Refugiados
Los caballos llegaron cuando aún resonaba en los campos la voz del almuecín llamando a las gentes a la felicidad. Veinte jinetes precediendo a una decena de mulas y, tras ellas, cuarenta hombres, mujeres y niños que iban andando. Caminaban despacio, bamboleándose, como si hubieran estado en pie toda la noche.
Un viejo que había sido interrumpido cuando practicaba sus abluciones salió rezongando de la mayor de las casas. El que le avisó no debía haber hecho mención del tamaño del grupo, porque al verlo en su totalidad se paró en seco y el enfado que desfiguraba sus rasgos se trocó rápidamente por temor.
Un jinete sobre un hermoso garañón se adelantó respecto a sus compañeros. Era alto y aguerrido. Tenía las cejas estrechas, los ojos negros, y un centenar de arrugas prematuras cruzando su rostro como pequeños arañazos.
—Dime: ¿Pertenece esta finca a Tariq al-Miknasí?
—Sí, a él le pertenece.
—Tu amo le compró a mi padre unas esclavas de las que se había encaprichado, pero en lugar de entregar la cantidad convenida nos pagó con mentiras y excusas —declaró el jinete—. Esta finca servirá para saldar la deuda.
—Mi amo no me ha dicho nada.
—Te lo digo yo.
El viejo tragó saliva. Miró la puerta que cerraba la cerca de la finca, como calculando si aún era posible cerrarla antes de que entrasen más intrusos, y tras llegar a una conclusión negativa dio media vuelta y entró en la casa de la que procedía. Oyeron voces, una discusión que él dominaba gritando más fuerte que sus interlocutores. Un mensajero apareció a los pocos minutos por la puerta, corriendo como un animal que ha sido desalojado con violencia de su madriguera. Miraba hacia atrás continuamente, temiendo que uno de los jinetes espolease a su caballo para perseguirle.
—Avisará a Tariq —advirtió uno de los recién llegados.
—Que lo haga. Y que venga, cuanto antes mejor. Así solucionaremos este asunto de una vez por todas.
El viejo y su familia abandonaban la casa principal llevándose ollas, cazuelas y tinajas. Llevaban encima todo lo que buenamente podían sujetar y más, haciendo equilibrios mientras andaban para que no se les cayese nada.
—¿Qué hacéis?
—Vamos a ver a nuestro señor para que nos instruya sobre lo que tenemos que hacer —contestó el viejo.
—Yo te explicaré lo que tienes que hacer —repuso el jinete—. Mi gente está cansada y hambrienta. Dadles de comer y de beber, y preparad un sitio en la sombra para que se tumben.
El viejo vacilaba. El caballo del líder de los intrusos caminó hasta ponerse a su altura, situándose tan cerca que el aliento del animal le rozaba la mejilla, cálido como un viento del desierto.
—¿A qué esperas?
Como si hubieran recibido una señal, los miembros de la familia tiraron las ollas al suelo y entraron corriendo en las casas. El patriarca salió poco después con las llaves de la despensa, acompañado por un zagal que a la vuelta iba cargado con harina, aceite, cecina y miel.
Satisfecho, el jinete descendió del caballo. Pero enseguida se le doblaron las piernas y apoyó la rodilla en tierra. Hilal desmontó de un salto para ir auxiliar al caído. Más atrás Dihya pedía ayuda a sus esclavas para bajar de la mula.
—¿Qué te ocurre, señor?
—Déjame, por Dios. Estoy bien —dijo Karim, incorporándose—. Hemos cabalgado la noche entera. Es normal que me fallen las fuerzas.
—Entonces descansa —propuso el padre de Karim tras aproximarse.
—Hay mucho que hacer. Tariq podría venir y no ha de encontrarme durmiendo. Y ese viejo se escapará en cuanto nos descuidemos. Será preciso vigilarle, al menos hasta que sepamos de qué medios disponemos y dónde está cada cosa.
Dihya llegó seguida por sus esclavas, que revoloteaban a su alrededor como una bandada de golondrinas. El embarazo hacía que se moviera con torpeza, pero consiguió infiltrarse en medio de los hombres para examinar con semblante preocupado el rostro de su marido.
—¿Cómo estás? ¿Qué te pasa?
—Nada. Simple cansancio.
—¿No te dolerá otra vez aquella herida?
