Capítulo XXII

EN BUSCA DE LA FUENTE

En esta obra se ha realizado un intento de demostrar que, en la Antigüedad y la Prehistoria, existió un nivel científico y tecnológico mucho más elevado de lo que generalmente se supone.

Parte de este conocimiento es un enigma. Por ejemplo, ¿cómo pudieron los mayas haber construido un calendario más preciso que el que poseemos en esta Edad de la Ciencia? ¿Por qué sigue siendo la pirámide de Cheops el edificio megalítico más grande del mundo? ¿Cuál fue la causa de que los babilonios inventaran baterías eléctricas hace 4000 años? ¿Por qué los antiguos griegos y romanos esperaban encontrar planetas más allá de Saturno?

El científico no dispone de una explicación preparada para este tipo de misterios, porque está sobrecargado con los problemas prácticos inmediatos. Además, el hombre de ciencia corriente se mueve dentro de un campo estrecho, poseyendo sí un conocimiento en profundidad de su rama correspondiente de la Ciencia, pero comparativamente pequeño respecto a otras ramas ajenas a ella. Los propios científicos admiten esta especialización limitada y, burlonamente, la llaman «cretinismo profesional». Con las reacciones en cadena que ocurren en la Ciencia, y con la superproducción de información, nada puede hacerse por ahora respecto a esta tendencia. Después de todo, el científico es un hombre y no una computadora.

Los aspectos desconcertantes de la historia de la Ciencia son relegados, por tanto, a los teóricos. Sin embargo, la verdadera Ciencia no consiste tan sólo en la recopilación de un inmenso catálogo de hechos, sino también en la capacidad para valorarlos. Con objeto de verter alguna luz sobre estos confusos recortes de ciencia antigua, es esencial formular los problemas.

Un modo de resolver estas peliagudas cuestiones podría ser el de considerar la posibilidad de una avanzada civilización tecnológica que hubiera perecido en un devastador cataclismo hace millares de años.

El profesor Frederick Soddy, pionero de la Ciencia atómica, escribió en 1909: «La leyenda de la Caída del Hombre, posiblemente, podría ser todo lo que sobrevivió de semejante tiempo, antes de que, por alguna razón desconocida, la totalidad del mundo se hubiera desmoronado otra vez bajo la indiscutible oscilación de la Naturaleza, para empezar nuevamente su laboriosa resurrección a través de los siglos».

La Historia, mitología y libros sagrados de la mayor parte de las razas vienen a apoyar la imaginativa teoría del profesor Soddy. ¿Por qué aparecieron leyendas relativas a un diluvio en los soleados Egipto, Grecia y Mesopotamia, en los montañosos Perú y México, en la helada Groenlandia y en el arenoso Gobi?

El hombre de Cro-Magnon de hace 20 000 años no era fisiológicamente muy distinto del hombre medio europeo moderno. Si hubiese sido un superviviente de otra época civilizada, comprenderíamos entonces por qué poseía el talento para producir obras artísticas en sus prehistóricos museos de arte, tales como Altamira y Lascaux. En cuanto a realismo dinámico, las obras maestras de estos «hombres de las cavernas» eran superiores a las posteriores pinturas y esculturas de Egipto, Babilonia y Creta.

En la Antigüedad, los eruditos creyeron en una perdida edad legendaria. Estaban seguros de que existieron Imperios que fueron destruidos por la furia de los elementos, y de que, dada la extensión planetaria de esta catástrofe, muy poco subsistió de su primitiva grandeza, exceptuando los hermosos mitos relativos a una Edad de Oro.

Por ejemplo, Filón de Alejandría (20 a. C. - 45 d. C.) escribió: «Debido a la constante y repetida destrucción causada por el agua y el fuego, las generaciones posteriores no recibieron de las primitivas el recuerdo del orden y la secuencia de los acontecimientos».

