Un escarnio tardío
Era un día cálido de primavera en Córdoba, bajo el cielo despejado que anticipaba otro verano sofocante. Álvaro se secó el sudor de la frente con la tela de algodón que envolvía su mano. Estaba acostumbrado al sol; en los largos estíos de Bobastro había soportado estoicamente el calor blanco del mediodía, que reverberaba en los muros de la fortaleza como si fuera la mirada de Dios mismo, plegándose a una curiosidad pasajera. Pero aquel estrépito era nuevo para él. Y también era nueva la planicie. Sus ojos, que durante años habían medido el mundo desde la cima de una montaña rodeada de montañas, erraban desconcertados en una ciudad tan llana que podía abarcarse entera después de subir a una de sus torres. La ciudad de sus enemigos.
Aún así, la planicie era engañosa. En la sierra no había tantos recovecos ni tantos rincones ignorados como en Córdoba, la llana. Ya había llegado a la conclusión de que la capital de los Omeyas brindaba a los fugitivos unas oportunidades para esconderse semejantes a las de cualquier serranía, por angostos que fueran sus pasos. La única diferencia era que, en las montañas, un hombre solo podía esconderse y sobrevivir, mientras que en Córdoba resultaba imprescindible recurrir a la ayuda de amigos y aliados para mantenerse oculto.
Precisamente ese día Álvaro había decidido renunciar a la protección que le ofrecían sus amigos. Allí estaba, al descubierto, entre gentes que correrían a denunciarle en cuanto sospechasen quien era él. Había caminado por los callejones de la ciudad, pisado la honda sombra en la entrada de las mezquitas, vislumbrado los patios prohibidos. Y había cruzado la muralla que separaba la medina de los arrabales por la Puerta del Puente, fijándose en la antiquísima estatua de una deidad evocadora de la Virgen María, asombrado de que pudiera hacer con aquella facilidad lo que Ibn Hafsun y él habían planeado inútilmente, con la diferencia de que en su imaginación ellos atravesaban la muralla montados a caballo, armados, provocando la segunda y definitiva caída de la dinastía omeya. Pero sus planes nunca llegaron a hacerse realidad. El tercero de los monarcas omeyíes que llevaban el nombre de Abd al-Rahman continuaba siendo el rey más poderoso del Occidente, mientras que las esperanzas de Álvaro se habían convertido en ceniza. Un recuerdo. Como las ruinas romanas sepultadas bajo las calles que ahora pisaba.
Álvaro alzó la vista hacia el cielo comprimido por la presencia incesante de los tejados. Se acercaba la hora. Pronto, al comenzar la tarde. Experimentó un inesperado deseo de mantenerse al margen. Caminar sin más, continuar por la calle principal de la medina, hasta llegar a la Mezquita Mayor y los edificios del alcázar, para meditar de nuevo acerca de lo que pudo ser y no fue. Ya se apreciaban a lo lejos los pardos paredones de la gran mezquita. Sin embargo Álvaro le dio la espalda, igual que les dio la espalda a los músicos, los buhoneros, los domadores de monos, los epilépticos fingidos, agitándose en el suelo para ganarse unas monedas, las recuas de asnos que penetraban inverosímilmente en los callejones más estrechos. Le dio la espalda al ruido y a los olores. Otra diferencia respecto a las sierras en las que había vivido su vida. En Córdoba el aire limpio de las cumbres era un lujo impensable. Álvaro atribuía a los jardines encerrados tras las tapias de los palacios algo de luz y color, y la caricia ocasional de una brisa perfumada por los arrayanes y los narcisos, pero en el laberinto de calles en las que se hacinaban los plebeyos olía a pan, a humedad y a carne guisada, y entre los peatones fluían turbios arroyuelos arrastrando las aguas fecales de la ciudad.
Compró a un sahumador un pañuelo perfumado para resguardarse de aquella mezcla insalubre de olores. De todas formas no se sintió completamente aliviado hasta salir de la medina por la Puerta del Puente para reencontrarse con un cielo al que ya no aprisionaban los aleros de los tejados, extendido sobre el ancho espacio que ocupaba el cementerio de Saqunda, el río caudaloso, bravío, y los alejados caminos flanqueados por árboles cuya sombra era, a diferencia de las que llenaban tantos portales y recodos de la medina, fecunda y gozosa.
