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Bobastro

Año 929 d. C. Abril

Llovía.

El sendero era ancho, con marcas de una ampliación reciente en algunos tramos, probablemente para permitir que pasase con la comodidad debida el séquito del califa. Aún había huellas de carros impresas como largas cicatrices en la tierra oscura del camino y una constelación de pisadas de caballos, entremezcladas, que la lluvia comenzaba a borrar. Los cascos del pollino se hundían hasta el menudillo en el barro y Álvaro tenía que sujetarse con fuerza para evitar que una de aquellas sacudidas le desmontara. En los charcos formados en los recodos del sendero se reflejaban las nubes, bajas, prietas, regando las sierras con sus lágrimas.

Horas antes, al contemplar el lejano horizonte de montañas, experimentó un cansancio anticipado, como si las fatigas del viaje que iba a emprender estuvieran impacientes por adueñarse de su cuerpo. De todas formas pidió prestado el burro. La alquería no era más que una sombra de lo que había sido en los tiempos en los que los hafsuníes eran poderosos, pero los campesinos se las habían arreglado para esconder de los soldados Omeyas algunos animales, entre ellos el pollino que ahora montaba. Álvaro no había tenido que dar su nombre. Nadie se lo preguntó. Los campesinos miraban la cruz que llevaba colgada del cuello y con un ademán apático le ofrecían lo poco que conservaban.

«La victoria de los Omeyas es absoluta —pensó Álvaro al marcharse de la alquería—. Se acabó la esperanza de un reino propio para los cristianos de al-Ándalus».

El terreno iba volviéndose más áspero. Pronto llegó al tajo por donde se despeñaba el Guadalhorce, engordado por la lluvia, y se detuvo para observar la garganta por la que el río franqueaba los precipicios de la sierra. Recordaba haber traído a una muchacha de pelo rubio a aquel lugar para que, asustada por el fragor de las aguas, aceptase con mayor facilidad sus abrazos. Pero no recordaba nada más de ella, ni siquiera cómo se llamaba. Solo su cabello rubio, sacudido por el viento, y sus gritos cuando Álvaro insistía en acercarse al borde de las rocas para mojarse la cara con el fresco rocío que ascendía desde el fondo del salto.

A la salida de la garganta, en la ribera derecha del Guadalhorce, halló la razón de su viaje: los tres cerros unidos en sus cumbres, escarpados, altísimos, y volvió a sorprenderse de que los ejércitos cordobeses hubieran logrado rendir Bobastro. Era una hazaña, sin duda, aunque él se negase a admirarla.

Todo había cambiado tanto que llegó a dudar de que hubiese llegado al final de su trayecto. La presencia imponente de los cerros, sin embargo, no dejaba lugar a las dudas. Estaba allí, de vuelta, en el único hogar que había conocido. El único lugar en el que fue feliz. El paraíso perdido, añorado, al que regresaba constantemente en sus sueños, tantas veces evocado que la visión que tenía ante sí le parecía menos auténtica que la que atesoraba en su memoria. Agradeció que el día fuera gris, que la luz escasease, que la persistente lluvia emborronara el paisaje. De lo contrario, sospechaba, el desengaño sería mayor de lo que ya era.

«Estoy siendo un estúpido al desilusionarme —se reprochó a sí mismo—. Sabía perfectamente lo que iba a encontrarme. Sabía lo que me esperaba aquí».

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que se fue? Casi diez años. Diez años desde que tuvieron que huir al amparo de la noche, conscientes de que Sulayman planeaba su muerte. Diez años. Félix y él se separaron enseguida. Tenían ideas diferentes sobre el rumbo que debían dar a sus vidas. Álvaro prestó su espada a quien pudo o quiso pagarla. Su renombre le precedía. Todavía quedaban algunos rebeldes en las fronteras de al-Ándalus, cada vez menos, que se mostraban dispuestos a reclutarle. Había viajado a Zaragoza para luchar junto a los tuyibíes. Luego se cansó. Volvió al sur. Había renunciado a ponerse al servicio del que era entonces el rey de León, considerando que la lepra que padecía era una señal de que Dios estaba descontento con su proceder, o al de sus ambiciosos sobrinos.