En el Timeo Platón (427-347 a. C.) reproducía las palabras de un sacerdote egipcio: «Han ocurrido, y ocurrirán otra vez, muchas destrucciones de la Humanidad». Cuando la civilización sea destruida por calamidades naturales, entonces «tendréis que empezar otra vez en todas partes como niños», dijo el sumo sacerdote de Egipto a Solón.

El Popol Vuh de Guatemala recalca el gran conocimiento científico de los «primeros hombres». «Fueron capaces de conocerlo todo, y estudiaron los cuatro rincones, los cuatro puntos del arco del firmamento y la redonda faz de la Tierra. Esta raza primitiva podía ver lo grande y lo pequeño en el Cielo y sobre la Tierra», afirma el libro sagrado de los mayas. Pero todo su conocimiento se perdió cuando los dioses se preguntaron: ¿deben ser también ellos dioses? Y, así, los «ojos de los primeros hombres fueron nublados, y pudieron ver tan sólo lo que estaba cerca». Éste es el modo como «la sabiduría y todo el conocimiento» de los primeros hombres fueron destruidos.

Con frecuencia, un mito no es más que historia encubierta. La historia de Popol Vuh podría ser cierta, si una civilización desarrollada hubiera llegado a su fin debido a un desastre geológico, y los supervivientes hubieran heredado solamente una tradición verbal de una época pasada de cultura.

Los acontecimientos históricos se asientan con el tiempo, al igual que lo hace el barro en un río, y son cubiertos gradualmente por nuevos incidentes. Si el pasado no es puesto al descubierto, estudiado y registrado, permanecerá en el olvido. La cantidad de conocimiento que poseemos acerca del pasado es tan sólo una pequeña porción de la historia completa de la Humanidad.

Existen enigmas en la historia de la civilización que podrían ser resueltos si consideráramos la leyenda de un continente perdido como una hipótesis de trabajo. En la última Edad del Hielo, todo el Canadá, parte de los Estados Unidos, la totalidad de Bélgica, Holanda, Alemania, Escandinavia y una parte de la Europa Oriental estaban bajo una capa de hielo ártico. Aproximadamente hace doce mil años, tuvo lugar un súbito aumento de la temperatura, y la capa de hielo empezó a fundirse. El nivel del mar se elevó 92 cm cada siglo entre los años 12 000 y 4000 a. C., durante esta desglaciación. ¿Cuál fue la causa de este final de la Edad del Hielo?

Si se aceptara la realidad de la Atlántida y su hundimiento, ésta podría ser fácilmente la explicación de cómo la cálida Corriente del Golfo empezó a fluir hacia el Norte, cuando la barrera del continente atlántico fue eliminada tras su desaparición bajo las aguas. De este modo, la Corriente se habría convertido en la «calefacción central» de Europa, y dulcificado el clima, de forma que, en el plazo de cien años, gigantescas masas del casquete helado europeo se habrían fundido. Si se colocara nuevamente un continente-isla en el Atlántico que fuera capaz de bloquear la Corriente del Golfo, tanto Europa como Norteamérica se transformaría mañana en una zona ártica.

Las cifras relativas a la población global entre el año 6000 a. C. y el comienzo de nuestra era, son extremadamente sintomáticas. Hace 2000 años existían aproximadamente 250 millones de personas sobre la Tierra. La población del planeta en el año 4800 a. C. era de 20 millones de almas.

En el año 5000 a. C. había unos 10 millones de personas entre todos los continentes. Mil años antes —es decir, en el año 6000 a. C.—, tan sólo 5 millones de personas habitaban la Tierra. Basándose en estas cifras, la población del Globo debió de estar por debajo del millón de personas, en los alrededores del año 10 000 a. C.: una cifra asombrosamente baja. ¿Por qué era el hombre en este tiempo una criatura tan rara, si había tenido una existencia continuada en forma de primate y luego como ser racional durante al menos dos millones de años? ¿Fue destruido el hombre junto con sus obras por la furia de los elementos?