Al otro lado de los muros la muchedumbre ya estaba reuniéndose en la gran explanada de la Musara, que servía para escenificar las grandes fiestas, y con ella venía el rumor de la ciudad, esa voz de muchas aguas a las que hacía referencia el Génesis, expresándose en tres idiomas distintos, aunque predominase el dialecto entre árabe y romance. Pero ese día la multitud no iba a rogar por el final de una sequía, ni era su intención presenciar un desfile militar o un partido de polo. Su destino era el paseo empedrado al borde de la ribera derecha del Guadalquivir. Al pie de la muralla había una hilera de álamos plateados. Y junto a los álamos se alargaba también una hilera de cruces y postes, incluyendo dos que acababan de ser elevadas, las únicas vacías.
No se dio prisa en acercarse a aquel paseo, al que llamaban Rasif. Tampoco habría podido hacerlo fácilmente, de haberlo pretendido. Un muro de cuerpos le rodeaba por todas partes, le entorpecía, y los empujones con los que Álvaro respondía a los roces demasiado prolongados no daban ningún resultado. Aunque tuviera ojos, el gentío era ciego. Aunque tuviera oídos, era sordo. Nada importaba al populacho salvo llegar a tiempo de ver el espectáculo, y una vez logrado este objetivo su único afán era conseguir un buen sitio. Algunos, más ágiles que el resto, estaban trepando por la muralla y por los álamos, y al alcanzar la altura deseada, o la que se atrevían a alcanzar, se quedaban colgados como harapientas golondrinas, confiando en tener las fuerzas suficientes para no verse obligados a emprender un vuelo prematuro.
Álvaro se conformó con un puesto que le permitiese vislumbrar el acto con cierta tranquilidad. A él no le animaba el morboso interés por enterarse de todos los detalles; al contrario, hubiera preferido mantenerse al margen. Solo pensar en ello hacía que le hirviese la sangre. Era la última derrota. La última humillación. El golpe que desbarataba de una vez y para siempre los sueños y esperanzas por los que Álvaro había combatido. Era el final. Y sin embargo, a pesar de su rabia, a pesar del dolor, era lo que había venido hacer a Córdoba y lo haría.
Recordaba ahora que, tal y como él había temido, la muerte de Ibn Hafsun supuso el comienzo del tiempo de la incertidumbre, el tiempo de las sediciones y de los advenedizos. Los fieles compañeros de antaño se convirtieron en disciplinados funcionarios de la administración emiral mientras sus hijos desperdiciaban sus energías en una lucha fratricida, antes de perder una a una las fortalezas que reunió el padre. No estaba seguro de cuándo llegó a la conclusión de que iban a ser vencidos. Solo era consciente de que había continuado luchando después de ese instante de lucidez, como un sonámbulo que se niega a abandonar el sueño, hasta que la ingratitud de Sulayman le despertó violentamente, obligándole a enfrentarse a la realidad.
La muchedumbre se había coagulado ya en el paseo, rígida, atiborrada, incapaz de aceptar a nadie más. Ante Álvaro oscilaban los altos gorros iraquíes, los casquetes de fieltro, los gorros de lino. Unos pocos turbantes distinguiendo a los hombres de leyes. Y detrás de ese mar de tocados apreció movimiento y una sacudida como una ola que hacía retirarse al público. Se había abierto la Bab al-Sudda en la muralla del Alcázar y por ella aparecían los primeros mercenarios a caballo y las primeras enseñas.
Redoblaron los tambores, quizá para acallar los sonidos del improvisado zoco que vendía alimentos a los curiosos y los lamentos de los mendigos que pedían limosna. Los jinetes salieron de dos en dos, exhibiendo sus lanzas, hasta que todo el destacamento hubo cruzado la puerta y abierto un estrecho canal entre los espectadores. El siguiente en salir fue el prefecto de la ciudad, y luego el gran cadí, y los imanes que el califa tenía durante el mes de Ramadán, acompañados de sus almuédanos, y la cohorte entera de los favoritos de Abd al-Rahman, los saqaliba de ojos azules, raptados de niños en lejanos países del este, de modo que la multitud protegida por los mercenarios fuese apenas menos populosa que la que los contemplaba.
Álvaro estiró el cuello, comprendiendo que aquella pausa repentina tenía por objeto preparar mejor la admiración de los habitantes de Córdoba cuando se revelase el califa. De pronto Abd al-Rahman III cruzó la puerta rodeado de ceñudos soldados, sobre un caballo de pelo corto, más fornido y gallardo de lo que suponía Álvaro. Decían que en realidad era pelirrojo y teñía de negro sus cabellos para ocultar su ascendencia. Lo que no podía teñir sin dificultad era su piel, muy blanca, legado de una madre vascona y una abuela navarra.
