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El trago de la mañana

Dentro de las murallas el núcleo urbano se encogía como un molusco oculto en su concha. Una espiral de calles nacidas al pie de la cerca iba envolviendo el cerro, abrazándolo, sujetándolo, igual que una cuerda bien tensa, hasta desembocar, o iniciarse, según el punto de vista de cada cual, en la mezquita congregacional y la ciudadela. A lo largo del ascenso el séquito pasó de largo algunas mezquitas menores, algunos baños, pero fueron los pequeños zocos los que llamaron la atención de Dihya, animados por el bullicio de los tamboriles. No fue menos sorprendente para ella cruzarse con una gran cantidad de mujeres veladas. En el campo era corriente ver a las mujeres sin velo y con el cabello suelto o, todo lo más, con un velo que descubría el rostro. Ella, que iba arreglada como de costumbre, se sentía extranjera entre aquellos muladíes que probablemente la hubieran mirado con un cierto desdén de no ser por la presencia intimidante de Hilal.

El lugarteniente de Karim caminaba en primer lugar, con la mano pegada al pomo de la espada, girando la cabeza como si buscase en la multitud un adversario de su talla. Otros cuatro guerreros bereberes rodeaban a las mujeres a la manera de otras tantas fortalezas que las defendieran. Los habitantes de Badajoz se apartaban con rapidez, acobardados, preguntándose quién era la joven, hermosa pero sobriamente vestida, que iba montada en la mula. ¿Quizá una nueva concubina para al-Yilliqí? Pudiera ser. Al nieto de Ibn Marwan le gustaba incrementar continuamente el número de sus esposas. Pero la muchacha estaba embarazada y era dudoso que el emir aceptase a una mujer en la que crecía la semilla de otro hombre.

—Es aquí, señora —dijo Hilal.

La casa era de un solo piso y estaba en mal estado. La puerta resaltaba en la blanca fachada como un diente cariado y a Dihya le desagradó tanto su apariencia que experimentó el deseo de retirarse sin haber llegado siquiera a saludar a su primo.

«Pero no —se dijo—, no puedo desdecirme ahora. Karim pensará que soy una caprichosa si renuncio a conocer a Asbag, tras haber insistido tantas veces para que me permitiera visitarle».

Hilal entró primero. Unos minutos después volvió a salir y encargó a uno de sus compañeros que ayudase a Dihya a bajar de la mula. Al acceder al interior se confirmaron sus temores: el estrecho corredor olía a humedad, a orines de gato; a una larga sucesión de vidas fracasadas.

El patio, compartido por varias viviendas, era tan oscuro que Dihya juzgó imposible que pudiera proporcionar luz y aire a la habitación de su primo. Junto a la puerta de entrada había una ventanita tapada por una estropeada celosía de yeso y reparó en unos ojos ávidos que la espiaban desde detrás de la celosía. Enseguida salió un hombre exhibiendo una sonrisa obsequiosa. El cordón que le ajustaba los calzones al talle estaba demasiado suelto, de modo que cuando se inclinaba tuvo que sujetárselos con rapidez para evitar que se le cayeran.

—Vuestro primo Asbag se encuentra en la habitación, señora —dijo—. Está ligeramente indispuesto, por eso no ha salido a recibiros.

Hilal hizo una mueca que Dihya trató inútilmente de interpretar. Luego el desconocido la invitó a entrar en el cuarto. Se veía tan minúsculo que pidió a sus esclavas que esperasen fuera, para no abarrotarlo.

«Alabado sea el Todopoderoso —pensó ella—, siendo el patio tan oscuro, ¿cómo será la habitación?».

La respuesta era la que imaginaba. En el interior de la vivienda no parecía que fuese de día. Una pesada sombra desfiguraba el sucinto mobiliario y los objetos domésticos, las siluetas de Dihya y Hilal al ingresar en la pieza. El dueño encendió un candil de aceite y el ascua de luz resultante desmenuzó aquella sombra en otras más reducidas, más volubles, que vagaban por las paredes como yinn que acabaran de despertarse de un largo sueño.

Dihya dedujo que el hombre tumbado en la estera era su primo Asbag. Roncaba pesadamente, alargando la mano como para coger algo que estaba fuera de su alcance. Cuando se revolvió ella pudo apreciar que tenía la mitad de la cara cubierta por un mugriento paño de lino, y se acordó de lo que le había explicado su madre: «Él dice que fue un marido celoso, otros dicen que un burro le dio una coz. Dios lo sabe. Desde entonces tiene media cara arruinada y él se la oculta por coquetería».

—Despierta, Asbag. Unos parientes han venido a visitarte.

No reaccionó. Hilal dio un paso, apoyó la bota en el hombro del durmiente y le zarandeó con tal violencia que al instante estaba en pie, balbuciendo disculpas y alzando los brazos para protegerse.

—Soy yo, Asbag —dijo ella para tranquilizarle—. Dihya bint Hannun. Tu prima.

—¿Cómo? —Se irguió bizqueando—. ¿Dihya? ¿La hija de Hannun? La última vez que te vi eras una niña. Y yo también era un niño, pardiez. Me contaron que te habías casado.