Pero nada había salido bien. O al menos nada había salido lo suficientemente bien como para hacerle olvidar quién había sido y por quién había luchado. Él era, en cierto modo, como aquellas mujeres que custodian con avaricia el recuerdo de su primer amor y desprecian a los demás hombres que las han amado. Ningún otro, por mucho que haga o por muy numerosas que sean sus virtudes, podrá arrebatarle nunca a ese primer amante su posición privilegiada.

Picó al burro para que fuese más deprisa. Le ponía nervioso el silencio. Le molestaba la quietud. Estaban ocultas las azules palomas que antaño poblaban los quiebros del desfiladero. Tal vez se hubieran ido para siempre. Y tampoco se oían los sonidos de la medina, que en los viejos tiempos se descolgaban de los altozanos en las cumbres de los cerros como si fuesen pájaros incorpóreos que quisieran rivalizar con las palomas. La región había sido devastada. Los pinos talados, la espesura de juncos y carrizos, ausente, las edificaciones derruidas. Aquí y allá ruinas, tocones, huertos destrozados, carroñas de animales. Abandono. Muerte. Fracaso.

«De no ser por Sulayman yo habría muerto defendiendo Bobastro —pensó Álvaro—. Hubiera sido una buena muerte. Una muerte de la que me habría sentido orgulloso».

Tenía empapado el grueso chaquetón de piel de conejo y el agua le caía a chorros del pelo. Se había quitado el gorro, que ya le hacía más mal que bien. El frío y la humedad calaban su ropa, su piel, penetraban en su interior como si en sus venas el agua de lluvia estuviera reemplazando a la sangre. Los campesinos le habían entregado pan y un puñado de rábanos, pero necesitaba dar con un lugar seco antes de sentarse a cenar.

Una tortuosa senda ascendía a la montaña. Álvaro comprobó que no hubiera vigías en el acceso y aguijó al burro, que vacilaba al ver aquel camino estrecho y resbaladizo. Por suerte para ambos él conocía perfectamente el trazado de la vereda. Aunque hubieran pasado diez años desde que bajó por allí por última vez, supo guiar al pollino sin dar un traspié, viendo con los ojos de la memoria lo que la oscuridad comenzaba a negarle a su mirada.

Paró a mitad de subida. Las amplias mesetas que daban cobijo a buena parte de la población de Bobastro permanecían intactas, pero no así las construcciones a las que sirvieron de asiento. Los puestos defensivos habían sido desmantelados y el suelo estaba cubierto por el despojo de los edificios. Ladrillos, tejas. Sillares. En el enorme aljibe una acumulación de objetos de uso cotidiano, todavía reconocibles, testimoniando que las mesetas habían estado ocupadas. Por el aspecto que tenía todo, cualquiera habría supuesto que esa ocupación pertenecía a la remota antigüedad. Sin embargo Álvaro sabía qué era lo que había sucedido realmente. La destrucción que le rodeaba no era el resultado del paso del tiempo, sino de una acción deliberada, reciente, con el propósito de eliminar tanto la huella de los más encarnizados rivales de la dinastía omeya como la posibilidad de que algún otro sublevado tratara de establecerse en la que el propio Abd al-Rahman III consideraba la fortaleza más inexpugnable de al-Ándalus.

Pero había un tipo de construcción que los cordobeses fueron incapaces de destruir. Existían numerosas cavidades naturales en los cerros y las más apropiadas habían sido ampliadas y aprovechadas para diversos usos. Álvaro escogió una de aquellas viviendas rupestres labradas en las areniscas, una que conocía por haber pertenecido a la familia de un compañero de armas. La vivienda en sí estaba en un estado lamentable, sin embargo la cavidad que ocupaba aún ofrecía cobijo frente a la lluvia y Álvaro se metió dentro con el burro. Abrió la bolsa para comerse el pan y los rábanos. El pan estaba mojado y sabía a fango. Le tiró un pedazo al burro y engulló el resto. Tenía ganas de encender una fogata para calentarse; la prudencia hizo que se lo pensara mejor. En la alquería le aseguraron que la alcazaba estaba ocupada por el visir y la guarnición que dejó el califa al concluir su visita. Hasta ahora había tenido suerte al no cruzarse con ningún soldado omeya de guardia, probablemente el tiempo de perros colaboraba para que se diera esa circunstancia. Era preferible no estirar demasiado la suerte o podía romperse.

