UN ESTADO DEL QUE LA ONU NO SABE NADA

Un autor alemán, K. K. Doberer, expresa en su libro, Los fabricantes de oro, la idea siguiente: «Los hombres sabios de la Atlántida vislumbraron una posibilidad de escapar al peligro emigrando a través del Mediterráneo hacia el Este, a las inmensas tierras asiáticas, y fundando colonias en el Tíbet».

Se trata de una hipótesis sorprendente y, tal vez, muy cercana a la verdad. Los grandes sacerdotes y los príncipes de la «Buena Ley» pudieron ser transportados por los aires, a salvo del peligro, con dirección a un lejano país, juntamente con todos los logros de su civilización y con sus conocimientos técnicos. Instalándose en una pequeña comunidad completamente aislada, habrían podido desarrollar sus ciencias, alcanzando alturas que nuestras academias no soñarían siquiera. No faltan testimonios en apoyo de esta teoría, aparentemente fantástica.

El canto épico del Mahabharata habla de una Era arcaica en que volaban aviones por los aires, y bombas devastadoras eran arrojadas sobre las ciudades. Se libraban guerras terribles, y el mal reinaba por doquier. A la vista de los escritos antiguos y de las leyendas de numerosas razas, no es imposible reconstituir un cuadro de acontecimientos que probablemente tuvieron lugar en vísperas de la catástrofe geológica.

Cuando un grupo de esclarecidos filósofos y sabios comprendieron que su civilización estaba condenada y que se hallaba en peligro el progreso de la Humanidad, tomaron la decisión de retirarse a lugares inaccesibles de la Tierra. Fueron excavados refugios secretos en las montañas; los pocos escogidos eligieron los valles ocultos en el corazón del Himalaya, para conservar en ellos la antorcha del saber en beneficio de las generaciones futuras.

Cuando el Océano hubo engullido a la Atlántida, las colonias de supervivientes tuvieron tiempo sobrado para erigir una Utopía, evitando los errores del imperio destruido. Sus comunidades, protegidas por su aislamiento, pudieron prosperar lejos de la barbarie y la ignorancia. Habían decidido, desde el principio, romper todo contacto con el mundo exterior. Su ciencia tuvo así la posibilidad de florecer sin trabas y de sobrepasar los resultados obtenidos por los atlantes.

¿Se trata de una fantasía? ¿No sabemos que buen número de nuestros actuales sabios recomiendan ya la construcción de refugios e, incluso, de ciudades subterráneas, en previsión de un holocausto atómico?

La despoblación de los núcleos urbanos y la construcción de ciudades subterráneas, tales son los proyectos presentados en la actualidad por los sabios responsables, deseosos de asegurar la continuidad de la raza humana.

Si los sabios contemporáneos elaboran planes de este tipo, ¿por qué no admitir que planes similares fueran propuestos y ejecutados por los jefes intelectuales de la Atlántida cuando tuvieron que enfrentarse a la degeneración moral de su sociedad y a la amenaza de un «arma de Brahma, resplandeciente como diez mil soles»?

El pensamiento científico no rechaza ya la idea de un poderoso Estado, que habría existido en una época remota, dotado de avanzados conocimientos tecnológicos. Tratando de explicar la tradición científica de la Antigüedad, el profesor Frederick Soddy, pionero de la física nuclear, declaraba, en 1909, que «podría representar un eco de numerosas épocas precedentes de la prehistoria, de una Edad en que los hombres avanzaban por la misma senda que nosotros (17)».

Para conservar durante un período indefinido los productos de la civilización amenazados por guerras devastadoras y calamidades geológicas, nada podría ser más útil que la construcción de refugios subterráneos. Esto es tan cierto en nuestros días como lo era en la época de la Atlántida.

El tiempo ha arrancado numerosas páginas de la historia del hombre sobre este planeta, pero todas las leyendas hablan de un inmenso desastre que destruyó una avanzada civilización y transformó en salvajes a la mayor parte de los supervivientes. Los que fueron después rehabilitados por «mensajeros divinos» pudieron elevarse de su estado y dar origen a las naciones de la Antigüedad de las cuales descendemos nosotros.

Las comunidades secretas de los «Hijos del Sol» eran poco numerosas, pero sus conocimientos eran amplios. Su elevado nivel científico les permitió excavar una vasta red de túneles, especialmente en Asia.