El califa cabalgó lentamente hacia el espacio despejado frente a las cruces. Álvaro esperaba que descendiese de su montura para comprobar si sus piernas eran tan cortas como había oído, pero Abd al-Rahman se mantuvo erguido sobre la silla. Su mirada se desplazaba inquieta, observando a la muchedumbre, y sus integrantes contenían la respiración y agachaban la cabeza, amedrentados. Habían transcurrido solo unos pocos meses desde que Abd al-Rahman se proclamase califa y defensor de la religión de Dios. Quizá los habitantes de Córdoba no supieran aún cómo reaccionar en su presencia, cómo comportarse; tal vez se preguntaban si el hombre que los vigilaba parapetado tras su escolta de mercenarios era el mismo que en el sagrado mes de dhu l-hiyya ordenó a los predicadores oficiales que utilizasen el título califal en el sermón de los viernes. Sin duda debía haberse producido una transformación milagrosa, un cambio extraordinario, para que el nieto de Abd Allah considerase que había llegado la hora de reclamar el califato que los usurpadores abasíes arrebataron a sus antepasados. Este Abd al-Rahman que hoy contemplaban, el Príncipe de los Creyentes, no podía ser de ninguna manera igual que aquel Abd al-Rahman, el emir, al que antes obedecían.
Precisamente la ceremonia que iba a tener lugar a continuación era la segunda que refrendaba la transformación del emir de ayer en el califa de hoy. La primera se había producido cuando Abd al-Rahman visitó el baluarte de Bobastro para rezar en la mezquita abandonada y ordenar que fueran destruidas las obras que hizo construir el más tenaz de sus adversarios.
Pero para el soberano omeya no era suficiente. Su triunfo necesitaba ser escenificado también en otras partes, lejos de la elevada meseta que ocupaba Bobastro, donde el número de testigos hubo de ser por fuerza reducido. Álvaro conocía el valor de las ceremonias. Ibn Hafsun era aficionado a ellas; había reconocido al califa fatimí que gobernaba el norte de África, intentó presentarse a sí mismo como descendiente de nobles visigodos. Podía entender esos vaivenes: su señor buscaba a toda costa legitimarse. Como rey cristiano o musulmán, sunita o chiíta, ¿qué importaba con tal de ser rey? Lo que estaba por suceder, sin embargo, era otro tipo de ritual. Un ritual cruel, innecesario. Era un escarmiento que llegaba demasiado tarde, con el único objetivo de refrendar el poder omnímodo de quien lo administraba.
—Dios nos ha concedido una victoria manifiesta —proclamó el cadí. Su voz no era especialmente retumbante, sin embargo el silencio era tan vasto que sus palabras pudieron extenderse sin ser estorbadas, como el agua derramada sobre un suelo plano—. Durante años interminables la rebelión y la apostasía predominaron en al-Ándalus, hasta que nos fue entregado, a fin de rescatarnos, el califa de Dios, a quien Él ha escogido y puesto por encima de toda la Creación. Abd al-Rahman al-Nasir ha vuelto a conquistar al-Ándalus del mismo modo que su antepasado Abd al-Rahman al-Dajir lo conquistó en el principio; gracias a la aplicación con la que ha combatido a sus enemigos al fin se han desvanecido las tinieblas de la infidelidad.
Salieron del Alcázar unos esclavos con dos grandes cajas de madera a cuestas, sin ningún tipo de adorno. Los esclavos avanzaron por entre los caballos hacia el espacio despejado ante las cruces, bajo la mirada atenta de Abd al-Rahman III.
—Este es el último de quienes cuestionaron la soberanía del Príncipe de los Creyentes —prosiguió el cadí. Aunque estuviera mintiendo, ya que los Di-l-Nun de Toledo y los tuyibíes de Zaragoza aún rehusaban aceptar los gobernadores Omeyas o enviar tributos a Córdoba, la muchedumbre no lo sabía o no consideró oportuno contradecirle—. Ahí viene el cabecilla de los hipócritas, el que se dirigía a sus partidarios diciendo: «Yo soy vuestro señor supremo». Ahí viene el que, como el faraón, se ensoberbeció con el poder. El tirano insolente, cegado por el orgullo, que se opuso a la religión de Dios.
«Embustero —pensó Álvaro, haciendo un esfuerzo por contener su ira—. Esos no eran los títulos que él se daba a sí mismo. Y además, omites que murió dentro de la obediencia a los Omeyas, tras haber firmado la paz. Lo que cuentas es solo una patraña para justificar lo injustificable».