—No —aseguró Karim—. Ya la he olvidado, gracias a Dios.
Movió el brazo para abarcar las construcciones del caserío, la alberca y las tierras de labor. Su sonrisa era la misma que exhibía en el momento de hacerle un regalo, así que Dihya intuyó lo que iba a decirle antes de que abriera la boca.
—Mira lo que hay aquí y acomódate con tus esclavas donde te apetezca. Tú estarás igual de agotada que yo, o más.
El padre de Karim había dirigido los ojos en las direcciones que marcaba el brazo de su hijo, revisando la finca al tiempo que aquel se la mostraba a Dihya.
—Es peor que lo que teníamos —concluyó—. Pero hemos de agradecer a Dios que nos haya compensado por lo que hemos perdido.
—Mejor o peor, aquí nos asentaremos —dijo Karim—. Nuestros antepasados eran nómadas, sin embargo nosotros nos hemos acostumbrado a vivir en un lugar y el lugar en el que estamos ahora es en el que viviremos a partir de hoy. —Tomó la lanza cruzada sobre la silla de montar y la clavó profundamente en el suelo—. Esta será la señal de que la finca pertenece a nuestro clan. Y el que quiera desalojarnos tendrá que desclavarla primero, si es que no muere intentándolo.
—Si alguien lo intenta morirá —remachó Hilal.
Uno de sus compañeros ató una bandera al asta. Luego se alejaron para comprobar que la bandera fuera bien visible desde el camino que unía la finca con el puente sobre el Guadiana. Los visitantes que se acercasen al caserío sabrían ya, antes de hablar con nadie, quiénes eran sus dueños.
Guardaron las bestias en los establos, aunque había tantas que la mitad tuvo que quedarse fuera. Descargaron sus posesiones, que eran lamentablemente escasas. Después del desastre de Mojáfar, el padre de Karim había propuesto que vendieran algunas de las cabalgaduras para financiar el éxodo del clan. Él se había negado, aduciendo que no eran mendigos para vender todo lo que tenían, aunque la verdadera razón era que amaba demasiado a sus caballos como para desprenderse de ellos.
Pasó la mañana. Comieron. Reposaron. Tariq al-Miknasí seguía sin dar señales de vida y el viejo que llevaba la finca en su nombre iba poniéndose más y más nervioso, aguardando en vano que su dueño viniese a rescatarlo. Al final los hombres de Karim se burlaban de él preguntándole cuándo iba a venir Tariq y si traería con él a muchos soldados.
—No es cosa de broma —dijo Mahmud, el padre de Karim, levantando un dedo para amonestarlos—. Estoy convencido de que a estas horas al-Miknasí ya se habrá presentado ante el cadí de Badajoz para denunciar que nos hemos apropiado de su hacienda.
—¿Y qué importa si nos denuncia? —preguntó Hilal ibn Ziyad. Era un hombre menudo que compensaba las insuficiencias de su físico con una tenacidad extraordinaria. Tenía una barba corta salpicada de canas y un conjunto de cicatrices en el cuello y los brazos que hablaban con elocuencia del tipo de vida que había llevado junto a Karim—. Lo que hemos hecho es conforme a la ley, porque al-Miknasí tenía una deuda con nosotros que no quería pagar.
—Es cierto, pero el cadí pedirá pruebas y Tariq aportará testigos que mentirán para favorecerle, aunque los tenga que traer de Mojáfar. Además, ten en cuenta que Tariq es conocido en Badajoz y nosotros somos extranjeros aquí, lo que puede influir en la decisión que tome el juez.
—Da igual lo que resuelva. Vive Dios que no devolveremos la hacienda, sea cual sea la sentencia del cadí.
—Cuidado, un comportamiento semejante puede excitar contra nosotros la cólera de los Banu Marwan.
—Solo si permitimos que al-Miknasí nos coja desprevenidos —intervino Karim—. La derrota de los hafsuníes en el sur debe haber preocupado a los Banu Marwan. Habiendo eliminado por fin ese obstáculo, Abd al-Rahman III puede dedicar todos sus recursos a pacificar las Marcas media e inferior y devolverlas a su obediencia. Sabiendo que ya ha empezado a hacerlo acosando a los Banu Warayul en Mojáfar, no me cabe duda de que los Banu Marwan habrán empezado a tomar medidas para salvaguardar su independencia.
