SABIOS BAJO LA BÓVEDA CELESTE
La comprobación de que de algún modo, los antiguos tenían conocimiento de lo infinitamente pequeño, nos parece imposible. Sin embargo, existen también pruebas que apuntan hacia su conocimiento de lo infinitamente grande. Nadie puede decir cómo la gente de la antigüedad era capaz de obtener su información sin avanzados instrumentos de precisión, que, aparentemente, no poseían.
Esta contradicción entre instrumentos pobres y conocimiento rico ha confundido a muchos científicos y pensadores. Existen referencias al paralaje solar en escritos clásicos. En los tiempos modernos, la primera observación del paralaje del sol fue realizada por William Gascoigne en 1670, mediante una red de alambre situada delante de la lente telescópica. Pero los sabios de la Antigüedad, según se cree, no poseían telescopios. ¿Cómo consiguieron descubrir el paralaje solar? Observar el aparente desplazamiento del sol entre las estrellas, que ocurre a causa del movimiento de la Tierra en su órbita, exige instrumentos avanzados.
¿Cómo sabían los antiguos que la órbita de la Tierra no era circular, sino elíptica? ¿Cómo llegaron a la conclusión de que el plano de la órbita terrestre no coincidía con el plano del ecuador de la Tierra? Plutarco cita a Aristarco (siglo III a. C.) al hacer la introducción de este tema: «La Tierra gira en una circunferencia oblicua, en tanto que, al mismo tiempo, lo hace alrededor de un propio eje». Este misterio de la historia de la Astronomía fue captado por los famosos astrónomos J. S. Bailly, en 1781, y K. Gauss, en 1819, y mencionado en sus monumentales obras.
En el Timeo de Platón, escrito hace aproximadamente 2400 años, el filósofo cita un diálogo entre un supremo sacerdote egipcio y Solón, el legislador de Grecia. De él surge un hecho curioso: los sabios del país de las pirámides tenían conocimiento de los asteroides existentes en el espacio y de sus ocasionales colisiones con la Tierra. Los astrónomos nos informan hoy de que un pesado meteorito cayó en Arizona, hace
Cosechar los datos de acontecimientos insólitos ocurridos en la Naturaleza en el transcurso de millares de años, y posteriormente, evaluarlos correctamente, es algo que sólo puede ser realizado por hombres de ciencia. Los sabios de Egipto merecen semejante título.
El anciano sacerdote egipcio, al que hemos aludido, llamó la atención de Solón hacia la leyenda griega de la caída de Faetón, y le explicó lo que significaba realmente: «Ahora bien, esto tiene la forma de un mito, pero en realidad se refiere a la desviación de su curso de los cuerpos que se mueven en los cielos alrededor de la Tierra, y a una gran conflagración de cuerpos sobre la Tierra, que ocurre, repetidamente, con largos intervalos de tiempo». ¿Puede haber algo más claro? El sabio alude a los asteroides espaciales y a sus ocasionales impactos sobre nuestro planeta, que causan explosiones.
La Academia de Ciencias de Francia publicó una declaración, hace 170 años, en la cual mostraba su desacuerdo con los puntos de vista sostenidos por los hombres sabios de la tierra del Nilo: «En nuestra era ilustrada, existe todavía gente tan supersticiosa, que cree que las piedras pueden caer del cielo». Éste es un nuevo ejemplo de los periódicos triunfos de la ignorancia, incluso en una «era ilustrada».
Podría inferirse que existió un legado científico durante millares de años, y que, a pesar de las guerras, las hambres, las plagas y otras calamidades que a menudo destruyen civilizaciones enteras, esta antiquísima ciencia fue transmitida de una generación a otra.
«Las mezquitas caen, los palacios se convierten en polvo, pero el conocimiento permanece», decía Ulug Beg, el gran astrónomo de Uzbekistán del siglo XV. Por sus desafiantes palabras, se ordenó al científico que fuera en peregrinaje a La Meca. Nunca consiguió alcanzar Arabia, porque los agentes del Gobierno lo asesinaron por el camino. Los nombres de sus asesinos se han olvidado, pero, después de cinco siglos, a causa de su precisión siguen siendo utilizadas las Tablas astronómicas de Ulug Beg.