—Es cierto. —Sonrió. El acontecimiento le parecía a la vez muy cercano y muy lejano. Todavía tenía la impresión de que era ayer mismo cuando observaba sin parpadear al astrólogo mientras hacía sus cálculos para fijar la fecha de la unión, temiendo que encontrase en las estrellas una razón para aplazar la boda—. Me casé con Karim el año pasado.

—Tu tío materno, por supuesto. A Hannun nunca se le hubiera ocurrido que te casaras con alguien de nuestra rama, ¿verdad? Por supuesto que no. Nos mirabais por encima del hombro en las fiestas, como a unos mendigos a los que dabais de comer y beber por caridad.

Era cierto, pero a Dihya no le agradó que se lo recordasen de aquella forma tan grosera.

—¿A qué has venido?

—Ya sabrás que nos hemos establecido en Badajoz. Y yo me acordé de que mi madre decía que formabas parte de la corte del emir.

—¿Formar parte yo de la corte del emir? —dijo extrañado Asbag—. ¡Qué más quisiera! En alguna ocasión he participado en sus tertulias. Llegó a entregarme presentes y dádivas cuando los versos que improvisé le gustaron. Pero hay demasiados poetas frecuentando su corte y los que tienen menos talento a la hora de componer versos o calumniar a sus competidores acaban siendo desplazados. O les ocurre como a mí, que nunca he conseguido un puesto fijo junto al emir. De cuando en cuando me llaman, sobre todo para hacerme rabiar burlándose del destrozo que sufrió mi cara. Saben que como son favoritos de al-Yilliqí no me atreveré a contestar a sus insultos. —Suspiró hondo antes de concluir—: Sí, prima, la poesía es una profesión humillante.

—¿Y por qué no cambias de oficio?

—Aún no he perdido la esperanza de alcanzar la gloria. —Asbag mostró los libros y pergaminos que tenía acumulados en un rincón—. Para instruirme dedico las noches a estudiar poesía y escribir versos. Y con buenos resultados, he de decir, porque mis composiciones son cada vez mejores.

—Dios lo quiera, porque bien caras me salen esas noches de estudio —intervino el dueño de la habitación—. No os podéis imaginar, mi señora, la cantidad de aceite que gasta el candil.

—Ya te lo recompensaré, maldita sea. El último panegírico que le he dedicado al emir ha de agradarle por fuerza. Solo tengo que conseguir que me conceda audiencia y verás que recibo por lo menos trescientos dinares.

El poeta se levantó para coger una jarra y llenarse un cubilete. Dihya se fijó en sus burdas ropas de lana, manchadas por el sudor que corría desde sus axilas.

—Discúlpame si me sirvo un poco de vino. He descubierto que es una buena medicina para sanar los perjuicios que él mismo ocasiona.

Dihya le miraba escandalizada. Su primo dejó escapar una risita burlona.

—¿No querrás tú también que te llene un cubilete, prima? Debemos tener uno que esté limpio, no sé dónde.

—Nosotros no bebemos vino —replicó ella—. ¿Te has olvidado de que está prohibido por la tradición?

—Lo que había olvidado es que erais unos puritanos —le corrigió con sorna Asbag—. De todas formas preveo que pronto cambiaréis vuestra actitud respecto al vino. Si Karim pretende hacerse agradable a al-Yilliqí se verá forzado a beberlo, so pena de que le miren con sospecha. El emir pasa sus veladas encerrado con las mujeres para beber y cantar, y espera que sus invitados hagan lo mismo. Un comportamiento diferente le parecería una señal de ingratitud.

Dihya clavó sus ojos en los del lugarteniente de su marido.

—¿Es ese el motivo de que últimamente Karim vuelva tan tarde cuando acude al palacio?

—El poeta tiene razón, señora —admitió Hilal—. Al-Yilliqí está dominado por el vino y se entrega con frecuencia a los placeres del canto y la música.

«De modo que hemos elegido ser los clientes de un libertino —pensó Dihya—. No es la elección que yo hubiera hecho».

—Noto que estás molesta, prima. ¿Por qué? Hay que beber y gozar, al menos debe hacerlo el que puede porque tenga medios para ello. La vida se va, es innegable, y aunque durase mil años no nos parecería larga. Así pues, dichoso al-Yilliqí, que conociendo esta gran verdad vive en consecuencia.

—Por lo que veo tú también lo haces, en la medida de tus posibilidades.

—Ojalá. No, querida prima, si yo bebo es porque el vino aleja las penas y disipa las preocupaciones. Y para calentarme cuando hace frío. Para todas esas cosas sirve el vino. En realidad, si el almuédano gritase desde lo alto del alminar: «Acudid a la copa», en lugar de: «Acudid a la oración», ¡cuánto mejor sería!

Asbag se echó a reír al ver la cara que ponía Dihya. Incluso el hombre con el que compartía la habitación tuvo que taparse la boca para disimular una sonrisa.

—Vayámonos de aquí, señora —dijo Hilal disgustado—. Además de darse a la embriaguez, este hombre es un blasfemo. Suerte tiene de ser pariente vuestro o ya le habría enseñado yo a comportarse.