—¿Y qué tienen que ver las precauciones que tomen los Banu Marwan con nosotros, mi señor?
—Los Banu Marwan necesitarán aliados para defenderse de los Omeyas, como los necesitaban los Banu Warayul en Mojáfar. Nuestro clan puede aportar treinta guerreros arrojados y curtidos en la batalla, y si le ofrecemos una alianza a Abd al-Rahman al-Yilliqí doy por hecho que nos aceptará en el acto y nos entregará excelentes regalos para contentarnos. De esta manera, nada de lo que haga o diga Tariq tendrá repercusión alguna. Pero hemos de ir pronto —añadió levantándose—, antes de que Tariq haya tenido tiempo de calumniarnos ante al-Yilliqí y reunir testimonios en contra nuestra.
Karim reunió un grupo de diez hombres. Eligió a los de aspecto más belicoso y luego les hizo lavarse y cambiar sus ropas por otras limpias para que no que pareciesen unos pordioseros. Al resto de sus contríbulos que tenían edad de empuñar un arma los dejó en la finca para que defendiesen a las mujeres, los ancianos y los niños, encargándoles que cerrasen las puertas cuando ellos se fueran. No había que descartar la posibilidad de que hubiera partidarios de al-Miknasí emboscados en las cañas que flanqueaban el curso del Guadiana, esperando la ocasión de lanzar un ataque por sorpresa.
—Ve con cuidado —le advirtió Dihya al despedirse—. Sois extraños en esta ciudad y os mirarán con recelo.
—Somos doce contando con mi padre, que aún es capaz de matar a espada al que se le oponga. —Karim hablaba con una arrogancia apenas atemperada por los recientes reveses—. La gente se lo pensará dos veces antes de provocarnos.
Puso la mano sobre el hinchado vientre de su esposa. Estaba tan ansioso por tener un hijo que repetía con frecuencia aquel gesto, como para cerciorarse de que el niño aún vivía.
—Ruego a Dios que sea un varón.
—Será un varón —afirmó ella.
Karim clavó la mirada en el vientre de Dihya, como si trata de adivinar el rostro del que había de ser su sucesor.
—Habrá que buscar una partera. La mejor que haya en Badajoz. Y también una nodriza.
—No hay prisa. Antes tienes que convencer a Abd al-Rahman al-Yilliqí para que nos permita quedarnos. Después habrá tiempo de sobra para buscar una comadrona.
—Cuenta con la aprobación de al-Yilliqí. Debe estar asustado, temiendo que el omeya venga a por él tras haber sometido a los Banu Warayul. Y los soberanos asustados suelen ocultarse detrás de un muro de morenas lanzas para calmar su miedo. En cuanto le ofrezcamos las nuestras nos dará lo que le pidamos.
—Entonces, ¿crees que aquí podremos empezar de nuevo?
—Desde luego —dijo Karim con seriedad—. Y seremos más numerosos y más temibles de lo que éramos, con la ayuda de Dios.
Dihya estaba deseando creerle, así que le creyó. Se había pasado la noche sollozando, bien envuelta en la manta y el velo para que ni siquiera sus esclavas se dieran cuenta de que lloraba. Era la esposa de Karim. Tenía que ser fuerte o al menos aparentarlo. En torno a su mula, las mujeres a las que no sujetaban escrúpulos similares gemían lamentando todo lo que habían perdido y el sonido ondeaba por encima de ellos como un sombrío gallardete que reemplazase la antigua bandera del clan.
—Tengo un primo en Badajoz —se acordó de repente—. Si tenéis algún problema podrías pedirle ayuda.
—¿Quién es?
—Es un poeta. Creo que forma parte de la corte de al-Yilliqí.
Karim frunció el ceño.
—¿He dicho algo que te importune?
—Me disgustan los poetas —dijo Karim—. Son sacos llenos de aire y de nada más.
—¿Cómo es eso? Si yo misma te he oído a ti recitar poemas y contar historias…
—Alguna vez he improvisado versos antes de desenvainar la espada —aceptó su marido—. Pero nunca he pretendido que me den de comer por ello.
—De todas formas puede sernos útil. No desprecies a nadie hasta que nuestra posición en Badajoz sea firme.
—No lo haré.
