Prólogo

Año 918 d. C. Febrero

La noticia había golpeado a la guarnición igual que uno de aquellos aguaceros inesperados de la primavera, violentos y breves, que alteraban el paisaje a su antojo. Los lechos secos de los torrentes se llenaban de agua fangosa, los barrancos se desplomaban ruidosamente, desnudando las rocas. Al día siguiente parecía que el Diablo se hubiera propuesto enmendar la obra del Creador; todo era distinto de cómo era ayer.

El jinete que había traído la triste novedad estaba bebiendo agua rodeado de soldados que le interrumpían a cada instante pidiendo explicaciones. El pobre hombre tenía que detenerse continuamente y balbucear unas palabras antes de ponerse a beber de nuevo. Estaba cubierto de polvo de la cabeza a los pies y jadeaba presa del cansancio. Había recorrido al galope la distancia que separaba Bobastro del castillo de Torrox sin concederse descanso alguno. Álvaro se lo imaginaba juntándose con los demás mensajeros en la gran puerta que protegía el acceso a Bobastro, impacientes todos ellos por comunicar la muerte de Ibn Hafsun a las ciento sesenta fortalezas que todavía dominaba. Ciento sesenta mensajeros cabalgando por el angosto sendero a lo largo del río, compitiendo por anunciar al mundo que el señor de las serranías, el rebelde que turbó la tranquilidad de tres emires consecutivos, había sufrido su última derrota.

Álvaro prefirió mantenerse apartado del mensajero. No necesitaba escucharle; no sentía urgencia por conocer los detalles de la agonía de Ibn Hafsun. Estaba convencido de que, a pesar de su avanzada edad, el mal que le aquejaba abandonaría al cabecilla muladí, como una ola que después de lamer la orilla vuelve al seno del mar. Se equivocaba. La enfermedad había logrado lo que ninguna espada jamás consiguió.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —inquirió Félix con la voz preñada de ansiedad.

—Iremos a Bobastro a presentar nuestros respetos —dijo Álvaro.

—No me refería a eso.

—Ya lo sé.

«¿Es casualidad que Yafar me enviara aquí precisamente en este momento? —se preguntó Álvaro—. Supongo que quiso evitar que yo me inmiscuyera en la sucesión. Necesita libertad para asegurarse la herencia del padre, antes incluso de que a este le haya dado tiempo a enfriarse».

—Deberíamos darnos prisa —insistió Félix.

—Parecemos sabuesos ávidos de atrapar un hueso jugoso —gruñó Álvaro—. Hoy déjame llorar con calma la muerte de nuestro señor. Mañana al amanecer nos pondremos en camino.

—Mañana puede ser tarde.

—Pues que lo sea.

La iglesia ya estaba llena de personas rezando. Álvaro se situó en un costado y oró brevemente, fijándose en las diferencias entre aquel espacio oscuro y atestado y los suntuosos templos de Bobastro. De repente experimentó una nostalgia anticipada, como si comprendiera ya que sus días en la región estaban contados. Sus relaciones con los hijos de Ibn Hafsun eran malas. Nunca le inspiraron la lealtad incondicional que le inspiraba el padre y ellos, después de haber tratado de lograr su amistad en diversas ocasiones, se habían dado cuenta. Sabían que les serviría, pero también sabían que él no iba a aceptar ciegamente cualquier decisión. Era una molestia. Un vasallo incómodo. Una amenaza.

Salió de la iglesia seguido por el murmullo monótono de los fieles. Fue a recoger su caballo a los establos y dejó el castillo. Pero no marchó lejos. Simplemente quería soledad. Quería silencio. Cerca de la fortaleza había una roca con forma de altar junto a la que había combatido a las fuerzas Omeyas la última vez que Abd al-Rahman III atacó sin éxito el hisn de Torrox. Álvaro sobrevivió al enfrentamiento. Otros campeones de los rebeldes no tuvieron esa suerte; sus cabezas se enviaron a Córdoba para unirse a los trofeos de guerra que adornaban las puertas del Alcázar.

Un viento frío le azotó el cuerpo mientras ataba su caballo a la piedra. Desde allí podía contemplar las formas rotundas de la Sierra de la Almijara, montañas que se asomaban desafiantes al mar, habituadas a ser refugios de criminales y nuevas patrias para los afligidos que habían renunciado a todo. A sus pies la campiña se recuperaba a duras penas de las devastaciones ejercidas por las tropas reales. Y más allá, donde los montes se arrodillaban para enlazarse mejor con el mar, las playas de retintas arenas recordaron a Álvaro que poco después de levantar el sitio de Torrox las tropas reales capturaron el puerto de Algeciras, privando a los rebeldes de una de sus principales fuentes de suministros.

A Álvaro le había dolido especialmente ese fracaso. Fue él quien se encargó de negociar con los fatimíes para que los sublevados fueran abastecidos desde el norte de África. Cuando la flota de Abd al-Rahman III logró destruir los barcos que llevaban provisiones a los insurrectos, dio un paso decisivo para estrechar aún más el cerco que los ahogaba. La terrible sequía que comenzó al año siguiente aumentó sus penurias hasta provocar que Ibn Hafsun acabase viéndose obligado a firmar la paz con el emir. A partir de entonces el fuego de la rebelión había menguado, convertido de improviso en una llama vacilante. El anciano líder de los hafsuníes solo mostraba interés por rezar y hacer ejercicios espirituales en la basílica de Bobastro, preparándose para lo que Álvaro no quiso creer posible: su fin.