La lluvia cesó. Álvaro sacudió su ropa y la manta de lana que suavizaba el huesudo lomo del pollino. La mitad restante de la subida resultó más difícil; quizá por culpa del cansancio. Al llegar arriba giró la cabeza buscando el espléndido panorama de peñas y gargantas que tanto había echado de menos. Se estaba haciendo de noche. No vio nada, salvo un coágulo de profundas sombras ahogando los valles y las cumbres de los riscos distinguiéndose apenas de un cielo sin matices. Lo que le sobrecogió, de nuevo, fue el silencio, ocasionalmente interrumpido por el aleteo de los cuervos y la risotada salvaje, lejana, de uno de los mercenarios integrantes de la guarnición. Según los habitantes de la alquería, los habitantes de Bobastro que sobrevivieron al asedio habían sido forzados a bajar al llano. Pero incluso tras haber recibido dicha información confiaba en descubrir un resto de población, un último enclave, algo. Solo había hogueras encendidas en la alcazaba situada en el punto más elevado de las mesas. Y pertenecían a los sepultureros de Bobastro, no a sus habitantes.

Apartó la nostalgia para acabar de una vez con la tarea que le había traído a la vencida fortaleza. Bajó del burro y echó a andar, evitando los charcos y el delator chapoteo al cruzarlos. De vez en cuando aminoraba el paso al reconocer alguno de los edificios demolidos. La hermosa basílica en la que Álvaro solía rezar durante sus años al servicio de Ibn Hafsun ya no existía. Abd al-Rahman III había decretado su demolición, así como la de la de las restantes iglesias cristianas y el cenobio en el que profesaba Argentea, la devota hija de Ibn Hafsun. También habían sido derribados los palacios, los almacenes y las casas: la medina entera. La ciudad que Ibn Hafsun había fundado, la capital de su efímero reino entre montañas, estaba sembrada de escombros. Únicamente quedaban en pie las mezquitas, excepto aquella en la que se había mencionado el nombre del califa fatimí, y la alcazaba sobre el altozano, mantenida por conveniencia estratégica.

«Dios se ha ido de aquí —pensó Álvaro con espanto ante las iglesias demolidas, ante las negras montañas desoladas—. Ya no está. Se ha marchado».

La necrópolis se encontraba en una vaguada en la que abundaban las cuevas acondicionadas como viviendas. Álvaro se acercó a la necrópolis con respeto, casi con ansiedad, anhelando que la noticia que le había incitado a regresar a Bobastro fuese un embuste, un delirio de borrachos, un rumor esparcido con mala intención.

Pero no lo era. Las dos tumbas estaban abiertas. Y exceptuando el agua negruzca acumulada en el fondo, ambas estaban vacías.

Monterrubio supuso una repetición de lo que ya había descubierto en Bobastro. La diferencia estribaba en que la fortaleza de Monterrubio fue arrasada por segunda y última vez dos años antes que Bobastro y la naturaleza había tenido tiempo sobrado para reclamar las ruinas. Los matorrales enmascaraban los fragmentos de murallas y unos árboles jóvenes se alzaban encima de los destrozados torreones como conquistadores que plantasen allí el estandarte del monarca vencedor.

Caminó por el antiguo patio de armas, sintiendo que se recrudecía la nostalgia que le atenazaba el corazón. Allí había acudido para enrolarse en las fuerzas rebeldes, allí había sido entrenado, allí recibió su primera lanza de verdad. En ese patio aprendió a montar a caballo y por aquella puerta, de la que subsistían las bases de las jambas, salió para participar en incontables incursiones contra las aldeas y castillos bajo control omeya. A Álvaro le gustaban los ataques sorpresivos, golpear y huir, igual que una avispa que hiere a su enemigo y se marcha volando. Abalanzarse sobre una villa o un pequeño poblado, especialmente de noche, cuando nadie les esperaba, saquear su grano y su ganado y cabalgar de vuelta a la fortaleza sabiendo que cada animal que se llevaban, cada granja incendiada, disminuía la confianza de sus víctimas en las autoridades centrales, haciéndoles más propensos a enlistarse en el ejército hafsuní.

