Capítulo I

LOS DÍAS Y LAS NOCHES DEL CONOCIMIENTO

«El mundo es rectangular, extendiéndose desde Iberia (España) a la India, y desde el África a la Escitia (Rusia). Sus cuatro lados están formados por altas montañas sobre las que descansa la bóveda celeste. La Tierra es sólo un arca de gigantescas dimensiones, y en el fondo plano de esta arca están todos los mares y tierras conocidos por el hombre. El firmamento es la tapa del cofre, y las montañas son sus paredes». Ésta es la imagen infantil de la Tierra, pintada por Cosmas Indicopleustes, un erudito-explorador del siglo VI, en su Topografía cristiana.

Pero, un millar de años antes del libro de Cosmas, los filósofos tenían una idea diferente y mucho más precisa de la forma de la Tierra. Pitágoras (siglo VI a. C.) enseñaba en su Escuela de Crotona que la Tierra era una esfera. Aristarco de Samos (siglo III a. C.) dedujo que la Tierra giraba alrededor del Sol. Eratóstenes, el bibliotecario de Alejandría (siglo III a. C.), calculó la circunferencia de nuestro planeta.

Cosa muy curiosa: los pueblos más antiguos poseían un conocimiento científico superior al de las naciones de períodos históricos posteriores. Hasta la segunda mitad del siglo XIX, los eruditos y clérigos de Occidente pensaban que la Tierra tenía una antigüedad de sólo unos pocos miles de años. No obstante, los antiguos libros brahmánicos calculaban el Día de Brahma, es decir, el lapso de existencia de nuestro Universo, en una cifra de 4320 millones de años. Esta cifra se aproxima mucho a la de nuestros astrónomos, los cuales calculan que es aproximadamente de 4600 millones de años.

Resulta de todo punto evidente que el conocimiento ha tenido sus días y sus noches. La Ciencia emergió de la oscuridad medieval durante el Renacimiento. Por el estudio de las fuentes clásicas, los sabios volvieron a descubrir verdades que ya habían sido conocidas durante muchos siglos, por los antiguos babilonios, egipcios, hindúes o griegos.

El curso de estas oscilaciones del progreso puede seguirse durante un período superior a seis mil o siete mil años —las fronteras de la Historia—. Dichos altibajos pueden explicarse por cambios en la ideología, por un nuevo sistema económico o político y por el impacto de algunas mentes prodigiosas de la sociedad. No obstante, la presencia de cierto tipo de conocimiento científico en los tiempos antiguos no puede fácilmente justificarse a menos que se acepte el hecho de que los instrumentos y conocimientos de los antiguos han sido drásticamente subestimados. Aun en tal caso, subsisten algunos enigmas que exigen una nueva valoración de la historia de la Ciencia. Dar a conocer estos problemas constituye uno de los objetivos de este libro.

En el año 1600, el monje dominico Giordano Bruno fue quemado vivo en la Piazza del Fiore, en Roma, después de haber sido declarado convicto de herejía. En uno de sus libros establecía que en el Universo hay un número infinito de soles y de planetas que giran alrededor de ellos. «Algunos de estos mundos —decía— podrían estar poblados».

Esta brillante especulación de Bruno, aunque adelantada en 400 años a nuestra era, tenía realmente una antigüedad de 2000 años, puesto que los viejos filósofos griegos ya habían creído en la pluralidad de mundos habitados. Anaxímenes decía al desilusionado Alejandro Magno que éste había conquistado sólo una Tierra, en tanto que había muchas otras en el espacio infinito. En el siglo III antes de nuestra era, Metrodoro no creía que nuestra Tierra fuera el único planeta poblado. Anaxágoras (siglo V a. C.) escribió acerca de «otras Tierras» en el Universo.

Hasta Descartes y Leibnitz, los europeos no tenían ningún concepto acerca del millón en Matemáticas. Sin embargo, los antiguos hindúes, babilonios y egipcios, utilizaban jeroglíficos para representar un millón, y manipulaban cifras astronómicas en sus documentos. Los egipcios tenían un símbolo adecuado para el millón: un hombre atónito con las manos levantadas. En Matemáticas y Ciencia tenemos una gran deuda con la India antigua por el más importante —y no obstante menos valorado— regalo hecho al mundo: el cero.