Ahora bien: ¿hacia dónde debemos mirar para descubrir las huellas del hombre antediluviano? Egipto parece ser el primer lugar lógico para efectuar una investigación de sus antecedentes. «Los egipcios se precian de ser el pueblo más antiguo del mundo», decía Pomponio Mela en el siglo I.

La historia de la Atlántida, tal como la cuenta Platón, llegó hasta él procedente de los sacerdotes de la diosa Neith, en Sais, a través de Solón. «Soy lo que ha sido, lo que es y lo que será», manifestó la diosa a los sacerdotes, quienes llevaron crónicas de la Historia durante millares de años. Heródoto admitió que no podía revelar ciertos misterios que había aprendido en el templo de Neith. Éstos pudieron haber consistido en revelaciones referentes a la historia desconocida de la Humanidad.

Desde Amiano Marcelino, historiador romano del siglo IV, hasta Ibn Abd Hokem, sabio árabe del siglo IX, numerosos relatos hablan de escondrijos antediluvianos enterrados debajo o en el interior de las pirámides de Gizeh. ¡Quién sabe si tales leyendas podrían tener un átomo de verdad! El sondeo de las pirámides por medio de los rayos cósmicos, realizado por la Universidad Ein Shams, de El Cairo, iniciado por el doctor Luis Álvarez, está en disposición de aportar pruebas interesantes en este campo, particularmente si la investigación se extiende a cierta profundidad bajo el suelo.

La aplicación de esta técnica en la pirámide de Kefrén para buscar cámaras secretas, ha puesto ya de manifiesto un asombroso fenómeno[43]. Las grabaciones correspondientes a un día determinado difieren notablemente de las del día subsiguiente. Dado que los rayos cósmicos inciden sobre la pirámide uniformemente desde todas las direcciones, el detector situado en la cámara del piso bajo debería mostrar un gráfico uniforme. Pero, si existiesen algunas bóvedas en la masa del edificio por encima del detector, entonces éstas permitirían que pasaran más rayos que las áreas sólidas, y aparecerían como sombras en el detector. En setiembre de 1968, el equipo estaba aparentemente en buen estado, desde el momento en que podían ser vistos claramente los ángulos y los lados de la pirámide de Kefrén.

Sin embargo, los centenares de grabaciones registradas por los científicos entre 1967 y 1969 han mostrado un hecho sorprendente. Cuando fueron introducidas en la computadora «IBM 1130» de la Universidad Ein Shams de El Cairo, los gráficos de los registros diarios demostraron ser totalmente distintos. El doctor Amr Gohed, que estaba a cargo de la instalación, recalcó: «Esto es científicamente imposible. Existe un misterio que está más allá de cualquier explicación… Hay alguna fuerza que desafía las leyes de la Ciencia, actuando en la pirámide», dijo. ¿Qué fuerza más potente que los rayos cósmicos podían poseer los constructores de las pirámides? ¿Dejaron acaso una máquina que irradiaba este poder bajo las pirámides de Gizeh?

En 1967, el autor escribió un artículo para un periódico moscovita titulado ¿Existe un generador bajo la pirámide de Cheops? Aludiendo a la Esfinge, planteó una cuestión: «¿Está guardando realmente el museo y biblioteca más antiguos del mundo?».

Si las pruebas de una civilización arcaica serán halladas alguna vez en Gizeh o en un sondeo submarino realizado en el fondo del Atlántico, es algo que todavía pertenece al reino de la especulación. Pero una cosa es cierta: el testimonio de los escritores antiguos, de las leyendas y de los libros sagrados, apoya la existencia de una raza avanzada que no está registrada en la Historia. Dicha nación pudo haber transmitido su tradición científica a la casta de sacerdotes de Egipto, Babilonia, México, India, y a los filósofos de Grecia y China, lo cual podría explicar cómo este conocimiento persistió a través de los siglos.