Dihya vio marcharse al grupo del que dependía el futuro del clan y cruzar el endeble puente que cruzaba el río en aquella zona. En el lado opuesto del Guadiana la maciza alcazaba construida por Ibn Marwan coronaba el Cerro de la Muela, por cuyas laderas se extendía la medina. La muralla urbana resultaba impresionante incluso a aquella distancia. Las tapias de adobe del muro original habían sido reparadas y fortalecidas a raíz del pavor provocado por la carnicería que el rey Ordoño II de León causó entre los habitantes de Évora dos décadas atrás. Una renovación que resultaría muy oportuna si, como opinaba Karim, Abd al-Rahman III decidía poner fin a la independencia de la que habían gozado hasta entonces los Banu Marwan.
Karim había acertado con sus suposiciones. El emir de Badajoz, Abd al-Rahman ibn Abdallah al-Yilliqí, el nieto del fundador de la ciudad, acogió con satisfacción a sus nuevos aliados y les prometió numerosas mercedes. Y mientras se producía el acuerdo entre ambas partes, llegaba a la ciudad la noticia de que el general bereber Ahmad Ibn Muhammad Ibn Ilyas, uno de los comandantes de Abd al-Rahman III, seguía hostigando a los señores de Mérida y Santarém. La caída o la rendición del castillo de Mojáfar parecían inminentes y unos espías procedentes de Córdoba traían el rumor de que el propio califa iba a ponerse al mando de las expediciones contra las coras rebeldes del occidente peninsular.
Dihya no sabía si sentirse alegre o inquieta. Al-Yilliqí le había confirmado a Karim la posesión de la heredad, aunque evitando entregarle documento alguno, para no comprometerse. Ahora disponían de un sitio en el que vivir. Se había terminado la perplejidad que comenzó cuando los soldados de Ibn Ilyas prendieron fuego a sus molinos y arrasaron sus cultivos, haciéndoles temer que regresarían a la existencia nómada de sus antecesores, un tipo de vida al que ya no estaban acostumbrados, al que difícilmente lograrían acostumbrarse. Sin embargo Dihya recelaba que la tranquilidad alcanzada fuera simplemente una tregua, una pausa, un respiro momentáneo antes de verse obligados a emprender una segunda huida, aún más terrible que la primera. Del mismo modo que sus anteriores aliados, los Banu Warayul de Mojáfar, se mostraban incapaces de resistir los hostigamientos del general Ibn Ilyas, ¿qué esperanza podían tener los señores de Badajoz, cuyo poder llevaba años debilitándose? Unirse a su partido le parecía a Dihya una medida lógica pero, en el fondo, poco atinada; se habían comportado en aquella cuestión como el que, ahogándose, se sujeta a cualquier asidero que alcance su mano, sin fijarse en que está podrido y se deshará en cuanto trate de tirar de él para salir del agua.
Tenía otras preocupaciones, sin embargo, que impedían que reflexionase en exceso sobre su situación. A fin de cuentas esperaba un hijo y el viento de la felicidad hinchaba sus velas. Y había que reorganizar la finca, que el viejo servidor de al-Miknasí llevaba a su antojo, quedándose para sí un tercio de los ingresos. Cuando el padre de Karim lo descubrió se puso a buscar una vara y luego estuvo persiguiendo al sirviente de edificio en edificio, llamándole ladrón y cosas peores. Pese a ello, el viejo se había quedado en la hacienda. Tal vez temía que al-Miknasí hubiera tenido conocimiento de las irregularidades cometidas y le reclamase la parte que se había quedado.
—¿Ha vuelto ya?
El padre de Karim negó con la cabeza. Le hacía gracia esa impaciencia de Dihya, como si considerase que su marido arriesgaba la vida cada vez que salía de la hacienda.
—Sería poco juicioso que escatimara el tiempo que pasa junto al emir de Badajoz, hija mía. Al contrario, Karim tiene que estar con él tanto tiempo como pueda, para convencerle de su valía y su fidelidad.
—¿Cómo es?
—¿A quién te refieres? ¿Al emir? Es la sombra de la sombra de su abuelo, al que Dios haya perdonado. Pero este es un problema que se da con frecuencia en las dinastías, si no se tiene cuidado al educar a los príncipes. El hijo es menos competente que el padre, y el nieto es menos competente que el hijo, y así sucesivamente hasta que la dinastía es tan endeble que el menor soplo de viento la derriba.
