Esta historia de una gran civilización desaparecida bajo las olas del Atlántico no debería ser considerada como algo que no nos concierne. Si fuera verdadera, cabría suponer que una catástrofe geológica similar podría algún día hacer desaparecer a nuestra raza. El mito se hace más tangible si se admite que también nuestras ciudades contemporáneas, parecidas a hormigueros, quedaran un día sumergidas por los océanos.
La realidad de la Atlántida se halla abundantemente atestiguada por los escritos de los autores clásicos. Así, Proclo (412-489 de nuestra Era) declara categóricamente: «La famosa Atlántida no existe, pero no es posible dudar que existió en otro tiempo».
En él siglo I a. C., el historiador Estrabón, refiriéndose a los trabajos de Poseidón, escribía: «Es muy posible que la historia concerniente a la isla de Atlántida no proceda de la imaginación».
Nada nos prueba que seamos los primeros hombres civilizados sobre la Tierra. Otras civilizaciones pudieron preceder a la nuestra. Ello se desprende del folklore, así como de la Historia. Las leyendas y los mitos, parecidos a cepas terrestres, suministran indicaciones sobre acontecimientos históricos que los hombres han olvidado.
«No me corresponde a mí la última palabra. Pero sé que se aproxima el tiempo en que esa palabra será pronunciada y en que un arco iris de conjeturas referentes a la Atlántida desaparecida entrará en un gran cuadro conteniendo las ruinas mayas, las pirámides egipcias, los templos de la India y las leyendas de Oceanía», escribía antaño el poeta ruso Balmont.
El mito griego de Deucalión y Pirro, que descienden del Parnaso después del Diluvio, únicos seres vivos en un mundo muerto, no es sino una de las numerosas leyendas que se refieren a los supervivientes del último cataclismo terrestre.
El Deus ex machina de que los antiguos griegos se servían para provocar el desenlace de sus tragedias podría reflejar el recuerdo popular de una época en que «seres superiores» aterrizaban en su máquina volante a fin de contribuir al restablecimiento de la Humanidad después del gran cataclismo.
«Así, al principio, los dioses descendían a menudo sobre la Tierra: era su campo de deporte. Pero, cuando la Tierra se llenó de seres mortales, las visitas de los inmortales se espaciaron cada vez más. Sólo algunos hombres habían conservado el privilegio de visitar de vez en cuando a los inmortales en el cielo, para negociar con ellos como representantes de la Humanidad», escribe el profesor H. L. Hariyappa en su obra Las leyendas del Rigveda a través de los tiempos.
Y la leyenda de Dédalo e Ícaro, que, provistos de alas, huyeron de Creta, ¿acaso no es el eco de un pasado lejano en que la aviación era conocida por todos?
Tenochtitlán, capital de los aztecas, se hallaba situada sobre una isla en medio de un lago, rodeada de canales concéntricos. La ciudad estaba construida de esta manera para ajustarse a los planos elaborados en el Este por Aztlán, de quien aseguraban descender los aztecas. ¿Puede verse una simple coincidencia en el hecho de que esta ciudad de Tenochtitlán constituía una réplica casi exacta de la capital de la Atlántida, tal como la ha descrito Platón en su Cridas?
En el viejo libro chino de Chu King puede leerse que, cuando el emperador de la Divina Dinastía no advirtió ya el menor rastro de virtud entre los hombres, «ordenó a Chong y a Li que fuera interrumpida toda comunicación entre el cielo y la Tierra. Y desde entonces no ha habido más descensos ni ascensos». ¿Cómo interpretar este pasaje, sino viendo en él la evocación de viajes prehistóricos a través del aire y el espacio?
El Paníachandra hindú contiene el relato de seis jóvenes que construyeron en otro tiempo un dirigible, llamado «Gañida», que podía despegar, aterrizar y volar en cualquier dirección. Este dirigible disponía de un perfeccionado sistema de control que permitía maniobrar con precisión y volar tranquilamente, sin sobresaltos. ¿Cómo no estar de acuerdo con el doctor A. G. Bell, inventor del teléfono, que en 1907 afirmaba: «Los viejos descubrimientos han sido reinventados; las viejas experiencias han sido ensayadas de nuevo»?
En el año 160 de nuestra Era, el griego Luciano mencionaba en su Vera Historia una nave que llegaba a la Luna. En otro relato, su héroe vuela entre las estrellas, pero la engreída empresa de este astronauta de antaño irrita a los dioses, y éstos ponen fin a sus viajes cósmicos. Cada mito oculta un hecho histórico. ¿Expresa la «ciencia ficción» de la Antigüedad la expectativa de la tecnología del futuro, o el recuerdo de una ciencia olvidada?
Dos mil años antes de la famosa discusión que Cristóbal Colón sostuvo con los sabios y el clero ante el trono de Fernando e Isabel, ya existían sabios que poseían un conocimiento correcto de la configuración de la Tierra. Ya en el siglo III antes de Jesucristo, Eratóstenes sostenía que «se podría pasar fácilmente por mar desde Iberia hasta las Indias, si la extensión del océano Atlántico no representara un obstáculo. En el siglo I, Estrabón evocaba también esta vieja tradición declarando: “Es muy posible que en la zona templada existan todavía dos continentes, o incluso más”».