La teoría sobre una cultura y tecnología avanzadas en la protohistoria, que fueron devoradas por un cataclismo, podría aclarar muchos enigmas de la historia de la Ciencia. Por ejemplo, podría dilucidar los siguientes misterios:

Pero existe otra hipótesis que podría explicar también algunos de los enigmas planteados en este libro. Es fascinante, aunque del todo fantástica.

En una convención celebrada en Nueva York, el gran físico Niels Bohr dijo en cierta ocasión a un científico: «Estamos de acuerdo en que su teoría es disparatada. La duda que nos divide es ésta: ¿es suficientemente absurda para ser cierta?».

Dejamos al lector decidir si nuestra conjetura es lo bastante absurda como para ser correcta. Así, pues, retrocedemos al comienzo: la aurora de la civilización. Aparecieron extraños semidioses en el escenario del mundo, que ilustraron, enseñaron y ayudaron al hombre primitivo.

Un ser superior vino en cierta ocasión a la tierra del Nilo, en un remoto pasado. Civilizó a los moradores de Egipto, proporcionándoles símbolos para registrar los sonidos y las ideas, la lira para recrearse, mapas de las estrellas, números para contar, nombres de hierbas y remedios que podían curar enfermedades. Luego, el benefactor pronunció un adiós a la gente de Egipto y ascendió al cielo. Su nombre era Thoth, Hermes o Mercurio.

Un portador de cultura llegó a Grecia en tiempos antiguos. Era un músico maravilloso, y poseía tal sabiduría, que podía contestar todas las preguntas. Hablaba de cosas extrañas e incomprensibles como, por ejemplo, de la vida de las estrellas. Los griegos lo conocían como Orfeo.

La Serpiente con plumas o Quetzalcóatl, descendió de un «agujero en el cielo». Otra versión describe un buque con alas en el que navegaba. Quetzalcóatl instruyó a los indios de la América Central en las ciencias de la Agricultura, la Astronomía y la Arquitectura, y les dio un código de ética. El civilizador dejó una huella indeleble en la cultura centroamericana, y es todavía venerado en México. Ventanas de vidrios coloreados y murales que representan a Quetzalcóatl pueden ser vistos por los turistas en el Palacio Nacional de México. ¿Es ésta otra leyenda acerca de un cósmico portador de la antorcha de la civilización?

En el nacimiento de Sumer, una fantástica criatura desembarcó en las costas del golfo Pérsico. Parecía un gran pez, pero en su boca había una cara humana. Este monstruo, que pudo haber sido un visitante cósmico en su traje espacial, después del «amaraje», habló a los primitivos moradores de Mesopotamia y les enseñó cómo construir ciudades, compilar leyes, poner sus pensamientos en palabras, utilizar los números y observar las estrellas. Este dios en forma de pez, conocido como Oannes, civilizó a los salvajes y humanizó sus vidas. Su legado científico era de la más alta calidad, y la gente de los valles del Tigris y el Éufrates se convirtieron en grandes astrónomos y matemáticos.

Muy lejos de Babilonia, en Sudamérica, un hombre blanco de alta talla, vino del país de la aurora. Reveló a los indios los secretos de la civilización y les inspiró elevados ideales éticos. Cuando su misión fue completada, al igual que Oannes, desapareció en el mar. Su nombre era Viracocha: «la espuma del mar». ¿Tenemos aquí otra vez una leyenda acerca de un emisario de las estrellas, cuya nave podía viajar igualmente por el agua que por el espacio?

En años recientes se descubrió en Tassili, al norte del Sáhara, unas pinturas rupestres muy peculiares. Describen un grupo de hombres en lo que parecen ser trajes de buzos o trajes espaciales, y que carecen de bocas. Una imagen pintada en la roca, de 6 metros de longitud, fue apropiadamente llamada el «Marciano». Dado que las pinturas tienen una antigüedad de

Esta teoría relativa a la importación de la Ciencia a partir de un origen cósmico está dentro del esquema de la especulación científica.