Álvaro miró las cruces. Sulayman ibn Umar ibn Hafsun ya estaba allí, expuesto desde hacía dos años a las injurias de los fieles. La lluvia, los cuervos, las ocasionales pedradas, habían desfigurado su cadáver hasta convertirlo en algo que apenas recordaba a un ser humano. Se parecía más bien a los torpes espantapájaros que los labradores instalaban en sus campos. Y aunque fueron las disensiones entre sus hijos, la fitna dentro de la fitna, las que acabaron por expulsar a Álvaro de Bobastro, y entre estos herederos enfrentados entre sí había sido Sulayman el principal culpable de su marcha, no pudo por menos que estremecerse de lástima al ver en aquel estado a un valiente.
El cadí hizo un gesto a los esclavos, que comenzaron desclavar las tapas de las cajas con ayuda de unas palancas. La turba contuvo el aliento; incluso los pájaros dejaron de cantar. Álvaro llegó a experimentar la ilusión de que había cesado momentáneamente el dulce murmullo del Guadalquivir, como si también el gran río, sintiéndose intrigado, optara por detenerse a echar un vistazo. De pronto surgió de las cajas recién abiertas una bocanada fétida que superaba en mucho el hedor de la carne corrompida que ya esparcían desde antiguo los inquilinos de las cruces. Los que disponían de un pañuelo perfumado se apresuraron a cubrirse las narices. Los que no lo tenían se conformaron con toser y apartar la cara. Pero enseguida volvían a prestar atención a la escena; la curiosidad era más fuerte que la repulsión.
Los esclavos extendieron en el suelo unas mantas. Fueron sacando huesos de las cajas, algunos mondos, otros con manchas oscuras que eran todo el recuerdo del cuerpo que habían sostenido en vida, hasta componer sobre cada manta un esqueleto más o menos completo. Mientras tanto un segundo grupo de siervos caminó hacia el calvero llevando cuatro cochinillos bien sujetos. Colocaron una pareja a los lados de los postes vacíos y ahí mismo sacaron los cuchillos y los sacrificaron, tratando quizá de que los chillidos de las bestias reemplazaran los gritos de socorro que los ajusticiados no podían pronunciar.
—Sabed que lo primero que hizo nuestro califa al llegar a Bobastro, donde ayunó durante toda su estancia, fue dirigirse a la mezquita y rezar en ella —dijo el cadí—. Después inspeccionó sus defensas y recorrió sus edificios, y por último fue a ver la tumba del maldito que se atrevió a rebatir su autoridad y la de su noble estirpe. Al exhumar el cuerpo del rebelde se confirmó lo que ya sospechábamos: había sido enterrado a la manera cristiana, echado sobre la espalda, de cara a oriente, con los brazos cruzados. Ved, pues, que además del pecado de rebelión Umar ibn Hafsun cometió el de apostasía, renegando de su religión en connivencia con los cristianos, hasta que el alamín de Dios restauró la fe y puso fin al engaño.
¿En verdad sucedió así? Álvaro no estaba seguro. Ibn Hafsun se había convertido al cristianismo, eso era cierto, pero luego volvió al islam, cuando las circunstancias y sus nuevos aliados fatimíes se lo aconsejaron. Puede que hubiese vuelto a adoptar el cristianismo en los días previos a su muerte, mientras Álvaro se encontraba en Torrox, o puede que sus hijos conversos, incitados por Argentea, hubiesen escogido la forma más conveniente de enterrar al padre. Y también era posible, ¿por qué no?, que el descubrimiento fuera una invención de los esbirros de Abd al-Rahman III, un medio de reforzar la imagen del califa como martillo de herejes, campeón infatigable de la fe musulmana. Si el cadí había ocultado que Ibn Hafsun pasó a la obediencia omeya antes de morir, ¿por qué confiar en la sinceridad de esta revelación?
Los esclavos elevaron primero los despojos de otro de los hijos de Ibn Hafsun, Hafs ibn Umar, y los fijaron al poste contrario al que ocupaba Sulayman, dejando vacío el del medio. Entonces trataron de hacer lo mismo con los restos del padre, pero estaban tan deshechos tras una década sepultados en la necrópolis de Bobastro que tuvieron que unir los huesos con cuerdas y cordeles, y cintas de cuero anudadas, como sastres componiendo una vestidura a partir de unas piezas de tela apolilladas. Tampoco esta precaución fue suficiente. Apremiados por la impaciencia del califa, los siervos se vieron obligados a traer varias pértigas y escaleras, y solo así, con infinito cuidado y la colaboración de muchas manos, consiguieron alzar los restos mortales de Umar ibn Hafsun y atarlos al madero que tenían reservado.