Chi Meng, sabio chino contemporáneo de Estrabón, enseñaba que el color azul del cielo no era más que una ilusión óptica. En su Hsuan Yeh, escribía que las estrellas, el Sol y la Luna flotaban en el espacio vacío. Esta concepción se halla, ciertamente, más próxima a la verdad que la imagen de un «firmamento» y de una Tierra plana, predominante en la Edad Media bajo la presión de los dogmas religiosos.
Los antiguos griegos Tales, Anaxágoras y Empédocles afirmaban que la Luna estaba iluminada por el Sol. Demócrito pensaba que las sombras vistas en la Luna debían atribuirse a la altura de sus montañas y a la profundidad de sus valles. Quince siglos más tarde, sabios y clérigos iban a presentar la Luna como una linterna celeste, de carácter y dimensiones indeterminados, creada por la gracia divina para disipar la oscuridad nocturna.
Héléne Blavatsky resume esta decadencia científica sobrevenida tras el reinado de Constantino del modo siguiente: «La visión de un pasado muy lejano, más allá del Diluvio y del Jardín del Edén, fue implacablemente sustraída a las miradas indiscretas de la posteridad por todos los medios honrados y no honrados. Toda puerta fue cerrada; todo recuerdo tangible, destruido». Alfred Dodd escribe aproximadamente lo mismo en su biografía de Francis Bacon: «La teología ha alejado a los hombres de los grandes pensadores griegos y romanos. Bajo la guía de los sacerdotes, la civilización se arrojó ciegamente en el abismo de la Edad Media».
Un milenio antes, un pensador hindú, llamado Kanada, había formulado ya su teoría atómica y llegado a la conclusión, exactamente igual que un sabio del siglo XX, de que la luz y el calor no eran sino formas diferentes de la misma sustancia fundamental.
Plutarco afirma en su Vida de Lisandro que los meteoros son «cuerpos celestes proyectados a consecuencia de una cierta disminución de la fuerza rotativa». Dos milenios más tarde, a comienzos del siglo XIX, el Instituto de Francia consideró, sin embargo, oportuno expresar, con motivo de la caída de un meteorito en Gascuña, su pesar porque «en nuestra época ilustrada existían todavía gentes lo bastante supersticiosas como para creer en la caída de piedras procedentes del cielo». Por extraño que pueda parecer, los filósofos clásicos de la Antigüedad parecen haber alcanzado un nivel intelectual más elevado que el de nuestros bisabuelos. Demócrito era tenido por demente porque se reía a carcajadas de las locuras del siglo. Pero el hombre que dijo: «En realidad, no existe nada fuera de los átomos y del espacio», ¿no tenía derecho a reír pensando en la ignorancia de la Humanidad?
Cicerón escribe en su República que Marco Marcelo poseía un «globo celeste», procedente de Siracusa, que demostraba el movimiento del Sol, de la Luna y de los planetas. Asegura a sus lectores que la máquina «era una invención muy antigua», y, sin embargo, nosotros no hemos comenzado a construir planetariums de este género sino hasta época muy reciente.
Se encuentran entre los aborígenes australianos dibujos en los que los animales, los peces y los reptiles se hallan representados con su esqueleto y sus órganos internos, y ello con una destreza propia de la radiografía. ¿Poseen estos aborígenes el don de ver a través de los cuerpos, semejante a esa visión extraocular, ya reconocida por la ciencia, que nos permite distinguir los colores con la ayuda de los dedos y los ojos cerrados? Si no, ¿no representan esas extrañas pinturas el recuerdo racial de una edad lejana en que se utilizaban ya los rayos X? De hecho, los aborígenes tienen un nombre especial para designar esa edad, lo bastante lejana como para carecer de toda relación con la realidad: la llaman «el tiempo de los sueños».
En uno de los Jatakas budistas se encuentra la mención de una joya mágica que bastaba introducir en la boca para poder elevarse por los aires. El alquimista chino Liu An, más conocido por el nombre de Huai-Nan-Tsé, descubrió en el siglo II a. C., un líquido que destruía la gravedad. Bebió este elixir, y al instante fue elevado en el aire. Cuando echó en su corral la botella conteniendo este ingrediente químico, los perros y las gallinas bebieron el resto y se elevaron igualmente por los aires. ¡Que no nos haga reír esta curiosa historia! Son numerosas las fantasías orientales que la ciencia moderna ha convertido en realidad.
Los astrónomos antiguos conocían el paralaje solar, el desplazamiento aparente de la posición del Sol producido por el cambio de la posición del observador. Pero jamás habrían podido llegar a esta noción con los primitivos instrumentos de que disponían. La primera observación del paralaje solar se pudo hacer, hacia 1640, por William Gascoigne, con ayuda de una red de alambre (micrómetro) colocado a través del ocular de un anteojo. Ahora bien, los astrónomos de la Antigüedad no tenían anteojo astronómico. ¿Qué pensar, entonces?