Hace pocos años, Frank Drake, el astrónomo americano, formuló la teoría de que los visitantes espaciales podían haber dejado escondrijos de artefactos unidos a isótopos radiactivos. Una Humanidad científicamente madura, que alcanzara el nivel de inteligencia de los viajeros cósmicos, más pronto o más tarde hallaría estas bóvedas del tesoro y descubriría recuerdos de una estrella distante. Quizás ha llegado el día en que podemos verificar su teoría mediante detectores de radiación.

«Dejemos a los arqueólogos que realicen su búsqueda de depósitos secretos establecidos por los cosmonautas. Si existieron inmensos tesoros del más preciado conocimiento científico almacenado para nosotros, ¿cuánto heredaríamos?», pregunta el doctor M. M. Agrest, de la URSS.

El doctor Cari Sagan, eminente astrofísico de los Estados Unidos, especula en términos parecidos: «La Tierra podría haber sido visitada muchas veces por diversas civilizaciones galácticas durante las épocas geológicas, y cabe la posibilidad de que existan todavía artefactos de estos visitantes».

El profesor Hermann Oberth, pionero de la astronáutica, afirmó hace pocos años que los visitantes del espacio «han estado estudiando la Tierra durante siglos». Cree que una avanzada civilización galáctica podría, compartiendo su conocimiento con nosotros, elevar nuestra ciencia a un nivel que, en condiciones normales, necesitaríamos 100 000 años para alcanzarla. ¡Tal vez algo de esto ha ocurrido ya en la pasada historia de la Humanidad!

El viaje interestelar parece una quimera, debido a las enormes distancias que nos separan de los sistemas solares. Para formarse una idea sobre la inmensidad del Universo, comparemos al Sol como una bola de billar. En tal caso, la Tierra aparecería como un simple puntito situado a 7,60 m de la bola. La órbita de Plutón, que constituye la línea fronteriza de nuestro sistema solar, aparecería, en esta escala, a una distancia de 300 metros del Sol. La estrella más cercana —Próxima Centauri—, utilizando la misma escala, ¡estaría a una distancia de 2000 kilómetros!

Sin embargo, el combustible de antimateria y los rayos fotónicos, así como la reducción del tiempo en una nave estelar que se moviera a una velocidad próxima a la de la luz, podrían en el futuro convertir en una realidad el viaje espacial. De hecho, existen ya cianotipos de estos viajes espaciales, diseñados por ingenieros astronáuticos de los Estados Unidos y la URSS.

Pero lo que para nosotros sería mañana una proeza tecnológica, podría muy bien representar un medio de transporte corriente para algunas civilizaciones galácticas de la actualidad. Existe una eternidad de tiempo en el universo infinito. Una raza cósmica más antigua podría haber dominado el vuelo interestelar hace millones de años, y podría incluso estar ahora cruzando las inmensidades de nuestra galaxia. Podrían haber venido aquí en épocas remotas, y, tal vez, una parte del folklore podría referirse a estas visitas.

El punto de vista de que realmente han ocurrido contactos entre los mundos en el pasado, y de que están ocurriendo en el presente y ocurrirán en el futuro, es compartido no sólo por los escritores de ciencia-ficción, sino también por algunos hombres de gran talla en los círculos académicos.

En mayo de 1966, tuve el privilegio de entrevistarme, en Nuremberg, Alemania, con el «padre de la moderna cohetería», profesor Hermann Oberth. «Creo que más del cuarenta por ciento de las estrellas poseen planetas, y que la vida inteligente podría existir en algunos de ellos. Para hablar con sinceridad, ésta es la razón principal por la que me interesé en la astronáutica en mi temprana juventud», dijo el distinguido científico.