—No lo hago con malicia —se excusó el primo de Dihya—. Es mi forma de ser. Por otra parte, un poeta no puede permitirse ser aburrido. Es preferible provocar la indignación de las personas que arrancarles un bostezo. Eso es lo único que ningún príncipe está dispuesto a perdonar.

—Tu madre se avergonzaría si supiera en qué clase de hombre te has convertido, Asbag ibn Suhayd —dijo ella con frialdad.

—Probablemente. Sin embargo, ¿qué hombre cumple con las expectativas de sus padres? Solo unos pocos lo consiguen. Tu Karim tal vez sea una de tales excepciones. No lo niego. Yo, en cambio, pertenezco a la mayoría. Pero no quiero que te enfades conmigo, hermosa prima. Si te he ofendido puedo dedicarte un poema que haga que me perdones.

—Al que has ofendido es a Dios, no a mí.

—Entonces le pediré perdón a Él, pues si mis palabras son malas, mi corazón es bueno e incapaz de hacer daño a nadie.

El poeta se acercó más. Se había ajustado la venda de forma que quedase a la vista una minúscula parcela del rostro para sugerir cómo era el resto. Le recordaba a un anciano esclavo de su padre, el cual disimulaba con un trozo de tela el repugnante tumor que le había crecido en la mejilla. Dihya sintió pena por él. En otra época debía de haber sido un hombre apuesto.

—Está bien, Asbag —dijo arrepentida tras su arranque de ira—. Te perdono.

—Asbag —repitió con cuidado su primo—. Es mi nombre, sí, pero hace tanto que dejé de utilizarlo… Ahora me llaman al-Asayy, prima: «El de la cicatriz».

—Yo te llamaré Asbag.

—Llámame como te parezca.

Dihya miró a su alrededor. La sombría zahúrda oprimía sus sentidos como una chupa de lana demasiado angosta o una caja en la que estuviera encerrada. Se dio cuenta de que estaba deseando volver a la heredad y pasear por su alegre arboleda.

—Nos vamos —dijo, dirigiéndose a Hilal. Luego se volvió hacia al-Asayy—: En la hacienda hay sitio suficiente. Podríamos prepararte una habitación para que vivieras allí con nosotros.

—Eres muy amable. Sin embargo me temo que me haríais trabajar o algo peor. Y desde luego me obligarías a alterar mis costumbres. —Para indicar a qué se refería se sirvió una nueva medida de vino—. Siempre he considerado que los tragos de la mañana son los mejores, los que mejor saben. —Tras apurar el cubilete al-Asayy se limpió los labios con el dorso de la mano—. Me quedaré aquí, si no te importa, junto a mi amigo, aunque si Karim continúa ganándose la estima del señor de Badajoz quizá podría influir para que me aloje en las dependencias de palacio y me conceda una pequeña pensión.

—Se lo diré.

—Hacedlo, por favor, y que no se demore en hablar con el emir, porque si los Omeyas se deciden a atacar sus feudos descuidará todos los demás asuntos y ya no habrá forma de que se interese por mi caso.

—Esta misma noche le hablaré de ti, descuida.

—Dios te favorezca, querida prima. Y para que no pienses que soy un pedigüeño que nada ofrece a cambio de sus ruegos, prometo comunicaros en el acto cualquier suceso que os afecte.

—Nosotros ya estamos pendientes de las noticias que nos atañen —objetó Hilal.

—Desde luego, pero hay cosas de las que yo puedo enterarme y que a vosotros nadie os contaría. Recordad que sois forasteros en Badajoz y apenas empezáis a saber quién es digno de confianza y quién es un escorpión disfrazado de saltamontes. Sobre todo, guardaos de Tariq al-Miknasí.

—¿Te has enterado de nuestra disputa con él?

—¿Cómo no enterarse? Se ha armado un buen revuelo en la corte a cuenta de su pleito. Tariq es un hombre influyente, aunque no tanto como él se figuraba, por lo que se ve. En cualquier caso, es un rival peligroso. Ese hombre es como un mar sin orillas, te lo digo yo.

—Ya vino hacia nosotros y le rechazamos —repuso Hilal.

—Cierto. Y si al-Yilliqí le hubiera entregado dinero o una alquería para compensarle por la que le quitasteis es probable que ahí se hubiera acabado el conflicto. Pero el emir ha declinado hacerlo. Tariq acudió a él pidiendo justicia y solamente ha obtenido palabras de consuelo y una sentencia del cadí que no le sirve para nada.

«Y al-Miknasí no es un hombre que vaya a conformarse con simples palabras, por amables que sean —terminó Dihya para sus adentros—. De alguna manera buscará resarcirse, de igual modo que Karim y su padre buscaban resarcirse por la burla que habían sufrido antes».

Al salir bizqueó a causa del sol; la luz resultaba tan intensa después de la oscuridad de la vivienda que transfiguraba los edificios y las personas. Todo tenía un aura dorada. Los peatones parecían ángeles que adoptaban la apariencia de seres humanos. Fue un efecto pasajero, naturalmente, pero mientras duró, las calles de Badajoz le parecieron un reflejo del paraíso al que había accedido por pura casualidad.