LA CIENCIA ANTES DE LA ERA CIENTÍFICA

Los grabados murales de las cuevas de Canchal de Mahoma y Albergue de las Viñas, en España, contienen misteriosas anotaciones. Otro tanto ocurre con un objeto de marfil de mamut descubierto en Gontzi, Ucrania, y que data de la Era glacial. Existen a todo lo largo de Europa millares de estas anotaciones pintadas o grabadas. Durante mucho tiempo han constituido motivo de perplejidad para los arqueólogos y los antropólogos.

En un artículo publicado en la revista Science, Alexander Marshack ha demostrado que esas complicadas anotaciones representan observaciones lunares perfectamente exactas realizadas millares de años antes de la aurora de la Historia, Tales datos inducen a Marshack a pedir una revisión de nuestras opiniones sobre la Prehistoria:

«Los numerosos problemas planteados por las anotaciones limares de la época del paleolítico superior revisten una gran importancia. Dan lugar a una nueva evaluación de los orígenes de la civilización humana, incluidos los del arte, los símbolos, la religión, los ritos y la astronomía, así como las aptitudes necesarias para los comienzos de la agricultura».

Estas sucesiones y anotaciones que datan de la Era del paleolítico superior se remontan a lo largo de una línea ininterrumpida que va desde las civilizaciones mesolíticas azürenses hasta las civilizaciones magdaleniense y auriñaciense. De ello, Marshack concluye atinadamente:

«La evidencia combinada de conocimiento lunar y, ocasionalmente, lunar-solar entre las civilizaciones agrícolas primitivas, extendidas a través de Eurasia, ramificadas al África y practicadas por pueblos distintos que hablan lenguas diferentes, nos obliga a preguntarnos si no existiría en épocas remotas una tradición y un método fundamentalmente astronómicos».

En un resumen de las realizaciones de los hombres primitivos, el Popol Vuh, de Guatemala, afirma: «Contemplaban alternativamente el arco del cielo y la redonda faz de la Tierra. Grande era su sabiduría». El libro sagrado añade que «podían igualmente ver lo vasto y lo pequeño en el cielo y sobre la Tierra».

Por extraño que pueda parecer, en el alba de la civilización los conocimientos científicos eran, ocasionalmente, mucho más elevados que el nivel intelectual de la época. Ello podría explicarse sobre la base de una herencia legada por un mundo arcaico antediluviano. Las huellas de una «civilización de señores» pudieron sobrevivir al desastre mundial. Ésta es la razón de que, en el presente capítulo, desarrollemos el estudio de fuentes antiguas. Cuanto más nos remontamos a lo largo de ese pasado, más nos aproximamos a las civilizaciones perdidas.

En 1909, el profesor Frederick Soddy escribía que, en su opinión, la energía atómica constituía la fuerza motriz de la tecnología antediluviana. «Una raza capaz de realizar la transmutación de la materia —decía— no necesitaba ganarse el pan con el sudor de su frente. Una raza tal podría transformar un continente desierto, fundir los hielos del Polo y convertir el mundo entero en un risueño jardín del Edén».

Durante mi estancia en Moscú, oí hablar de una biografía de Albert Einstein en la que se atribuye al fundador de la teoría de la relatividad una idea similar, según la cual la fuerza nuclear habría sido, simplemente, descubierta de nuevo. Se dice que el editor soviético del manuscrito decidió no publicar esta declaración, hecha por Einstein poco antes de su muerte, porque «el viejo había perdido probablemente la razón en aquel momento».

Soddy consideraba que la Humanidad había sufrido un desastre en el momento en que se formó una falsa idea de las relaciones entre la Naturaleza y el hombre. Desde que este error fue cometido, el mundo entero se vio de nuevo sumergido en un estado primitivo. Luego, la Humanidad reemprendió a través de los tiempos, su arduo camino hacia las cimas del pensamiento. «La leyenda de la caída del hombre refleja, quizá, la historia de esta calamidad», afirmaba el profesor Soddy, premio Nobel.

Existe una cierta, aunque inexplicable, afinidad entre los orígenes de las diversas civilizaciones de la remota Antigüedad. Debe buscarse un mundo desconocido más allá de las barreras de la Historia. Ese mundo debió de dar el primer impulso a todas las demás civilizaciones sucesivas. Sabemos con certeza que los antiguos egipcios, babilonios, griegos y romanos transmitieron sus enseñanzas al mundo moderno. Pero ¿quién fue el «maestro de los maestros» de Egipto, de Babilonia, de Grecia? La tradición nos da la respuesta: los atlantes. Ésa es, al menos, la conclusión a que había llegado Valery Briusov, el pionero ruso de la atlantología.

