Capítulo XX

DIAMANTES Y ESTRELLAS. EL INMORTAL SAINT-GERMAIN

Hay un curioso rasgo en el carácter humano —sin duda un atavismo procedente de los días del hombre de las cavernas—, que consiste en ver un peligro en los extranjeros y en lo desconocido. Este rasgo convierte al hombre en suspicaz y aprensivo respecto al recién llegado que no se adapta a la regla de comportamiento y modo de pensar aceptados.

Así, no resulta sorprendente que, cuando el conde de Saint-Germain, la esfinge del siglo XVIII, apareció en Inglaterra en 1745, un inglés llamado Horace Walpole diera de él la siguiente descripción: «Canta, toca el violín maravillosamente, compone, es maníaco y no muy sensible».

Algunas enciclopedias son incluso más críticas respecto a este misterioso individuo, y simplemente lo llaman «un aventurero». Pero hay un abismo de diferencia entre calificar con un epíteto a un hombre y efectuar un estudio objetivo de su vida y naturaleza. La mayor parte de los comentarios desfavorables acerca de Saint-Germain proceden de escritos políticos. La Policía francesa creía que era un espía prusiano. Otro servicio secreto de Europa sospechaba que se trataba de un agente ruso o de un jacobita de Inglaterra. No obstante, tal como Lord Holdernesse escribió a Mitchell, embajador británico en Rusia, «la investigación de su persona no ha producido nada realmente sustancioso».

El Siglo Ilustrado dio al mundo una de sus mentes más extraordinarias —Voltaire—, el cual tenía una definida opinión acerca del conde de Saint-Germain: «Es un hombre que lo sabe todo», declaró el genio francés.

Uno de los mejores amigos y discípulos de Saint-Germain fue el príncipe Karl von Hesse-Kassel, quien escribió Memorias de mi tiempo en donde llama al conde «uno de los mayores filósofos que han vivido nunca».

El conde Johann Karl Phillip Cobenzl (1712-1770), embajador austríaco en Bruselas, tenía también una opinión muy elevada de Saint-Germain: «Lo sabe todo, y muestra una rectitud y bondad de alma dignas de admiración».

Al leer estas observaciones acerca del «hombre que lo sabe todo», uno no puede menos de pensar en Apolonio y los hombres del Tibet, que también «lo conocían todo».

Este sondeo en la vida de Saint-Germain está dedicado a sus realizaciones científicas y pruebas existentes que demuestran que, como Apolonio de Tiana, era un maestro de esa Ciencia antigua cuya sombra podemos entrever en la Historia y la leyenda.

Cuando el mariscal de Belle-Isle presentó al conde de Saint-Germain a la marquesa de Pompadour y a Luis XV, en 1749, el rey sufría un mortal aburrimiento, y Madame de Pompadour se percató de que aquel extranjero podía curar al rey de su enfermedad. El conde mantuvo muchas conversaciones extensas con el monarca y la marquesa, acerca de la Alquimia, la Ciencia y otros temas.

Al principio, Luis XV se mostró muy escéptico respecto a los conocimientos del conde en cuanto a Química y transmutación. Pero no podía mostrarse demasiado crítico con un hombre que poseía diamantes más grandes que los suyos propios.

El mariscal de Belle-Isle describió vívidamente la primera audiencia del conde Saint-Germain con el rey.

«Si podéis fabricar el Elixir de Vida, o hallar la Piedra Filosofal, estaré dispuesto a comprar la receta. Entretanto, podéis disponer de vuestra casa y de vuestra pensión», dijo Luis XV, advirtiendo finalmente: «Pero con ello no quiero significar que crea en vuestras pretensiones».

«No necesito ni una casa, ni una pensión —contestó severamente Saint-Germain—. Llevo conmigo los medios que necesito: una corte de sirvientes, y dinero para alquilar una casa», y entonces introdujo la mano en una larga bolsa cerrada con cintas y tomó un puñado de diamantes, desparramándolos sobre la mesa que había entre el rey y él, en una lujosa sala de Versalles: «Y, si place a Vuestra Majestad, aceptad estas piedras como una pobre ofrenda».