«Tenía quince años cuando me uní a los sublevados —pensó Álvaro—. Era joven. Era ingenuo. Creía que la guerra contra los Omeyas estaba ganada, que Samuel era invencible, y que tras la muerte del emir Abdallah su sucesor se apresuraría a rendirse. Dios mío, qué equivocado estaba».

Abandonó los restos de la fortaleza y bajó a pie por la senda medio engullida por la maleza. Había devuelto el burro a los campesinos. Afortunadamente para él, Monterrubio, uno de los husun que protegían la capital del feudo de Ibn Hafsun, se encontraba bastante cerca de Bobastro.

Al llegar abajo se sentó en una piedra, comió unas nueces y miró las nubes, ligeras y blanquísimas, que parecían proclamar su inocencia respecto a la lluvia caída en los días anteriores. Le quedaba una cosa por hacer. Y no quería hacerla. Era la única parte de su pasado que le quedaba por revisitar y la única de la que se avergonzaba. Pero era consciente de que si no lo hacía en aquel momento ya no lo haría nunca, y no deseaba morirse con ese remordimiento carcomiendo su conciencia.

Se sacudió las manos en las rodillas. También conocía bien aquel otro camino. En realidad era un simple rastro en el suelo, despejado por las pisadas de los rebaños de ovejas y cabras que en una época más próspera solían transitar por la región. La encina quebrantada por un rayo seguía en el mismo sitio. Y la rambla ocre que cruzó velozmente una liebre. Ahí se separó del camino y comenzó a subir por la ladera, identificando en su cabeza los accidentes del terreno con los que se había familiarizado siendo niño. Casi todos eran rincones en los que se escondía cuando la furia de su padre buscaba objetivos con los que desahogarse.

La cueva se abría en la falda del monte igual que un bostezo interminable. Había otro agujero, más arriba, más pequeño. Unas escaleras labradas en la roca permitían subir a ese piso superior, utilizado a veces como depósito. Su madre afirmaba que la cueva principal fue en tiempos una ermita y presentaba como prueba una deteriorada cruz con peana inscrita en la arenisca. Su padre, al oírla, invariablemente interrumpía cualquier trabajo que estuviera haciendo entonces para escupir justo donde se unían los brazos de la cruz, y mientras el salivazo resbalaba lentamente por la roca se echaba a reír como el demente sacerdote de un culto pagano.

Álvaro se asomó a la cueva. Inmediatamente salió de la penumbra un chiquillo que se escabulló entre sus piernas. Atisbo una forma femenina apretando un niño pequeño contra su pecho. Otra forma mayor extendió la mano para agarrar un objeto que despedía un brillo grasiento. Álvaro retrocedió rápidamente, alejándose de la boca de la cueva y agarrando su arma. La empuñadura de cuero de su espada estaba tan usada que sus dedos encontraban en el acto los lugares que les correspondían.

—¿Qué cojones quieres?

El hombre esgrimía un cuchillo manchado en una mano y un gancho en la otra. Casi todo su peso parecía haberse concentrado en la tripa, dejando solo una pizca de carne y tendones para recubrir los huesos. Tenía los ojos inyectados en sangre y la palidez de la piel indicaba que pasaba muchas horas dentro de la cueva, en la confortable oscuridad. A pesar de su juventud solo unos mechones de pelo negro, aislados entre sí, paliaban la soledad del cráneo.

—¿Frugelo? —aventuró Álvaro.

El hombre achicó los ojos como si Álvaro estuviera lejos y no pudiera distinguirle bien. Luego sus labios se fruncieron en un remedo de sonrisa.

—Álvaro —dijo Frugelo—. Álvaro, el capitán hafsuní. El gran Álvaro. Sal, Zahra. Es Álvaro, uno de mis hermanos mayores. El primero que se largó. Te he hablado de él, ¿no?