Las ciudades medievales de Francia, Alemania, Inglaterra y otros países estaban generalmente construidas al azar, sin ninguna planificación. Sus calles, angostas, eran irregulares, sin ninguna facilidad para la evacuación de las basuras. Debido a las condiciones insanas, las epidemias devastaban estas atestadas ciudades.

Sin embargo, alrededor del año 2500 a. C., las ciudades de Mohenjo Daro y Harappa, sitas en lo que actualmente es Pakistán, se hallaban tan cuidadosamente planeadas como París o Washington. Estaba prevista una eficiente provisión de agua, desagües y vertederos de basuras. Además de existir piscinas públicas para la natación, muchos hogares poseían baños privados. Permítasenos decir que, hasta fines del último siglo, todo ello representó un lujo en Europa y América.

Antes de finalizar el siglo XVI, los europeos no tenían cucharas ni tenedores en sus mesas: utilizaban sólo cuchillos y dedos. No obstante, los pueblos de América Central disponían de tales utensilios un millar de años antes de la aparición de Cortés. De hecho, los antiguos egipcios habían utilizado ya cucharas en una época aún más temprana —en el año 333 a. C.—. Este detalle histórico, para vergüenza de los europeos, sitúa las cosas en la perspectiva correcta.

Los aztecas vivían ya en la Edad de Oro cuando los conquistadores invadieron México —Moctezuma caminaba realmente sobre oro, ya que sus sandalias tenían suelas de oro flexible—. Había también una Edad Dorada en la tierra de los incas cuando llegaron los españoles —los templos de Pacha-camak, cerca de Lima, estaban adornados con clavos de oro cuyo peso alcanzaba una tonelada—. Igualmente había una Edad de la Plata en el Perú en tiempos de Pizarro: los soldados de éste calzaban a sus caballos con herraduras de plata.

Para mostrar cómo la expansión de Europa fue conseguida a expensas de las razas de la Edad de Oro de las Américas, permítasenos examinar las reservas de oro de las naciones europeas en el año 1492, cuando Colón inició su viaje al Nuevo Mundo. La cantidad total de oro existente en Europa en aquel tiempo era de noventa toneladas. Después de los saqueos de los Imperios de México y Perú, las reservas de Europa se incrementaron ocho veces ¡justo solamente cien años más tarde!

Pero ¿existió una Edad de Oro de la Ciencia? ¿Se empeñaron los sacerdotes de Perú, México, India, Egipto, Babilonia y China y los sabios de Grecia en mantener su recuerdo?

Nuestra Ciencia únicamente ha redescubierto y perfeccionado viejas ideas. Paso a paso, se ha demostrado que el mundo es más antiguo y más vasto de lo que se creía hace sólo unas pocas generaciones. En los pasados ciento cincuenta años, las fronteras temporospaciales del Universo han sido enormemente ampliadas.

En las fluctuaciones del conocimiento científico ocurridas en el curso de las edades, se manifiesta un hecho curioso: la posesión de una información que no podría haber sido obtenida sin adecuados instrumentos. Ocasionalmente, el conocimiento ha surgido como si no procediese de ninguna parte. Estos problemas requieren un enfoque objetivo.

La carencia de pruebas es uno de los mayores obstáculos con que se ha enfrentado el historiador. Si no se hubiesen quemado las bibliotecas en la Antigüedad, la Historia no tendría tantas páginas perdidas. Sin estas lagunas, el pasado de muchas civilizaciones primitivas podría ser considerado en una perspectiva diferente.

En primer lugar, permítasenos hacer una pequeña revisión de esta destrucción de documentos culturales. La famosa colección de Pisístrato en Atenas (siglo VI a. C.) fue saqueada. Afortunadamente, los poemas de Homero, editados por las personas cultas que había entre la aristocracia griega, de una u otra forma lograron sobrevivir. Los papiros de la biblioteca del Templo de Ptah, en Menfis, fueron totalmente destruidos. La misma suerte corrió la biblioteca de Pérgamo, en el Asia Menor, biblioteca que contenía 200 000 volúmenes. La ciudad de Cartago, arrasada por los romanos, en un incendio que duró diecisiete días, en el año 146 a. C., tenía fama de poseer una biblioteca con medio millón de volúmenes. Pero la mayor injuria hecha a la Historia fue la quema de la Biblioteca de Alejandría, durante la campaña en Egipto de Julio César, siniestro en el que se perdieron irremediablemente 700 000 inapreciables pergaminos. El Bruchion contenía 400 000 libros, y el Serapeum, 300 000. Existía un catálogo completo de autores en 120 volúmenes, incluyendo una breve biografía de cada autor.