—¿Y nos interesa aliarnos con un emir que sea un inepto?
—Tiene sus ventajas, hija mía, aunque Dios decidirá como le plazca. Un emir inepto ofrece más oportunidades para prosperar a las gentes de su confianza que uno bueno, que sabrá mantener a cada cual en su sitio e impedir que ascienda tanto que llegue a constituir una amenaza para su gobierno.
El padre de Karim era un anciano de buena presencia, en pie siempre desde muy temprano, al que le gustaba compadecerse de pequeñas desdichas delante de Dihya para terminar sonriendo de una forma que significaba: «Pero esas tonterías no son nada. Lo importante es que, gracias a Dios, sigo vivo». Ella había aprendido a estimarle como a un padre y Mahmud solía afirmar que estaba muy satisfecho de la esposa que había elegido para su hijo. Cuando, en la noche de bodas, Karim tiró la sábana ensangrentada a los familiares que esperaban fuera del dormitorio, fue él quien recogió la sábana del suelo, adelantándose a todos, y bailó levantándola sobre su cabeza, rodeado por las mujeres que aplaudían alabando a Dios.
—Disculpadme si soy atrevida, padre, pero, a juzgar por lo que me habéis contado, ¿no sería más conveniente que Karim se enrolase en el ejército omeya? Tengo la impresión de que al aliarnos con el emir de Badajoz nos hemos aliado con el débil en contra del fuerte, como ya sucedió en Mojáfar.
—Las tropas reales mataron a Firqan y se llevaron su cabeza para exhibirla en Córdoba —dijo Mahmud con una brusquedad que sobresaltó a su nuera—. ¿Cuál será el precio de la sangre en este caso? ¿Nos conformaremos con que el califa nos conceda algunos beneficios? ¿Le pondremos un precio en dinares a la cabeza de Firqan, como si fuésemos a venderla en el mercado?
—No me he olvidado de Firqan, padre, pero temo por el niño que patalea y se agita en mi vientre.
—Todos nos preocupamos por ese niño —Mahmud dulcificó su expresión—. Que nada te inquiete. Firqan nacerá en un clan orgulloso. Y si Dios lo quiere, un clan poderoso.
El padre de Karim dejó escapar un suspiro. Hablar de su hijo muerto solía alterar su temperamento, normalmente apacible.
—Me han dicho que han venido dos mujeres para que las entrevistes.
—Una es partera y la otra comadrona.
—Entonces no te entretengas más conmigo y ve a hablar con ellas. Es una elección importante. Debes dedicarle toda tu atención.
Dihya obedeció. La candidata a ser la nodriza del niño acudió acompañada por su marido, ya que su consentimiento era necesario para que pudiese alquilar sus servicios. Se trataba de un hombre pequeño, taciturno, con la mirada baja, que insistía en estar presente durante la entrevista a pesar de que no decía nada, ni a favor ni en contra. Cuando ella le recordó que tendría que abstenerse de tener comercio sexual con su esposa mientras durase la lactancia del niño se limitó a asentir hincando la barbilla en el pecho, profundamente abatido.
La partera, en cambio, había venido sola. Dihya la encontró sentada en un taburete, rebañando con un trozo de pan la escudilla que le habían servido las esclavas.
Al ver a la futura madre se levantó de un salto, apartando la escudilla que la estorbaba para hacer reverencias. Iba envuelta en unas sayas de grueso sayal y un amplio velo. Una cara consumida, cetrina, emergía de sus ropas como el sol en medio de la niebla.
—¿Cómo te llamas?
—Barira, señora.
—¿Tienes experiencia?
—Oh, sí, señora. Dios sabe que he traído al mundo por lo menos a un millar de niños, y ninguno murió durante el parto o quedó tullido.
—Supongo que me daréis medios para comprobarlo.
—Naturalmente, señora. Os daré los nombres de las familias para que comprobéis que digo la verdad. No me acuerdo de todas, por desgracia, pero sí de las suficientes para que os quedéis tranquila.
En realidad no era necesario, Barira venía ampliamente recomendada. Había trabajado de comadrona desde que enviudó de su segundo marido y era famosa en Badajoz y sus alrededores. Se afirmaba que las mujeres que iban a parir al mismo tiempo se peleaban entre ellas por obtener los servicios de Barira mientras ella, muerta de risa, contemplaba las discusiones desde su asiento.
