La columna Kutb Minar, de Nueva Delhi, presenta un enigma. El fuste de hierro tiene una altura de ocho metros, y su circunferencia es tal que dos brazos humanos no alcanzan a rodearla. La columna pesa dos toneladas; tiene en su base la inscripción siguiente: «Mientras yo me sostenga, se sostendrá el reino hindú».
El hierro de que está hecha la columna Kutb Minar no se oxida. Producir un hierro de este tipo es una tarea difícil, incluso para nuestra técnica moderna, provista de hornos eléctricos. El secreto del metal utilizado, hace 1500 años, por los constructores de esa columna se ha perdido en la noche de los tiempos.
En 1885, en la fundición de Isidor Braun, de Vócklabruck, Austria, se halló un cubo de acero en el interior de un bloque de carbón. El carbón provenía de la mina Wolfsegg, cerca de Schwanenstadt. El hijo del señor Braun hizo donación de este notable hallazgo al Museo de Linz. Pero en la actualidad sólo se conserva en dicho museo un vaciado: el original se perdió.
El cubo fue descrito en la época de su descubrimiento en periódicos diversos tales como Nature (Londres, noviembre de 1886), L’Astronomie (París, 1886), etcétera. Sus dos partes opuestas están redondeadas, y, por ello, las dimensiones entre los dos lados oscilan de 67 a 47 milímetros. Una profunda incisión rodea el cubo, cerca de su centro. Su peso era de 785 gramos, y su composición se asemejaba a la de un acero duro al carbono-níquel. La proporción de azufre que contenía era demasiado escasa para poder atribuirla a una especie cualquiera de pirita natural.
La pieza metálica se hallaba incrustada en un bloque de carbón de la época terciaria, de una antigüedad de decenas de millones de años. Algunos sabios pensaban que se trataba de un fósil de un meteorito; otros, teniendo en cuenta la forma geométrica del objeto y de la incisión, consideraban que era de origen artificial, fabricado por un hombre. Pero la ciencia afirma que en aquélla época no había seres humanos en nuestro planeta. El origen del objeto sigue siendo inexplicado.
Un meteorito de forma insólita, encontrado en Eaton, Colorado, y estudiado por H. H. Nininger, experto en aerolitos, nos sitúa igualmente ante un misterio. Su composición química es de cobre, zinc y plomo, o cobre amarillo, aleación artificial y no sustancia natural. El meteorito cayó en 1931; no es, por tanto, un fragmento de un cohete cósmico.
En el siglo XVI, los españoles encontraron un clavo de hierro de dieciocho centímetros sólidamente incrustado en una roca, en el interior de una mina peruana. Puede afirmarse, sin vacilar, que tenía una antigüedad de millares de años. En un país en que el hierro era desconocido hasta época muy reciente, se trataba de un descubrimiento en verdad sorprendente; por eso ese curioso clavo fue colocado en un lugar de honor en el despacho del virrey del Perú, Francisco de Toledo.
En las desérticas planicies de las proximidades de Nasca, en el Perú, se ven enormes figuras y líneas de muchos kilómetros de longitud trazadas, con piedras, en el suelo. Fueron descubiertas en el curso de un vuelo sobre la región. Estas configuraciones geométricas diseñadas sobre el suelo, no han encontrado jamás explicación. “¿Cómo pudieron ser dispuestas de manera tan perfecta sin que pudiera vérselas en su verdadera perspectiva?”, pregunta J. Alden Masón en su Antigua civilización del Perú. ¿Servían estas líneas de Nasca de punto de orientación a los aviadores de otro tiempo?
Entre los posibles rastros dejados por la Atlántida, podrían situarse también los centenares de extrañas esferas que se encuentran en la sabana del sudoeste de Costa Rica, de Guatemala y de México. Esas bolas de piedra están finamente pulimentadas, y su diámetro varía desde unos centímetros hasta tres metros. Esas esferas de roca volcánica, algunas de las cuales pesan varias toneladas, están perfectamente talladas, lo que resulta particularmente sorprendente habida cuenta de la ausencia de todo instrumento que hubiera podido servir para su fabricación en el lugar en que se las ha encontrado. La piedra de tales esferas sólo pudo ser extraída a considerable distancia. ¿Quién, pues, fabricó esas bolas misteriosas? ¿A qué época pertenecen? ¿Cómo fueron transportadas desde lejos? ¿Y con qué finalidad fueron colocadas en las cimas de las montañas? Tales son los problemas que los arqueólogos intentan resolver.
Algunas de esas esferas están colocadas en formación triangular, lo que hace pensar en algún simbolismo astronómico o religioso. Pero es forzoso admitir que la civilización que fabricó tales esferas debió de haber alcanzado un nivel muy elevado.
Ciertos misteriosos juguetes descubiertos cerca de Veracruz, México, representan animales parecidos a caimanes, colocados sobre cuatro ruedas. Otro enigma: los indios de América no poseyeron jamás ruedas y no conocieron carretas sino después de la conquista española. La prueba del carbono 14 da para estos juguetes de ruedas la edad de 1200 a 2000 años. Queda en pie la cuestión: ¿por qué no utilizaron vehículos los mayas, si sus hijos tenían juguetes de ruedas? ¿No juegan nuestros niños con pequeños automóviles porque ven a sus mayores utilizar coches grandes?