Su Majestad se volvió rápidamente; no pudo contener una exclamación de placer al contemplar aquellas piedras, que brillaban con el más puro resplandor del espectro, cuando fueron esparcidas sobre la brillante superficie de la pulimentada mesa. «Aquí, Majestad, hay algunos diamantes que yo he sido capaz de fabricar gracias a mi arte».

La Historia no nos habla de cuáles fueron los hechos que más impresionaron a Luis XV en sus discusiones nocturnas en el Trianón, en las que nadie, excepto el rey, Madame de Pompadour y el conde, estaban presentes.

El magnífico castillo de Chambord, con sus 440 habitaciones, fue puesto a disposición de Saint-Germain, y allí descubrió el ocioso rey el placer de la labor creadora y empezó sus experimentos de Química bajo la dirección del primer químico de su tiempo, el conde de Saint-Germain.

Tal como Casanova de Seingalt escribe en sus famosas Memorias: «El monarca, un mártir del aburrimiento, trataba de hallar a toda costa un pequeño placer o distracción fabricando tintes; según Saint-Germain, los tintes descubiertos por el rey habrían de tener una influencia materialmente beneficiosa en la calidad de los tejidos franceses».

El diplomático austríaco Cobenzl observó estos experimentos del conde y Luis XV, y escribió a Kaunitz lo siguiente: «La tintura de las sedas fue perfeccionada hasta un nivel entonces desconocido; igualmente ocurrió con la tintura de los tejidos de lana. Todo esto era realizado sin la ayuda de índigo o de cochinilla, antes bien con los ingredientes más corrientes y, por tanto, a un precio muy moderado».

La condesa de Genlis escribió en sus Memorias (París, 1825) que el conde «estaba muy familiarizado con la Física, y era un químico excelso. Mi padre, muy calificado para juzgar, fue un gran admirador de sus facultades en este sentido».

No cabe duda de que el conde de Saint-Germain era no sólo un buen químico, sino también un gran alquimista. El London Chronicle de 31 de mayo 3 de junio de 1760, decía:

«Podemos decir con justicia que este caballero debe ser considerado como un extranjero desconocido e inofensivo; alguien que tiene reservas económicas para realizar grandes gastos, y cuyo origen se desconoce. De Alemania trajo a Francia la reputación de ser un eminente y eficacísimo alquimista, que poseía el polvo secreto y, en consecuencia, la Medicina universal. Corre el rumor de que el extranjero podría fabricar oro. Sus muchos gastos, parecen confirmar este rumor».

La colección de diamantes y piedras preciosas del conde tendía a aumentar su fama como alquimista. El barón Charles-Henri de Gleichen, diplomático danés en Francia, escribió sus Memorias en Mercure Étranger París (1813), acerca de sus encuentros con Saint-Germain: «Así, pues, me mostró otras maravillas: una gran cantidad de joyas y diamantes coloreados de extraordinario tamaño y perfección. Creí que estaba contemplando los tesoros de la Lámpara Maravillosa».

Apolonio de Tiana presenció demostraciones de antigravitación y piedras luminosas en una comunidad transhimaláyica.

Nicholas Roerich, en Mongolia. Se decía de él que llevaba en su pecho una piedra de otro planeta.

Los sumerios y babilonios se civilizaron cuando Oannes, un monstruo pisciforme, les entregó los elementos de todas las artes y ciencias. ¿Era un astronauta con traje espacial?

¿Un antiguo filósofo griego? No; este hombre es un cavernícola de la época de Cro-Magnon, en Crimea, y vivió hace unos 15 000 años.