Mucho antes que mezquitas y palacios, existió una sólida tradición astronómica, incluso en cuevas. Las esculturas rupestres de Pierres Folies, La Filouziére, Vendie y Brittany, han sido identificadas como mapas astronómicos prehistóricos. Las constelaciones de la Osa Mayor, la Osa Menor y las Pléyades están representadas por racimos de pequeñas hendiduras en la roca. Dado que la Astronomía no parecía ser de utilidad práctica para los cazadores que vivían en cavernas, ¿qué fue lo que impulsó su interés hacia la observación de las estrellas?
Miles de series de notaciones procedentes de la Edad del Hielo, es decir, señales verticales, líneas y puntos, pintadas y grabadas sobre piedra o hueso, se hallan desparramadas desde España (Canchal de Mahoma y Abrigo de las Viñas) hasta Ucrania (Gontzi).
En el Paleolítico Superior, desde aproximadamente el año 35000 hasta el año 8000 a. C., se ha hallado un considerable número de estas señales en las llamadas culturas aziliense, magdaleniense y auriñaciense. El hecho de que en la Prehistoria hubiera existido un tipo de arte lineal en una sucesión ininterrumpida durante 30 000 años, es, en sí mismo, muy significativo.
El científico americano Alexander Marshack descubrió que estas anotaciones sobre roca o hueso son registros de observaciones de la Luna, hechas con propósitos «calendáricos»[13]. Hallar apuntes complejos de estudios lunares en la Prehistoria era algo asombroso para la Ciencia. Marshack cree que su descubrimiento «implica una nueva valoración de los orígenes de la cultura humana». Afirma también que estas pruebas demuestran que «existió una más temprana capacidad y tradición astronómica básicas». Este descubrimiento es revolucionario por naturaleza, y exige una revisión de las facultades intelectuales del hombre en el último período glaciar.
Aunque este calendario prehistórico puede no tener ninguna relación con las runas escandinavas, ambos están colocados como muescas en un ábaco. El calendario rúnico apareció en el norte de Europa hace unos 2000 años, y su uso fue abandonado tan sólo a principios del siglo XIX. En realidad, ¡las reglas rúnicas son calendarios permanentes y pueden ser utilizadas todavía! Desarrollar una cronología requiere un conocimiento de Astronomía y Matemáticas, acumulado durante el curso de muchos siglos. El calendario rúnico de la cuenca báltica puede ser un antepasado del sistema de notación prehistórico. El doctor L. E. Maistrov, de la U.R.S.S., opina que el calendario rúnico estaba basado en el ciclo solar de 28 años. El comienzo de este sistema de calendario se remonta hasta el año 4713 a. C. Aunque el calendario rúnico no puede ser tan viejo como eso, su iniciación se considera muy remota.
El primer calendario egipcio comenzó con la más antigua fecha registrada: el año 4241 a. C. Las cartas estelares de Egipto aparecen en una época tan remota como el año 3500 a. C., indicando un estudio sistemático de la Astronomía. Los egipcios tenían conocimiento de que Mercurio y Venus estaban más cerca del Sol que la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno.
Observaciones referentes al movimiento de Venus, Marte y Júpiter fueron registradas en escritura cuneiforme por los sacerdotes de Babilonia, hace casi 4000 años. La Astronomía de Mesopotamia era más avanzada y más precisa que la de Egipto, si tenemos en cuenta que los sacerdotes babilonios eran capaces de predecir eclipses.
Los antiguos habitantes de Inglaterra estaban aún más versados en Astronomía que los propios sacerdotes de Egipto o de Sumer. Los cálculos de los alineamientos de Stonehenge, efectuados por el profesor Gerald S. Hawkins, revelaron un exacto conocimiento de los solsticios y equinoccios, y la capacidad para predecir eclipses por parte de los constructores de aquellos megalitos, alrededor del año 2000 a. C.[14]. La complejidad de la tradición astronómica de Stonehenge indica una evolución de millares de años. ¿Se desarrolló localmente esta ciencia, o fue importada de otro centro de civilización?
Los primeros enciclopedistas vivieron en la antigua Grecia. No sólo habían recogido, clasificado y asimilado la ciencia de las primitivas civilizaciones de Egipto y Sumer, sino que también extrajeron sus propias conclusiones brillantes.
«La Tierra es redonda y gira alrededor del Sol», decía Anaximandro (aprox. 610-547 a. C.). «La Tierra es un globo», enseñaba Pitágoras a sus discípulos, en Crotona, en el siglo VI antes de nuestra era.