Todos sabemos que el progreso humano es el resultado de una evolución. Pero cabe la posibilidad de que parte de las hazañas científicas llevadas a cabo en el curso de las primeras etapas del ciclo actual no sean sino conocimientos antiguos transmitidos a las generaciones por los supervivientes de un cataclismo. Ese legado de la Atlántida no abarca todos los conocimientos científicos del mundo antiguo. El ascenso, a partir de la Era bárbara que se instaló después del cataclismo, hasta las alturas de las civilizaciones egipcia y sumeria era el resultado de un desarrollo social natural. Pero, si bien ciertos descubrimientos del hombre primitivo constituyen etapas cubiertas en el camino del progreso, otros, por el contrario, podrían ser redescubrimientos estimulados por los relatos que hablaban de la Edad de Oro y de sus milagros.

Es difícil trazar la línea de demarcación entre los productos de la inteligencia humana por un lado y el legado de una Era prehistórica por otro. Un hecho es seguro: varios de los resultados obtenidos en el campo de la ciencia por el hombre prehistórico no podrían ser definidos como creaciones de su espíritu, ya que las condiciones económicas y sociales no estaban maduras para ello. En ese «progreso prematuro», habría que incluir los aviones, los rayos X y descubrimientos astronómicos realizados sin telescopio.

Cuando Cortés invadió México, en 1520, su calendario tenía un retraso de diez días con relación al de los aztecas y al tiempo astronómico actual. Históricamente hablando, la astronomía del Viejo Mundo se hallaba retrasada con respecto a la del Nuevo Mundo.

Por increíble que pueda parecer en nuestros días, el calendario maya era más preciso que el nuestro, porque ofrecía la mejor aproximación del año sideralmente determinado, tal como se ve por los datos siguientes:

Cálculo sideral 365, 242.198 días en el año
Calendario maya 365, 242.129 días en el año
Calendario gregoriano 365, 242.500 días en el año

Lo que es más, en la cronología un tanto compleja de los mayas sólo aparecen fechas similares una sola vez cada 256 años: evidentemente, su calendario era superior al que nosotros utilizamos en la actualidad.

Según Egerton Sykes, «el factor esencial radica en la constatación de que los mayas llegaron al continente conociendo ya la escritura, las matemáticas, la astronomía, la arquitectura y la medicina, y provistos de un sistema de calendario mucho más preciso que el que se utilizaba en Europa hasta el siglo XVIII. La hipótesis generalmente aceptada, según la cual adquirieron en menos de cien años todos los conocimientos que el mundo occidental había tardado más de dos mil años en adquirir, no se corresponde con ningún precedente histórico y ni siquiera con el sentido común». ¿Cuál era, entonces, el origen de esta importante civilización?

Cottie A. Burland, a la sazón agregado en el Museo Británico, afirma en un informe presentado en 1956 en París al Congreso Internacional de Americanistas, que la estela I de El Castillo, Santa Lucía Cotzumahualpa, representa el paso de Venus por encima del disco solar el 25 de noviembre del 416. No puede por menos de sorprendernos esta precisión de los antiguos astrónomos guatemaltecos, ya que se necesitan varios siglos para llegar a datos científicos exactos. ¿De qué fuente bebieron sus tradiciones científicas los sacerdotes de la América Central? Los aztecas eran capaces de regular el tráfico y de realizar un empadronamiento. Los incas disponían de un eficaz sistema de derivación de aguas y de cloacas, así como las mejores carreteras de la Antigüedad. Los toltecas elaboraban proyectos de construcción para un plazo de cuatro siglos. En nuestros días, ninguna nación del mundo, sea socialista o capitalista, emprende el tratamiento de problemas de tanto alcance.

Puede decirse sin exageración que los antiguos peruanos llevaban telas mucho más finas que las que pueden fabricarse con los telares modernos. En las costas del Ecuador se han descubierto ornamentos de platino. Este hecho plantea una importante cuestión: ¿cómo pudieron los indios de América producir, hace miles de años, una temperatura de cerca de 1770 grados centígrados? Europa no lo ha conseguido sino hasta hace dos siglos.