Existen distintos episodios que vienen a apoyar esta facultad del conde para transmutar los metales. Cuando el marqués de Valbelle visitó a Saint-Germain en su laboratorio, el alquimista le pidió una pieza de plata de seis francos. Después de cubrirla con una sustancia negra, sometió la moneda al calor del homo. Pocos minutos más tarde, el conde la sacó del fuego. Cuando se enfrió la pieza de plata, resultó que no era ya de plata, sino del más puro oro.

Casanova relataba un experimento similar, en sus Memorias:

«Me pidió si llevaba algún dinero conmigo. Saqué unas monedas y las puse sobre la mesa. Él se levantó y, sin decirme lo que iba a hacer, tomó un carbón ardiendo, lo puso sobre una bandeja de metal y colocó una pieza de doce soles junto con un pequeño grano negro sobre el carbón. Luego sopló, y en un par de minutos se puso al rojo. “Esperad un momento —dijo el alquimista—; dejadlo enfriar”. Se enfrió casi inmediatamente. “Tomadlo, es vuestro”, dijo entonces. Tomé la moneda, y descubrí que se había convertido en oro».

Independientemente del hecho de que Casanova no podía creer en esta transmutación, semejante relato es uno de los muchos dignos de examinar. El conde Von Cobenzl fue testigo presencial de la transmutación —efectuada por Saint-Germain— de hierro en un metal tan hermoso como el oro, y, al menos, tan bueno como éste para el trabajo del artífice de la orfebrería.

Cuando un capellán de la Corte de Versalles preguntó suspicazmente a Saint-Germain si andaba metido en la magia negra, el conde replicó que su laboratorio no tenía ninguna relación con lo sobrenatural, sino que él era un serio estudiante de Química y había realizado descubrimientos muy útiles para la Humanidad.

Según Madame du Hausset, dama de compañía de la marquesa de Pompadour, el conde «afirmaba positivamente que sabía cómo hacer crecer las perlas y proporcionarles las aguas más delicadas». Ya en el siglo XIII se manufacturaban en China perlas cultivadas. Debido a su larga estancia en el Extremo Oriente, el conde pudo haber obtenido los secretos de los joyeros chinos y aprendido a producir perlas cultivadas. También se atribuía a Saint-Germain la fabricación de diamantes. Es incomprensible que pudiera haber creado diamantes sintéticos con los limitados medios de su laboratorio de Chambord. Para cristalizar el carbono en diamantes se necesita una presión de 273 200 kilogramos por centímetro cuadrado, y una temperatura de casi 2800°C.

Madame du Hausset hizo una interesante anotación en su Diario: «Hubo una discusión entre el rey, Madame de Pompadour, algunos señores y el conde de Saint-Germain, acerca del secreto que el conde poseía para hacer desaparecer las taras de los diamantes. El rey envió a buscar un diamante de tamaño moderado que tenía una pequeña mácula. El diamante fue pesado.

»—Su valor se estima en unas 6000 libras —dijo el rey al conde—; pero podría subir hasta 10 000 si no fuese por este defecto. ¿Seríais capaz de hacerme obtener un beneficio de 4000 libras?

»El conde examinó cuidadosamente el diamante:

»—Es posible que sea capaz —dijo—. Lo devolveré a Su Majestad dentro de un mes.

»Treinta días después, el conde devolvió el diamante al rey, sin ninguna mácula. Luis XV lo envió a su joyero, a través de Monsieur de Gontaut, y éste volvió con la contestación de que el joyero había ofrecido 9600 libras por él. Pero el rey, no obstante, prefirió guardar el diamante como una curiosidad.

Nunca pudo superar su asombro, y solía decir que Monsieur de Saint-Germain tenía que ser un millonario, especialmente si poseía el secreto de fabricar grandes diamantes valiéndose de diamantes pequeños. Monsieur de Saint-Germain nunca dijo « o No».

