterior. Tal vez no fuese feliz descansando en aquella sombra. Sin embargo era demasiado tarde para cambiar de idea. Ya había contado sus intenciones a Argentea y ella estaba meditando la propuesta.

—¿Por qué no? —dijo la mujer al concluir sus reflexiones—. Podríamos enterrarlo cerca de las sepulturas de Pomposa y Columba. —Bajó la voz para dirigirse a Álvaro a pesar de que nadie, excepto los ratones que a falta de un alimento mejor roían el yeso de las paredes, tenía la oportunidad de escucharles—. Esas dos santas están enterradas aquí, ¿lo sabías? Después de que fuesen martirizadas por proclamar públicamente su fe, los caldeos expusieron sus cuerpos para que fuesen devorados por los perros, pero los cristianos de Córdoba consiguieron rescatarlas y que recibieran honras fúnebres. Lo mismo habría que hacer con mi pobre padre, si bien a él tendremos que sepultarlo a cierta distancia, porque sería inapropiado juntar su tumba con las de Pomposa y Columba, que le superaron sobradamente en santidad.

—¿Estáis segura de lo que decís, mi señora? —gimió Emilia. Las palabras salían racheadas, interrumpidas por el miedo—. ¿Y si nos descubren? ¿Qué nos ocurrirá?

—Yo tendré cuidado para que nadie nos descubra —aseguró Álvaro.

—Si nos descubren nos castigarán con dureza, por supuesto —dijo Argentea como si no le hubiera oído—. Es imposible que suceda otra cosa. A mí esto no me causa temor. Estoy preparada para recibir la corona del martirio. Si por mis actos o mis creencias se me presentara una muerte violenta, de grado la aceptaré tranquila y no apartaré mi cuello de sus azares. En cuanto a ti, mi fiel Emilia, te autorizo a huir si averiguases que pretenden llevarnos al juez. El martirio es una elección, no una obligación, y tú debes obrar conforme a tu conciencia.

«El valor de Samuel no se transmitió únicamente a sus hijos varones —pensó Álvaro—. Si Argentea hubiera nacido hombre, el califa aún tendría que temer por la integridad de su reino».

La hija de Ibn Hafsun se reclinó satisfecha en la silla. Argentea vestía su religiosidad como un guerrero viste su coraza. Igual que sus hermanos habían empuñado la espada, ella utilizaba su fe como un arma con la que, sin duda, confiaba en golpear algún día al califa.

—Entonces está decidido —concluyó—. Traeréis en secreto los restos de mi padre a este santuario y nosotras nos encargaremos de determinar la forma más conveniente de ocultarlo y enterrarlo.

—Os lo agradezco, señora.

—No, soy yo la que te está agradecida. Es de mi padre de quien estamos hablando.

—Vuestro padre y mi señor. Él me dio tierras y me ennobleció, pese a que mi linaje era modesto.

«Menos que modesto, en realidad, pero, ¿para qué recordárselo?».

—Estoy convencida de que te ganaste todo lo que él te dio.

—Luché esforzadamente defendiendo la causa de Samuel, es cierto. —Álvaro se levantó para irse—. Cuando llegue el momento os enviaré una nota a través de un mensajero, para que podáis prepararos con antelación.

—Envíala en latín, que es un idioma que hoy en día ignoran incluso los cristianos temerosos de Dios. Así será más difícil que entiendan el contenido si cae en malas manos.

—Lo haré como decís —contestó Álvaro, sin mencionar que él mismo necesitaría buscar un escribiente que trasladara sus palabras al latín.

Emilia aceptó llevarlo de vuelta al jardín. De nuevo crujieron las tablas de la empinada escalera, de nuevo los pasillos polvorientos, la luz amarilla del candil descorriendo las tinieblas, un poco más vacilante todavía, porque la mano de la sirvienta temblaba con violencia.

—No correréis ningún peligro, te lo aseguro —dijo Álvaro para templar su ánimo.

—Corremos peligro desde que vivimos en Córdoba —repuso Emilia—. ¿Por qué crees que nos obligaron a venir? Para tenernos bien vigiladas, por eso.

—Seré cuidadoso.

—No basta con ser cuidadoso. Las calles están llenas de espías y delatores. Yo apenas me atrevo a dejar la protección de estos muros y la princesa no sale nunca. —Emilia frunció el ceño—. En vez de permitirte pasar tendría que haberte pedido que te marchases inmediatamente.

—¿Por qué?

—La princesa vive angustiada por su propia salvación. Continuamente se inventa tentaciones, la pobrecilla, que solo sabe del mundo lo que lee en las cartas. Ya tiene la cabeza bastante revuelta para que vengas a ofrecerle una oportunidad de ganar el martirio.

—No es esa mi intención. Pretendo mantener a Argentea a salvo de todo daño. Si alguien sale perjudicado seré yo y nadie más que yo.

Emilia sonrió irónica.

—¿De quién aprendiste a ser tan noble? Tu padre era un bandido sin escrúpulos y los demás capitanes eran unos advenedizos codiciosos. Hasta Ibn Hafsun, que Dios le perdone, estaba muy lejos de ser un santo varón. Félix te apreciaba mucho, pero solía quejarse de tu carácter. «Es demasiado íntegro», me contaba. «Antes nos conduciría a la ruina que cometer una deslealtad».

«¿De quién aprendí? De nadie —pensó Álvaro—. Aprendí yo solo, con la colaboración involuntaria de mi padre y mi hermano, que me enseñaron qué era lo que yo no quería ser».

—Por cierto, ¿has vuelto a ver a Félix?

—Vivo en su casa.

—¿De veras? —Una chispa relumbró en los ojos de Emilia—. ¿Y cómo se encuentra?

—Ha cambiado —contestó Álvaro—. Como todos.

«Se ha vuelto blando y encorvado. Es mejor que conserves la imagen del hombre que amaste».

—Sí. —Al salir al jardín Emilia cubrió la llama del candil—. Todos hemos cambiado.

La sirvienta trajo un taburete que puso al pie de la tapia. Álvaro se subió encima y tomó impulso. En un instante estaba en el otro lado, en el lado de la ciudad, peligrosa y llena de vida. Emilia continuó de pie entre los lirios, aguardando quizás a que Álvaro le hiciese una última recomendación, y luego recogió el taburete antes de regresar a la asfixiante calma del convento.