Aristarco de Samos (310-230 a. C.) afirmaba que la Tierra se desplaza en una órbita alrededor del Sol, girando al mismo tiempo sobre su eje. Incluso añadía que todos los planetas se movían alrededor del Sol.
«La Tierra gira sobre su eje cada 24 horas», decía Heraclio de Ponto, en el siglo IV antes de nuestra era. Seleuco de Eritrea (siglo II a. C.) hablaba también acerca de la rotación de la Tierra y de su órbita alrededor del Sol.
«Quiero hallar el tamaño de la Tierra», dijo Eratóstenes (aprox. 276-194 a. C.), el custodio de la Biblioteca de Alejandría. Se dio cuenta de que hacia el Sur, en Siena, el Sol estaba directamente en la vertical, en el solsticio de verano, y que en el mismo día se desviaba siete grados de la vertical en Alejandría. Con la ayuda de la Geometría, calculó un valor para la circunferencia de la Tierra y otro para su diámetro. Sorprendentemente, existe tan sólo una ligera discrepancia de 80 kilómetros entre su cifra, calculada para el diámetro polar, y aquélla que tiene aceptada nuestra moderna Astronomía.
Cuando Megástenes, el embajador griego en la India, introdujo el tema de la Astronomía durante su audiencia con el rey Chandragupta Maurya, en el año 302 a. C., este último declaró: «Nuestros brahmanes creen que la Tierra es una esfera».
El antiguo texto Surya Siddhanta contiene cálculos razonablemente precisos del diámetro de la Tierra y de la distancia de ésta a la Luna. El Rig Veda el libro sagrado de la India, contiene un curioso pasaje que se refiere a las «tres Tierras» —una dentro de la otra—. La Tierra posee tres gruesas zonas: el núcleo interno, el núcleo externo y el manto, además de una corteza muy delgada. Sólo gracias al adelanto de nuestra Ciencia y a la perfección de nuestros instrumentos hemos podido descubrir la veracidad del Rig Veda.
El conocimiento es poder, y los sacerdotes de la India, Babilonia, Egipto y México trataban de conseguirlo. No debe sorprender, por tanto, que el capítulo VI del Surya Siddhanta insista: «Este misterio de los dioses no debe ser impartido de modo indiscriminado». Esta antigua ley se ha aplicado tan rígidamente en la India, que si un hombre de una casta inferior trataba de escuchar la lectura de los Vedas, era castigado por el procedimiento de verter plomo fundido en sus oídos. Los británicos pusieron fin a esta cruel costumbre a principios del siglo XIX.
Lo que se exigía a los astrónomos de la Antigüedad para considerarlos competentes y aplicados, puede deducirse de un episodio que relata el Libro de Shi Ching (Libro de Odas). Durante el reinado del emperador Yao, de China (aproximadamente 2500 a. C.), los dos astrónomos oficiales, Hi y Ho, cayeron en la detestable costumbre de beber demasiado vino de arroz caliente, y cierto día fracasaron al anunciar un eclipse próximo. Pero la ley era estricta por lo que a sus deberes se refería. «Si un eclipse ocurre antes del tiempo calculado, los astrónomos tenían que ser ejecutados sin demora». Ahora bien, si el fenómeno sucedía después de la fecha predicha, «tenían que ser muertos inmediatamente». El final de la historia es triste. Hi y Ho, los «observadores de las estrellas», fueron enviados a éstas. A pesar de ello, crónicas posteriores de China, tales como las de Chou, en el siglo XII, a. C., contienen previsiones astronómicas precisas de los eclipses de Luna.
Nan-chi Hsien-weng, un héroe del Panteón Chino, tenía el enigmático título de Anciano inmortal del polo sur. Según la tradición, sirvió al general Chiang-Tzu-Ya en el año 1122 a. C. Parece que, hace más de 3000 años, los sabios de China tenían un concepto correcto de la forma esférica de la Tierra cuando hablaban del polo sur.
«La Tierra es un huevo», decía Chang Heng (78-139 de nuestra era), y explicaba que su eje apuntaba hacia la estrella polar.
Poseemos pruebas, que se remontan a millares de años, las cuales nos garantizan unánimemente que algunos pensadores antiguos poseían un concepto perfectamente científico de la Tierra gravitando en el espacio.