La Biblioteca de Alejandría era también una Universidad y un instituto de investigación. La Universidad tenía Facultades de Medicina, Matemáticas, Astronomía, Literatura y otras disciplinas. Un laboratorio químico, un observatorio astronómico, una sala anatómica para operaciones y disecciones y un jardín botánico y zoológico, eran algunas de las facilidades de esta institución educativa, donde estudiaban 14 000 alumnos que preparaban los fundamentos de la Ciencia moderna.

El conquistador romano fue también responsable de la pérdida de millones de rollos del Colegio Druida Bibractis, en lo que actualmente es Autun, Francia. Desaparecieron allí numerosos tratados de Filosofía, Medicina, Astronomía y otras ciencias.

El destino de las bibliotecas no fue mejor en Asia, pues el emperador Tsin Shi Huang-ti proclamó un edicto por el que fueron quemados innumerables libros en China en el año 213 a. C.

León Isauro fue otro archienemigo de la cultura, que incendió 300 000 libros en Constantinopla en el siglo VIII. El número de manuscritos destruidos por la Inquisición en los autos de fe en la Edad Media no puede calcularse fácilmente.

A causa de estas tragedias, nos vemos en la necesidad de depender de fragmentos desconectados, episodios casuales y pobres relatos. Nuestro pasado remoto es un vacío llenado al azar con tablillas, pergaminos, estatuas, pinturas y diversos artefactos. La historia de la Ciencia tendría un aspecto totalmente diferente si la colección de libros de Alejandría estuviese aún intacta.

Estas pérdidas de documentos preciosos han sucedido también en la Historia moderna. En cierta ocasión se produjo un incendio en el harén del sultán del Imperio otomano. Un joven secretario de la Embajada francesa, empujado por la muchedumbre, se acercó al lugar y pudo ver a los saqueadores llevarse vasos, cortinas y otros objetos del palacio en llamas. El francés reparó en un hombre que llevaba un grueso volumen de la Historia de Roma de Tito Livio, obra considerada perdida durante siglos. En seguida detuvo al turco y le ofreció una sustanciosa suma por el libro. Por desgracia, sólo llevaba unas pocas monedas en el bolsillo, y prometió pagar la diferencia en su domicilio, a lo cual accedió el turco; pero de pronto quedaron separados por la multitud que se introdujo entre ellos. He aquí cómo se perdió un documento irremplazable después de haber sido casi recuperado.

Por otra parte, también se han hecho descubrimientos inesperados que llenaban lagunas existentes en la Historia antigua. Hace unos ciento cincuenta años, el gran egiptólogo francés Champollion visitaba el Museo de Turín, y en una especie de almacén topó con una caja que contenía trozos de papiro.

—¿Qué hay dentro? —preguntó.

—Únicamente escombros inútiles, señor —contestó el ayudante.

Champollion no quedó satisfecho con la respuesta, y comenzó a juntar las piezas como si se tratase de un rompecabezas. ¡Estos «escombros inútiles» resultaron ser la única lista existente en el mundo de las dinastías egipcias, con los nombres de los faraones y las fechas de sus reinados! Era una revelación. Uno puede imaginar cómo se modificarían nuestros puntos de vista sobre la Antigüedad si se hallasen más crónicas de este tipo, aunque no fuera en recipientes de escombros.

El sensacional hallazgo de los documentos del mar Muerto reveló el hecho de que esta versión más antigua de la Biblia (siglo II a. C.) concordaba razonablemente con el texto masorético (siglo X de nuestra era). Desde un punto de vista histórico y religioso, los documentos del mar Muerto fueron una adquisición extraordinariamente importante. A propósito: el mérito de este fabuloso descubrimiento arqueológico se atribuye a un joven pastor beduino que, cierto día, mientras perseguía a una cabra, descubrió la cueva donde, dentro de unas jarras, estaban ocultos los rollos.

En el año 1549, un joven monje excesivamente celoso, Diego de Landa, descubrió en México una gran biblioteca de códices mayas. «Los quemé todos porque no contenían más que superstición y maquinaciones del diablo», escribió.