—¿Habéis preparado ya los amuletos, señora?
—Sí. —Dihya había recogido apresuradamente los amuletos antes de partir, pues traía mala suerte perderlos.
—¿Se llamará como el abuelo paterno?
—No. Se llamará como su tío. Firqan.
—Bonito nombre. —La vieja extendió la mano para tocar el vientre de Dihya. Le sorprendió que su contacto fuera tan distinto del de Karim. Los dedos de la comadrona parecían zarzas arañando su piel.
En cuanto la comadrona apartó la mano Dihya sintió un cansancio repentino, como si anticipase las emociones, la agitación que provocaría el nacimiento del niño. Estaba deseando que llegase ya el séptimo día, cuando se le impondría el nombre al recién nacido.
—¿Os encontráis bien?
—Sí —dijo Dihya. Buscó otro taburete para sentarse frente a la comadrona. Notaba la frente llena de sudor y las axilas húmedas, y le entró miedo de que su cuerpo no estuviese a la altura de la prueba que se avecinaba.
—Es un bonito nombre, Firqan, muy bonito —insistió la partera, indiferente al malestar de Dihya—. Hay fuerza en los nombres, ¿sabéis? Que un niño tome el nombre de uno de sus ancestros es más que una simple muestra de respeto, también se hace para que se parezca a él, para que herede sus virtudes.
«Que mi hijo herede las virtudes de Firqan, si esa es la voluntad de Dios —pensó Dihya—, pero rezaré al Misericordioso para que no comparta su destino».
Ordenó a las esclavas que volvieran a llenar de comida la escudilla. La partera se lo agradeció con una inclinación de cabeza y ella salió presurosa de la cocina, escabullándose antes de que llegaran las mujeres del clan, cuyas voces oía ya acercarse, combinadas como el zumbido de un enjambre. Barira sabría sin duda entretenerlas con mil anécdotas. A Dihya le resultaba más difícil manejarlas. Dentro de la estricta jerarquía que delimitaba las relaciones dentro del grupo ella ocupaba un puesto inferior, muy lejos de la viuda de Firqan o la madre de Karim, que eran las reinas indiscutibles de aquella pequeña sociedad. El ascenso de Karim a la posición de líder del clan y su embarazo habían mejorado la situación de Dihya, aunque menos de lo que ella esperaba. Aún se sentía disminuida en presencia de las otras mujeres, aún tenía dificultades para seguir sus conversaciones cuando rememoraban interminablemente el pasado de la familia, las tradiciones que custodiaban celosamente sin permitir que se alterase ninguna de las viejas costumbres, ninguna de las particularidades conservadas de generación en generación.
Fuera, sin embargo, tampoco encontró la calma que estaba buscando. Uno de los sirvientes corría para cerrar las puertas de la tapia en torno la hacienda. Rápidamente llegaron los hombres que se habían quedado, incluido Mahmud. Dihya escuchó los bufidos de unos caballos extraños, vio el polvo suspendido en el aire y comenzó a sentir las sacudidas del miedo. Parecía repetirse la escena de unas semanas atrás, cuando los jinetes de Ibn Ilyas llegaron al amanecer para traerles la desgracia.
—¡Abrid! —gritó alguien. La puerta cerrada ocultaba por completo su figura, pero Dihya se lo imaginó alto y terrible.
—¿Quién es? —preguntó al sirviente. Traía consigo un grueso bastón, que acababa de recoger en uno de los cobertizos.
—Dicen que es al-Miknasí, señora, y que ha venido a arrebatarnos la finca.
—Eso no sucederá mientras yo viva —masculló el padre de Karim.
—¡Abrid, infames! —volvió a gritar el jinete—. ¡Dejad ya de quitaros el hambre con mi pan y mi aceite! ¡Zaparrastrosos! ¡Ladrones!
—Es mejor para ti que la puerta siga cerrada —respondió a gritos Mahmud—. Porque si abrimos y entras te hendiremos la calva con nuestras espadas.
—¿Quién eres? ¿Quién me habla?