Antes de embarcarse en su histórico viaje, Colón efectuó un estudio de todos los escritos clásicos relativos a la forma de la Tierra y a la posibilidad de alcanzar el Este tomando una ruta hacia el Oeste. En una carta que se conserva en Madrid, el descubridor de América hacía la curiosa afirmación de que la Tierra tenía una forma ligeramente de pera. Los satélites han revelado recientemente que nuestro planeta tiene realmente esta forma. ¿Cómo conocía Cristóbal Colón este hecho, a menos que lo hubiera hallado en algún texto antiguo?
Hablemos ahora de la Luna, que tanta publicidad ha recibido desde las misiones Apolo. El Surya Siddhanta contiene un pasaje referente al «radiante Sol que abastece a la Luna con sus rayos de luz», aludiendo evidentemente a la luz reflejada de la Luna.
Parménides, en el siglo VI antes de nuestra era, hizo una afirmación definitiva acerca de la Luna: «Ilumina las noches con luz prestada». Ésta es una referencia evidente al reflejo de los rayos solares desde la superficie lunar. Empédocles (494-434 a. C.) abundaba en la misma opinión: «La Luna da vueltas en torno a la Tierra con una luz prestada».
Veinticinco siglos antes de nuestra exploración lunar, Demócrito exclamaba: «¿Aquellas señales que se ven en la Luna? ¡Son las sombras de montañas elevadas y valles profundos!».
«Es la Luna lo que oscurece el Sol durante un eclipse», decía Anaxágoras hace 2500 años. Y fue también el primero en explicar que durante un eclipse lunar, es la sombra de la Tierra lo que cae sobre la Luna.
Las palabras de Plutarco referentes a la Luna fueron realmente proféticas: «Si la consideras como una estrella o como algún cuerpo divino y celeste, temo que se demostrará deformada y sucia», declaraba. Las fotografías lunares y las imágenes de la televisión muestran vastos parajes lóbregos.
Una antigua tradición brahmánica enseña que los «Pitris lunares», o los patriarcas, crearon toda la vida de nuestro planeta después de su descenso de la Luna. Los textos sánscritos siempre relacionaron a los Pitris con la Luna y el reino de la muerte, lo cual parecería implicar que la Luna es más vieja que la Tierra. Las siete edades de los antiguos estaban en cierto modo relacionadas con los planetas. La Luna representaba la cuna de la vida. Esta creencia de que la Luna existió antes que la Tierra no tenía una explicación lógica. En el arte maya, el dios Luna está representado como un anciano con un caparazón de concha. La diosa Luna del antiguo México —Ixchel— era considerada como la Abuela. «En la religión de muchos pueblos primitivos, la Luna está considerada como el primer hombre que murió», afirma la Enciclopedia Británica.
Estas antiguas creencias referentes a la gran antigüedad de la Luna son corroboradas hoy por las muestras de minerales obtenidas por el Apolo XI. Se ha calculado una edad para las rocas procedentes de la superficie lunar de 4600 millones de años, en tanto que los minerales más antiguos de este planeta parecen tener sólo unos 3300 millones de años.
Los antiguos descubrieron la relación que existía entre las mareas y la Luna. Seleuco, astrónomo de Babilonia, atribuyó correctamente las mareas de los océanos a la atracción lunar. Los sabios de China tampoco dudaban de que la atracción de la Luna fuera la causa responsable de que se elevara el nivel del mar.
Julio César fue mejor general que científico, pero incluso él escribió que cuando hay luna llena, las mareas son altas, y esperó a que se produjeran las altas mareas de primavera para desembarcar en Inglaterra. Sin embargo, esto ocurrió hace 2000 años. Cuando, en el siglo XVI, el gran astrónomo alemán Johannes Kepler enunció su teoría de que las mareas eran provocadas por la Luna, fue severamente criticado. Kepler no podía tratar de argumentar, porque un pariente suyo había sido quemado como brujo ante sus ojos, en tanto que su madre falleció, encadenada, en prisión. Este episodio histórico demuestra una vez más el eclipse de la Ciencia y la persecución de los hombres que intentaban resucitar el conocimiento de la Antigüedad.
En el siglo X, el astrónomo árabe Abul Wafa trató acerca de la «variación de la Luna». Como la trayectoria de la Luna es una elipse, nuestro satélite está 3219 kilómetros más cerca de la Tierra en el momento de la luna nueva, y 2575 kilómetros más lejos, en el último cuarto. Este descubrimiento es atribuido, por lo general, a Tycho de Brahe (1546-1601). Sin embargo, el tratado de su colega árabe, escrito seis siglos antes, menciona esta irregular oscilación de la Luna.