¿Cómo podía saber lo que contenían los libros? Incluso hoy, con todos los brillantes filólogos y cerebros electrónicos de que disponemos, los tres manuscritos mayas que milagrosamente sobrevivieron, siguen sin poder ser descifrados.

Cuando De Landa se hizo viejo y fue elevado a la dignidad de obispo, se percató del bárbaro crimen que había cometido. Efectuó una investigación en busca de escrituras mayas, pero sin éxito. Existe una tradición que habla de cincuenta y dos tablillas doradas, conservadas en un templo, que contienen una historia de la América Central, tablillas que habrían sido cuidadosamente ocultas por los sacerdotes aztecas antes de que los codiciosos conquistadores tomaran Tenochtitlán.

Diego de Landa escribió un trabajo sobre los mayas, pero su contribución a la resolución de los jeroglíficos fue completamente insignificante.

Si alguien hubiese solicitado a la Biblioteca de Madrid, hace un centenar de años, la Nueva crónica y buen gobierno, de Felipe Huamán Poma de Ayala, de 1565, el bibliotecario se habría quedado extremadamente desconcertado. Por aquel tiempo, ni la Biblioteca de Madrid ni ningún erudito en el mundo sabían nada acerca de esta historia de los incas. El manuscrito permaneció en la oscuridad durante siglos, hasta que fue descubierto en la Biblioteca Real de Copenhague en 1908. Fue publicado por vez primera en 1927, y actualmente es considerado una fuente tan buena como Garcilaso de la Vega o Pedro Cieza de León. Ésta es la historia de uno tan sólo de los libros perdidos, pero ¿cuántos otros pueden estar aún ocultos en los lugares más inesperados?

Hasta que tales documentos de épocas pasadas sean localizados, ¿pueden ser considerados los únicos textos sagrados, los escritores clásicos y los mitos que conocemos actualmente como el único material fidedigno para reconstruir la imagen del pasado? Las Sagradas Escrituras, así como las obras de los autores griegos y romanos, pueden, seguramente, ser utilizadas para este propósito. Esta afirmación será apoyada más tarde por interesantes episodios de Historia antigua. La mitología y el folklore son pensamientos fósiles que describen la historia de culturas desaparecidas en forma de símbolos y alegorías. Separando la fantasía de la realidad, a partir de las leyendas, puede volver a crearse una imagen razonablemente correcta de acontecimientos, personas y lugares pasados.

A la ciudad de Ur, mencionada en la Biblia como la ciudad de la cual había partido Abraham, no se le daba ningún significado geográfico o histórico por parte de los sabios del siglo XIX. Realmente, hasta tiempos recientes, pocos historiadores consideraron seriamente la Biblia como fuente de datos históricos. Pero, después de que Sir Leonard Wooley hubo descubierto la antigua ciudad de Ur en Mesopotamia, la situación comenzó a cambiar.

Hace un centenar de años, ningún erudito consideraba la Ilíada o la Odisea de Homero como una historia. Pero Heinrich Schliemann creyó en ellas y descubrió la legendaria ciudad de Troya. Luego siguió la ruta de regreso al hogar de Ulises y excavó las grutas de Micenas en busca del botín que los griegos capturaron en Troya. Leyó en la Ilíada la descripción de una copa decorada con palomas que había utilizado Ulises. ¡En un profundo pozo halló Schliemann esa copa, que tenía una antigüedad de 3600 años!

Por tanto, las leyendas pueden ser interpretadas como unas historias fantasiosas o como acontecimientos reales. Así, por ejemplo, la leyenda de la diosa Deméter, quien generalmente es representada con una hoz y unas espigas de trigo, describe la introducción del trigo en Grecia, país en el que hasta entonces habían existido únicamente judías, semillas de amapola y bellotas. La diosa enseñó a Triptolemo el arte de la agricultura, y luego éste viajó a través de Grecia instruyendo a la gente sobre el modo de cultivar el trigo y cocer el pan.

El mito del nacimiento de Zeus en Creta se refiere al origen cretense de la antigua cultura griega. Es interesante señalar que, con excepción de unas pocas leyendas, los propios griegos no sabían nada acerca de la avanzada civilización minoica existente en Creta, que precedió a la suya propia. Pero, como podemos ver, el folklore conserva la historia en forma de leyendas llenas de color.

Hasta 1952, año en que Michael Ventris descifró el lenguaje Lineal B de Creta y descubrió, para su asombro, que se trataba únicamente de griego primitivo, nadie, en tiempos antiguos o modernos, había tomado en serio este mito de Zeus.

