La civilización es esencialmente un producto de la inteligencia humana. El poder del espíritu nos ha hecho dar un salto que conduce desde las cavernas hasta los rascacielos, desde los boomerangs hasta los satélites espaciales. Suprímase al hombre una mitad de su intelecto actual, y todo el edificio social contemporáneo sufrirá una conmoción comparable a un desastre planetario. Cultivando el espíritu, obtendréis una civilización capaz de elevarse a alturas desconocidas. Desarrollad la naturaleza moral de la Humanidad y os veréis transportados a un paraíso terrestre.
El progreso intelectual de la sociedad humana es comparable a una reacción en cadena en la física nuclear. Jean-Sylvain Bailly, astrónomo francés del siglo XVIII, resumió esta evolución del modo siguiente:
«Las ideas se han reunido y amontonado sucesivamente; se han engendrado mutuamente, una ha conducido a otra. No nos queda, por tanto, sino redescubrir esta sucesión, comenzando por las ideas más antiguas; el camino está trazado; es un viaje que podemos rehacer porque ya ha sido hecho».
Tras de Copérnico, Galileo y Giordano Bruno, se alzan las sombras de Pitágoras, Aristarco, Anaxágoras, Anaxímenes y otros filósofos griegos. Newton reconoció su deuda con la Antigüedad declarando: «Si he podido ver más lejos, es porque me he mantenido sobre hombros de gigantes».
Pero muchos de esos sabios clásicos habían estudiado también siguiendo las enseñanzas de hierofantes egipcios. Y estos sabios sacerdotes del valle del Nilo, ¿de quién heredaron la tradición secreta de su filosofía y de su ciencia? Les fue transmitida por Thot, llegado desde una isla de los mares occidentales. Así es como puede remontarse el origen del saber hasta la legendaria Atlántida.
Si se rehúsa la aceptación de la teoría de la Atlántida, se mantiene el enigma del origen de la civilización del Nuevo Mundo. Ninguna raza ha construido jamás carreteras semejantes a las de los peruanos. Atravesaban los cañones más profundos y abrían en las más altas montañas túneles que son todavía utilizados en nuestros días. Los automóviles modernos avanzan hoy sobre carreteras asfaltadas trazadas en la Antigüedad. Ningún pueblo ha erigido jamás, ni en el pasado ni en el presente, construcciones megalíticas comparables a las preincaicas. Ninguna nación ha tejido jamás con sus manos o con máquinas textiles comparables a los de los antiguos peruanos. Ninguna civilización ha dispuesto jamás un calendario astronómico tan preciso como el de los aztecas y los mayas, en el que se podía distinguir individualmente cada uno de los 18 980 días.
En toda la historia mundial, ninguna nación civilizada conoció hasta el siglo XX otro sistema económico fuera del de la propiedad privada; y, sin embargo, en el sistema económico de los incas no existía la moneda. Todo pertenecía al Estado. Los ciudadanos de este Imperio sudamericano estaban quizá rígidamente gobernados, pero tenían la seguridad de su bienestar en un Estado erigido sobre sólidas bases éticas.
Cuando los colonizadores blancos recobraron el Perú para los hijos del Sol, instalaron llaves y cerrojos en sus puertas. Al instante, los indios quechuas dedujeron de ello que habían sido conquistados por ladrones. Recordaban todavía el régimen de los incas, en el que, no habiendo rateros, todas las puertas estaban abiertas.
Bajo los preincas y los incas, con su economía planificada, el desarrollo agrícola había alcanzado un nivel tal que a ellos debemos la mitad de los productos de que hoy nos alimentamos.
En el Viejo Mundo, los antiguos griegos sabían medir la extensión de la zona tropical y conocían los países del Sol de Medianoche. Discutían la posibilidad de habitar otros continentes e, incluso, otros mundos en el espacio. Los helenos estaban suficientemente informados sobre el sistema solar para poder plasmarlo en modelos y construir planetariums.