En su Sombra de la Atlántida, Braghin describe un extraño objeto descubierto, entre otros muchos prehistóricos, en Esmeralda, en la región septentrional del Ecuador. La colección de Ernesto Franco contiene un espejo de obsidiana verdinegra, de unos cinco centímetros de diámetro, que posee la forma de una lente convexa. Ese espejo era de tal precisión que reflejaba los cabellos más finos. La óptica exige para ello una tecnología muy avanzada y un gran dominio de las matemáticas. ¿Quién, pues, fabricó ese espejo?

En el Museo de los Indios de América de la Fundación Heye, en Nueva York, están expuestas diminutas bolas de los manabis; muchas de ellas están labradas o grabadas, otras soldadas y taladradas. Estos objetos, más pequeños que una cabeza de alfiler, se asemejan a pepitas de oro natural. Un joyero que careciera de lente sería incapaz de fabricar una cosa parecida.

En los Andes, al sur de Lima, en la bahía de Pisco, los conquistadores del siglo XVI encontraron «el signo milagroso de las Tres Cruces», que semeja más bien el tridente de Neptuno. Tallado en una roca, tiene una altura de 250 metros, y puede vérsele desde una distancia de veinte kilómetros.

El sentido y la finalidad de este «Candelabro de los Andes» permanecieron desconocidos hasta el momento en que fue presentada una explicación por Beltrán García, sabio español descendiente directo de Garcilaso de la Vega. Según él, ese tridente tallado en la roca era utilizado por los incas o sus predecesores como un gigantesco sismógrafo. Supone que se trataba de un péndulo, provisto de polea y cuerda, empleado para registrar los temblores de tierra, no solamente en el Perú, sino también en el mundo entero. Tal explicación debería hallarse más próxima a la verdad que la ofrecida por los conquistadores. Éstos pensaban que el signo de las Tres Cruces había sido tallado por Dios para agradecer a los cristianos el haber conquistado América.

Pese al elevado nivel de civilización alcanzado por los incas, este pueblo no conocía la escritura, caso sin precedentes en el pasado, pues la escritura y la Historia han representado siempre las señales de la madurez cultural. Sustituían las letras y las palabras por el quipu, complicado sistema de bramantes coloreados provistos de nudos, que les servía de estimulante mnemotécnico. Este singular sistema, de origen preincaico, era aplicado a la contabilidad y a la estadística, así como a la literatura, en la que los nudos y los lazos recordaban al narrador el hilo de su historia. Este sistema mnemotécnico representaba tal vez el eco de una tecnología perdida que empleaba calculadores electrónicos. Tras la desaparición de los centros industriales que producían este equipo, los supervivientes del cataclismo atlante, trasplantados a América del Sur, pudieron haber adoptado este método simplificado de memoria —por medio del quipu—, simple caricatura de las calculadoras y registros de que se habían servido con anterioridad.

Enigmas científicos tales como el quipu no se limitan a un solo continente o a una sola nación. Para darnos cuenta de ello, basta con atravesar el océano Pacífico y fijar nuestra mirada en China.

Los historiadores chinos jamás trataron de complacer a sus soberanos a costa de la verdad. Cuando se les pedía que falsificaran la historia de su época, preferían morir decapitados, como ocurrió con los analistas de Chi, en el año 547 a. C. Deben, por ello, tomarse en serio las crónicas de la China, aun cuando relaten acontecimientos aparentemente fabulosos,

¿Conocían los antiguos chinos los rayos X? La pregunta podría parecer absurda, y, sin embargo, se nos cuenta que el emperador Sin Chi (259-210 a. C.) tenía un espejo que «iluminaba los huesos del cuerpo». Este espejo se encontraba en el palacio de Hien-Yang, en Shesi, en el año 206 a. C., y los escritos contemporáneos lo describen de la manera siguiente:

«Era un espejo rectangular de T22 metros de ancho y 176 de alto, brillante por la cara exterior y la interior. Cuando un hombre se situaba ante él para ver su reflejo, su imagen parecía invertida. Cuando alguien colocaba las manos en su corazón, se hacían visibles todos sus órganos interiores, como los intestinos. Cuando un hombre tenía una enfermedad oculta en el interior de sus órganos, podía reconocer el punto donde radicaba el mal mirando a este espejo y colocando las manos en su corazón».

Unos doscientos cincuenta años antes del reinado de Sin Chi, un célebre médico de la India, llamado Jivaka, poseía una joya maravillosa que tema el poder de penetrar en el cuerpo humano, exactamente igual que los rayos X. Un documento histórico afirma que «cuando se la colocaba ante un enfermo, iluminaba su cuerpo del mismo modo que una lámpara ilumina todos los objetos de una casa, y revelaba así la naturaleza de su enfermedad». ¿Dónde obtuvieron Sin Chi y Jivaka estos conocimientos, que se anticipaban en 2200 o 2500 años a los de sus contemporáneos?