Dado que se necesita un cronómetro para semejante medición, sin un buen reloj, que Abul Wafa no poseía, habría sido imposible observar —estrictamente hablando— la variación lunar. La discusión sigue todavía: ¿quién descubrió la variación de la Luna?
Desde la Luna, nuestra ruta nos lleva hasta el Sol. «El Sol es una vasta masa de incandescente metal», declaró audazmente Anaxágoras hace 2500 años. Pero los piadosos ciudadanos de Atenas tenían otra creencia: el Sol era el trono de Apolo. Anaxágoras, que afirmó lo correcto en momento inoportuno, fue exiliado. Aproximadamente por la misma época, Demócrito, famoso por su teoría atómica, postuló que el tamaño del Sol es inmenso.
Antes de Galileo, nadie sabía nada acerca de las manchas solares, ni siquiera que un cuerpo estelar tan supuestamente perfecto y divino tuviera ninguna mancha. Pero, hace 2000 años, los chinos efectuaban ya registros astronómicos de las manchas solares.
El Vishnu Purana reza: «El Sol está siempre en el mismo lugar». Esta sentencia se refiere al movimiento aparente del Sol de Este a Oeste, y sugiere que es la Tierra la que se desplaza.
El antiguo México poseía un grado increíblemente elevado de conocimiento astronómico. La cifra real de la duración del año es de 365,2422 días, según la Astronomía actual. Nuestro calendario gregoriano la calcula en 365,2425. Pero los mayas calcularon la duración del año en 365,2420 días, que es lo que más se aproxima a la cifra sideral. En otras palabras: ¡los antiguos indios de la América Central tenían un calendario más preciso que el que poseemos en esta Edad de la Ciencia!
Los mayas de Copán calculaban la duración del mes lunar en 29,53020 días, y los mayas de Palenque, en 29,53086. Según la Astronomía, la cifra es de 29,53059 días. ¿Cómo pudieron los mayas conseguir sus resultados sin cronómetros y sin ninguno de los instrumentos de precisión que poseemos hoy? Efectivamente, la cifra correcta se halla a mitad de camino entre los cálculos de Copán y los de Palenque.
La estela I de El Castillo, en Santa Lucía Cotzumahualpa, Guatemala, describe el tránsito de Venus sobre el disco solar del 25 de noviembre del año 416. Este descubrimiento fue efectuado por Z. A. Burland, quien lo comunicó al Congreso Internacional de americanistas celebrado en París en 1956. En su informe al Congreso declaró: «Los astrónomos de Cotzumahualpa eran científicos serios y cuidadosos». Ahora bien: para alcanzar un conocimiento avanzado de esta clase en Astronomía, la Ciencia exige muchos siglos de evolución continua e ininterrumpida. Es muy posible que estemos calculando incorrectamente la fecha del comienzo de la civilización en la América Central.
En el Museo Británico existen inscripciones babilónicas que hablan de los cuernos de Ishtar (Venus), o el creciente del planeta. No obstante, este creciente sólo es visible a través del telescopio. Aunque el astrónomo alemán K. Gauss relató, a comienzos del siglo XIX, la facultad de su madre para distinguir las fases de Venus con el ojo desnudo, no se conoce ningún otro caso histórico semejante.
La primera observación astronómica de las fases de Venus fue realizada por Galileo en 1610, el cual dejó el siguiente anagrama para reclamar derechos de prioridad: Cynthiae figuras aemulator Mater Amorum o «La Madre del Amor (Venus) imita las figuras de Cynthia (la Luna)».
¿Por qué Ishtar o Venus era llamada por los babilonios Hermana de la Luna o la Poderosa Hija de la Luna? ¿Por qué no Hermana de Júpiter, que aparece mucho más brillante? Quizá la explicación estribe en que la casta sacerdotal científica de Babilonia conocía, de alguna manera, las fases de tipo lunar del planeta Venus.
Los sacerdotes babilónicos registraron también sus observaciones de los cuatro grandes satélites de Júpiter, los cuales, digámoslo una vez más, no pueden ser vistos sin telescopio. Aludiendo a este hecho, el profesor George Rawlison escribió: «Hay pruebas muy claras de que observaron los cuatro satélites de Júpiter, y también sólidas razones para creer que estaban asimismo familiarizados con los siete satélites de Saturno»[15].