La mujer permaneció donde estaba, aferrando con fuerza al bebé. Álvaro no podía culparla. Su otro hermano, Bellido, tenía la costumbre de compartir a su pobre esposa con sus parientes, sus amigos y, en la práctica, con cualquiera que le hubiese caído bien. A eso lo llamaba ser hospitalario.

—¿Y nuestra madre?

—¿Madre? —Frugelo señaló dos apilamientos de piedras en las cercanías. Uno de ellos estaba marcado con dos palos cortos formando una cruz—, está allí, al lado de padre. —Luego, tras notar la desazón de Álvaro, se rio con ganas—. ¿Qué te pensabas, que era inmortal?

—¿Sabes si le administraron la Sagrada Comunión antes de morir?

—¿Y quién iba a dársela?

—A ella le habría gustado.

—Y a mí me gustaría ser emir y vivir en un palacio con veinte concubinas y montones de esclavos para rascarme los sobacos cada vez que me piquen —repuso Frugelo—. Pero vivo ahí, en la cueva, y ya puedo dar gracias a Dios si conseguimos comer todos los días.

Revisó a Álvaro de los pies a la cabeza, deteniéndose en el estropeado chaquetón.

—Y a ti no te va mucho mejor, ¿verdad? Qué raro. Imaginé que Ibn Hafsun te habría nombrado heredero de su reino.

—Sabes perfectamente lo que sucedió.

—Sí, claro que lo sé. Pero por los aires que te dabas supuse que estabas a punto de convertirte en un gran señor, con tierras y castillos, y más cabezas de ganado de las que se pueden contar. Pero al final tuviste que huir para que no te ajusticiaran, ¿verdad? Igual que Bellido. Igual que Padre.

—¿Bellido huyó?

—¡Y cómo! Corría tanto que no se le veían los pies. A mí me dijo: «Espera, enseguida vuelvo a por ti». Todavía le estoy esperando. El cabrón debió pensar que la gente se entretendría conmigo y así tendría tiempo de escapar. Pero se equivocaba. Tenían tantas ganas de atraparle que a mí me ignoraron y continuaron persiguiéndole. De todas formas no le alcanzaron.

—Sin embargo Padre sí que volvió, o no estaría enterrado aquí.

—Para que le cuidáramos. Tendrías que haberlo visto. No podía andar. No podía hablar. Se asfixiaba. No sé cómo consiguió arrastrarse hasta aquí. Tendría que haberlo tirado por el barranco en cuanto apareció, pero me daba gusto ver lo enfermo que estaba. Le miraba a los ojos como él nos miraba a nosotros, ¿te acuerdas?, como si fuéramos una plasta de mierda fresca, y le gritaba: «Ahora mando yo, ¿entendido?». Y el maldito viejo trataba de sacar fuerzas de flaqueza para pegarme un puñetazo en la boca, pero tenía que rendirse y agachar la cabeza. Y si hacía algo que me fastidiaba, ese día no comía o yo le obligaba a dormir fuera de la cueva, incluso en invierno. Menudas patadas daba, y qué barbaridades decía. Hasta los santos del cielo debían taparse las orejas al escucharle. —Frugelo soltó una carcajada—. Oh, sí, fueron buenos tiempos. De veras que lo fueron.

—¿Qué le ocurrió?

—Se quedó tieso una mañana. Le pusimos junto a Madre y echamos unas piedras encima. Ya era más de lo que se merecía. Y los campesinos de la comarca opinan lo mismo, porque aún suben por las noches a cagarse en su tumba. De haberlo sabido le habríamos enterrado más lejos.

Frugelo se volvió hacia la cueva.

—Zahra, ¿por qué no sales? Maldita sea, esta mujer mía es bien terca. Nunca hace lo que le pido que haga.

—¿Es musulmana?

—Sí. Me la encontré un día deambulando por la rambla. Estaba muerta de hambre, y herida, pero se negó a darme explicaciones. Es tan parlanchina como un tronco seco, ¿sabes?, justo lo contrario de Padre. Le ofrecí un plato de comida y se quedó.

—Debía estar muy desesperada.

—Oh, gracias por el elogio —refunfuñó Frugelo—. Las cosas iban mal cuando los hafsuníes dominaban la región, pero van todavía peor desde que fueron derrotados. Abd al-Rahman, ojalá el diablo se lo lleve pronto al infierno, lo ha devastado todo. Tengo que dar muchas vueltas para dar con algo que merezca la pena robar.

