Capítulo VII

DE LOS TEMPLOS Y FOROS A LOS REACTORES ATÓMICOS

Las llamadas Tablas esmeraldinas de Hermes ofrecen gran interés al estudiante de la historia de la Ciencia. Aunque con frecuencia son consideradas como un documento procedente de la Edad Media, su estilo y la total ausencia de términos alquímicos medievales sugieren la posibilidad de un origen más antiguo. Realmente, basándose en su investigación, el doctor Segismundo Bacstrom, científico del siglo XVIII, siguió las huellas de las Tablas esmeraldinas hasta aproximadamente el año 2500 a. C.

«Lo que está arriba es igual a lo que está abajo, y lo que está abajo es igual a lo que está arriba, en el sentido de que todo son maravillas de la misma y única obra», reza la sentencia inaugural de las Tablas. Estas palabras pueden ser interpretadas como la exacta semejanza que existe entre el mundo del átomo, con electrones que giran alrededor de protones, como planetas alrededor de soles, y el macrocosmos de estrellas y galaxias.

Esta idea de la unidad del Universo y la unidad de la materia es recalcada nuevamente en otro pasaje: «Todas las cosas deben su existencia al Único, de forma que todas las cosas deben su origen a la Única Cosa».

«Separad la tierra del fuego, lo sutil de lo grosero, cuidadosa y hábilmente. Esta sustancia asciende desde la Tierra al Cielo, y desciende de nuevo sobre la Tierra, y así lo superior y lo inferior se ven incrementados en poder». Este párrafo podría ser muy bien interpretado como el proceso de desintegración del átomo y los peligros relacionados con ello.

«Éste es el tremendo poder de todas las energías, por el cual todo lo que es sutil prevalecerá y penetrará en todo lo que es grosero, porque es así como el mundo fue creado», reza otro párrafo de las Tablas esmeraldinas. Indica la creencia de los antiguos en el carácter vibratorio de la materia, y en las ondas y rayos que penetran todas las sustancias.

Demócrito fue el primero en formular la teoría atómica. Anticipándose a los puntos de vista de los modernos físicos, dijo, hace casi 2500 años: «En realidad, no hay otra cosa, excepto átomos y espacio». Mosco, el fenicio, comunicó al filósofo griego este conocimiento primordial, y, de hecho, la concepción de Mosco de la estructura del átomo estaba más cerca de la realidad, porque acentuaba su divisibilidad. Su versión de la teoría atómica está siendo corroborada a medida que se descubren continuamente nuevas partículas atómicas.

Los filósofos griegos pretendían que no había diferencia, en cuanto a su naturaleza, entre los cuerpos estelares y la Tierra. Las enseñanzas de Hermes fueron aceptadas como axiomas por los pensadores helénicos.

Leucipo (siglo V a. C.), al igual que Epicuro (341-270 a. C.) se mostraron también partidarios de la teoría atómica. Lucrecio (siglo I a. C.) erudito romano, describía átomos «que chocaban entre sí eternamente a través del espacio». Estos átomos «sufrían miríadas de cambios bajo el tremendo impacto de las colisiones». «Es imposible ver los átomos porque son demasiado pequeños», afirmaba. Estos escritores y filósofos clásicos merecen respeto y admiración por su avanzado pensamiento, ya que habían anticipado la Ciencia moderna, a cuyo desarrollo contribuyeron. Pero aún no sabemos qué los indujo a creer en átomos invisibles.

En su Sobre la naturaleza del Universo, Lucrecio expresa la opinión de que «no puede haber ningún centro en el infinito». Esta tesis es la piedra angular de la teoría de la relatividad de Einstein. Heráclito (siglo V a. C.) debió de haber tenido asimismo ideas relativistas, porque, en cierta ocasión, dijo: «El camino hacia arriba y el camino hacia abajo son el mismo».

Zenón de Elea (siglo V a. C.) demostró la relatividad de movimiento y tiempo mediante sus problemas paradójicos. «Si la flecha que vuela está, en cada momento de su vuelo, inmóvil en un espacio igual a su longitud, ¿cuándo se mueve?», preguntó. En su famoso problema de los carros, Zenón intentó incluso demostrar la contracción del tiempo que sufren los cuerpos en movimiento, cosa que Einstein trató con más amplitud mediante sus fórmulas.

Nicolás, cardenal de Cusa, erudito del siglo XV, hablaba de un «universo sin centro», aportando así otra visión anticipada de la teoría de la relatividad.

Laotsé (siglos VI-V a. C.), el fundador del taoísmo, pensaba que todo en el Universo está creado según una ley natural, o Tao, que controla el mundo. Toda creación es el resultado de una interacción de dos principios cósmicos: el principio masculino Yan, y el femenino, Yin promulgaba Laotsé. Científicamente, esto es cierto, porque todas las manifestaciones de la Naturaleza vienen determinadas por cargas positivas y negativas en el mundo nuclear.

Los antiguos sabios se percataron de los peligros de revelar el conocimiento a quienes pudieran utilizarlo con fines destructivos. «Sería el mayor de los pecados descubrir los misterios de tu arte a los soldados», escribía un alquimista chino hace mil años. ¿Son culpables de este pecado los modernos alquimistas nucleares?

La estructura atómica de la materia viene mencionada en los tratados brahmánicos Vaisesika y Nyaya. El Yoga Vasishta dice: «Existen mundos vastos dentro de las cavidades de cada átomo, múltiples como las motas de polvo en un rayo de sol».