En ese momento Abd al-Rahman III se llegó al poste y estuvo contemplando satisfecho la obra de los esclavos. Al principio murmuraba entre dientes, insultando a Ibn Hafsun y agradeciendo a Dios su ruina. Luego alzó la voz para que el populacho le escuchara:
—Ni siquiera en la tumba has encontrado refugio. Te hemos devuelto el cuerpo para que sufras el castigo debido a los apóstatas, que creíste eludir al fallecer. Tú atendiste las predicaciones de los cristianos, que prometen la resurrección de los muertos. Pues bien, hoy queda patente que se trata de una falsa promesa; tu cuerpo se ha levantado del polvo, sí, pero para ser colgado de un madero. En cuanto a tu espíritu, al ver lo que ha sido de ti, no le quedará más remedio que meterse en el fondo del infierno.
Al-Nasir hizo un gesto con la mano y, picando al caballo, regresó al Alcázar seguido por el jalear de la multitud que prorrumpía en bendiciones a su califa. El gran cadí aguardó respetuosamente a que el último miembro de la escolta hubiera atravesado la Bab al-Sudda para insistir en que Abd al-Rahman III era el único líder legítimo de la comunidad musulmana:
—Todo el que use el título de Comendador de los creyentes fuera de nosotros se lo apropia indebidamente —dijo en clara referencia a los soberanos fatimíes que habían adoptado la dignidad califal unos años antes—. Es un intruso que se arroga un título que no merece.
Con esto concluyó la ceremonia. Los funcionarios que quedaban entraron en el Alcázar y las pesadas puertas se cerraron interrumpiendo aquel breve contacto entre el pueblo y sus gobernantes. La gente se fue disolviendo, algunos espantados por el tumulto y el horror de lo que habían presenciado, otros contentos por el público escarnio del rebelde. Solo Álvaro estaba lívido de indignación, y al percibirlo un comerciante en telas que estaba junto a él se extrañó de la rabiosa palidez de su rostro.
—¿Qué te ocurre, amigo? —le preguntó.
—Nada —gruñó Álvaro—. Es que he visto a aquel ladrón robarle el saco con sus pertenencias a un pobre hombre.
—¿Quién?
—Ese. ¿No lo ves? —Álvaro señaló a un grupo numeroso que volvía a la medina, antes de aprovechar el descuido del comerciante para incorporarse a los que caminaban hacia el barrio de los perfumistas.
Pero no les acompañó más que un corto trecho por la calzada, aguas abajo del puente hasta llegar frente a la explanada de la Musara, donde se detuvo fingiendo admirar la gran noria que giraba en la lejanía. Despacio, con calma, dio la vuelta para retornar al calvero. La plebe se había ido. En su poste, entre sus dos hijos, Umar ibn Hafsun, o Samuel, el nombre que adoptó al cristianizarse y que Álvaro prefería utilizar, estaba sometido al juicio de los elementos. Lo que los gusanos hubieran perdonado, pronto sufriría el azote de las crecidas del Guadalquivir o las tormentas.
Fue un reencuentro sin alegría, la culminación de su largo viaje desde las ruinas de Bobastro, llenando su boca con el regusto agrio de la derrota. No había nada en el cadáver que Álvaro pudiera reconocer. Solo huesos y una calavera con unos restos de carne momificada sobresaliendo como islas en un mar enfermo.
Era consciente de los defectos que había tenido Ibn Hafsun: su oportunismo, su oscuro pasado, las vanas pretensiones de legitimar el poder obtenido recurriendo a cualquier alternativa que le pareciera atractiva. Pero había sido su señor, le había dado mando sobre hombres y fortalezas, le había acogido cuando era un jovenzuelo con más corazón que inteligencia, destinado a hacerse matar en alguna insensata disputa. Nadie podía tratarle así sin hacerse acreedor para siempre del odio de Álvaro.
Cuando el sol comenzó a posarse sobre la margen izquierda del río, Álvaro abandonó el claro cubierto de cruces para dirigirse al barrio mozárabe. Al pasar por delante se fijó en las cabezas empicotadas en la Bab al-Sudda. No reconoció a ninguno de sus antiguos compañeros de armas, si es que todavía estaban expuestos allí, pero por si acaso pidió en voz baja a los ajusticiados que le preparasen un sitio. Quizás había llegado el momento de que se reuniera con ellos.