Cuando introduje el tema de la comunicación interestelar y la posible vigilancia de nuestro planeta por cosmonautas procedentes de otro mundo espacial, la reacción del profesor fue: «Es deber de los científicos investigar esta posibilidad».

En París, en marzo de 1968, tuve una interesante discusión con el doctor J. Alien Hynek, director del Observatorio de Dearborn y profesor de la Universidad Northwestern, que fue el primero en emplear los satélites en la observación astronómica.

—¿Qué porcentaje de sistemas solares es apto para la vida? —le pregunté.

—En mis días de estudiante, la vida en el Universo era considerada como una rareza. Pero ahora, con las teorías modernas de la evolución estelar, se desprende que, al menos por lo que se refiere a una amplia clase de estrellas, puede aparecer un sistema planetario dentro del proceso natural de crecimiento. Decir que nuestra estrella (el Sol) es la única que tiene planetas, es análogo a afirmar, por ejemplo, que nuestro gato puede tener gatitos, y que esto es algo que no puede hacer ningún otro gato en el mundo. Desde el punto de vista del astrónomo, es cósmicamente provinciano creer que nuestro sistema solar es el único. Tiene que existir alrededor de cada estrella una «zona templada», en la que se den condiciones aptas para la vida.

—¿Está dentro de los límites de la especulación científica la posibilidad de visitas procedentes de superiores civilizaciones galácticas?

—Efectivamente, está dentro de sus límites. Como astrónomo, estoy dispuesto a admitir la firme posibilidad de que existan otras civilizaciones en nuestra galaxia. Sin embargo, los problemas de ingeniería implicados en el viaje sideral para llegar a la Tierra superan por completo mi imaginación. No obstante, estoy perfectamente dispuesto a admitir la realidad de los ETI’s (inteligencias extraterrestres) —respondió el doctor Hynek.

Durante mi estancia en Moscú, en noviembre de 1966, me entrevisté con Alexandr Kazantsev, famoso escritor de ciencia-ficción. Después de la Segunda Guerra Mundial, este autor había dado una nueva interpretación al meteoro de Tunguska, una catástrofe ocurrida en 1908, que devastó una considerable área de terreno en Siberia. Formuló la teoría de que la explosión había sido causada por la detonación de una nave espacial procedente de otro planeta. Esta hipótesis fue firmemente apoyada por Boris Liapunov, escritor científico de la URSS.

Ambos especulaban sobre el hecho de que un cuerpo cilíndrico no podía haber sido en ningún caso un meteoro. Por lo demás, nunca alcanzó la Tierra, ya que hizo explosión a una altitud de 6000 m. Antes de la explosión, el objeto habría intentado efectuar una maniobra equivocada para cambiar su trayectoria. El suelo ártico, helado durante miles de años, no fue perforado por los fragmentos de este «meteorito». Según testigos, la explosión fue deslumbradora, incluso a la luz del día. Debido a ella, se produjo una gran devastación en el inmenso bosque siberiano. Cuando se cortaron los árboles, éstos mostraban un anillo desusadamente grueso, para el que correspondería el año 1908, lo cual sugería la acción de la radiactividad.

Visité a Kazantsev en Moscú, para conseguir de él más datos relativos al misterio siberiano. Mientras estábamos en medio de una excitante conversación sobre la posibilidad de que nosotros, los hombres de la Tierra, pudiéramos ser los «nietos de Marte», y de que algunos episodios de la historia bíblica pudieran ser relatos de las visitas de huéspedes cósmicos a este planeta, sonó el timbre de la puerta. Mi anfitrión dejó el estudio, dándome la oportunidad de tomar algunas notas acerca de este memorable diálogo. Pocos minutos después, Alexandr Kazantsev regresó con un folleto en la mano y una sonrisa en la cara. «Después de todo, estamos en lo cierto», dijo, pasándome un folleto recientemente impreso titulado «El Instituto Unido de Investigación Nuclear, Dubna. N.º 6-3311». Contenía un análisis radioquímico de las cenizas de algunos árboles procedentes del lugar de la explosión de Tunguska, y aludía a la posibilidad de un contacto entre la antimateria y la materia.