Oyó el relincho de un segundo caballo y se volvió a tiempo de ver a Félix apearse de un salto de su montura. La preocupación contraía su rostro, normalmente plácido.

—Me imaginaba que estarías aquí —dijo.

—No insistas —murmuró Álvaro—. No vamos a irnos todavía.

—Estamos perdiendo el tiempo. Tienes que reunirte enseguida con el obispo de Bobastro y con Ibn Nabil e Ibn Attaf. Son capitanes famosos y con muchos seguidores, como tú. Entre los cuatro conseguiréis ganar el control de la fortaleza fácilmente.

—¿Y por qué tendría que hacerlo? Yafar es el mayor. Es razonable que suceda a Samuel.

—Tú le conoces bien. No tolerará ninguna oposición a su liderazgo. En cuanto le expongas alguna duda sobre su forma de proceder se deshará de ti.

«Desde luego que lo hará —pensó Álvaro—. Yafar ha heredado todos los defectos de su padre y muy pocas de sus virtudes».

—Quizá lo más prudente sea guardar las distancias —sugirió.

—¿Y qué obtendrás haciendo eso? Yafar te quitará cuanto te dio Samuel y al final no nos quedará nada.

—He obedecido a Samuel durante muchos años —dijo Álvaro—. Él anunció que Yafar sería su sucesor y así será. Si se equivocó con su elección, que Dios nos asista, pero no desataré lo que él ató.

—Samuel tomó esa decisión cuando estaba enfermo y molesto con Sulayman.

—¿Insinúas que Sulayman debería ser el sucesor?

—No —rechazó Félix—. deberías ser el sucesor.

—El lugar de Samuel debe ser ocupado por uno de los hijos de Samuel.

—Yafar y Sulayman se odian mutuamente. Hafs es débil de carácter y Abd al-Rahman le tiene más afición a los libros que a las armas. Pelearán por el poder, e incluso si no pelean y hay conformidad entre los hermanos, su liderazgo será discutido. Aunque tú renuncies a hacerlo, otros lo harán. Y ya sabes cuál será el resultado. El emir aprovechará esas disensiones para someternos definitivamente. La única solución es que llegues a un acuerdo con los valientes capitanes que quedan en Bobastro y sucedas a Samuel en el gobierno de sus estados.

«Si hago lo que me pides tendré que matar a Yafar y Sulayman o ellos porfiarán por matarme a mí. ¿Es esa la forma en la que voy a corresponder las consideraciones que Samuel tuvo conmigo? ¿Asesinando a sus hijos?».

—No —reiteró Álvaro—. Mañana iremos a Bobastro y después de visitar la tumba de Ibn Hafsun le juraré obediencia a Yafar. Estaremos a su servicio, igual que estuvimos al servicio del padre.

—Entonces las cosas irán de mal en peor.

—¿Y cómo podría ser de otra forma? —replicó Álvaro con amargura.

No se hacía ilusiones. La situación de Ibn Hafsun se había debilitado considerablemente a raíz de varias derrotas militares. El apoyo popular que le caracterizaba en sus primeros enfrentamientos contra las autoridades Omeyas estaba desvaneciéndose; muchos rebeldes estaban hartos de haber logrado tan poco después de aquellos años de confrontación. La oposición de Ibn Hafsun al gobierno central de Córdoba había durado casi cuatro décadas, con sus altos y bajos, sus treguas inestables y las sangrientas campañas que las siguieron. El levantamiento había perdido una gran parte de su vitalidad, muchos de los que lo apoyaban en un principio estaban cansados y hartos de sufrir penalidades. La última acción que Álvaro recordaba con agrado era el asedio de Málaga, cuatro años atrás, y también en dicha ocasión los ejércitos de Córdoba lograron frustrar las intenciones del eterno insurrecto. Las promesas de lealtad que Ibn Hafsun y sus hijos habían pronunciado ante el emir no tenían ningún valor. Álvaro era plenamente consciente de que las quebrantarían en cuanto les conviniese. Sin embargo esos gestos solo serían los espasmos finales de un animal que agoniza. Ahora que su adalid había muerto, el declinar del poder hafsuní en las serranías del sur de al-Ándalus era inevitable.

—Somos como una embarcación que ha chocado con los arrecifes —se lamentó—. Aunque continuemos navegando durante un tiempo, nuestro naufragio ya ha sido decretado.

—¿Y qué podemos hacer para evitarlo? —preguntó angustiado Félix.

—Nada —repuso Álvaro con expresión pensativa mientras lanzaba una piedra hacia el horizonte—. No podemos hacer nada, excepto remar con el mismo vigor de antaño y confiar en que, de alguna manera, Dios tenga piedad de nosotros y nos permita llegar a la costa sanos y salvos.