Son muy pocos los antropólogos que se arriesgarían a defender la hipótesis de una coexistencia de animales prehistóricos con una raza humana civilizada. Y, sin embargo, el sabio francés Denis Saurat ha reconocido cabezas de toxodontes en los ornamentos del calendario de Tiahuanaco. Y, en su opinión sería difícil negar la existencia simultánea de los toxodontes y los escultores.
En 1924, la expedición arqueológica Doheny descubrió una pintura mural en el cañón Hava Supai (norte de Arizona). La imagen representa la figura de un tiranosaurio erguido. Pero se supone que este monstruo desapareció de la faz de la Tierra hace millones de años, mucho tiempo antes de la aparición del hombre.
El dibujo prehistórico nos permite pensar que el artista primitivo era un contemporáneo del tiranosaurio. Sería preciso, por tanto, admitir que se debe adelantar la fecha de la desaparición del monstruo, o, si no, retrasar la del nacimiento del ser humano.
Un dibujo tallado en una roca próxima al Big Sandy River, en Oregón, ha podido ser identificado como la imagen de un estegosaurio, otro animal que debió desaparecer antes de la llegada de un «homo sapiens».
Un explorador que, en nuestros días, se encontrara frente a frente con un elefante en la sabana de la América Central recibiría, con toda seguridad, la sorpresa más grande de su vida. Y, sin embargo, en esa región debieron de vivir elefantes en época relativamente reciente. Entre los restos de la civilización coclé, en Panamá, figura la imagen de un elefante con una trompa, orejas semejantes a una gran hoja y un fardo sobre el lomo. Esta escultura no es única en su género en esta parte del mundo. En Copan, Honduras, existe un monumento en piedra representando a elefantes montados por hombres. Ciertos arqueólogos, cuyo escepticismo supera a veces a su inteligencia, los han identificado como papagayos. Pero en la llanura Marcahuasi, cerca de Lima, en el Perú, se han encontrado también grandes imágenes de elefantes esculpidas en la roca, aunque se considera que estos animales desaparecieron de América hace siete mil años. Esos elefantes están tan bien esculpidos que el doctor Daniel Ruzo, a quien se debe el descubrimiento, no juzgó posible clasificarlos como papagayos. En la misma galería rocosa, Ruzo encontró representaciones de camellos, caballos y vacas, tres especies animales de las que no existía ningún ejemplar en América en la época de Cristóbal Colón. No cabe poner en duda la antigüedad de esta obra de arte tallada en la roca.
No podría prolongarse la controversia en relación a los elefantes, toda vez que Helmut de Terra descubrió en Tepexpan (México) vestigios fosilizados de un hombre primitivo al lado del esqueleto de un elefante. Según la prueba del carbono 14, ambos vivieron hacia 9300 a. C., es decir, 250 años después de la fecha tradicionalmente aceptada como la de la desaparición de la Atlántida. Lo que la ciencia podría continuar discutiendo sería la edad de algunos adornos y esculturas representando elefantes en América Central y meridional.
Los dibujos de la cerámica coclé representan un lagarto volador, semejante a un pterodáctilo, cuya raza está extinguida. Es significativo ver seres de tipo prehistórico representados junto a animales reconocibles.
En el distrito de Nasca, cerca de Pisco, Perú, se han descubierto dos ciudades antiquísimas. Entre los hallazgos arqueológicos que atestiguan la existencia de una civilización infinitamente más antigua que la de los verdaderos incas, deben situarse los extraños vasos descubiertos, hacia 1920, por el profesor Julio Tello. Se ve representada en ellos una llama con cinco dedos en cada pata; en nuestros días, esos animales no tienen más que dos; pero en una etapa primitiva de la evolución teman cinco dedos, igual que nuestro ganado. Y, lo que es más, esas llamas de cinco dedos no son criaturas imaginarias, pues en la misma región se han encontrado esqueletos de ellas; puede extraerse de esto una conclusión interesante: un pueblo civilizado vivía en América del Sur en aquella remota época en que las llamas tenían aún cinco dedos en cada pata. El Museo del Ermitage, en Leningrado, conserva una hebilla de oro de origen escita en la que se halla representado un tigre con dientes en forma de sable, raza extinguida desde el final de la Era glacial.
Existe en la isla de Malta un misterioso canal tallado en la roca con empalmes y bifurcaciones parecidos a los de una vía de ferrocarril. Este surco está en la falda de una colina, y un animal que arrastrara una carreta apenas si podría pasar por él. No se ven huellas de zapatos ni de pies. En un lugar determinado, el sendero se aleja del borde del mar y se interna hasta cierta distancia bajo el agua. Es imposible definir el sentido de este extraño descubrimiento arqueológico, cuyo origen se remonta a unos nueve mil años.
La revista Scientific American (núm. 7-298, de junio de 1851) informaba que, en el curso de una explosión, cerca de Dorchester, Massachusetts, se había encontrado hundido en mía sólida roca un recipiente en forma de campana hecho de un metal desconocido y con incrustaciones florales en plata.
Es probable que algún día estos «misterios de la ciencia» obliguen a nuestros sabios a extender su horizonte histórico muchos millares de años más atrás.