El descubrimiento de las cuatro lunas de Júpiter fue realizado por Galileo en 1610. Los satélites de Saturno los observaron por vez primera Gassini, Huygens, Herschel y Bond entre 1655 y 1848. ¿Cómo pudieron haber tenido noticias de ellos los babilonios? ¿Poseían los sacerdotes astrónomos de Babilonia una vista superhumana? ¿Tenían telescopios? ¿O se trataba de una secreta tradición procedente de una civilización perdida? De hecho existe un disco de cristal en el Museo Británico, hallado en Nínive, por Leyard, que al principio fue considerado como una lente, pero que no posee la suficiente potencia para un trabajo astronómico.
En el Scotland Yard de la historia de la Ciencia, figura otro caso sin resolver. Los dogones de Sudán tienen una extraña tradición acerca del «compañero oscuro de Sirio». Este compañero opaco de la brillante estrella Sirio sólo es visible con los más poderosos telescopios, tales como el de Monte Palomar[16].
No hace más que unos pocos siglos, los científicos y clérigos de Europa creían en una Tierra fija —el centro del Universo—, e incluso en una Tierra plana con un firmamento. Las estrellas eran agujeros del firmamento a través de los cuales brillaba la luz del paraíso.
Pero en Grecia, en el siglo V antes de nuestra era, Demócrito decía: «El espacio está tachonado con miríadas de estrellas, y la Vía láctea es tan sólo un vasto conglomerado de distantes estrellas». Debemos recordar que, en tiempos de Demócrito, no podían ser vistas más de 6000 estrellas en el firmamento. Utilizando la lógica y la imaginación, Demócrito llegó a la correcta imagen del Universo que nosotros no hemos hecho más que redescubrir durante los pasados ciento cincuenta años.
Tales de Mileto (aprox. 640-546 a. C.) fue otro genio. Llegó a la conclusión de que las estrellas estaban constituidas por la misma sustancia que la Tierra. Esta idea de la universalidad de la materia fue enterrada en la Edad Media y resucitó sólo ayer.
«Las distancias que nos separan de las estrellas son inconmensurables», decía Aristarco de Samos hace veintitrés siglos.
«Existen más planetas que los que podemos ver», afirmaba Demócrito. ¿Qué le sugirió la idea de que había planetas más allá de Saturno? Cuando Demócrito era aún joven, Anaxímenes hablaba de compañeros «no luminosos» de las estrellas. Seguramente no se refería a planetas en otros sistemas solares. ¿O acaso hemos subestimado su inteligencia e imaginación?
Séneca (4 a. C. - 65 de nuestra era), en su Cuestiones naturales muestra una profunda perspicacia en su especulación acerca de la Astronomía y su futuro: «¡Cuántos cuerpos celestes deben de girar, que no son vistos por el ojo humano! ¡Qué descubrimientos están reservados a los tiempos venideros, cuando nuestro recuerdo ya no exista!». ¡Cuán cierto estaba! Urano, Neptuno y Plutón fueron descubiertos sólo en los últimos 200 años. Y, mientras que en tiempos de Séneca no se conocían más que unos pocos millares de estrellas, actualmente figuran millones de ellas en nuestros catálogos.
Los tanguts, una tribu del Asia Central, cuya ciudad de Hara-Hoto fue excavada en 1908, tenían una extraña creencia acerca de las once luminarias —el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, y los planetas Tsi-Tsi, Ouebo, Rahu y Ketu—. Mientras Rahu y Ketu eran sin duda los nódulos ascendentes y descendentes de la Luna, tomados de la Astronomía hindú, la identidad de Tsi-Tsi y Ouebo sigue siendo un misterio. ¿Son acaso Urano y Neptuno?[17].
Una de las cosas más sorprendentes mencionadas en los antiguos textos y leyendas es la noción de vida en otros mundos. Se atribuye al legendario Orfeo, hijo de Apolo, este fragmento: «Aquellas innumerables almas vagaban de planeta en planeta, y en los abismos del espacio lloraban el hogar que habían olvidado». Estas palabras parecen hablar de vida en otros planetas.
Heráclito (aprox. 540-475 a. C.) y todos los discípulos de Pitágoras (siglo VI antes de nuestra era) consideraban que cada estrella era el centro de un sistema planetario. Demócrito enseñaba que los mundos nacen y mueren. «Sólo algunos de estos mundos que hay en las estrellas son aptos para la vida», decía.