Un párrafo me impresionó en particular: «En otras palabras, estamos volviendo (no importa cuán fantástica pueda parecer) a la suposición de que la catástrofe de Tunguska fue producida por un aterrizaje precipitado de una nave espacial, nave que estaba propulsada por un combustible de antimateria».

Mi amigo Boris Liapunov me mostró en Moscú una revista de 1930, Vestnik Znania que destacaba un artículo sobre la «Vida en Otros Mundos». El gran pionero de la astronáutica, Tsiolkovski, decía sobre el tema de la comunicación interestelar: «Si las máquinas de seres inteligentes de otros mundos no han visitado la Tierra, no debemos deducir de ello que no hayan visitado otros planetas. En segundo lugar, para afirmar el hecho de la no-visita de nuestro mundo, disponemos tan sólo de unos pocos millares de años de vida consciente de la Humanidad. ¡Pensemos en los siglos pasados y en los futuros!».

En la misma revista, B. A. Rynin escribe: «Si acudimos a los relatos y leyendas de la venerable Antigüedad, nos percataremos de las extrañas coincidencias que existen entre las leyendas de países separados por océanos y desiertos. Esta semejanza de los mitos habla en favor de la visita a la Tierra por parte de habitantes de otros mundos, en un tiempo inmemorial».

Estas fantásticas ideas nunca han sido extrañas para el autor desde sus días de escolar. Si se me permite relatar una experiencia personal de mi primera estancia en China, me referiré a una conferencia dada por mí en Shanghai en 1941. En esta disertación, hablé de «posible comunicación entre los planetas mediante naves espaciales propulsadas por energías desconocidas», y también de las visitas de inteligencias superiores a nuestro planeta Tierra. Sin embargo, mi audiencia no estaba totalmente dispuesta a aceptar la existencia de seres en otros mundos cósmicos, y la conferencia no resultó un éxito.

Pero en nuestra era actual de sondas espaciales a Marte y Venus, y de viajes de los terrestres a la Luna, la resistencia pública hacia el concepto de una pluralidad de mundos habitados se ha resquebrajado.

El problema de la vida en otros sistemas estelares gira sobre cuatro cuestiones básicas:

Actualmente, en esta Era del Viaje Espacial, hay muy pocas personas que fueran capaces de contestar afirmativamente a las dos primeras preguntas.

Aunque la Luna es desolada (tampoco Marte parece un lugar apropiado para la vida inteligente), es seguro que, en algún lugar dentro de la extensión ilimitada de nuestra galaxia, con sus 150 000 millones de soles, existen numerosos planetas parecidos a nuestra Tierra, que podrían haber producido sus propias versiones de vida y consciencia.

Para un turista cósmico que se aproximara a la Tierra, nuestro planeta podría dar la impresión de un mundo deshabitado.

De hecho, ésa fue la impresión del capitán Lovell, cosmonauta del Apolo VIII quien hizo esta observación en su viaje de regreso al hogar, desde la Luna: «Procuro imaginarme que soy algún solitario viajero procedente de otro planeta. ¿Qué pensaría acerca de la Tierra desde esta altitud (333 000 kilómetros)? ¿Está habitada, o no?».

La hipótesis de contactos de civilizaciones galácticas con los hombres de la Tierra en épocas pasadas podría explicar los siguientes insólitos conocimientos de la remota Antigüedad:

Además de la posible importación de la Ciencia desde otro mundo estelar, o de la existencia de un legado cultural procedente de una civilización desaparecida, existe una fuente de conocimiento menos fantástica que podría explicar algunas de las peculiaridades de la historia de la Ciencia.