Son numerosos los sabios que se han asombrado del abismo que separaba los amplios conocimientos de la Antigüedad y la pobreza de los instrumentos de que se disponía en la época. En nuestros días, Alexander Kazantsev, autor soviético, expone a este respecto las reflexiones siguientes:
«En los alrededores de las pirámides egipcias, a la sombra de las columnas del templo de Ra, rodeadas de estatuas de Palas y de Júpiter en mármol blanco, o en la filosófica soledad de los desiertos, sabios desconocidos de una remota antigüedad observaron continuamente las estrellas y establecieron los fundamentos de la astronomía. Esta ciencia de sosiego nocturno, de soledad contemplativa y de visión penetrante, esta ciencia de sacerdotes, de soñadores y de navegantes, esta ciencia del cálculo exacto del tiempo y del espacio, exige hoy instrumentos de precisión muy complicados. Pero en los tiempos antiguos no existían, ni podían existir, tales instrumentos. En esas condiciones, no pueden por menos de sorprendernos ciertos conocimientos astronómicos de los antiguos. Millares de años antes de Copérnico y Galileo, los egipcios sabían perfectamente que la Tierra era una bola que gira alrededor del Sol. No disponiendo de ningún instrumento de observación, sabían incluso cómo giraba esa bola. En la India antigua, los sacerdotes, custodios de la ciencia, habían deducido hacía tiempo que el Universo era infinito y estaba repleto de una multitud de mundos. No se comprende cómo pudieron los antiguos conocer la órbita elíptica de la Tierra en torno al Sol. Estas “chispas de sabiduría” revisten por sí mismas un gran interés. Los antiguos hubieron de poseer, más que métodos e instrumentos, los resultados de ciertos cálculos precisos».
Gran parte del progreso humano puede ser atribuida a la evolución de la sociedad. No obstante, algunos de los primeros resultados obtenidos podrían representar la herencia de una civilización prehistórica.
Las leyendas han registrado sólo débilmente las voces de la raza desaparecida. A nosotros nos incumbe amplificarlas, hacerlas más claras y comprensibles sirviéndonos de la deducción y la imaginación.
Una teoría que no se apoye en los hechos no puede sino conducirnos a un laberinto de especulación. Mas, por otra parte, una acumulación de hechos corre el riesgo de degenerar en una simple colección. Cada hecho mencionado en este libro no debe necesariamente ser considerado como decisivo por sí mismo. Sólo una correlación de todos los testimonios puede darnos una imagen de conjunto.
Cuando Cristóbal Colón comenzó a trazar sus planes para atravesar el Atlántico en busca de una ruta occidental hacia las Indias, se aplicó en primer lugar a un estudio profundo de los autores clásicos. Había en sus obras numerosas indicaciones según las cuales, en contra de la opinión generalmente aceptada, la Tierra era redonda. Extrajo de ello la conclusión teórica de que se podía llegar al Este navegando hacia el Oeste.
En Lisboa, vio extraños tubos de madera arrojados por el Gulf Stream; luego, oyó decir que en Madera se habían extraído del agua los cuerpos de dos hombres de rostro alargado y cabellos negros. Estos cuerpos estaban embadurnados de un líquido aceitoso y muy fuerte que los protegía de la descomposición y de los tiburones. Aquellos hombres no se parecían a ningún pueblo conocido, excepto a los mongoles. Hoy sabemos que se trataba de indios americanos llevados por la corriente desde las Antillas hasta la isla de Madera. Fue probablemente su vista lo que condujo a Colón a la conclusión de que su teoría podía tener una aplicación práctica.
La Era de los descubrimientos, del desarrollo de la ciencia moderna, comenzó cuando los esclarecidos intelectuales del Renacimiento volvieron sus ojos hacia los romanos, los griego y los egipcios. Les oyeron hablar de una ciencia perdida, olvidada, beneficiosa para la Humanidad. Esta ciencia antigua es la base sobre la que se ha edificado toda nuestra civilización contemporánea.
El mecanismo de nuestros cohetes no representa sino el perfeccionamiento de una turbina inventada por Herón de Alejandría. Los aparatos automáticos que hoy nos sirven chocolates y cigarrillos tenían un prototipo instalado en Atenas, en el templo de Zeus: derramaba agua bendita en cantidad que dependía del peso de la moneda depositada. Podrían ofrecerse aún otros mil ejemplos más que demostrarían que no hay nada nuevo bajo el sol fuera de lo que está olvidado.
Mis lectores han podido seguir hasta aquí un camino en zigzag que conducía unas veces al lago de la Fantasía, otras hacia los rocas de la Verdad. Han podido avanzar progresivamente hacia la visión de una raza muy evolucionada que, a través de la bruma de los siglos, puede habernos legado tesoros científicos.
He suscitado en estas páginas una controversia que sólo el Tiempo podrá resolver. ¿No dijo Tales: «El tiempo es la más sabia de las cosas, pues lo descubre todo»?