En el Sactaya Grantham, que forma parte de los Vedas de la India, se encuentran instrucciones para la vacunación, así como una descripción de sus consecuencias. ¿Cómo consiguieron los brahmanes hacer este descubrimiento 2500 años antes de Jenner?

Es sorprendente oír hablar de rayos X en la época de Buda y de vacunas quinientos años antes de Jesucristo, pero más asombroso aún es encontrar extraordinarios datos astronómicos en los textos de origen babilonio antiguo.

Los babilonios conocían los «cuernos de Venus». Describieron el creciente de este planeta. Al estar más cerca del Sol que de la Tierra, Venus tiene fases como la Luna. Pero los «cuernos de Venus» son invisibles a simple vista; entonces, surge la pregunta: ¿cómo pudieron los sacerdotes de la antigua Babilonia observar las fases de Venus sin disponer de un telescopio? También conocían las cuatro grandes lunas de Júpiter, lo, Europa, Ganimedes y Calisto. Hasta la invención del anteojo astronómico por Galileo, la Humanidad ignoraba la existencia de estos satélites. Habría sido lógico suponer que también la ignoraban los babilonios.

No hay más que dos explicaciones para estas observaciones astronómicas, efectuadas en la Antigüedad, de las fases de Venus y de los cuatro satélites de Júpiter. La primera teoría, según la cual los sacerdotes babilonios tenían telescopios, parece demasiado aventurada para ser admitida por la ciencia. Y, sin embargo, el Museo Británico posee una notable pieza de cristal de roca, de forma oval y plano-convexa. Fue descubierta por Sir A. Henry Layard en el curso de unas excavaciones realizadas en el palacio de Sargón, en Nínive. Sir David Brewster afirmó que este disco de cristal era una lente, pero la mayoría de los sabios presentan reservas a esta teoría.

Según la segunda hipótesis, los sacerdotes de Caldea y de Sumer consiguieron conservar a través de numerosas generaciones los elementos de la astronomía antediluviana. No debe olvidarse que los sabios de Babilonia no eran únicamente sacerdotes, sino también sabios: estrechamente ligada a la religión, la astronomía representaba para ellos un terreno reservado.

Los antiguos egipcios poseían un jeroglífico especial para designar un millón. Sin embargo, fue solamente en el siglo XVII cuando el número moderno hizo entrar, gracias a los trabajos de Descartes y Leibniz, la concepción del millón en la matemática. Ahora bien, hace miles de años que los antiguos matemáticos de Babilonia manejaban cifras tan importantes sirviéndose de tablas de cálculo. Pueden haber poseído también en sus bibliotecas tablillas conteniendo informaciones científicas legadas por una época anterior. Si esta suposición es correcta, ello nos explica cómo pudieron descubrir las fases de Venus y las lunas de Júpiter.

Los aztecas estaban informados acerca de la forma esférica de los planetas, y se entretenían con un juego de pelota que imitaba a los dioses empujando a los cuerpos celestes a través de los cielos.

Los dogones de África, que mantienen un sistema teocrático y se mantienen fieles a la antigua tradición, conocen la existencia del sombrío compañero de Sirio, distante de la Tierra unos nueve años luz y solamente visible con el telescopio. Igualmente, los pueblos del Mediterráneo tienen conocimiento de algunas de las Pléyades, invisibles a simple vista. ¿Se tratará de los restos de una ciencia desaparecida, conservados en la memoria popular?

Los que han estudiado la astronomía primitiva se han sentido siempre asombrados de la exactitud con que los antiguos medían el paralaje solar, imposible de establecer con la ayuda de los instrumentos que se utilizaban entonces (30).

El libro Huai Nan Tzu (hacia 120 a. C.) y el Lun Heng, de Wang Chung (82 d. C.), establecen una cosmogonía centrípeta, según la cual existen «torbellinos» que solidifican los mundos salidos de la materia primera. Estos escritos de la antigua China anuncian ya las ideas modernas sobre la formación de las galaxias.

Nos encontramos, así, ante la alternativa siguiente: o bien admitir la existencia en la alta Antigüedad de perfeccionados instrumentos de astronomía, o bien presumir que los sacerdotes de Babilonia, de Egipto y de la India eran los custodios de una ciencia prehistórica de una antigüedad de diez mil años como mínimo.