Anaxágoras (500-428 a. C.), otro filósofo griego, escribió también acerca de «otras Tierras que producen el necesario sustento para sus habitantes».
Metrodoro de Lámpsaco (siglo III a. C.) creía en la pluralidad de mundos habitados. Afirmaba que llamar a la Tierra el único mundo habitado era tan erróneo como asegurar que sólo una espiga de grano crece en un vasto campo. Epicuro (341-270 a. C.) estaba asimismo convencido de que la vida no se limitaba solamente a nuestro planeta. Lucrecio (aproximadamente 98-55 a. C.), poeta romano, escribió que «es altamente improbable que la Tierra y el Cielo sean lo único que se haya creado».
Según Cicerón (106-43 antes de la era cristiana), el reino de los cielos estaba poblado por una muchedumbre de genios. Esta noción es notable, ya que se aproxima a nuestra idea actual de mundos habitados en el espacio.
¿Era esto una brillante especulación, o una herencia procedente de alguna Edad de Oro de las Ciencias? De tratarse sólo de una conjetura, ¿por qué era idéntica en países geográficamente tan distantes como México, China, Grecia, India, Egipto y Babilonia?
¿Por qué los romanos tenían la llamada Profecía Cumaeana? En su Cuarta Égloga, Virgilio decía: «Ahora una nueva raza desciende de los reinos celestiales». Este párrafo no se refiere a criaturas etéreas, sino a un nuevo pueblo procedente del espacio estelar. El origen de un concepto tan asombroso no ha sido todavía explicado, pues estamos refiriéndonos al período del reinado del emperador Augusto.
Los Vedas de la India eran muy concretos acerca de «la vida en otros cuerpos celestes más allá de la Tierra». Teng Mu, un sabio de la dinastía Sung, resumía las creencias de los pensadores chinos acerca de la universalidad de la vida: «Cuán irrazonable sería suponer que, además de la Tierra y el firmamento que podemos ver, no existen otros firmamentos y otras tierras».
Dediquemos ahora nuestra atención a los cometas. Desde el año 204 a. C., los astrónomos chinos llevan registros de cada aparición del cometa Halley. En el año 11 a. C. estuvieron observando un cometa durante nueve semanas, haciendo descripciones de su forma variable, exactamente como hacen los astrónomos de hoy.
«Los cometas se desplazan en órbitas, como los planetas», escribió Séneca hace diecinueve siglos[18]. Aristóteles menciona que los pitagóricos identificaban los cometas como cuerpos estelares que reaparecen después de largos períodos de tiempo. Este razonamiento era algo magnífico, dado que los cometas no llevan placas de identificación. Basándose en Apolonio Mindio, puede presumirse que la doctrina procedía de Babilonia, anticipándose a Pitágoras en muchos siglos.
En el siglo II de nuestra era, el historiador romano Suetonio define los cometas como «estrellas llameantes que son consideradas por el ignorante como presagio de desastres para los gobernantes».
Pero lo que sucedió catorce siglos después de Suetonio en esta escogida porción de la Tierra —Europa—, es increíble por su estupidez. El Ayuntamiento de la ciudad de Baden, Suiza, publicó un edicto, en enero de 1681, cuando «un espantoso cometa», con una larga cola, apareció en el firmamento. «Todos tienen que acudir a misa y al sermón cada domingo, abstenerse de jugar y bailar, y tomar la bebida por la noche con moderación», rezaba. ¿Había enterrado casi toda la Humanidad su cabeza en la arena, después que los nobles griegos, altivos romanos e intuitivos egipcios hubieron efectuado su mutis?
La cosmología, en tanto que Ciencia, empezó con Kant y Laplace hace sólo doscientos años. No obstante, el libro Huai Nan Tzu (aproximadamente 120 a. C.), y el Lun Heng escrito por Wang Chung (año 82 de nuestra era), describían la cristalización de mundos mediante remolinos o vórtices de materia primaria.
El antiguo Popol Vuh de los mayas guatemaltecos describe así el nacimiento del mundo: «Como la niebla, como una nube, y como una nube de polvo fue la creación». Y he aquí una versión moderna de la misma cosmogonía: «La escena empezó con la precipitación de partículas de polvo del plano central (ecuatorial) de la nube achatada»[19]. ¿Cuál fue la fuente de la cosmología maya? ¿Fue la misma que nos proporcionó el calendario más preciso del mundo?