No solamente en la cuenca mediterránea existen depósitos secretos de una civilización prehistórica, sino también en otras partes del mundo.
Yo he llegado a pasarme semanas enteras contemplando las nevadas cumbres del Kanchenjunga que se alzan sobre el horizonte. ¿Por qué se llama a este pico del Himalaya los «Cinco Tesoros Sagrados de la Gran Nieve»? ¿No habrá tesoros sepultados bajo esas rocas? Los montañeses de Sikkim y de Buthán rinden homenaje a sus tesoros. Si se ha de dar crédito al folklore tibetano, numerosos objetos preciosos yacen ocultos en lugares inaccesibles de esta montaña, sustraídos durante siglos a la mirada de los hombres.
Nicolás Roerich escribe en El Himalaya, lugar de luz, que los contrafuertes de esta cordillera poseen entradas a pasadizos subterráneos que conducen mucho más allá del Kanchenjunga. Según él, se sabría que una puerta obstruida por bloques de piedras conduce a los «Cinco Tesoros de la Gran Nieve», pero que aún no están maduros los tiempos para abrirla.
El mismo Nicolás Roerich nos informa de la existencia en el Himalaya de otros depósitos secretos. Atravesando a una altura de 6500 metros el desfiladero del Karakorum, oyó decir a uno de los porteadores que había grandes tesoros sepultados bajo las nevadas cumbres. Este porteador le hizo notar que aún los más ignaros de los indígenas conocían la existencia de esas vastas cavernas en las que, desde los principios del mundo, se albergaban inmensos tesoros. Quería saber si Roerich conocía libros que informasen sobre el emplazamiento y contenido de tales cámaras subterráneas. El hombre de las montañas se preguntaba por qué los extranjeros, que pretendían saberlo todo, eran incapaces de encontrar el acceso a esos subterráneos; pero añadía que sus puertas se hallaban guardadas por un fuego poderoso que impedía la entrada a ellas.
Estas leyendas de «tesoros ocultos» están extendidas por toda Asia. El canto épico del tibetano Ghesar Khan llega hasta predecir el hallazgo de los tesoros de la montaña. Según la señora Blavatsky, la India posee cierto número de depósitos secretos, y algunos yoguis iniciados conocen una red de galerías subterráneas que comienzan en el subsuelo de los templos, A juzgar por estas construcciones, aun en las épocas más remotas de la Antigüedad, debió de alcanzarse un alto nivel tecnológico.
En el curso de sus viajes a través del Tíbet, H. P. Blavatsky conversó con peregrinos budistas, según los cuales en una región difícilmente accesible de la cordillera Altyn Tagh existe una red de salas y galerías que cobijan una colección de varios millones de libros. Según la señora Blavatsky, el Museo Británico entero sería incapaz de contener todos los tesoros culturales de esta biblioteca subterránea.
Conforme a su descripción, se trata de una profunda garganta, en la que una pequeña aglomeración de modestas casas señala el acceso a la librería más grande del mundo. No hay peligro de que unos intrusos puedan apoderarse de los viejos manuscritos. Las entradas están cuidadosamente escondidas, y las cámaras en que fueron depositados los libros se encuentran sumidas en las profundidades de la tierra. Parece, pues, muy poco probable que el mundo pueda volver a ver jamás este fabuloso tesoro de la civilización. Pero cabe mostrarse más optimista en lo que se refiere a los tesoros de la Atlántida enterrados en Egipto.
Los sabios de Oriente se encuentran en situación de presentarnos extraños documentos que causarán un gran impacto en las opiniones de nuestros historiadores. La señora Blavatsky predice que algunos de esos manuscritos serán revelados próximamente.
Es cierto que puede discutirse interminablemente sobre la existencia de tales vestigios de una antigua civilización. Sin embargo, ¿no es significativo que esta existencia, sostenida por el autor, se funde en testimonios de Platón, Cicerón, Manetón, Josefo, Proclo, Ibn Al Hokm, Masudi y, en una época más reciente, de Blavatsky y Roerich?
Es posible que no nos encontremos lejos de un gran acontecimiento en la historia mundial: el descubrimiento de las antigüedades atlantes. Oímos susurrar en nuestros oídos las proféticas palabras pronunciadas el siglo pasado por Ignacio Donnelly, pionero de la atlantología en América:
«¿Puede estarse seguro de que, dentro de un siglo, los grandes museos del mundo no se enriquecerán con las gemas, las estatuas, las armas y otros objetos provenientes de la Atlántida, mientras que las bibliotecas del mundo entero entrarán en posesión de traducciones de las inscripciones que figuren en ellos y que proyectarán una nueva luz sobre el pasado de la raza humana y sobre todos los grandes problemas, objeto de preocupación de los pensadores contemporáneos?».