Uno de los ministros de Francia empezó a desconfiar de Saint-Germain, y decidió comprobar sus reservas monetarias, con objeto de desenmascarar al alquimista. El London Chronicle (1760) comentó sobre el particular:

«Ordenó una investigación para establecer de dónde procedían los envíos que el conde recibía, y dijo a aquéllos que acudieron a él que pronto les demostraría que existían unas canteras que proporcionaban esta piedra filosofal. Pero el hecho es que, en el espacio de dos años, tiempo durante el cual estuvo vigilando, el conde vivió como de costumbre, pagándolo todo en moneda contante y sonante y, no obstante, sin recibir ninguna remesa del exterior».

Federico el Grande dio la siguiente descripción del conde de Saint-Germain: «Un hombre a quien nadie ha sido capaz de comprender».

Los experimentos químicos de Luis XV y Saint-Germain con los tintes —posiblemente tintura de anilina— fueron llevados a cabo mucho antes de su descubrimiento real por parte de Unverdorben, en 1826. Pero lo que era realmente increíble, es que se suponía que el rey había aprendido a amalgamar diamantes pequeños en otros mayores e incrementar así su valor.

Tal como Casanova escribe en sus Memorias: «“Fundí —dijo Luis XV— pequeños diamantes que pesaban 24 quilates, y obtuve este mayor, que pesa 12”. El duque de Deux-Ponts me contó esta historia de sus propios labios, cierta noche, cuando yo estaba cenando con él y un sueco, el conde de Levenhoop, en Metz».

Estos hechos aislados evocan una imagen de Saint-Germain y Luis XV en mangas de camisa, entre retortas y hornos, en el castillo de Chambord o en el Trianón de Versalles.

Su fama se difundió a medida que se contaban episodios excitantes por parte de los nobles que tenían raros encuentros con el conde. En cierta ocasión, se sirvió un banquete en casa de Saint-Germain, en su mansión de París, banquete al que sólo acudió lo más selecto de la aristocracia. La cena tenía un único postre en la minuta: ¡una piedra preciosa sobre un plato, y no precisamente para comer, sino para llevársela a casa!

La piedra filosofal no sólo ayudó a Saint-Germain a manufacturar oro y diamantes; le sirvió también como elixir de juventud.

Los recuerdos de las personas que habían conocido a Saint-Germain indican que éste poseía un elixir que en raras ocasiones daba a ciertas personas.

En una carta dirigida a Federico el Grande Voltaire hace una significativa advertencia acerca del conde de Saint-Germain: «Probablemente tendrá el honor de ver a Vuestra Majestad en el curso de los próximos cincuenta años».

Para llegar a una conclusión definitiva sobre si el conde era capaz de mantener su vigor y juventud más allá del límite permitido al hombre, uno debe examinar los recuerdos, cartas, documentos y artículos aparecidos en los periódicos contemporáneos.

Nuestro primer testigo es el barón de Gleichen (1735-1807), que decía en sus Memorias que había oído «a Rameau y a un viejo pariente de un embajador francés, en Venecia, testificar que habían conocido a Monsieur de Saint-Germain, en 1710, época en que tenía la apariencia de un hombre de unos cincuenta años de edad». Jean-Philippe Rameau (1683-1764) era un famoso compositor de óperas y ballets de aquel tiempo.

El mariscal de Belle-Isle y Madame du Hausset cuentan dos escenas que tipifican el enigma que Saint-Germain había creado a causa de su habilidad para mantenerse joven.

Madame de Pompadour: Decís que sois capaz de fabricar el Elixir de la juventud.

Saint-Germain: ¡Ah, Madame! Todas las mujeres desean el Elixir de la juventud, y todos los hombres quieren la piedra filosofal; unos, la eterna belleza, y otros, la eterna riqueza.

Madame de Pompadour: ¿Qué edad tenéis?

Saint-Germain: Ochenta y cinco años, quizá.

Madame de Pompadour: No intentéis burlaros de mí, Monsieur de Saint-Germain; hallaré el modo de descubrir vuestras pretensiones. He desenmascarado a curanderos y charlatanes antes de ahora.