En sus Diálogos, Platón hace referencia a una forma arcaica de lenguaje griego. Naturalmente, sus contemporáneos nunca habían tenido noticias de este dialecto perdido. Pero, posteriormente, en el siglo XIX, fue hallada una antigua escritura que, al ser descifrada en los años 50, resultó que no era un griego preclásico. En consecuencia, ¿tenemos derecho a desconfiar de las palabras de los antiguos escritores o de las rancias leyendas, excepto y hasta que hayan sido demostrados erróneos?

En el Critias, Platón cuenta la historia de Solón, a quien, en el año 550 a. C., los sacerdotes de Sais, en Egipto, confiaron que, 9000 años antes de su tiempo, Grecia estuvo cubierta de un suelo fértil. «En comparación con lo que era entonces, sólo quedaban en algunos pequeños islotes los huesos de un organismo agotado, como realmente debería ser llamado, habiéndose consumido todas las partes más ricas y fértiles del suelo», decían los sabios egipcios.

Hoy puede considerarse científicamente correcta esta información, porque el suelo de Grecia fue muy fértil hace algunos milenios. En aquel remoto período, el Sahara era una estepa en que crecía abundante vegetación. Éste es tan sólo un ejemplo de los cambios climáticos ocurridos en la cuenca mediterránea. Pero ¿cómo pudieron Platón, Solón o los sacerdotes de Sais haber tenido conocimiento de la erosión del suelo de Grecia durante un período tan largo, a menos que se hubieran llevado registros cuidadosos durante diez mil años por parte de la casta sacerdotal egipcia?

Al describir el lejano Norte de Escitia, o Rusia, Plutarco (siglo I) hablaba de una noche que prevalecía durante seis meses en aquellas regiones, con una continua caída de nieve. Recalcaba que «esto era completamente increíble». Sin embargo, su descripción del invierno ártico era sorprendentemente verídica.

Plutarco escribió también una historia referente a la flota fenicia que se hallaba al servicio del faraón Necho. Los barcos partiendo del mar Rojo, navegaron hacia el océano índico, y circundaron África vía cabo de Buena Esperanza, y el estrecho de Gibraltar. El viaje se llevó a cabo en el curso de dos años.

«Estos hombres manifestaron algo —escribe Plutarco— que yo mismo no me atrevo a creer, aunque otros sí puedan hacerlo. Cuando viajaban rumbo a Occidente, alrededor de la punta sur de África tenían el sol a su derecha, a su Norte». Ningún griego antiguo podía imaginar que el sol brillara en el Norte. La actitud crítica de Plutarco hacia su propia historia añade más peso aún a su testimonio. Después de todo, su informe es exacto, ya que el sol, en África del Sur, brilla en el Norte.

El Almagesto de Tolomeo enumera todos los datos geográficos disponibles en el siglo II de nuestra era. El astrónomo describe el África Ecuatorial, el Nilo superior y las cadenas montañosas que existen en el corazón del continente. Con toda evidencia, este sabio de la Antigüedad poseía más conocimientos acerca de África que sus colegas europeos de la primera mitad del siglo XIX.

Cuando, en el siglo pasado, la exploración del África Central puso de manifiesto la existencia de montañas de cumbres nevadas, y los informes en este sentido fueron remitidos a la «Royal Geographical Society», de Londres, sus doctos miembros hallaron una fuente de diversión en tales manifestaciones. ¿Nieve en el Ecuador? ¡Pura insensatez! El arma del escepticismo es peligrosa: en el pasado, muchos científicos superescépticos se desacreditaron a sí mismos por una tajante condenación y una carencia de imaginación.

Al explicar las causas de la crecida del Nilo, Heródoto (siglo V a. C.) enumeró diversas teorías, corrientes en aquel tiempo. Una de ellas, «la más plausible» en palabras de él, pero en su opinión imposible, era la de que «el agua del Nilo procedía de la nieve que se derretía».

Así, una vez más se demuestra cómo la curva del conocimiento desciende en el gráfico del progreso mundial. No es difícil demostrar la superioridad del pensamiento griego sobre la Filosofía escolástica de las Edades Oscuras. Nacida en la Antigüedad, eclipsada durante la Era Medieval, la Ciencia fue redescubierta por los árabes, restaurada en el Renacimiento y desarrollada por los científicos de los tiempos modernos.