En el origen de todas las civilizaciones antiguas se alza siempre un ser divino portador de una cultura. Thot la trajo, completa, de un país del Occidente. A juzgar por sus títulos, «Señor de más allá de los mares» y «guardián de las dos tierras» (que le son atribuidos por el Libro de los Muertos y por ciertas inscripciones faraónicas), puede suponerse que era un jefe atlante. Según una significativa leyenda, transportó a Oriente a los otros dioses desde la otra orilla del lago Kha. ¿Se trata del desplazamiento por vía aérea de una élite cultural desde la Atlántida a Egipto?
El libro chino I-Ching atribuye a los «genios celestes» el mérito de haber introducido la agricultura sobre la Tierra para bien de la raza humana. Obsérvese a este respecto que el origen del maíz representa un enigma. En el curso de exploraciones practicadas, no se lo ha encontrado jamás en estado silvestre. Su cultivo ha estado invariablemente ligado a la raza humana; su antigüedad se halla atestiguada por el hecho de haberse descubierto rastros de maíz en capas geológicas que se remontan a treinta mil años atrás. Casi otro tanto podría decirse del trigo. ¿Se desarrollaron estos cereales, partiendo de formas primitivas, al principio de la Atlántida, o fueron importados de otro planeta, como pretende la tradición oriental?
Las tribus australianas reconocen deber su cultivo a seres celestes tales como Baiame, Daramulun y Bunjil, admitiendo que no saben nada de la historia de estos mensajeros divinos antes de que descendieran entre ellos.
En el museo de los indios (Fundación Heye, Nueva York) se exhibe un gran jarrón maya en cerámica roja, adornado con un complicado dibujo. Se ha podido comprobar que un dibujo trazado sobre una superficie plana fue transferido en tres dimensiones sobre esta vasija con una exactitud tal como pocos dibujantes modernos podrían conseguir. Ello demostraría, pues, la presencia, en aquella época tan lejana, de instrumentos y de nociones matemáticas en América Central.
La tradición irania menciona una galería de las montañas de Khaf (Cáucaso) adornada con estatuas de los Sabios Reyes de Oriente, cuyo linaje se remontaba a varios miles de años. Taimuraz, tercer rey del Irán, fue a visitar ese mausoleo a lomos de un corcel alado llamado Simorgh-Anké y nacido antes del Diluvio. El significado de este mito se explica si se admite que Taimuraz disponía de un avión de origen atlante que le permitió llegar a las más antiguas tumbas de las montañas del Cáucaso.
Siempre según la leyenda, hay cavernas repletas de tesoros bajo la ciudad de Cuzco, en el Perú. Durante los pasados siglos, numerosos aventureros intentaron encontrar el acceso a esas cavernas, pero no regresaron jamás de sus expediciones. Un día, sin embargo, un hombre volvió con dos lingotes de oro; pero durante el camino había perdido la razón. Fue entonces cuando el Gobierno peruano ordenó tapiar las entradas. Hace unos años, un autor americano escribía a este respecto:
«¿Nos es lícito esperar que cuando, en un siglo futuro, estas vastas cavernas sean reveladas a un mundo más civilizado, más cultivado que el nuestro, no encontraremos en ellas solamente irnos cuantos lingotes de oro, sino también bibliotecas infinitamente más valiosas que nos permitirán descubrir el verdadero sentido de leyendas confusas y contradictorias?».
Según una tradición transmitida a Oliva por un indio que sabía descifrar los escritos antiguos, el verdadero Tiahuanaco es una ciudad subterránea. Esta leyenda podría hacer alusión a cavernas en las que se conserven los tesoros culturales de los incas.
Los conquistadores han traído de México una historia parecida. Escriben que los sacerdotes mayas se negaron, a pesar de las torturas, a revelar el lugar en que estaban escondidas 52 tablillas de oro en las que se hallaba inscrita toda la historia antigua del Nuevo Mundo.
Según Diógenes Laercio (siglo III), los archivos de los sacerdotes egipcios tenían, en su época, la edad de 49 500 años. Los sabios modernos se sonreirán al oír hablar de la existencia de una elevada civilización en la Era de la barbarie. Pero podríamos preguntarles a nuestra vez: ¿debe la barbarie ser identificada con la infancia de la cultura, o no podría, en ciertos casos, ser sino la consecuencia del hundimiento de una civilización elevada? Los mayas del Yucatán viven hoy en un estado primitivo; pero sabemos que sus antepasados fueron, en otro tiempo, hombres sabios y altivos. Su caída fue provocada por las guerras y el colonialismo. Una calamidad terrible acompañada de inundaciones y erupciones volcánicas muy bien pudo transformar en salvajes a estos hombres civilizados. Se trata de una teoría que debería examinarse seriamente, sin prejuicios,
«Todas las conclusiones relacionadas con el problema de los continentes desaparecidos nos llevan a revisar nuestras opiniones sobre la civilización, el modo de vivir y las tradiciones de los pueblos en otro tiempo denominados “primitivos” o “salvajes”».
Resulta que no eran los hermanos más jóvenes, sino los más viejos de la «familia humana»; así es como se expresaba I. Kolubovski en 1927 en la Gaceta Roja, de Leningrado.