El sabio indio Uluka formuló la hipótesis, hace más de 2500 años, de que todos los objetos materiales estaban hechos de paramanu o semillas de materia. Fue apodado Ranada, o tragasemillas.

Los escritos sagrados de la antigua India contienen descripciones de armas que se parecen a las bombas atómicas. El Mausola Parva habla de un rayo —«un gigantesco mensajero de muerte»— que reducía a cenizas a ejércitos enteros, y hacía que se cayeran el cabello y las uñas de los supervivientes. Los cacharros se rompían sin motivo, y los pájaros se volvían blancos. Tras unas pocas horas, todos los alimentos quedaban envenenados. La horrible imagen de Hiroshima acude a nuestra mente al leer este antiguo texto procedente de la India.

«Un reluciente proyectil, poseído del resplandor del fuego sin humo, fue disparado. Súbitamente, una espesa niebla cubrió los cielos. Las nubes rugieron con estrépito en las alturas, escupiendo sangre. El mundo, abrasado por el calor de esta arma, parecía enfebrecido»; así describe el Drona Parva una página de este pasado desconocido de la Humanidad. Casi puede verse la nube en forma de hongo de una explosión atómica, y su consiguiente radiación. Otro pasaje compara la detonación con la llamarada de diez mil soles.

Evidentemente, el físico Frederick Soddy no considera estos antiguos documentos como una fábula. En su Interpretación del rádium (1909) escribía estas líneas: «¿Podemos, acaso, leer en ellos alguna justificación para la creencia de que ciertas primitivas razas olvidadas alcanzaron no sólo el conocimiento que nosotros hemos adquirido recientemente, sino también un poder que aún no poseemos?». Cuando el doctor Soddy escribía este libro, la caja atómica de Pandora no había sido aún abierta.

En la India ha sido hallado un esqueleto radiactivo. Su radiactividad es cinco veces superior al nivel normal[12]. Quizá sean verídicos los textos sánscritos relativos a guerras atómicas en la protohistoria.

La superficie del desierto de Gobi cerca del lago Nob Nor está cubierta con arena cristalizada, que es el resultado de las pruebas atómicas de la China Roja. Pero el desierto posee algunas áreas de parecida arena vítrea, ¡que han existido durante millares de años antes del presidente Mao! ¿Cuál era la fuente del calor que fundió esta arena en la Prehistoria?

Los libros brahmánicos contienen una curiosa división del tiempo. Por ejemplo, el Siddhanta-Ciromani subdivide la hora hasta llegar a la unidad final —truti—, equivalente a 0,33750 de segundo. Los especialistas sánscritos no tienen ni idea de por qué semejante fracción de segundo era necesaria en la Antigüedad. Y nadie sabe cómo pudo haber sido medida sin instrumentos de precisión.

Según el yogui Pundit Kaniah, de Ambattur, Madrás, a quien encontré en la India en 1966, la primitiva medición del tiempo de los brahmanes era sexagesimal, y citaba el Brihath Sathaka y otros escritos sánscritos. En épocas remotas, el día estaba dividido en 60 kala cada una de ellas igual a 24 minutos, subdivididas en 60 vikala equivalente cada una a 24 segundos. Luego seguía una posterior subdivisión sexagesimal del tiempo en para, tatpara, vitatpara, ima y, finalmente, kashta ó 1/300 de millonésima de segundo. Los hindúes nunca han tenido prisa, y uno se pregunta qué empleo podrían haber hecho los brahmanes de estas fracciones de microsegundo. Por lo demás, el propio autor oyó en la India que los doctos brahmanes estaban obligados a conservar esta tradición, que procedía de la venerable Antigüedad, aunque ellos mismos no comprendían su sentido.

¿Este cómputo del tiempo es un recuerdo procedente de una civilización tecnológica elevada? Sin la posesión de instrumentos sensitivos, el kashta 1/300 de millonésima de segundo carecería absolutamente de significado. Es sintomático el hecho de que el kashta ó 3 X 10−8 segundos, se acerca mucho al lapso de vida de algunos mesones e hiperones. Estos hechos apoyan la audaz hipótesis de que la ciencia de los físicos nucleares no es nueva.

La Tabla Varahamira fechada aproximadamente en el 550, indica incluso el tamaño del átomo. La cifra matemática es claramente comparable con el tamaño real del átomo de hidrógeno. Resulta fantástico que esta antigua ciencia reconociera la estructura atómica de la materia y se percatara de cuán pequeña es su última partícula. Nada de esto fue intentado en Occidente hasta el siglo XX.

Filolao (siglo V a. C.) tenía una extraña noción acerca de un «antichthon» o «antitierra», un cuerpo invisible en nuestro sistema solar. Tan sólo recientemente, el concepto de antimateria, antimundo y antiplaneta ha sido introducido en la Ciencia. En física nuclear, el positrón es considerado hoy como un electrón que viaja desde el futuro hacia el pasado. Esta inversión de la dirección del tiempo en el mundo atómico es un descubrimiento reciente. Pero Platón escribe en el Político acerca de un universo en oscilación que periódicamente invierte su dirección del tiempo, y en ocasiones se mueve desde el futuro hacia el pasado. Nosotros tenemos conciencia de que las partículas atómicas pueden viajar hacia atrás en el tiempo, pero parece que esta idea no era tampoco desconocida para el gran Platón.

En tanto que el conocimiento atómico en los tiempos antiguos parecía tener un carácter fragmentario, no podemos decir lo mismo acerca de la Astronomía. Con sus profundos esfuerzos y práctica constante durante más de un milenio, la ciencia de las estrellas alcanzó un alto nivel en épocas remotas.