—Soy Mahmud ibn Saqya. ¿Te acuerdas de mí? Hace dos años te vendí unas esclavas, pero después de habértelas llevado te quejaste de que el precio que habíamos convenido era demasiado alto y te negaste a pagármelas.
—Olvidemos esa disputa —repuso al-Miknasí. Dihya vislumbró la punta de su gorro de seda asomándose tras la puerta, pero nada más—. Entregadme la hacienda y yo te pagaré el precio de las esclavas.
—No es necesario. Ya he recibido la indemnización que nos correspondía y estoy conforme con el importe.
De repente una patada en la puerta. Dihya dio gracias a Dios de que hubieran tomado la precaución de reforzarla. Los hombres del clan desenfundaron las espadas; ella lamentó que los más vigorosos, los mejores, se hubieran ido acompañando a Karim. En la hacienda solamente quedaban los demasiado ancianos o los demasiado jóvenes, algún herido durante la pelea con los soldados Omeyas que todavía no estaba completamente recuperado. Y los esclavos, esgrimiendo bastones y chuzos, temblando a causa de la angustia.
—¿Cuántos son? —preguntó al esclavo que había dado la alarma.
—Ocho, señora. Tienen aspecto de rufianes. Gente con malas entrañas. —Sacudió la cabeza con pesar—. Si consiguen entrar no tendrán consideración con nadie.
Vio de reojo a las mujeres. Juntas, muy juntas, como un racimo de frutos oscuros. Asustadas. Mahmud indicó a Dihya que se reuniera con ellas. Y a ellas les pidió que se escondiesen en la despensa, que era el edificio más sólido de la finca, y se encerraran dentro.
La idea horrorizó a Dihya. Imaginaba los alaridos de las demás mujeres concentrados en el reducido espacio de la despensa, sus cuerpos apretados contra el suyo, aquel olor de los ungüentos contra los granos, que le provocaba arcadas, sin que hubiera escapatoria, ninguna ventana por la que entrase aire fresco.
Se quedó atrás sin querer, paralizada. Mientras tanto los hombres seguían las instrucciones del padre de Karim. Apilaban sacos y troncos contra la puerta, utilizaban los bastones para repeler una escalera que trataba de apoyarse sobre la coronación del muro. Las patadas en la puerta eran continuas; una especialmente fuerte casi hizo saltar el cerrojo y Dihya supuso que había sido una coz.
—¿Es que voy a tener que echar la puerta abajo? —gritó al-Miknasí— ¡Por Dios que haré que me abonéis la reparación, junto con todo lo que hayáis consumido!
Dihya miró atrás. La despensa ya estaba cerrada. Sus esclavas, tan desorientadas como ella, vacilaban entre echar a correr para esconderse en cualquier lugar o permanecer al lado de su ama.
En aquel momento se detuvieron los golpes. Un súbito silencio en el exterior y, al cabo de un instante, un galope de caballos deteniéndose bruscamente. Dihya suspiró. Era Karim. Incluso sin verle aún, le reconocía.
—Calmaos —estaba diciendo Tariq. Su audacia se había evaporado, ahora se mostraba conciliador, un ejemplo de moderación—. Estaba pidiendo lo que es mío. Nada más.
—¿Pedir? A mí me parece que lo exigías.
—Tengo derecho a exigir. El cadí me ha dado la razón.
—Pues que venga el cadí a echarnos. Pero no creo que al emir le agrade.
—¿El emir conoce mi caso?
—Por supuesto.
—Entonces iré a verle para que me haga justicia.
—Pues ve. Pero hazlo deprisa, no te entretengas. Cuanto antes te perdamos de vista mejor.
Un gruñido. Una orden dada de mala gana. Y de nuevo caballos emprendiendo el galope, esta vez alejándose. Karim llamó a la puerta y los esclavos, aliviados, retiraron rápidamente todo lo que estorbaba para abrirla.
—Demos gracias al Omnipotente, hijo —saludó Mahmud a su hijo—. Si hubierais llegado una hora más tarde quizá no nos habríais encontrado aquí.
Dihya seguía de pie, unos metros detrás de Mahmud. Karim entraba encabezando el grupo de jinetes, sonriendo de oreja a oreja mientras escuchaba a sus parientes alabarle por haber llegado justo a tiempo, pero la sonrisa con la que le recibió Dihya era todavía más amplia, todavía más alegre que la de su marido.