Las «cápsulas del tiempo» podrían igualmente haber sido sepultadas en el suelo de la Atlántida, cuando ésta era aún tierra firme. Dichas cápsulas, herméticamente cerradas, deberían contener un resumen de los resultados obtenidos por los atlantes en el campo de la ciencia y la filosofía. El explorador que emprendiera su búsqueda debería verse recompensado con el descubrimiento de un tesoro inestimable.
Un eminente escritor soviético, Boris Liapunov, a quien el autor de este libro debe muchas y valiosas informaciones, tiene ideas muy claras sobre la Atlántida. En su libro El Océano está ante nosotros, escribe:
«¿Quién se halla en situación de dar una solución definitiva al problema de la Atlántida, negando o proclamando su existencia? Si se dirige a los geólogos y a los arqueólogos, éstos buscarán la respuesta en las profundidades del Océano, pero ¿en qué lugar exactamente? Las opiniones están divididas. El nombre de Atlántida sugiere el océano Atlántico: el Océano es vasto. Sólo una exploración del relieve del fondo del Atlántico nos permitiría hablar con más o menos precisión del lugar sobre el que pudo abatirse el cataclismo. Existen dos posibilidades: las Azores y las Canarias, regiones en que los volcanes no han cesado hasta nuestros días de destruir las tierras y volverlas a crear».
«Las investigaciones no son fáciles. La fecha de la catástrofe se remonta a varios milenios. No será fácil descubrir sus huellas, recubiertas de lava, de cenizas y de sedimentos, en las profundidades del Océano. Sin embargo, podrían venir en nuestra ayuda una avanzada tecnología y la fotografía submarina a fin de hacer aparecer los restos del continente atlante. A través de los ojos de buey de un batiscafo, la leyenda podría convertirse en realidad».
Aun antes de llegar a ello, los arqueólogos disponen ya en nuestros museos de un importante campo para sus investigaciones acerca de la Atlántida. Puede que en el pasado se subestimara la edad de ciertos objetos, dando lugar a una clasificación errónea: artículos considerados como pertenecientes a civilizaciones conocidas podrían tener en realidad un origen antediluviano. Estas sorprendentes posibilidades deberían ser estudiadas sin demora.
Puede citarse como ejemplo el misterioso disco proveniente de Faistos, Creta. Es un plato de cerámica adornado con extraños pictógrafos dispuestos en espiral. Los jeroglíficos no tienen la menor semejanza con la escritura lineal «A» y «B» de la antigua Creta. Como este disco fue hallado en un palacio minoico al mismo tiempo que una tablilla lineal «A», se creyó que se le podía atribuir la misma edad de 3700 años.
Sin embargo, la arcilla de que estaba fabricado este objeto no era de origen cretense. Los pictógrafos estaban realizados con matrices de madera o de metal. Estos signos escritos podrían, pues, ser considerados como los ejemplares de tipografía más antiguos del mundo.
Es curioso observar que el Zodíaco Dendera de Egipto y los discos chinos de Baian-Kara-Ula presentan escritos jeroglíficos que se hallan también dispuestos en espiral. Puede que no se encuentre ninguna relación entre estos objetos cuando el texto inscrito en el plato que actualmente se conserva en el Museo Heraclión, Creta, sea identificado y registrado; pero, entretanto, podrían formularse las especulaciones más fantásticas con respecto a su antigüedad y sus orígenes.
Es posible que objetos fabricados en la Atlántida estén ocultos en las cuevas de los Andes o del Himalaya. Puede que estén sepultados en el fondo del océano Atlántico esperando la aparición de un batiscafo y de las cámaras de televisión. Puede que vestigios de la civilización atlante estén depositados bajo las pirámides o en el interior de ellas y esperan su descubrimiento (con ayuda de una sonda) en el curso de investigaciones semejantes a las que recientemente han sido iniciadas por los Estados Unidos y la República Árabe Unida, Tal vez se hallen expuestas, bajo rótulos erróneos, en el Museo del Louvre, en el Museo Británico o en otra parte. Pero, cualquiera que sea el lugar en que reposen, la búsqueda de estos objetos debería constituir la finalidad inmediata de la ciencia en un programa internacional de la exploración del Tiempo.