Saint-Germain: El que está ante vos, Madame, es vuestro igual, y, si me lo permitís, tengo que partir.

La cuestión de la edad del alquimista fue nuevamente sacada a colación en 1758, y Madame du Hausset anota la conversación palabra por palabra:

Madame de Pompadour: Pero vos no decís la edad que tenéis, y dejáis entender que sois muy anciano. La condesa de Gergy, que fue embajadora en Viena, hace unos cincuenta años, según creo, afirma que cuando os conoció allí teníais la misma apariencia que ahora.

Saint-Germain: Es cierto, Madame, que conocí a Madame de Gergy hace mucho tiempo.

Madame de Pompadour: Pero, según lo que ella dice, deberíais tener actualmente más de cien años.

Saint-Germain: No es imposible (respondió, con una ligera sonrisa) pero creo que aún es más posible que Madame, a la cual presento mis respetos, esté diciendo tonterías.

Madame de Pompadour: Afirma que vos le disteis un elixir de efectos maravillosos, y que durante largo tiempo tuvo una apariencia de 24 años. ¿Por qué no dais el mismo elixir al rey?

Saint-Germain: ¡Ah, Madame! ¡Imaginar que yo sea capaz de dar al rey una droga desconocida…! Estaría loco (dijo, con una especie de terror).

Aunque el conde se negó a dar el elixir a Luis XV, preparó cosméticos eficaces para la marquesa de Pompadour, productos que acrecentaron su belleza, para gran satisfacción de la dama.

Las reminiscencias de Rameau y Gergy sitúan a nuestro alquimista en Venecia, aproximadamente en 1710, con una apariencia de unos cincuenta años. Si esto era así, entonces había nacido alrededor de 1660, y Saint-Germain habría sido un centenario en 1758, tal como la Pompadour decía.

En los años 1737-1742 fue huésped distinguido de la Corte del Sha de Persia.

En 1745, Horace Walpole, autor inglés, escribió una carta a Mann, en Florencia, en la que decía: «El otro día nos topamos con un extraño personaje que lleva el nombre de conde de Saint-Germain. Ha estado aquí estos dos años».

En 1745-1746, el conde vivió en Viena, donde residió en la mansión del príncipe Ferdinand von Lobkowitz.

En 1749, llegó a París, ante la insistencia del mariscal de Belle-Isle, que lo introdujo en la Corte de Luis XV y Madame de Pompadour.

En 1756, el general Robert Clive, fundador del Dominio británico en la India, encontró a Saint-Germain en este país.

En 1760, el London Chronicle publicó un artículo, en el cual se resumía así el interés que Saint-Germain había despertado en Londres, debido a su eterna juventud: «Nadie dudaba ahora de lo que al principio había sido considerado como una quimera; se supo que poseía, junto con el otro gran secreto, un remedio para todas las enfermedades, e incluso para las injurias con las que el tiempo triunfa sobre el tejido humano».

En 1762, el conde residió en San Petersburgo, donde tomó parte en el golpe de Estado que elevó a Catalina la Grande al trono de Rusia. El resto del año, y en 1763, residió en el castillo de Chambord, dedicado a sus experimentos alquímicos y químicos.

En 1768 puede descubrírsele en Berlín, y, al año siguiente, viajando por Italia, Córcega y Túnez.

En 1770 fue huésped del conde Orlov, cuando el navío ruso fondeó en Livorna, Italia. Llevaba uniforme de general ruso. Los hermanos Orlov habían hablado siempre del importante papel que el conde de Saint-Germain desempeñó en la «revolución» rusa.

En los años setenta, se estableció en Alemania, activamente comprometido en actividades masónicas y rosacrucianas, con su protector, amigo y discípulo, príncipe Karl von Hesse-Kassel.