En el curso de los pasados 35 000 años, el hombre ha ido alcanzando lentamente su actual nivel. Aproximadamente desde el año 8000 a. C., empezó a cambiar su personalidad de cazador errante por la del agricultor afincado y el comerciante de la ciudad.

El punto de vista científico ortodoxo no tiene nada previsto sobre una ignorada civilización avanzada en la Prehistoria. No toma en consideración las ideas acerca de portadores de cultura procedentes de viajes espaciales que pudieran haber acelerado el progreso de la Humanidad en este planeta.

Los antropólogos afirman que, en el transcurso del largo período de tiempo de desarrollo de los primates, apareció un verdadero hombre. El hombre de Cro-Magnon prosperó como cazador y pescador. Los miembros del clan se sentaban alrededor de la hoguera, por la noche, escuchando a los más ancianos relatar sus experiencias, y transmitían su conocimiento acumulado a las generaciones más jóvenes.

Cuando el hombre empezó a cultivar plantas, domesticar animales y perfeccionar sus útiles y armas, cruzó el umbral de la civilización. Aquello tuvo lugar aproximadamente hace 7000 años.

Muchas de las realizaciones de la Humanidad en épocas primitivas, que hemos descrito en este libro, podrían ser explicadas sencillamente por la marcha del progreso.

Pero la Ciencia ortodoxa no está en disposición de ofrecer una explicación para los misterios insolubles de la historia de la Ciencia que hemos examinado en esta obra.

Llegamos ahora al punto crucial. ¿Recibieron los antiguos un legado científico de los supervivientes de una civilización más remota destruida por las olas y los fuegos de los volcanes submarinos en un cataclismo geológico? ¿O bien, la ciencia primordial y la cultura fueron traídas a este mundo por los visitantes espaciales que muchos millones de años antes habían alcanzado aquel nivel de evolución en que nosotros estamos hoy?

Efectivamente, no existe una contradicción entre ambas hipótesis. Tal como dijo el gran Tsiolkovsky, nuestra historia es demasiado breve para calcular con cuánta frecuencia han ocurrido en el pasado visitas procedentes del espacio. Sin embargo, el astrofísico americano Carl Sagan cree que estas visitas se suceden a intervalos de 5500 años.

Si la Historia se extiende más allá del límite de 7000 años atribuido por los historiadores, y si vivieron hombres en el último período interglacial, algún descendiente de los seres celestes pudo haber iniciado sobre la Tierra una época de cultura. Si la tecnología de las inteligencias extraterrestres estaba suficientemente desarrollada como para permitirles cruzar distancias astronómicas, igualmente su nivel de vida y pensamiento debían de ser muy evolucionados.

Los seres estelares pudieron haber fundado los primeros Imperios del mundo, gobernado como los Reyes del Sol, y luego transmitido su autoridad a las llamadas «dinastías solares». Esta especulación se confirma por una creencia, común a las leyendas de Egipto, India, China, Grecia, México y Perú, que afirma que hubo un tiempo en que los «dioses» reinaban sobre la Humanidad.

Esta convicción está aún viva en la India, y personalmente tuve ocasión de experimentar cuán poderosa es. A mi llegada, unos amigos indios, que se postraban a mis pies para honrarme como «un dios», me pusieron al cuello una guirnalda de flores tropicales. «No podemos correr ningún albur, ya que usted podría ser un hombre celeste procedente de las estrellas, que pretendiera haber venido tan sólo de Australia», decían los indios como respuesta a mi embarazo y a mis objeciones.

La tesis principal de este libro, de que la fuente de la civilización se extiende mucho más lejos en el pasado, algún día será aceptada. El origen de la civilización está retrocediendo constantemente, a medida que la Ciencia avanza. Dado que la verdadera Ciencia es fluida, y se modifica gracias a nuevas pruebas, no es improbable que gran parte de la especulación ofrecida en este estudio de la historia de la Ciencia sea considerada finalmente como razonable.