—Así que tú también eres un bandido —le acusó Álvaro.

—No, yo soy distinto. Padre y Bellido asaltaban a la gente, y al que se resistía lo molían a golpes. Con razón eran odiados. Yo me cuelo en las granjas como un zorro y le retuerzo el pescuezo a alguna gallina despistada. No hago daño a nadie.

—Les robas el pan.

—¿Y qué quieres que coman mis hijos? ¿Lagartijas? Ya lo hacen demasiado a menudo. No están mal si te olvidas de lo que son. Saben a pollo, ¿sabes?

Frugelo se le acercó. Apestaba a sudor rancio.

—Quédate. ¿Por qué no te quedas? Pasa aquí la noche.

—No.

En realidad estaba deseando marcharse. El simple hecho de estar enfrente de la cueva le ponía nervioso. Recordaba lo que había vivido durante la niñez en aquel espacio pequeño y lóbrego. Las palizas, las amenazas, los lamentos de su madre, las fanfarronadas de Padre mientras extendía por el suelo las pertenencias ensangrentadas de un viajero que había tenido la mala suerte de tropezarse con él. Demasiadas vivencias. Y ninguna que le apeteciera recordar.

—Tú eras un buen hijo de puta —dijo Frugelo con zalamería—. Por algo te reclutó Ibn Hafsun. Quédate conmigo y haremos que los campesinos vuelvan a tener miedo. Más miedo que cuando les amenazaban Padre y Bellido.

—No.

—¿Y qué harás? Los hafsuníes están acabados.

—Lo sé —reconoció Álvaro.

—Y está claro que no has encontrado a un señor mejor que Ibn Hafsun.

—Eso sería imposible.

—Oh, vamos, Ibn Hafsun era de la misma calaña que Padre. Empezó siendo un bandolero, un asesino, igual que nosotros, pero él fue listo y prosperó, y Padre se quedó como estaba.

Álvaro se adelantó. Fue rápido. Sujetó a Frugelo por el gaznate, impidiéndole respirar.

—Suéltame —graznó el joven. Álvaro sintió la punta del cuchillo apoyada en el estómago y al cabo de unos segundos obedeció de mala gana.

—Ten cuidado con lo que dices.

Frugelo se frotó la nuca y miró hacia atrás para comprobar si Zahra había presenciado la escena.

—Eres demasiado susceptible —dijo—. Ibn Hafsun era un hombre como los demás.

—Un hombre como los demás, no. Samuel fue el hombre al que le juré fidelidad.

—¿Qué importa? Está muerto y tu juramento murió con él.

—Yo decidiré cuando mi juramento deja de tener valor.

—Pues tendría que haber dejado de tenerlo hace muchos años. El hijo de Ibn Hafsun quería tu cabeza, ¿te acuerdas? Si no llegas a escapar los hafsuníes te habrían arrojado por el barranco igual que hicieron con aquel obispo. Tendrías que haber visto cómo se reía Bellido. A mí me dio pena, pero él era un cabrón envidioso y le hizo gracia tu desdicha.

—Fue Sulayman el que quiso matarme —puntualizó Álvaro—. De Samuel nunca tuve queja.

Hizo un gesto de despedida. Había venido con la esperanza de que su madre viviera todavía. Al no ser así, no veía ningún motivo para perder más el tiempo con Frugelo. Su relación era casi inexistente. Había demasiada diferencia de edad entre ellos.

—¿Dónde te vas?

—A Córdoba.

—¿Córdoba? —Los ojos de Frugelo brillaron con malicia—. Tal vez no te lo hayan dicho, pero en Córdoba reside el emir, Abd al-Rahman, aunque creo que ahora el bastardo presuntuoso se hace llamar califa. No es la ciudad más indicada para uno que detesta a los Omeyas.

—Estoy enterado.

—¿Entonces para qué vas a ir allí, hermano? ¿Es que te aguarda alguien en Córdoba?

—Samuel —contestó Álvaro sin vacilar—. Samuel me aguarda en Córdoba.