En 1780, Walsh of London publicó la música de Saint-Germain para violín, lo cual nos proporciona otra fecha para la biografía del conde.

El registro de la iglesia de Eckernförde, Alemania, contiene la siguiente anotación: «Muerto el 27 de febrero, enterrado el 2 de marzo, de 1784, el así llamado conde de Saint-Germain y Weldon. Se desconoce otra información. Enterrado privadamente en esta iglesia».

El aludido registro no dice cuándo había nacido el conde, ni tampoco indica el primer nombre del «así llamado conde de Saint-Germain». Pero, si tenemos en cuenta las palabras del compositor Rameau y las de la condesa de Gergy, ¡debía de haber tenido 124 años en el momento de su muerte!

¡Un año después de esta muerte oficial, lo encontramos escuchando una conferencia masónica! Freumauer Brüderschaft in Frankreich volumen II, página 9, contiene esta noticia: «Entre los invitados francmasones a la gran conferencia de Wilhelmsbad, el 15 de febrero de 1785, hallamos a Saint-Germain, junto con Saint-Martin y muchos otros».

Stéphanie-Félicité, condesa de Genlis (1746-1830), la pedagoga que escribió más de ochenta libros y recibió una pensión de Napoleón I, hizo una fantástica afirmación en sus Memorias: ¡había encontrado a Saint-Germain, en Viena, en el año 1821!

También el conde de Chalons, embajador francés en Venecia, pretendía haber mantenido una conversación con el inmortal Saint-Germain poco tiempo antes en la plaza de San Marcos. Si regresamos a Venecia, el año 1710, y recogemos el testimonio de Madame Gergy, de que el conde parecía tener unos cincuenta años de edad por aquel tiempo, ¡podemos calcular que, en 1821, habría tenido aproximadamente 161 años de edad!

El London Chronicle al que nos hemos referido ya anteriormente, publicó un relato, típico de las fantásticas historias acerca del Elixir de larga vida de Saint-Germain, que circulaban por toda Europa durante el siglo XVIII.

Cierta duquesa temía ver aparecer algunas de las señales que el cuervo de la edad imprime sobre la faz de la belleza. Escribió a ese extranjero: «Señor conde —empezaba—, lo que voy a deciros necesita más argumentos, que yo no soy capaz de aducir, pero vos sois todo cortesía. Me dicen que poseéis aquel inestimable secreto, más apreciado que todo el oro: la medicina que es capaz de devolver la juventud. Que yo sepa, todavía no la necesito, pero el tiempo es el tiempo; y, tal vez, señor, lo que puede ser remediado, sea más fácil aún de evitar. Me gustaría ser precavida; por favor, contestadme: ¿puedo obtener ese remedio de vos? Concedédmelo, y fijad vuestras propias condiciones».

El extranjero adoptó un aire misterioso, y contestó:

«Los que poseen estos secretos prefieren que no se sepa que los tienen». «Lo sé, señor —replicó la dama—; pero podéis confiar en mí». Finalmente, el conde fue convencido; al día siguiente envió a la dama un frasco que contenía unas cuatro o cinco cucharadas del elixir. Indicaba a la dama que era suficiente tomar diez gotas cada vez, y que esto debía hacerse sólo durante la luna nueva o la luna llena; el brebaje era innocuo, mas, si lo desperdiciaba, tal vez no sería posible obtener una nueva provisión de él.