El aislamiento era la inmutable ley que imperaba en estas colonias. Los filósofos, los sabios, los poetas y los artistas no pueden prescindir de un ambiente pacífico para desarrollar su trabajo. No quieren oír el resonar de las botas de los soldados y los gritos del mercado. Nadie podría acusar de egoísmo a estos pensadores por haber querido, a través de los tiempos, compartir su saber solamente con quienes estaban preparados para ello. Este alejamiento les sirve de protección. ¿No es hoy la ley del más fuerte la misma que en tiempos de Calígula? ¿No parece el puño más aterrador aún en su armadura tecnológica?

Perdidos en valles cubiertos de nieve o escondidos en las catacumbas, en el corazón de las montañas, los Hermanos Mayores de la raza humana continuaron su existencia. La realidad de estas colonias se halla refrendada por testimonios procedentes de países tan alejados unos de otros como la India, América, el Tíbet, Rusia, Mongolia y muchas otras partes del mundo. En el curso de cinco mil años, se han recibido estos testimonios, que, aún adornados por la fantasía, deben contener un elemento de verdad.

Ferdinand Ossendowski, galardonado por la Academia Francesa, menciona una extraña historia que le fue relatada hace cincuenta años en Mongolia por el príncipe Chultun Beyli y su Gran Lama. Según ellos, en otro tiempo habían existido dos continentes, en el Atlántico y en el Pacífico. Desaparecieron en las profundidades de las aguas, pero parte de sus habitantes encontraron refugio en vastos albergues subterráneos. Estas cuevas se hallaban iluminadas por una luz especial que permitió el crecimiento de plantas y aseguró la supervivencia a una tribu perdida de la Humanidad prehistórica que alcanzó posteriormente el más alto nivel de conocimientos.

Según el sabio polaco, esta raza subterránea consiguió importantes logros en el terreno técnico. Poseía vehículos que circulaban con extraordinaria rapidez a través de una inmensa red de túneles existente en Asia. Estudió la vida en otros planetas, pero sus éxitos más notables se encuentran en el ámbito del espíritu puro.

El célebre explorador y artista Nicolás Roerich se hizo mostrar largos corredores subterráneos en el curso de sus viajes a través de Sinkiang, en el Turquestán chino. Los indígenas le refirieron que gentes extrañas salían a veces de aquellas catacumbas para hacer compras en la ciudad, pagando con monedas antiguas que nadie era capaz de identificar.

En el curso de una estancia en Tsagan Kuré, cerca de Raigan, en China, Roerich escribió, en 1935, un artículo titulado «Los guardianes», en el cual se preguntaba si esos hombres misteriosos que de pronto aparecen en medio del desierto no saldrán de un pasadizo subterráneo.

Interrogó largamente a los mongoles acerca de esos visitantes misteriosos y obtuvo de ellos informaciones muy interesantes. A veces, dicen, estos extranjeros llegan a caballo. Con el fin de no provocar demasiada curiosidad, se disfrazan de mercaderes, pastores o soldados. Hacen regalos a los mongoles.

No se puede desechar, sin más, el testimonio de un hombre de reputación internacional. El autor de este libro tuvo, por otra parte, el honor de entrevistarse personalmente con el gran explorador en Shanghai, al término de su expedición de 1935.

Es interesante señalar que el profesor Roerich, así como los miembros de su equipo, observó en 1926 la aparición de un disco luminoso por encima de la cordillera del Karakorum. Durante un mañana soleada, el objeto era claramente visible a través de los tres potentes anteojos de que disponían los exploradores. El aparato circular cambió bruscamente de rumbo mientras lo observaban. Hace cuarenta años, ningún avión ni dirigible sobrevolaba el Asia central. ¿Provenía el ingenio de una colonia prehistórica?

Durante la travesía del desfiladero de Karakorum, un guía indígena contó a Nicolás Roerich que habían aparecido grandes hombres blancos, así como mujeres, surgiendo del fondo de las montañas por salidas secretas. Se les había visto avanzar en la oscuridad, con antorchas en la mano. Según uno de los guías, estos misteriosos montañeses habían incluso llevado ayuda a algunos viajeros.

La señora A. David-Neel, exploradora del Tíbet, menciona en sus escritos a un chantre tibetano de quien se decía que conocía el camino de «la morada de los dioses», situada en alguna parte de los desiertos y las montañas de la provincia de Chinhai. Una vez, le llevó desde ese lugar una flor azul que había brotado reinando una temperatura de veinte grados bajo cero; el río Dichu estaba en aquel momento cubierto por una capa de hielo de casi dos metros.