Pero, hace mucho tiempo, existieron otros altibajos del progreso cultural. Las pinturas rupestres de uros, caballos, ciervos y otras bestias, en las cuevas de Altamira, Lascaux, Ribadesella y otras, son piezas maestras no sólo del arte prehistórico, sino también del arte de cualquier período.

Los antiguos egipcios, babilonios y griegos pintaban toros estilizados. Pero los bisontes o los caballos de Altamira o Lascaux parecen haber sido pintados por un Leonardo o un Picasso. El realismo y la belleza de estas pinturas de las cuevas las hacen inmensamente superiores a los dibujos de animales de Egipto, Babilonia o Grecia.

En las cuevas se han descubierto esbozos y obras de ensayo que sugieren la existencia de escuelas de arte unos 15 000 años atrás. Las pinturas rupestres de Cro-Magnon tienen

Recientemente hemos estado redescubriendo una ciencia olvidada. Hace 350 años el gran astrónomo alemán Johannes Kepler atribuyó acertadamente la causa de las mareas a la influencia de la Luna. En seguida fue objeto de persecución. No obstante, en una época tan antigua como el siglo II antes de Jesucristo, el astrónomo babilonio Seleuco hablaba sobre la atracción que la Luna ejerce en nuestros océanos. Posidonio (135-50 a. C.) realizó un estudio sobre las mareas y llegó a la certera conclusión de que estaban relacionadas con la revolución de la Luna alrededor de la Tierra. El eclipse de la Ciencia ocurrido durante estos dieciocho siglos es demasiado evidente.

Durante el curso de catorce siglos —desde Tolomeo hasta Copérnico—, no se efectuó ninguna contribución especial a la Astronomía. Aún en los tiempos de Tolomeo, los pensadores escrutaban los siglos primitivos en busca del conocimiento, como si hubiese existido un Edad de Oro de la Ciencia en el pasado.

El antiguo texto astronómico indio Surya Siddhanta afirmaba que la Tierra es «un globo en el espacio». En el libro Huang Ti-Ping King Su Wen, el docto Chi-Po dice al Emperador Amarillo (2697-2597 a. C.) que «la Tierra flota en el espacio». Sólo hace cuatrocientos años que Galileo, por enseñar este mismo concepto, fue condenado por las autoridades eclesiásticas.

Diógenes de Apolonia (siglo V a. C.) afirmaba que los meteoros «se desplazan en el espacio, y con frecuencia caen a la Tierra». No obstante, en el siglo XVIII, Lavoisier, el pilar de la Ciencia, pensaba de modo distinto: «Es imposible que las piedras caigan del cielo, porque no hay piedras en el cielo». Hoy sabemos que sí es posible.

Hace 2500 años, el gran filósofo Demócrito decía que la Vía láctea «consiste de estrellas muy pequeñas apiñadas estrechamente entre sí». En el siglo XVIII, el astrónomo inglés Ferguson escribía que la Vía láctea «primitivamente se consideraba formada por un vasto número de estrellas pequeñas; sin embargo, el telescopio demuestra que se trata de algo muy distinto». Aun sin telescopio, Demócrito era ciertamente mejor astrónomo que Ferguson. Éste era el caso de «un gran telescopio, pero una mente pequeña» contra «una mente grande, sin telescopio».

Cuando Marco Polo, su padre y su tío, vistiendo sus exóticos caftanes polvorientos, regresaron a Venecia procedentes del Extremo Oriente, no fueron creídos al principio. Debido a las historias que Marco Polo contaba acerca de las fabulosas riquezas de China y Japón, fue denominado inmediatamente Messer Millione o el Señor Millón. Más tarde, la familia Polo organizó un banquete, al que asistieron los notables de Venecia. Luego, de repente, los Polo cortaron los forros de sus pesados vestidos. ¡Cascadas de preciosas gemas se desparramaron sobre la mesa! Los venecianos se quedaron sin respiración: después de todo, Marco estaba diciendo la verdad. Existían ricos Imperios en el Extremo Oriente. ¡Aquellos diamantes, rubíes, zafiros, jades y esmeraldas eran una espectacular corroboración de sus aventuras!

El próximo capítulo ofrece una serie de curiosidades relativas a la historia de la Ciencia. Son como las joyas de Marco Polo: pruebas tangibles de un origen remoto de la Ciencia.