La dama colocó la ampolla en un lugar seguro: allí donde guardaba su colorete; y marchó para hacer una visita. Ocurrió que su asistenta se sintió afectada por un cólico aquella tarde. Buscó por toda la casa un licor (en Inglaterra diríamos un trago), y, hallando aquella ampolla tan cuidadosamente guardada, no dudó de su excelencia; la olió: «era fragante»; la probó: «su sabor era agradable»; y se bebió todo el contenido de la ampolla de un trago. El cólico desapareció, y ella se sentó, en magnífico estado de espíritu, para arreglar su tocado de dama. Al anochecer, la duquesa regresó, cansada, subió trabajosamente a su cámara y empezó a llamarla como de costumbre, sorprendiéndose al posar los ojos sobre la mujer: «Muchacha —dijo la duquesa—, ¿quién eres? ¿Qué haces en mi casa? ¿Cómo has venido aquí?». La otra se limitó a hacer una reverencia; y la duquesa le dio la espalda con gesto de mal humor. Por fin contestó: «Vuestra gracia se ha dignado llamarme de una forma desacostumbrada. Tengo el honor de ser la asistenta de Vuestra gracia, y estoy aguardando para ayudar a desvestiros». «¡Cielos y tierra! —replicó la duquesa—. ¡Tú mi asistenta! ¡No, muchacha! Mi asistenta tiene cuarenta y cinco años, y tú, supongo que no habrás cumplido todavía los dieciséis».

El misterio nunca fue explicado, y en toda Francia se comentaba el milagro; pero el extranjero había partido, y la duquesa, que no pudo obtener otra ampolla, está ahora tan ajada como otras matronas de sesenta y cinco años.

Esta leyenda puede ser considerada como una anécdota, pero, por otra parte, la propia avanzada edad del conde de Saint-Germain y el vigor que poseía eran algo que no podía ser dilucidado sin introducir la hipótesis del elixir; tal vez el gran Voltaire acertó cuando dijo: «Es un hombre que nunca muere».

Franz Graffer escribió, en sus Memorias de Viena la significativa frase de Saint-Germain: «Parto mañana por la noche; desapareceré de Europa y marcharé a los Himalayas». Apolonio de Tiana fue también a los Himalayas y encontró a los hombres «que lo sabían todo». La afirmación que aparece en las Memorias de Graffer es importante, ya que aporta la localización de un centro de sabios que han preservado la Ciencia arcana durante millares de años.

El conde de Saint-Germain dijo en cierta ocasión: «Se necesita haber estudiado en las pirámides, tal como yo lo he hecho». Así, tenemos, por una parte, los templos secretos de Egipto, y, por otra, los monasterios tibetanos, como fuentes de su conocimiento. Considerado desde ese punto de vista, el siguiente poema de Saint-Germain difícilmente es una exageración:

Curioso escrutador de la naturaleza entera,

Conocí el principio y el fin de todas las cosas.

Vi el oro en potencia en el fondo de su río,

Comprendí su materia y descubrí su germen.

El único manuscrito que se conoce de Saint-Germain es La très Sainte Trinosophie conservado en la Biblioteca de Troyes.

Este documento contiene ilustraciones simbólicas y textos enigmáticos. La sección 5 incluye algunas afirmaciones muy extrañas: «La velocidad con que nos movemos a través del espacio no puede ser comparada con nada excepto consigo misma. En un instante, perdí de vista las llanuras que tenía debajo. La Tierra aparecía ante mí como una nube difusa. Había sido proyectado a una altitud tremenda. Durante largo tiempo vagué por el espacio. Pude ver algunas esferas girando a mi alrededor, y a la Tierra, gravitando bajo mis pies».

No se necesita mucha imaginación para reconocer en este pasaje un relato de un largo viaje espacial en el que la Tierra se vuelve pequeña, tal como le ocurrió a la tripulación del Apolo. Pero Saint-Germain tuvo que haber ido más allá de la Luna, ya que parece haber alcanzado los planetas.

Además de la barrera espacial, Saint-Germain pudo haber roto también la barrera del tiempo. «Fui muy requerido en Constantinopla, y a la vez en Inglaterra, para preparar los inventos que tendréis en el siglo próximo: trenes y buques de vapor», dijo a Graffer.

Transmutación, prolongación de la vida, viaje espacial, conquista del tiempo: todo son fronteras de la Ciencia. Puede presumirse que el conde Saint-Germain tenía acceso a la Fuente Secreta del Conocimiento.